Este relato también está disponible en Revista Latina NC
Le agradezco a Jorge Eduardo Bustos por contarme estas historias y permitirme redactarlas y publicarlas
con algunas particularidades, adiciones y foto de su álbum personal.
En varias ocasiones la muerte, caprichosa y
burlona, ha merodeado la senda de Jorge. Impactantes momentos que, tal vez,
según recuerda, marcaron su vida y vocación de caballero del aire.
Jorge Eduardo Bustos es otro de “Los
Aeroamigos”, del mismo grupo de Eliberto Gerena. Este último a quien en agosto
de 1979 agarraron a gorrazos por demorar el vuelo del DC-4 con número de cola
690. Avión que los llevó a Panamá para terminar el proceso académico de
formación aeronáutica. Experiencia que marcó, para siempre, sus vidas.
Jorge, en materia política, de religión
y de fanatismos deportivos guarda siempre prudente distancia, al menos de
palabra y obra. O, mejor sería decir, mantiene discreto y sano recelo. Suele
evadir con diplomacia cualquier conversación o escenario en donde el tema tenga
que ver con alguno de estos tópicos. Además de considerarlos perdedera de
tiempo, cree en recóndito silencio que «son comprobadas y efectivas formas de
mantener ocupada la mente de la sociedad para que no se alebreste o vea más
allá de lo que tiene que ver, mientras que algunos pocos sacan gigantesco
beneficio de ello…», se le escapó ese día al calor del tinto.
Desde cuando se graduó en marzo de 1980 se consagró
al arduo y exigente trabajo aeronáutico. Gracias a ello obtuvo, además de su
sustento y merecido progreso económico, egregios galardones por su
conocimiento, entrega y características humanas, en especial: compañerismo y
lealtad, estas cada vez más ensortijadas en la sociedad.
No obstante, ¡el destino caprichoso!
en varias ocasiones le puso pruebas, y por demás difíciles e impactantes, de
las cuales salió ileso… al menos en su gruesa contextura física, contrastante
con aquella esquiva e indescriptible sonrisa de nostalgia social que suele
exhibir.
Quizá la primera vicisitud que recuerda fue la
del 20 de abril de 1981. Ese día le tocaba volar en uno de los Arava, una aeronave
israelí de transporte utilitario. Era un vuelo de aprovisionamiento para Puerto
Rondón, en Arauca. Por algunos afanes administrativos Jorge tuvo que buscar
relevo, por lo que, en el primero que pensó fue en su compinche y compañero
William Fernando Vargas, quien gustoso aceptó y partió en su reemplazo.
Al mediodía ya se rumora la noticia: el 951,
número de cola de aquel avión, se había accidentado al salir de Rondón. Uno de
los pasajeros murió, mientras que la tripulación sobrevivió, algunos con
lesiones y fracturas. William Fernando, el relevo de Jorge, sufrió fuertes
contusiones y una herida abierta en el brazo derecho, de las cuales, esa vez,
se recuperó de manera satisfactoria.
Después de aquel primer impase Jorge Eduardo y
William Fernando siguieron hombro a hombro, creciendo al unísono. Se
colaboraban y trabajan juntos, solidarios.
En 1985 Jorge sufrió un accidente de
moto del cual salió con rotura de algunos ligamentos del hombro derecho que lo
sometió a una intervención quirúrgica. Por esa misma época celebraban cinco
años del regreso de Panamá y de haberse graduado en aviación.
Eventos estos que, cual premonición,
coincidieron con la llegada de dos modernos F-28 a la empresa SATENA. Estos
aviones eran iguales al presidencial, del cual Jorge y William, para esa época,
ya eran ingenieros de vuelo. Por esta razón, a los dos les correspondió, “en
suerte”, volar esas tres aeronaves.
Lo
hicieron juntos hasta aquel 27 de marzo de 1985, siete años después de haber
iniciado su carrera aeronáutica. Ese día Jorge fue programado para volar en el
1140, número de cola del F-28 de SATENA. «Vuelo que se efectuaría al siguiente
día con destino a Marandúa… nombre que, por cierto, según algunas leyendas
indígenas, significa: “Ave del mal agüero”. Aunque para los nativos de la
Orinoquía y la Amazonía tiene un sentido contario: “El
mensajero de la selva que porta buenas noticias” o “la buena nueva”», evocó con
ahogado sentimiento.
Estas dos antagónicas premoniciones indígenas,
al unísono, terminaron dándoles la razón a unos y a otros, con William y Jorge,
respectivamente, a las 9:50 de la mañana de aquel 28 de marzo de 1985 y, precisamente,
en inmediaciones de la espesa selva colombiana.
Jorge, para el siguiente día, el 28 de marzo,
tenía su última terapia del hombro por lo de su accidente en la moto. Por tal
motivo, le solicitó a su compañero William Fernando que intercambiaran de
vuelo, ya que él estaba programado para el 29, al siguiente día, en la misma
aeronave. Arreglo que se oficializó con el jefe de operaciones de SATENA, en
cuanto a la orden de vuelo. Sin embargo, en las demás listas de programación
quien seguía figurando para el vuelo del 28 era Jorge Eduardo.
A
las 9:50 de la mañana del 28 de marzo de 1985, durante la aproximación del SATENA
1140 al aeropuerto Gustavo Artunduaga Paredes, cerca de la ciudad de Florencia,
en el Caquetá, al intentar un aterrizaje forzado en condiciones adversas el
avión se accidentó, «¡se destrozó e incendió por completo!», manifestó casi
atragantado. Los 46 pasajeros y la tripulación fallecieron en el sitio. Aquel
“Aeroamigo” del alma: William Fernando Vargas, con las alas de Ícaro puestas
voló a la eternidad.
La noticia se esparció en vorágines
de tristezas a nivel nacional. Por ende, en la empresa de aquella estatal
compañía de aviación y en todo el sector aeronáutico lo dieron por muerto. Minutos
después de las diez de la mañana el nombre de Jorge Eduardo Bustos estaba en
todos los boletines y titulares de prensa como uno más de las víctimas del
lamentable percance.
Jorge, desconocedor de la catástrofe
de la que se acababa de salvar, tras la terapia a la que asistió en su centro
médico, se presentó en las oficinas de la empresa, poco antes de las once de la
mañana. Su presencia causó espanto, desmayos y subcontinentales augurios. La
secretaria, al recobrar el sentido tras el desmayo que sufrió al verlo, se
santiguaba y lo tildaba de ser un fantasma, o… «el alma en pena del difunto
recogiendo sus pasos», musitaba alucinada.
Tras salir del colapso que le produjo saber de
la muerte de su mejor amigo y colega, e ir entendiendo el meollo del alboroto
que causó su aparición, abrigó una enconchada e incurable nostalgia que
todavía, casi cuarenta años después, acelera su corazón y le dificulta
respirar, teniendo que tragar un áloe y grueso salivón cuando lo recuerda, o se
lo hacen recordar. Desde entonces se siente culpable de la muerte de su compañero,
pese a las sesiones de sicología que tuvo durante un buen tiempo después del fatal
accidente del F-28.
Recóndito y corrosivo sentimiento, ¡deuda
del alma!, que Jorge a muy pocos le ha compartido, entre ellos a su otro
compañero y amigo… al que nadie fue a despedir a CATAM el día del viaje a
Panamá. Y a él Jorge se lo compartió, en
particular, por ser quien siempre estuvo dispuesto y atento a escribirle las
cartas, mensajes, narraciones y palabras que en todas aquellas oportunidades
especiales necesitó para expresar sus sentimientos, pasiones y sentires.
Para ayudar a superar aquella crisis
Jorge continuó con más ahínco y amor la pasión por el vuelo. Y lo hizo, tanto
como tripulante y piloto, hasta acumular más de 18.738 horas de vuelo.
Bajo el abrigo de sus seguras alas al menos volaron
seis presidentes colombianos, entre ellos Julio César Turbay Ayala, Belisario
Betancur Cuartas, Virgilio Barco Vargas, César Gaviria Trujillo, Ernesto Samper
Pizano y Andrés Pastrana Arango, así como un gran número de pasajeros ilustres,
unos, desconocidos y mortales, muchos más.
De un tiempo para acá Jorge es considerado por sus
compañeros y amigos como un héroe discreto. Pero, pocos se lo dicen, le
incomoda la alabanza. Apelativo este acuñado el 3 de marzo de 1989, en el
aeropuerto El Dorado de Bogotá.
Allá, a las 3 de la tarde de ese día, varios
sicarios que iban por la vida de José Antequera, miembro de la Coordinadora
Nacional de la Unión Patriótica, con quien lograron su criminal acometida, también
hirieron de gravedad a Ernesto Samper, entonces senador y precandidato liberal
a la Presidencia de la República.
En esa oportunidad, sin que muchos lo sepan, y
los pocos que lo saben, sin que se lo reconozcan, ni él lo pretenda o le
interese que se lo registren, Jorge fue la ignota pieza clave para la salvación
de la vida del senador y precandidato Samper Pizano.
Ese día Jorge estaba de servicio aeronáutico
disponible en SATENA. Motivo por el cual, cualquier situación extraordinaria
relacionada con aquella aerolínea, él tenía que atenderla.
Cuando sucedió el tiroteo Jorge estaba a unos
cuarenta metros de ahí, «sentí silbar las balas», evocó con nostalgia. De hecho,
había pasado unos segundos antes por el lado del precandidato, precisamente en
el momento cuando este le preguntó a Antequera: «¡Tú!, ¿qué haces aquí?», y él
le respondió: «Voy para Barranquilla, allá me siento más seguro con mi mamá», y
los dos se estrecharon la mano.
Al
ver herido al precandidato, a quien su esposa ya arrastraba hacia el recibo de
Avianca y lo colocaba sobre la cinta transportadora de maletas, mientras
alguien, al parecer uno de sus escoltas, pedía una ambulancia, Jorge coordinó
de inmediato para que el senador fuera llevado en la camioneta de SATENA que
estaba bajo su responsabilidad. Incluso, lo ayudó a subir al vehículo, el cual
partió raudo hacia CAJANAL, en el CAN, donde, gracias al oportuno trasporte que
lo llevó, los médicos le pudieron salvar la vida.
Jorge, atónito, se quedó en el aeropuerto con
la ropa ensangrentada del senador y precandidato liberal en sus manos. Nunca
olvidará aquel olor a patria herida que ululaba por doquiera tras la partida de
los dos heridos y la muerte de, al menos, uno de los atacantes.
Nueve o diez años después, cuando Ernesto Samper
ya era presidente de Colombia, en uno de sus pasos por el aeropuerto El Dorado,
aquel escolta reconoció al ignoto héroe discreto que salvó al senador. Ese día,
cuando se hizo involuntariamente visible, Jorge aguardaba la llegada del presidente,
ya que él seguía siendo tripulante del avión presidencial.
El escolta, además de saludar a Jorge, le
comunicó al presidente que ahí estaba el hombre que le salvó la vida al
disponer tan rápidamente el transporte que lo llevó a CAJANAL.
El mandatario colombiano había escuchado sobre la
proeza de aquel héroe desconocido, por lo que solía preguntar por él, sin que
nadie supiera darle noticias de quién se trataba, ni mucho menos dónde ubicarlo.
Cuando su escolta se lo presentó, el presidente lo saludó, abrazó y dio las
gracias. Lo mismo hizo su esposa, quien también lo reconoció. Antes de
despedirse el mandatario le dijo que lo esperaba en Palacio, cuando a bien
tuviera, para reconocerle su valentía.
Jorge nunca se asomó por allá. En adelante,
cuando tenía que hacer parte de la tripulación que llevaba al presidente
Samper, buscaba pasar inadvertido, difuso pero dedicado en exclusiva a su oficio
aeronáutico.
Prefería, y aún prefiere, seguir disfrutando de
las mieles y la tranquilidad del anonimato. Considera que: «Lo que hice ese día
con el señor senador y precandidato liberal a la Presidencia de la República Ernesto
Samper Pizano fue lo que cualquier ser humano, en esas circunstancias, tendría
que haber hecho para salvarle la vida a otro», aseveró ese día en la cafetería del
Club de Los Andes, tomándose un oloroso y exquisito tinto colombiano: «… lo
hubiera hecho igual con cualquiera, con independencia del rango de la víctima;
porque, para salvar una vida primaba, prima y primará, antes que la jerarquía
social, política o económica del individuo en peligro de morir, el mero título
de ser una persona, un ser humano.»
Jorge Eduardo Bustos, antes de libar el último
sorbo de tinto y concluir de relatar su historia, reiteró, con una sonrisa
amplia y transparente:
—Aquellas gracias y abrazos que recibí del presidente
Samper, y de su esposa, fueron más que suficientes. Con ello me sentí honda y
gratamente recompensado por algo que hice sin pretender nada a cambio, más que instar
preservar una vida humana en peligro de muerte. Acto que volvería a hacer, sin
ambages ni intereses, de volvérseme a presentar, ¡sea quien sea la persona, y
donde sea! —enfatizó—. Aunque prefiero y aspiro con vehemencia que hechos tan
negros como los de aquella fratricida época nunca vuelvan a suceder en mi amada
Colombia —dijo para finalizar la charla, luego se levantó, agradeció, se
despidió y se fue, irradiando esa incierta sonrisa mezclada entre nostalgia
social y deber cumplido.