Tal vez fueron más de cien compatriotas cercanos
a Ángel los que lograron aferrarse y guarecerse, a su manera, en la impersonal
y fría metrópoli, ciudad capital del vecino país que lo acogió. Lo consiguieron
gracias a la incógnita, solidaria y desinteresada gestión “diplomática y
humanitaria” de aquel espigado cincuentón de oscura tez. También lo hicieron
otros tantos que a su vez llegaron con la jalada ayuda de aquellos. Unos y
otros aseguraban que a su patria, tal vez, evitarían volver, en tanto el manto
de esa nostalgia social, que todo lo cubría y les enfermaba el alma, siguiera
empecinado sobre sus praderas, llanos, montañas, selvas y poblaciones… inmensa
y rica nación, para entonces, inmersa en el frío del olvido subcontinental.
Quizá ninguno de ellos retorne a su patria, al
menos pronto, excepto de paseo, o a visitar a sus familiares y amigos, a no ser
que en la mágica Macondo, de un momento a otro, muy posible según los oscuros
nubarrones que se anuncian en el firmamento, comience a llover a cántaros,
hasta represar sus fieras aguas, para, luego, incontenibles, desbordarse sin
control alguno, modificando y arrasando su rica y delicada dermis nacional,
subcontinental; como la del país de donde Ángel proviene y es oriundo.
Lo que a Ángel y a sus coterráneos les ocurría,
también lo vivieron, no hace mucho, millares de emigrantes cumbiamberos cuando
la del Libertador era un destino promisorio, por lo que muchos partieron hacia
allá en busca de un mejor futuro. Se fueron a la siga de la esperanza que en su
terruño era muy difícil y más que escasa y cara; por la perenne y patrocinada
violencia, ahincada por la ambiciosa y discriminante pugna por el embriagante poder
que todo lo avinagra. Entonces, allá echaron endebles raíces al son del joropo,
como lo intentan y están haciendo acá, ahora, Ángel y sus paisanos.
El rumbo y los protagonistas cambian, no así las
lánguidas como corrosivas pasiones humanas, las de aquí, las de allá, las de
ayer, las de hoy y, triste como seguramente, las del mañana. Ahora son los coterráneos
de Marcos Vargas, con similares dramas y conflictos internos, los atraídos por
el bebedizo contra la epidemia del olvido que preparó Melquiades, el gitano
aquel a quien José Arcadio Buendía, en cada marzo, esperaba su llegada, muy a
pesar de los problemas que esto le generaba con su prima-esposa Úrsula Iguarán.
Ángel nunca se imaginó que su difícil
travesía hasta la capital del país vecino la tuvieran que repetir durante los
siguientes años, en condiciones aún más complicadas y lamentables, millares de
coterráneos suyos, desarraigados, como última opción de sobrevivencia, frente a
la voracidad de la desenfrenada y politizada pasión humana.
Cuando Ángel por fin tuvo el tiquete para viajar
a su planeado destino, sintió un extraño e inefable alivio. Algo así como una mezcla
entre esperanza y recóndito auto exilio. Según su instinto, ese era el camino
menos tortuoso y posible si quería que su situación mejorara; por ende, la de
su parentela que dejó en su terruño a la expectativa de su incierta aventura.
Inició su andanza para intentar salir de la encrucijada
social que prosperó por doquier. Empalizado contexto que sin él saber con
precisión el verdadero motivo, de un momento a otro se le volvió insoportable,
además de peligroso. Aunque tampoco buscaba o quería entender sus causas. Intuía
que así lo supiera, que así se lo explicaran, y él lo entendiera, o quisiera
entender, en nada iban a cambiar las cosas. Por el contrario, sería otro motivo
para incrementar el sufrimiento y amargarse más la vida. Prefería seguir en la paliativa
ignorancia, poner distancia de por medio y confiar en su instinto batallador.
Intentando dejar de pensar en esas cosas que
lo atragantaban, guardó el tiquete y buscó una silla vacía para acomodarse y
cerrar los ojos. Estaba cansado. Sabía que le quedaba más de la mitad del
recorrido hasta el esperanzador destino que acuñó en su mente. Desfallecer
estaba fuera de su inventario, pese a ser consciente de tener casi todas las
condiciones en su contra. Excepto, quizá, su resolución y empeño, así como la
apremiante necesidad de hacerlo.
El bus salía, de ahí, de la terminal de aquella
ciudad fronteriza, en unos treinta y cinco minutos. Tenía un hambre atroz. Desde
cuando salió de su casa tan solo comió una vez, por el camino. Intentaba a toda
costa tasar los pocos billetes con los que emprendió tan incierto viaje, «aunque
necesario», se lo repetía para darse aliento.
Además, también se dijo, retomando
maquinalmente el incómodo pensamiento anterior, que esa era la única manera, la
única esperanza para intentar superar la crisis. Embrollo por el que tanto él como
su núcleo familiar atravesaban… y todo su entorno, según la percepción que
tenía sobre el desconcierto reinante en su engarrotado país. Calenturienta concepción
que su espíritu le decía que ignorara, que le quitara importancia para que no lo
fuera a apabullar y lo llevara a la verdadera sin salida en la que estaban
muchos de sus connacionales.
Intentó, una vez más, evitar pensar así.
Quería concentrarse en su plan. Sin embargo, el sumo de la verdolaga insistía
en traerle sus álgidas y calladas concepciones. Quizá fue el sopor en el que lo
sumió el clima fronterizo el que lo hizo rumiar sobre el panorama que, según su
empírica interpretación y conclusión, en su país todo iba a seguir igual, sin
mejoraría a la vista y, tal vez, peor y por mucho tiempo. Recordó que fue ese
argumento, luego de pensarlo y explicárselo a su parentela, a su manera, el que
lo empujó a tomar la decisión de emigrar hacia el mellizo país, hermanos de
historia, corrupción, dolor y sangre.
Luego de dejarles a sus familiares gran parte
de su disminuido patrimonio para que subsistieran mientras él comenzaba a
enviar, Ángel partió con unos escasos billetes entre el bolsillo. Dinero que al
cruzar la frontera convirtió a la moneda de aquel país, y que tras la compra
del tiquete para la capital de este, su destino, «mi primer gasto en tierra
extranjera», pensó, se redujo a quince mil pesos, en billetes, más unas monedas
de diferente nominación que sumaban tal vez otros dos mil, calculó. En ese
momento ni siquiera quiso contabilizarlas, intuía que ahí, estas tampoco
sumaban gran cosa.
Tras unos catorce minutos de fieras y calladas conjeturas, el cansancio iba logrando
adormecer su espigado y moreno cuerpo, desparramado sobre una silla plástica,
pero la incursión a la sala de espera de una vendedora de jugosos y frescos
duraznos lo despabiló. Los ofrecía y exhibía en un canasto de mimbre, tanto en
bolsas como sueltos, por unidad.
El perfume, la tersura y lo visualmente
provocativo de aquel manjar natural, junto con el coro de sus gruñidos
gástricos, se confabularon para que Ángel le preguntara el precio a la mujer,
ataviada a la usanza de aquel departamento fronterizo. Ella de inmediato le
ofreció y le dijo que el paquete de diez duraznos costaba dos mil. Sin embargo,
le insistió, que si llevaba tres de estos, se los dejaba en cinco mil. Oferta
que la mujer acompañó con uno que le dio de prueba.
Ángel, sin pensarlo, devoró aquel fruto,
agradeciéndole y comentándole a la ventera que llevaba muchas horas sin probar
bocado.
—Vengo desde la capital de mi país —le dijo a
la ventera—, con destino a la del suyo, en el altiplano… voy a tratar de abrirme
paso —y agregó—: y le confieso que solo me quedan como quince mil pesos.