Entonces tendría siete años. En la casa todos
me decían Cáscara de Quiña. Apodo que me puso mi abuela materna dizque por lo
inquieto, desobediente y burlón que era.
—A todo le saca gracia y cuento el condenado
este —solía decirle mi abuela a cuanta persona iba a la casa, o nos
encontrábamos en el pueblo—. Es más, si se descuidan —les advertía a las
mujeres, sobre todo a las jóvenes—, en un santiamén se agacha entre las naguas
y les echa muela.
Ese domingo en la tarde íbamos de regreso para
el pueblo luego de habernos refrescado en una quebrada cercana. Aquel
carreteable polvoriento, camino al caserío municipal, tenía al lado y lado,
además de curva tras curva, debido a la topografía montañosa, monte, chamizos y
árboles de todos los tamaños y especies tropicales.
Como siempre que íbamos de paseo a la quebrada,
corría, partía en punta para llegar primero. Cosa que a mi madre y abuela no
les gustaba; dadas las entorchadas circunstancias sociales y culturales de la
época en todo el país, pero con más ardor enchipado entre connacionales por
aquellos lares. Ellas, y todos en el pueblo, sabían que debían tener el ojo
avizor para evitar que alguien intentase “algo” terrible contra sus hijos. Muy
común en ese entonces por allá, y por toda parte, al parecer.
Pero yo era necio, o tal vez no entendía e inadvertía
el peligro. Por ende, poco caso hacía de las amonestaciones. Esa vez salí
corriendo al llegar a una curva pronunciada del camino; quería desaparecérmeles
y esperarlas adelante, pese al grito de la abuela:
—Muchacho, ¡en esa revuelta, al atardecer, se
aparece la guala!
Desde luego que hice caso omiso. Seguí veloz
carrera y di la vuelta en el recodo, desapareciendo de la vista de todos… Fue
cuando, de la copa de un guamo gigantesco, un inmenso y terrorífico pajarraco
negro, tal vez de un metro, o más de longitud, con una cabeza de color rojo
encendido y sin plumas, al verme desplegó sus alas, como de tres metros de
punta a punta, cubriendo el sol y haciendo que su sombra fría me alcanzara.
Me detuve en el acto. O mejor sería decir: quedé petrificado, sin poder dejar de verle esos ojos negros y chispeantes. Su sombra me cubría, sentí frío. Saqué fuerza de donde no la tenía e intenté avanzar. Le demostraría que no le tenía miedo.
Al adivinar mi intención, pues no pude mover un
solo músculo, dio una zancada y puso su pezuña derecha a menos de un metro de
donde me encontraba. La otra seguía en la copa del árbol. Expelía un insoportable
y fétido olor a azufre. Al estar tan cerca, me percaté, o creo que eso fue lo
que vi, que era la bruja horrible que mi abuela describía cuando al atardecer
de los venados nos contaba historias de terror, sentados en el quicio del
ranchito en el que vivíamos.
Solo desperté, según me dijeron, media hora
después de haberme recogido y llevado al centro de salud en el pueblo.
—No tiene nada —dijo la enfermera—, sus signos
vitales están en buenas condiciones. Tuvo que haber sido algo que comió y lo
indigestó.
Jamás a nadie le hablé de aquel premonitorio y
terrorífico espanto.
Disponible en Revista Latina NC