Aquella guapa y elegante mujer comenzó por decirme
que casi treinta años después, y por causalidad o curiosidad de madre, ella le volvió
a escuchar a su padre esa recomendación a la cual, por considerarla otro de sus
‘sermones’, o quizá palabrería destemplada, entonces poco caso le hizo, ni
importancia alguna le dio. Me compartió, también, que, sin embargo, al ir
pasando los años esta se le convirtió en más que en un referente: ¡en un reto!,
y algo así como en el combustible para las metas que se propuso, sobre todo
después de los veinte; muchas de las cuales cumplió en cuanto a estudio,
trabajo y, en parte, en relación con su vida social y familiar; pero a su
acomodo y concepción en particular.
—Quizá por ello —enfatizó una vez nos llevaron
los jugos de naranja, en los que también coincidimos—, cada vez que obtengo
logros, y tras ingentes esfuerzos en cada oportunidad, me quejo dentro de mí
porque... es evidente que esa única vez cuando me habló al respecto, y como desde
entonces me lo repito en silencio, siendo usted el primero en escuchar este lamento:
mi viejo del todo no fue claro; creo que le faltó concretar cosas y darme más
luces y herramientas para mi vida de adulta... ¿o no, señor escritor?
Eludí responderle, carecía, hasta ese momento,
de argumentos para hacerlo. Ella, ante mi mutismo, probó una porción de su fruta
y continuó.
—En ocasiones siento hasta rabia porque cuando fallo
o triunfo en algo, cuando necesito que me aclare las reglas de la vida, que me
diga si estoy o no en lo correcto, si era así o no que debía actuar en esto o
en aquello, si no le pregunto o digo de forma expedita lo que quiero o necesito,
que nunca lo hago respecto a esas tres reglas de su recomendación, él jamás chista
nada; no dice ni mu. Se limita a mirarme fría y fijamente, sin nunca llegarme a
contradecir, como tampoco a reiterar, aclarar, modificar o mejorar su mandinga recomendación.
—Por la descripción que hace de él, señora Lina
Luna, su padre parece ser un hombre egregio —fue lo único que se me ocurrió
decir para no volver a quedarme callado ante su pausa —, ¿qué edad tiene su
padre?
—No mucho, jamás le gustó la fama, tampoco los
reconocimientos ni figurar en nada público... usted debe tener unos cinco o
siete años menos que él, calculo, por lo que al ser casi contemporáneos quizá
entienda la razón por la cual, cuando triunfo y corro a contarle solo me da un abrazo
—la espigada dama respondió mis dos preguntas, pero las empató retomando el
hilo de su conversación—, me estampa un beso tímido en la mejilla y me dice con
destemplado aliento:
—Muy merecido, hija, me alegra, que lo
disfrutes.
—Cuando es lo contrario... ¿qué pasa? —me sentí
impelido a preguntarle, fijándome en esos dos zafiros seductoras que tenía por
ojos, entre sus mejores atributos ubicados en esa trigueña y atractiva faz, conservada
con esmero para evadir el azote de los cuarenta y tantos años que tal vez
tendría, como deduje con rapidez a partir de los datos suministrados, así como
en uno que otro ineludible rasgo de imposible disimulo.
—Igual, señor escritor: me abraza, besa y dice:
—Hija, revisa en qué fallaste y lo intentas de
nuevo; sé que lo alcanzarás algún día, tienes con qué y te lo mereces, no eres
de las dadas al fracaso.
Volvió a pausar su relato para degustar una
tostada untada con mantequilla y mermelada.
—Siento que no he podido superarlo, ni ser lo
que tal vez él hubiese querido o esperaba de mí —continuó tras un sorbo de
chocolate—. Esto, pese a que, como ingeniera informática gano diez veces más de
lo que él ganaba cuando tenía mi edad, pequeño salario con el que se jubiló, a
que hablo tres idiomas, tengo dos posgrados y ocho diplomados, conozco cuatro
continentes y ocupo un cargo de alta dirección en una multinacional de
tecnología comunicacional. Él siempre fue un empleado profesional en la misma
empresa, nunca aprendió otro idioma y jamás salió del país, ni siquiera de
vacaciones. Todavía así, no sé, creo que él esperaba más de mí. ¿Qué?, ¡no sé!
Lo pienso de esa manera, sobre todo tras escucharle la misma recomendación que
hace poco él le dio a mi hija mayor, de casi diez años, la edad que tenía yo
cuando me la hizo en esa humilde casa de aquel barrio obrero en el que siempre
ha vivido y de donde provengo.
—Entonces, abuelo... ¿qué es lo que me quieres
decir? —le escuché a mi hija, quizá sin que ninguno de ellos se percatara de
que yo desde la cocina auscultaba la conversación que sostenían en el jardín
interior de mi enorme casa suburbana para los fines de semana—. Me tienes
intrigada con lo de la tal recomendación para ser una mujer de éxito en la vida.
—Comenzaré por decirte, jovencita, que el éxito
es el resultado feliz de una actuación emprendida por alguien, y sin menoscabo
para nadie —le comentó mi padre a mi hija mayor, como a mí esa vez—; siendo la
vida la más importante, compleja y larga de las actuaciones que realiza todo ser
humano.
—Entonces, siendo así, abuelo, ¿cómo es que se
logra el tal éxito ese del que hablas?
—Decirlo y oírlo es simple, hacerlo implica
disciplina, tiempo, tranquilidad y mucha voluntad.
—Algo así también dice la monja rectora en el
colegio...
—Lo primero, jovencita, es hacer siempre de
manera correcta y cumplida las cosas que te correspondan a lo largo del tiempo,
así no sean las que hubieses querido, te hayas propuesto, creas merecer o
sientas que mejor puedes hacer.
—Entendido... ¿la segunda, abuelo?
—Durante esa actuación... jamás causarle mal a
nadie ni dañar nada, por más que alguien te lo haya ocasionado. Esto implica evitar
lesionar, no solo a las personas, sino, so pretexto de proteger la economía, seguir
lacerando la frágil casa azul que nos prestó el universo por un ratico. El
rencor entre congéneres, enjundia exclusiva de humanos, encona la herida e
impide que el alma sane y vuele limpia y tranquila a la siga de la cima
prístina. La ambición material desmedida solo nos llevará más rápido al
cataclismo en donde tarde comprenderemos el verdadero valor de un vaso de agua,
un soplo de aire limpio y un atardecer tranquilo.
—La primera parte suena como a eso de poner la
otra mejilla... la segunda, a ecología y medio ambiente, temas que enseñan y
nos repiten en clases de religión y ciencias naturales. Bueno, abuelo, y ¿la
tercera?
—Tal vez la más difícil... hoy por hoy...
—¡Rápido, abuelo!, que en dos minutos tengo un chat
con las amigas del cole...
—Sí, entiendo, me habías dicho de ese
compromiso... La tercera, en especial, brindarle ayuda desinteresada, callada y
en la medida de tus posibilidades a quien la necesite o te la pida, ¡así nadie
te la haya ofrecido durante tus dificultades y penurias!
—Entendido, abuelo, te resumo, entonces: hacer
bien lo que nos corresponda, nos guste o no, evitar causarle daño a la gente y al
planeta tierra, y ayudar a quien esté a nuestro alcance y en la media de lo
posible.
—Así es, jovencita. Si logras hacer estas tres cosas
al unísono, y te reitero, si al hacerlo te genera satisfacción, llegado el
momento comprenderás y valorarás lo exitosa que ha sido tu vida, con
independencia de lo poco, mucho o nada guardado en tu alcancía. Éxito que es
sinónimo de felicidad y que, con el paso de los años, se convierte en el máximo
galardón que la vida le puede conceder a un ser, a más de racional, ¡sensible!;
cada vez más escasos por doquier, dado que la equivocada filosofía confunde dinero
y poder con alegría.
—Gracias, abuelo, lo tendré en cuenta... ahora
voy a mi alcoba porque mis amigas ya están conectadas para la pijamada virtual
—le dijo mi hija y se paró de su lado, cruzó por la cocina, me sonrió y se
digirió a su alcoba en donde se encerró.
La alta ejecutiva hizo otra pausa para terminar
su desayuno. La secundé, pero sin perder de vista sus agradables facciones y
expresiones corporales que me confirmaban la veracidad de la inédita y
escondida historia que quiso contarme tal vez para desahogarse con un extraño
con quien quizá jamás se volvería a ver, como en efecto acontece hasta el
momento de publicar este relato.
—En
ocasiones pienso —continuó—, y se me raya el seso con eso, que el tema de la
insatisfacción de mi padre, si es que está insatisfecho conmigo, como me
imagino, o como lo siento, nada tiene que ver con el estudio, el trabajo, mis
ingresos, los viajes y mi rol de madre y ama de casa; en esto siento que me ha
ido bien, que soy exitosa...
—Entonces... señora Lina Luna, ¿por qué motivos
su padre tendría que estar insatisfecho con usted?
—Por mi vida afectiva, en específico, por lo de
mi esposo, sospecho.
—¿Sí... por qué?
—Mi padre, al respecto, como hoy lo analizo
tras cincuenta años de matrimonio con mamá, ha sido un hombre de tradición,
rectitud, ejemplo, y según él: «Aunque pobre, haber llegado a viejo con la
tranquilidad del deber cumplido sin haberle causado mal a nadie...». Además, parece
saberlo todo, y no sé, ¡ignoro cómo diantres lo hace!, pero hay cosas que de repente
saca como del sombrero. Imagínese, señor escritor, estaba casi segura de que
nadie más que yo sabía sobre algunas cosas que me he guardado, que hacen parte
de mis secretos más refundidos e íntimos... los que, tal parece, del todo no los
son para él.
—Señora Lina Luna —intervine al sentirme algo sofocado
y al imaginarme lo que seguiría contándome—, por lo general la edad y la experiencia
traen sabiduría e intuición, por lo que al oír a un adulto al joven le parece
como si este adivinase las cosas.
—Puede ser... Jamás le conté a nadie, sin embargo,
él lo sabe, por el comentario al margen que algún día me hizo, lo de mi primera
relación... que más que eso fue una violación algo consentida a mis vedados once
años y por cuenta de un familiar. Si sabe esto, o lo intuye, desde luego que
conoce, o ¡intuye!, lo de mi difícil vida afectiva con mi... disipado y reposado
marido: «¡Inmaduro, irresponsable y descarado!», como parece que me lo gritan
sus ojos, señor escritor, cuando él me mira ante ciertas posturas y
concepciones de mi esposo.
La dama guardó silencio por un momento. Opté
por respetar su pausa. Estaba agradecido por haberme querido contar su
escondida historia, siendo un completo desconocido para ella. Me la quiso participar,
intuyo, cuando nos presentamos y le dije que mi oficio era escribir. Nos tocó compartir
mesa para el desayuno en el restaurante del bonito Hotel Diez en donde
coincidimos, ella en un viaje de negocios, yo en una visita relámpago para hacer
entrega de algunas de mis obras en las bibliotecas públicas de esa primaveral ciudad
intermedia, ¡siempre en flor!
—Quizá por eso —retomó la historia—, y en aras
de mi tranquilidad y proyecto marital, opté por asumir las riendas... eso sí,
tratando de mantener guardada tal situación. Intento mostrar, como sea, hacia
afuera, en especial hacia mis padres, una vida marital normal, de pareja, colaborativa,
como la de ellos... sin lograrlo del todo, al menos frente a mi imperturbable viejo,
y ni siquiera, ahora, ante mi hija mayor luego de la charla que ella tuvo con
papá respecto al éxito y su engomada teoría.
—Señora Lina Luna, discúlpeme, creo entender la
inquietud, así como la duda que tiene frente a su padre “y su engomada teoría”
respecto a su guardado secreto doméstico, pero ¿por qué, ahora, involucra a su
hija mayor? —me causó curiosidad y le pregunté.
—Casi quince días después de esa conversación que
escuché a hurtadillas entre mi padre y mi hija, esta se me acercó y me preguntó
con gran disimulo, como buscando no ser vista ni escuchada por nadie más que yo:
—Madre, tengo una pregunta...
—Te escucho, hija, adelante, con confianza,
como siempre te he dicho: además de ser tu madre, te reitero, también soy tu amiga
y compinche.
—Madre, ¿eres exitosa?
—La verdad, señor escritor, tras recordar las
palabras que mi padre me dijo hace tanto tiempo, las que le repitió a ella, casi
de memoria, en el patio de mi casa campestre dos semanas antes, me fue difícil
y comprometedor contestarle; sin embargo, tenía que darle una respuesta.
—¡¿Qué le respondió?! —le pregunté con
exaltación porque estaba más que intrigado por la respuesta que le habría dado
a su hija esa vez.
—¡Sí, claro!, ¿no te parece, hija? —le manifesté.
—¿Y? —le insistí.
—Mi dulce y bella hija me miró, se sonrió, se me
acercó y me dio un beso en la mejilla. Luego, se marchó hacia su alcoba. Tenía
otra vez una video charla con sus compañeras, o eso es lo que suele decir
cuando se encierra, cada día más seguido y durante más tiempo. Desde ese día,
cada que nos vemos, solo nos sonreímos y, como si lo evitáramos, obviamos aquel
tema... no sé hasta cuándo, espero que no sea por siempre, ni para cuando tal
vez sea demasiado tarde; menos, ahora, que ella comienza el oscuro laberinto de
sus once, el que desemboca en el mordido silencio de los doce, camino al tortuoso
de los trece e insufribles catorce...
Quedé atónito. Terminamos al tiempo los rezagos
del desayuno. Antes de levantarnos de la mesa se me quedó mirando y sonrió con
picardía, entonces, me solicitó, tras coger su elegante y costoso bolso,
dispuesta a pararse, por lo que la secundé y fui y le corrí la silla:
—Cuando escriba esta historia, señor escritor, por
favor, solo cambie algunas cosas... por ejemplo: mi nombre... me gustaría figurar
como Lina Luna Lineros López, una mujer de éxito.
Gracias, señora Lina
Luna Lineros López,
donde quiera que
esté,
por compartirme esta
interesante historia
que en algo transfiguré a solicitud suya.