viernes, 7 de agosto de 2020

Relatos de pandemia

 


Además del cruel impacto físico y mental que trajo de regalo la incubada pandemia, es decir, la nueva guerra global dispensada por las potencias en procura de la mercantil predominancia y el control del ‘nuevo orden mundial’, quedó al desnudo, paso a paso, muerto a muerto, una serie de tristes aptitudes comportamentales del ser humano. Estas, aunque siempre han estado ahí, agazapadas en el rescoldo de la ambición, el egoísmo y la inequidad generalizadas, hasta ahora eran, en algo, ejecutadas con amañados tapujos, disimulados pregones y hasta montadas normas en beneficio de ciertos integrantes de arteras cofradías de aquí, de allá y de más acá. Comportamientos abominables que a la sombra de la mutada ponzoña afloraron con abierto descaro en casi todas las latitudes, siendo en algunas, sobre todo en países en perenne e inalcanzable desarrollo, más miserables y en carne propia sufridas por las inermes mayorías, los sin nada, a quienes ni siquiera libre albedrío les dejaron.

La pandemia no solo desarropó, aún más, aquellas perversas particularidades de los poderosos, podría decirse que trastocó el alma de casi todos los habitantes del planeta. Entre estas, tal vez, las de un jubilado y su particular esposa, habitantes de un mágico país subcontinental, de tiempo atrás enfermo de nostalgia social y camino a la pronosticada hecatombe. La pareja, durante esa larga y dura cuarentena, en su solera, solía trenzarse en interminables y complejas conversaciones cuando ella paraba de tejer y él de escribir o leer, al amparo de su casa en un capitalino barrio de clase media, hasta entonces algo seguro.

—¿De dónde sacas esas ideas, viejo?

—Mujer, desde el refugio literario de mis tristezas sociales son varias las historias que he visto, unas, y me han contado, otras tantas —le respondió el decrépito escritor.

—¿Quiénes, tus amigos… los espías?

—Digamos que sí, en parte.

—Y, ¿entonces?

—Decidí escribir sobre algunas inéditas, con la crudeza y hedor que capté en estas, cual si fueran de ficción. Lo haré a título de legado, tal vez para las próximas generaciones, de haberlas; dado que, para las actuales, nada novedoso ni estremecedor ya representa la diaria desgracia resumida en noticias y estadísticas fúnebres, convertidas en el pan de cada día para la atembada mayoría, así como en el exquisito índice de crecimiento para los pocos que se benefician con las supurantes ruinas del eufemístico nuevo orden… ese que repiten como loros los pagados periodistas, sin siquiera saber ni imaginarse su pérfida trascendencia y macabro alcance.

El setentón intentó explicarle a su tozuda esposa que él sospechaba que, como lo decían muchos, sin que a nadie pareciera importarle, las tres promovidas medidas de control: careta, lavado de manos y distancia social, tan solo eran distractores que retrasaban, no por siempre, el inexorable y programado contagio masivo, mientras algunos se repartían el mundo.

—La ponzoña nos afectará a todos, ¡tarde o temprano! —le enfatizó a su mujer, cinco años menor que él—, lo presiento, como lo aseguraban algunos que, pese a haber cumplido a carta cabal las publicitadas recomendaciones, sucumbieron ellos, o sus familiares, o conocidos… así le pasó al papá de Rodolfo.

—Lo de tu amigo Rodolfo Gantiva… ¡esa sí que es una historia triste! —apuntaló la mujer, poniendo cara de conmoción. En ese momento recordó que cuando ellos se casaron, cincuenta años atrás, cumplidos y celebrados pocos días antes, él asistió a la fiesta.

—Así es, amor —le compartió con un nudo en la garganta—. Anoche me llamó y me comentó, ¡destrozado!, que el contagio, pese a los controles y aislamientos que llevaban, al parecer se dio porque, para el cumpleaños del viejo, algunos familiares decidieron celebrárselo en su casa. Alguno de estos, al parecer un nieto, era asintomático.

—¡Ay, Dios! —exclamó alarmada, recordando que hacía poco sus hijos hicieron lo mismo para celebrarles las bodas de oro, con párroco y todo, ahí mismo, en la sala en donde ahora estaban.

—Me dijo, también, que en tal reunión no solo se contagió su padre, también su mamá, dos hermanas y un cuñado… al menos.

—¿Están hospitalizados?

—Parece que no…

—¡¿Entonces?!

—Con la experiencia amarga que tuvieron con lo del viejo, a quien, una vez lo ingresaron a la UCI jamás se lo dejaron ver, ni siquiera después de muerto para hacerle una misa o darle sagrada sepultura, cuando la vieja se comenzó a sentir mal, los hermanos discutieron si la hospitalizaban o no.

—¿Qué pasó?

—Me dijo que un médico de la familia les dio otra opción... una fórmula con medicamentos e inhalaciones que, aunque no están científicamente avalados, ¡y son cuestionados!, al dárselos a la anciana y a los otros contagiados ¡funcionaron en cuestión de horas! Según él, se sanaron.

—Me imagino que le pediste la fórmula, ¿o no?

—Se trata de varios medicamentos y mejunjes que algunos médicos han usado con éxito aquí y en otros países cercanos, pese a no tener aprobación por las autoridades. Los nombres y las dosis exactas él se comprometió a dármelos, sin ningún compromiso ni responsabilidad, en caso de llegarlos a necesitar… y fue enfático: «Hermano, el día que a mí me dé esa joda, que ojalá nunca suceda, no lo dudaré un segundo: ¡hago sahumerios y me tomo esos remedios!».

—Algo al respecto escuché sobre ciertos medicamentos, que hasta baratos y muy comunes para otras dolencias formulan los matasanos, y vaporizaciones los curanderos —recapacitó y dijo la mujer—.  Deben ser los mismos a los que se refiere tu amigo… pero, y si son efectivos, como tal parece, ¿por qué razón no terminan por usarlos y salvar un jurgo de vidas?

—Mujer, acabas de responderte: son comunes y, además, ¡baratos! Y aquí entramos en el terreno del otro paradigma de la inoculada pandemia: el embeleco ese de la vacuna, ¡parte sustancial del gigantesco como sórdido botín de esta feroz guerra de estornudos y mocos!

—Viejo, estás insinuando que… ¿de dónde carajos sacas tantas vainas?, ¿también te las cuentan tus amigos espías, o los de esas ONG raras con las que tuviste vínculos secretos?

—Algunas cosas, otras las sacudo de mi mollera y experticia en manejo de masas… recuerda que antes de dedicarme en exclusivo a la escribidera fui, y durante largo tiempo, empleado de confianza del Estado —le recordó, comenzando a sentir algo de exaltación en su ánimo—. Este nuevo y ‘maravilloso’ desarrollo médico, científico y castrense se convertirá, como otros tantos, en obligado y continuo medio preventivo, por lo que se le tendrá que aplicar a todo ser humano una dosis inicial y otras más al mutar la toxina… cada dos, cinco o diez años, si es que no es anual como la influenza.

—Creo que algo así tuvo que haber sucedido con las que les inyectan a los niños tan pronto nacen, y a los viejos, con refuerzos cada determinado periodo…

—Por mera casualidad, amor, ¿tú sabes cuánto se demoraron para sacar esas vacunas?

—Ni idea, viejo.

—¡Años y hasta décadas en cada caso! Ahora nos salen que en menos de un semestre ya la tienen… ¡Pamplinas!, ¡mero negocio sucio!

—Pero, al menos, una vez se les aplique esta nueva vacuna, tanto a los enfermos como a los asintomáticos, además de curarse, dejan de ser focos de infección y muerte.

—Mujer, según me informó aquel amigo…

—¿Quién, el famoso espía inoculador aquel?

—Sí, él, así como otros que operan de este lado del globo y quienes también conocen del tema —le respondió el escritor a su mujer—. Ellos coindicen en decir que incluso los curados y los asintomáticos, una vez vacunados, por un tiempo serán inmunes. Sin embargo, al seguir siendo portadores pasivos, serán focos activos de contagio para los demás; y con cepas diferentes, ¡mutadas!, inicialmente indetectables y más agresivas cada vez.

—De ser esto cierto… ojalá que no, ¡qué horror! Detrás de todo esto tendría que haber mentes muy enfermas, ¡monstruosas! No me cabe en la cabeza que haya gente así, tan estudiada, con casi infinito poder para premeditar tanto daño… y solo pensando en el dinero y la aberrante supremacía en los negocios, por encima de la vida y la tranquilidad de las personas.

—Las hay, y de peor calaña, mujer. Además del ejército de atrincherados generales de la economía global y los científicos a nómina, están los ambidiestros comunicadores, ‘el cuarto poder’, según dicen. Unos y otros al pagado servicio de esos intocables señores del terror —le respondió el escritor—. Aquellos, a orden, tienen prevista una pinchada inmunización global y periódica, con la respectiva campaña de difusión subliminal, convirtiéndola en una inagotable fuente de ganancias, cual renta perpetua para algunos pocos, los amos del mundo… los mismos que crearon y patrocinaron el engendro viral. Date cuenta de que, ahora, por los altavoces oficiales de las potencias supuestamente enfrentadas, se pregona que sus respectivos gobiernos la suministrarán, al menos la primera dosis, entre sus connacionales de manera gratuita… cuando esté, desde luego.

—Mientras tanto, ¿cuánto le costará todo esto al resto de la humanidad?, y ¿para cuándo?

—Mujer, tan rentable parece ser el nuevo destilado negocio viral, que esos mismos gobiernos también anuncian préstamos millonarios para el tercer mundo, con tal de que sea a ellos a quienes se las compren, cuando las tengan, reitero; dado que, por lo que dicen unos por ahí, y me han dicho mis contactos, por más que corran y le inyecten insumos para acelerar su terminación, va y pasa lo del mango viche, mujer…

—A ver si entiendo, amor… el mango viche es ácido, duro y hasta amargo, por lo que, algunos, para hacerlo algo comestible, le agregan sal; pero, ni así sabe igual como cuando está maduro. Tampoco es bueno al ser madurado a la fuerza, o antes de tiempo… que hasta soltura da.

—Así es, mujer, solo hasta madurar, siguiendo su proceso natural, su pulpa se pone dulce, blanda, apetitosa y nutritiva. Entonces, volviendo al tema de la vacuna, hay que dejarla amarillar… de lo contrario, al que se la apliquen verde, va y le da soltura… y quién sabe qué más.    

—Bueno —lo interrumpió su esposa, a quien el escritor le gustaba, pese al riesgo marital que esto implicaba, compartirle sus ideas de nuevos proyectos literarios, algunos de los cuales, por la misma aguijoneada razón, en el olvido a veces terminaban—, si bien es cierto que lo que acabas de decir hará parte de tu nuevo relato… en sí, mi amor, esto se escucha y uno lo ve a diario, de alguna manera, en casi todos los noticieros y redes. ¿A qué historias inéditas te referías al comienzo de esta charla?

—Gruesa razón tienes, mujer…

—Me imagino que a las que te han compartido en secreto esos amigos “especiales” que tienes en todo el mundo, según dices, algunos involucrados con agencias de inteligencia en este y en otros países, así como en esas organizaciones… ¿cómo es la nomenclatura?

—Algunas son no gubernamentales, ONG, otras de asociación entre naciones para diversos asuntos, y unas más de supuesta asistencia militar, científica o académica, a la larga, todas en busca de poder y plata.

—¡Ah!, bueno. Pero ahora quiero escuchar las síntesis de esos relatos de pandemia, como piensas bautizar este otro proyecto; ojalá comenzando con el cuento de la demora de las pruebas y los resultados... según tus agentes que trabajan para dos y hasta tres bandos contrarios.

—Mujer, la razón de la demora, según mi experticia, de una parte, y de datos provenientes de mis fuentes de información —dijo esquivando el dardo sobre la múltiple militancia de sus amigos—, no solo en la práctica de las pruebas para detectar el virus en los pacientes sin categoría, estatus o dinero, sino en la entrega dilatada de los resultados de estas en algunos países del tercer mundo, como el nuestro, amor, son más que planeadas, tácticas de manipulación y control social...

—La razón, disculpa, querido, para mí es obvia: atraso tecnológico, altos costos de los insumos, de los productos y los equipos, y escasez de recursos del sistema de salud para resolver los dos primeros —le refutó su esposa, incisiva—. Para llegar a tan brillante hallazgo no se necesita ser un espía recontra especializado, infiltrado hace no sé cuántos años allá, en la otra potencia, como ese que dices tener; el mismo que te alertó en enero sobre la inoculación del virus en oriente, y que se propagaría, sin control, en cuestión de semanas por todo el globo, con inmundos rebrotes y todas esas cosas… lo cual, creo, no deja de ser mera coincidencia que así sucediera y siga pasando, mijo.

—Sí, quizá sea mera coincidencia, mujer —él creía que su esposa ignoraba, o que solo sospechaba lo de su larga y efectiva doble militancia cuando trabajó para el Gobierno, sin jamás ser descubierto, se ufanaba—. En cuanto a eso del atraso tecnológico y la escasez económica son algunas de las cosas que nos dicen para mantenernos desinformados y expósitos. Esa es la estrategia: desinformación, terror y prolongada espera en todo; de esa forma a la gente no solo se le doblega la mente, sino que se la modula para que vibre al ritmo que se necesita para mantener su control y sempiterna reverencia y docilidad…

—Bueno… bueno, si lo que digo no es cierto, o estoy equivocada, como siempre te parece, ¿entonces?

Al notar un ligero enfado en la voz de su mujer, como le solía pasar cada vez que dialogaban sobre este o cualquier otro tema, el escritor optó por aclimatar las cosas con otras historias e informaciones, apalancadas con uno que otro dato tomado de acá y de allá, incluso, sacado de su imaginario y experiencia de vida, su mejor enciclopedia. De igual forma, orientó el diálogo para que lo que buscaba: hilvanar la trama de su siguiente narración, terminara siendo algo así como una construcción de los dos. Su objetivo, antes que nada, era estructurar su nuevo escrito y, como lo tenía comprobado, los aportes sin filtro que ella hacía, casi siempre le permitían armar nudos y desenlaces narrativos que, de otra forma jamás lograría, o al menos como él los buscaba. Ella hacía parte del cedazo de su inspiración literaria; además, sabía cuánto a su fiel esposa le satisfacía que la tuviera en cuenta en esto, con mayor razón, durante aquella larga y solitaria encerrona.

 —A todas estas —le dijo el escritor para calmarle sus soliviantados ánimos—, vi en noticas que una funcionaria del sistema de salud llamó a la casa de un asintomático detectado, en tratamiento y con orden perentoria de cuarentena preventiva y paga, para averiguar sobre su estado… parece que vive por aquí cerca, y, ¿sabes qué pasó?

—Ni idea, dímelo tú.

—Su esposa, a quien este contagió, y también está en tratamiento y cuarentena, le dijo que su marido salió a hacer vueltas en el banco, peluquearse y traer provisiones del supermercado.

—¡No hay derecho! —refunfuñó la mujer—. Temo que a este paso las cosas van de mal en peor y, como lo dijiste al comienzo, eso de que todos vamos a terminar apestados, parece ser inexorable, como inevitable es que una mala acción, por ilegal y peligrosa que sea, asumida por unos pocos alebrestados e irresponsables, termine por empujar y desbocar a la mayoría; como les pasó a los habitantes de aquel pueblito, camino al mar, como lo mostraron en noticias y me lo explicaste tú… y que terminó, además de ser uno de los más afectados por el virus, con un alto número de intoxicados con paratión.

—Te refieres al corregimiento de Patio Chiquito, camino al mar —apuntó el escritor, recónditamente satisfecho al recobrar el ánimo colaborador de su esposa—. Esa es una historia que me gustaría incluir en mis próximas narraciones…

—¡Qué bueno sería! —le complementó—, esa me impactó, en especial, mijo, por lo que me contaste sobre la creencia que tienen algunas de esas familias en relación con la forma de darles hierro y vitaminas a sus críos; tal y como les inculcó aquel cura extranjero, por la época de la violencia nacional, con tal de que las limosnas para su iglesia se mantuvieran sin merma.

—¡Me alegra que recuerdes esa historia! —le confirmó el escritor, satisfecho al volverla a encarrilar—. Aquel párroco, con el aval de los politiqueros tradicionales de la región, los que sacan votos en elecciones a botella de ron por sufragante, les echó el cuento de que al calentar una herradura hasta ponerla al rojo vivo y luego meterla en una olleta con agualeche, el hierro y las vitaminas se mezclaban con el líquido, quedando listo para que los niños se alimenten, cojan defensas y hasta para que les dé suerte en la vida.

—¡Increíble, mijo! —atinó a decir la mujer—. Es de no creer.

—Esa práctica por allá se volvió costumbre y se hereda de generación en generación. Como también el profesar que, tal lo pregonó y entronó en sus mentes un conocido politiquero de izquierda, en busca de votos, desde luego, que cuanto vehículo se vare o accidente en sus inmediaciones, lo que aquellos lleven les pertenece por el abandono en el que los tiene el Estado. Por lo que, ante la evidente ausencia de fuentes de empleo, de otras maneras de ganarse la vida y, sobre todo, ante la flamígera ausencia y abandono gubernamental, y no solo porque esto sea el estandarte de los partidos no tradicionales, tal concepción se volvió ‘ley’, amén de ser casi la única oportunidad de subsistencia. Entonces, lo de la herradura incandescente y los saqueos a los vehículos casi toda la población de por allá, con tendencia a volverse una práctica regional, lo cumplen y aprovechan, así la vida o la libertad se ponga en juego. Como recientemente pasó con aquel camión cargado de plaguicidas que se accidentó unos kilómetros antes del casco urbano de Pueblo Chiquito.

—Sí, lamentable que, además de semejante epidemia, con tantos contagiados y muertos en solo cuatro meses, la gente corrió y se llevó de aquel camión accidentado cajas, bidones y tarros para almacenarlos en sus ranchos, con la esperanza de encontrar compradores…

—Así es, mujer… y lo que lograron, poco tiempo después, fue una fatal estadística casi igual a la del virus, y en menos tiempo.

Al escritor le pareció prudente, ahora que logró de nuevo la atención, interés y colaboración de su mujer por el tema y su nuevo proyecto literario, encaminar la charla sobre algo más denso y aceitoso, en inherencia con el flagelo que, según su parecer, se estaba tragando al país entero, precisamente el eje central de su narración en ciernes.

—Por lo que dijeron en noticias —agregó la mujer tras una breve reflexión, y como si le hubiese leído la mente a su marido, cosa que sucedía muy seguido, le dio introducción a la problemática que él tenía en remojo—, tanto los muertos por el virus como por la intoxicación masiva en Pueblo Chiquito, pese a la asistencia y a los esfuerzos de los médicos, se debió al desborde de pacientes en los hospitales de la zona…

—Eso dicen los ambidiestros y acomodaticios comunicadores: que fue por el desborde de pacientes… o les ordenaron decir. No olvides que la democracia de este país, como acaece en otras tantas en el mundo, es prisionera del encorbatado delito.

—¡Vuelve el vástago a la zanga! —gruñó ella— ¿O sea que tú no crees que tal mortandad haya sido por el alto número de contagiados e intoxicados que se presentaron casi al tiempo, lo cual obligó a las autoridades a trasladar pacientes a varias ciudades, incluso aquí a la capital?

La temática estaba expósita. Ella se la develó, tal vez a propósito. Sabía que su marido la conocía, dominaba y amaba por el trabajo que hizo durante casi cuarenta años al servicio del Estado; con ciertas bien pagadas felonías, ella de mucho tiempo atrás lo intuía; sobre todo por aquellos asuntillos de seguridad y temas vedados para el parroquiano común que a veces, entre sábanas, le contaba, o a él se le escapaban. Además, porque ese era el eje central del escrito que bullía en la cabeza de aquel viejo terco y refunfuñón; pese a lo cual, ella sabía que a él le gustaba escuchar las posturas contrarias a las suyas, para que lo que finalmente plasmara en sus relatos tuviera esa mezcla, cual filigrana, entre realidad y ficción, condimentada, no solo con sus guardados secretos oficiales, sino con el vinagre que sus amigos le compartían y la pimienta que ella, su mujer de toda una vida, como cualquier ciudadano del común del acontecer nacional e internacional entendía, o creía entender, o se inventaba y hasta cúrcuma le agregaba. De esa manera aliñaba tal guisado con el ingrediente de contradicción subcontinental y nostalgia social que solo ella le ponía antes de ser servido a la mesa, casi siempre, cual entremés literario, para sus ignotos y mudos lectores virtuales. Nunca nadie comentaba en redes sus periódicas publicaciones.     

De ahí en adelante la charla entre los dos fue fluida. Cada uno aportó lo que tenía, a su estilo y con fundamento en sus respectivas concepciones, fuentes, experiencias e imaginerías. De esa manera saltaron a la palestra casos como lo del manido nuevo orden, sin ponerse finalmente de acuerdo; lo de la economía versus la salud, con la politiquería como el fiel de la balanza, coincidiendo en que siempre, al final, el poder del dinero terminaba por despescuezar lo que fuera. Tema este que dio paso a las noticias tremebundas, casi que inverosímiles, no por esto dejaban de ser ignominiosas. Como aquella de la millonaria contratación de tapabocas e insumos de desinfección, más que sobre facturados, por parte de los tres gigantescos entes de control del país con un tallercito de mecánica automotriz, de los de barrio y atención en la acera de la calle, de propiedad de un cuñado de la esposa de uno de los jefes de aquellas entidades. También, la por demás descarada contratación de miles y miles de mercados para los pobres por parte de un buen número de gobernadores y alcaldes a lo largo del país, hasta por cien veces el valor comercial de la mayoría de los productos incluidos. Mercados que, un buen número, rumoraban los supuestos beneficiarios, jamás llegaban a sus destinos, ni llegaron. Sin embargo, al que denunciaba o hablaba, simplemente lo callaban.

Otros tantos temas álgidos ocuparon esa vez la marital disertación. Estos, quizá, hubiesen terminado en la siguiente narración de aquel viejo escritor que pocos conocían, por lo que casi nadie lo leía. Vetado, de muerte amenazado y sentenciado, sin saberlo, en su patria lo tenían; aunque él creía que muchos en el mundo lo seguían y con sus relatos se entretenían; además, que el actual Gobierno, antípoda a sus concepciones, de él nada sabía, ni le interesaba. En especial, habría incluido lo de las multimillonarias y sobre facturadas compras del ejecutivo nacional y su profusa expedición de sendos decretos con fuerza de ley, con los cuales aquel puesto mandatario y su séquito de almidonados asesores aseguraban que le estaban ganando la batalla al virus, contrario al dantesco carnaval de enfermos y el indescriptible olor a muertos apiñados que ululaba en calles, hospitales y cementerios; mientras que la gran prensa al mandatario nacional le hacía coro, concedía titulares y espacios en radio y televisión, hasta de una hora en directo cada día.

—Lo hacen con tal de mantener la pauta oficial —le aseveró el escritor a su mujer—, así como la de las grandes empresas de propiedad de estos mismos… o de su verdaderos patrones, jefes y capos agazapados tras las bambalinas del oscuro poder oficial.

Uno de esos tantos decretos, confeccionado a medida para favorecer, aún más, a las grandes empresas que, además de ser receptoras de los inmensos apoyos y alivios gubernamentales; los que jamás obtendrían las medianas, pequeñas, micro, familiares o empresas unipersonales (casi todas en irreparable quiebra y desmembración); les permitía a aquellas hacer despidos masivos de trabajadores, sobre todo antiguos, para reacomodar sus nóminas con personal nuevo y más barato; o clausurar marcas mientras pasaba la pandemia y reabrirían con nuevo logo.

—Sí, amor —precisó la mujer—, ¡qué descaro! A la hija de una amiga, el viernes pasado la llamó el jefe de personal y le notificó que, con base en ese decreto excepcional, su cargo fue suspendido, por lo que, como venía trabajando en casa desde el inicio de la pandemia, en media hora pasaban por el celular corporativo y el computador que tenía asignado. Y así fue, al rato llegaron y los recogieron. De un momento a otro quedó desempleada después de quince años de haberle sido fiel y productiva a ese emporio en donde la familia del verdadero jefe del señor presidente de la República tiene más del 60 % de acciones.  

 —Así como el caso de la hija de tu amiga, mujer, hay infinidad de situaciones, todas injustas y en cabeza de personajes anónimos e inermes…

—Ahora, ¿qué me dices del otro mal que nos está afectando casi igual que el virus? Creo que así lo dejaste plasmado en uno de tus primeros relatos sobre esta pandemia.

—Sé a qué te refieres, mujer: a la galopante e incontrolable inseguridad y sus increíbles como terribles nuevas formas. Este crecimiento, con tan novedosas como miedosas modalidades, es otro de los resultados directos de la falta de criterio, liderazgo y responsabilidad de las autoridades para afrontar la crisis, sobre todo, por estar atentas a garantizar las prioridades, propiedades e intereses de los poderosos, los verdaderos mandantes de los maniatados mandatarios.

—¿Escuchaste la noticia que dieron sobre otro de tus amigos de juventud?

—Me imagino que te refieres a Juvenal Hurtado Acosta, el secretario de seguridad en la capital; sí, algo vi en redes, ¡cuéntame! Ya casi no sale en televisión, como al comienzo.

—Ahora sale poco a dar declaraciones porque, al parecer, algunas mafias de la ciudad lo tienen amenazado de muerte. Si eso le pasa a un funcionario de esa magnitud y protección…

—Sí, ¡qué vaina, mujer, lo de Juvenal! Ojalá se cuide mucho, y no solo del virus, porque sé del alcance criminal de las mafias de esta ciudad, algunas con entronques siniestros en las estructuras administrativas municipales… unas de esas, las que manejan gran parte del sistema de salud, además, gestoras, patrocinadoras y beneficiarias del tristemente llamado ‘paseo de la muerte’ y, hasta donde estoy informado, las que deciden en algunos hospitales quién es aceptado y recibe o no ventilador, sin importar la gravedad que tenga… Unos y otros hacen aplicar sus protocolos secretos de contingencia.

—Mijo, ¿a qué protocolos secretos de contingencia te refieres?

—Mi vida, en crisis, catástrofes o guerras, como es esta que utiliza mocos como armas letales, todo herido o enfermo que ingresa a un hospital, si no es alguien de máxima jerarquía, estratégico para el Gobierno de turno, con poder o mucho dinero, o integrante importante de aquellas mafias, está condenado a una muerte segura… y casi siempre propiciada. Esto, porque ante el alto flujo de pacientes, se requiere disponibilidad para atender a los que acabo de mencionar, así como ahorrar en costos y gastos que, en una UCI, sí que son elevados, más, aún, cuando son inflados y el recobro por muerte lo paga el Estado, con significativo recargo cuando figura que falleció por el virus, como hacen pasar hasta a los que mueren por ‘plomonía’ en las calles.

—¡Inconcebible!

—Me cuentan fuentes de alta fidelidad que la aplicación y procesamiento de pruebas del virus, la recogida en ambulancia, la asignación de hospital, cama y respirador, en algunos casos depende de los jefes de estas mafias. Incluso, se dice que, si algún paciente de los que ellos llaman priorizados, es decir, de los suyos o de sus patrocinadores, así no esté muy grave, llegase a necesitar o a solicitar ambulancia, cama o respirador, el protocolo, ¡su protocolo!, establece que se le asigne por encima de cualquier otro miramiento. Me han dicho que esto ha sucedido en reiteradas ocasiones, hasta con camas y respiradores asignados a otros pacientes a los cuales, creo que fue el caso del papá de mi amigo Rodolfo Gantiva, se les justifica su retirada por edad, enfermedades preexistentes con elevados costos de recuperación, por baja importancia social, la mayoría de los casos, ¡y hasta por ser gordos!         

—Eso es inconcebible, tropical, pero, sobre todo: ¡terrible!

—Además, como se justifica y certifica su muerte por el virus, al paciente, mientras se muere de hambre, infección, frío o de la propia enfermedad por ahí tirado en una camilla o silla, no le permiten tener contacto con nadie, menos con sus familiares; tampoco después de muerto, ya que pasa directo de la sala al crematorio.

—Horripilante, viejo, horripilante, de llegar a ser cierto.

—Tal vez por eso, mujer… teniendo en cuenta los horrores a los que, una vez contagiado, se tiene que someter cualquier paciente sin plata, poder ni la ‘importancia preferente’ establecida en los protocolos de crisis o en los códigos de las mafias, y que sea llevado a una UCI buscando ser salvado, ¡mejor sería morirse rápido!, antes que enfrentar aquel largo, inhumano y rentable suplicio. Este, para quien por cualquier motivo logra salir vivo del hospital, se le prolonga, sea quien sea, y tendrá que soportar las infames e inoculadas secuelas de esa ponzoña, se puede decir: ¡por el resto de sus aciagos días!, y mientras contagia a otros tantos, según cuentan los que han sobrevivido; coincidente con lo que me anticipó mi amigo en enero, el espía del que te burlas y quien de verdad hace parte del equipo médico-castrense que lo llevó e inoculó en oriente, así no me creas, amada mía.  

—Sabes algo, amor —le dijo antes de pararse para ir a preparar el almuerzo, mirándolo directo a los ojos, con angelical ternura.

—Dime, preciosa, mía.

—No sé, creo que como relato de ficción… todo lo que hemos hablado suena bien.

—¿Piensas que todo esto es producto de mi imaginación, quizá por tan larga y dura cuarentena?

—Prefiero asumir que son inventos literarios tuyos, como ojalá también los sean tus amigos aquellos que dices que te mantienen informado… porque, de ser realidad: ¡nos llevó el putas, mijo!, como dicen en mi tierra.

Al parecer atraídos por el portátil, los celulares y otros pocos enseres que eran visibles desde la calle a través de la enrejada ventana, tres hombres ingresaron a la sala donde estaba la pareja, tras violentar la puerta principal. El viejo escritor intentó sacar la pistola que lo acompañaba desde cuando trabajó para el Gobierno, por lo que uno de aquellos, mientras la anciana se interponía entre él y su marido, disparó varias veces... impactándolos de muerte.

Disponible, también, en Revista Latina NC.