Ese sábado 20 de noviembre Anita llegó por
demás animada a la casa del poeta y su esposa. Cuando la patrona le preguntó
por el motivo de tanta euforia, le respondió:
—Imagínese, doña Maribel, que, por fin, este
año, me toca armar el pesebre y el árbol de Navidad donde los García Jiménez...
este fin de semana compran todo y entre el miércoles y el viernes de la otra
semana me encargaron hacerlo...
—Pero, no entiendo tanta dicha, Anita—la
interrumpió la patrona—, porque, la semana pasada, cuando le dije que lo tenía
que hacer hoy aquí, y casi todos los años cuando llegan estas fechas, también
donde los Rubiano, siempre deja entrever disgusto, lo mismo que en enero al
momento de recoger, empacar y guardar. Además, siempre se alegraba porque los García
Jiménez no celebraban esas festividades.
Anita llevaba más de doce años asistiendo dos
días por semana en la casa de los Botero. Suele ir los martes y sábado a
realizar las labores de arreglo y aseo del apartamento. Esta pareja, tras la
partida de los hijos mayores, conviven con la intermedia, quien decidió ser
soltera y sin hijos. Trabaja en una multinacional comercial desde cuando se
graduó en Negocios Internacionales, por lo que, antes de la pandemia, se la
pasaba casi todo el tiempo viajando por el mundo, actividad andarina que tras
la supuesta nueva normalidad va retomando paulatinamente, por lo que los viejos
regresaron a su callada soledad de pareja en senectud.
El poeta Botero, como Anita escucha que llaman
al patrón, es un sesentón pensionado de una universidad pública en la ciudad,
parco, nada hablador. Ahora se dedica, casi todo el tiempo, a leer y escribir
en su estudio, con vistas al intenso y plomizo sur de la ciudad. De allí solo sale
a tomar el sol o a sus pausas activas cuando su esposa, doña Maribel, le dice que
Anita va a limpiar, que el almuerzo está servido u otros menesteres que a veces
se presentan.
—Su esposo, señora Maribel —le dijo la empleada
un día—, casi no habla ni sale del estudio, creo que tampoco escucha ni le
importa lo que nosotras garlamos... ¡es silencioso como un gato pardo y parece una
sombra!
—Estoy acostumbrada, es como si fuera sordomudo.
Habla lo estrictamente necesario... ¡a veces ni siquiera responde lo que se le
pregunta! Anda en su mundo con sus amigos de toda la vida: ¡los libros! Por tal
razón, me gusta que venga, ojalá fueran más días, para tener con quien ejercitar
la lengua... porque a usted no la calla nadie, habla hasta por los codos, ¡más
que yo!, cosa que le agradezco, Anita.
Los lunes y jueves Anita hace lo propio en la
casa del coronel Carlos Rubiano y su señora Rosana. Los miércoles y viernes va
al apartamento de los García Jiménez, la pareja más joven y acomodada de las
que tres que atiende.
Anita, entre la selva de chismes en la que suele
tranzarse con la esposa del poeta, alguna vez le compartió que doña Rosana: «¡La
que no hace nada!, como ella misma se presenta», enfatizó la empleada, se casó cuando
aquel tan solo era capitán. Han estado juntos desde entonces, y hasta cuando,
al no ser llamado a general, se retiró de coronel antiguo. Durante toda su
carrera aquel oficial cargó con ella de guarnición en guarnición. Por esa razón,
se resignó a eso... a ser la esposa de un militar, cuidar de sus hijos,
administrar el hogar y no hacer nada más que acompañarlo a donde quiera que él
era trasladado. Un año después de retirado del servicio activo el Gobierno le
encargó al coronel Rubiano la Dirección Nacional Civil de Rescate de Víctimas,
un establecimiento público adscrito al sector Defensa para la asistencia de la
sociedad en todo tipo de emergencias.
En otra charla, Anita también le contó a doña
Maribel que los García Jiménez, los dueños de la cadena MERCA-G.J., no tenían
hijos y que jamás vestían el arbolito de Navidad, tampoco armaban pesebres,
ponían luces ni celebraban esas festividades. A diferencia de los otros dos
hogares en donde Anita trabajaba y le tocaba, en noviembre, sacar, desempolvar,
limpiar y armar esos cachivaches y, en enero, quite, limpie, empaque y guarde.
—Esa gente ricachona es bien extraña —le dijo
esa vez Anita a doña Maribel—, aunque hay motivos de fondo para ser como son,
hasta donde doña Gladys me ha compartido. A ella le gusta hablar conmigo, como
usted, señora Maribel, porque, siendo la contadora del negocio, atiende desde
el apartamento que les arreglo, por lo que sacamos raticos para platicar.
Diferente a don Pedro, quien sale temprano y regresa bien tarde, de lunes a
lunes. Él es el gerente general y está al frente de los ocho locales que hay regados
por la ciudad.
—Dígame una cosa, Anita —le preguntó esa vez
doña Maribel—, ¿le han contado la razón de fondo por la cual no tienen hijos ni
celebran las fiestas de Navidad?
—Así es, en estos últimos ocho años, así como
usted, ella saca sus ratos de entre los libros de contabilidad y me cuenta a
pedazos la historia, no solo de su matrimonio con don Pedro, sino lo de la
triple tragedia que vivió en el 85, con la avalancha del volcán nevado...
—¡Ay!, ¡por Dios!, acaso...
—Ella no solo fue una de las víctimas del lodo
que produjo aquel volcán que arrasó y sepultó su pueblo y toda su familia en el
85, sino que, como si fuera poco, al sobrevivir y ser encontrada entre le barro
que casi se la traga, cuando tan solo tenía cinco años y unos meses, fue
llevada a un albergue, casi inconsciente, muy confundida, con la mente nublada,
y así duró por largo rato. Ahí, en ese sitio, ese mismo día de su rescate, algún
parroquiano, al verla, le dijo a los socorristas y a las autoridades que
atendían la emergencia, que esa niña, al parecer, era Gladys, la hija de los
Jiménez, quienes vivían a menos de una cuadra arriba de la iglesia, sector que
quedó bajo metros de lodo y piedra...
—Bueno, al menos ella sobrevivió y alguien la
reconoció...
—El problema, doña Maribel, es que ella no se
llamaba Gladys Jiménez, ni vivía al lado de la iglesia, sino mucho más abajo,
donde también las casas quedaron sepultadas, pero no tanto como las otras.
—Me perdí, Anita... ¡me perdí! ¿Cómo así que
ella no era Gladys Jiménez, como, según me cuenta, así aún se llama?
—Así es, señora Maribel. Ella dice que su
verdadero nombre es Juanita Sierra. Que es hija de una madre soltera y con
quien vivía en una casa de familia donde aquella humilde mujer atendía los
quehaceres domésticos. Que ella se salvó porque su dormitorio, el que compartía
con su mamá, quien esa noche aún no subía a acostarse, quedaba en un zarzo, en
la parte más alta de la casa, que fue lo único que quedó medio visible después
de la avalancha. Allá la encontraron exhausta... los demás habitantes murieron,
incluida su madre.
Según le dijo doña Gladys a Anita esa vez que
hablaron sobre ese tema, y ante la misma pregunta que, al respecto, también le
hizo doña Maribel a su empleada:
—Los rescatistas le colocaron en la planilla
oficial el nombre de Gladys Jiménez, y así le tocó quedarse de por vida. La
razón: así lo aseguró el parroquiano que dijo haberla reconocido, quien jamás
volvió a aparecer. Además, porque, tanto los Jiménez como la familia donde
trabajaba su mamá, todos murieron, no quedó huella de ninguno. Por ende, dieron
por desaparecida, porque jamás encontraron el cuerpo, a la niña de la empleada de
servicio, es decir, a ella, a Juanita Sierra, además de no estar bautizada ni
registrada en ninguna parte. Cuando, al fin se le fue despejando la mente y
trató de explicar quién era ella, repitiendo sin ser escuchada que su nombre
era Juanita Sierra, además de tan solo ser una muchachita de menos de seis
años, afectada por la catástrofe, nadie le hizo caso.
Con el paso del tiempo Juanita se resignó y acostumbró
a ese otro nombre, con mayor razón cuando, dos años después de la avalancha, el
Bienestar Familiar la dio en adopción a una familia acomodada que estuvo
dispuesta a las dos solicitudes que hizo: Que le mantuvieran esa identidad, la
de Gladys Jiménez, y que nunca celebraran la Navidad en la casa a donde la
llevaran, mucho menos que armaran pesebres o árboles navideños, ni que le
dieran regalos por ningún motivo.
—Señora Gladys, discúlpeme —Anita le preguntó a
su patrona cuando le comentó esa parte de la historia—, ¿Por qué?
—Antes de responderle, Anita —le dijo esa vez
doña Gladys, y Anita le repitió la historia a la esposa del poeta Botero en su
momento—, le anticipo que esta fue una de las dos condiciones que también le
puse a Pedro para aceptarlo como marido, ya cuando crecí y me ennovié con él. La
primera, que nada de navidades, regalos ni cosas relacionas. Tampoco, nada de
hijos... al menos, hasta cuando lograra saber el contenido del regalo esperado aquel.
Ese que alcancé a ver entre una caja rectangular que mi tío Gilberto Sierra y mi
prima Asunción le llevaron a mamá días antes de la Navidad del 85,
supuestamente para mí, pero que solo me entregarían el 25 de diciembre por la
mañana al despertarme, cuando me hicieran bajar a la sala donde iban a colocar
el pesebre, el árbol y los demás regalos para los de la casa... y el mío.
En la casa donde trabajaba la mamá de Juanita
Sierra había tres niñas, hijas de los dueños, de cuatro, seis y ocho años. Cada
una de ellas tenía muñecas de diversos materiales y motivos, entre una
infinidad de juguetes que, hasta con cuarto aparte contaban, el que también
sepultó la avalancha. Pero, las que a Juanita más le gustaban eran unas muñecas
de fique, en especial, la de la niña mayor. Se trataba de una campesina vestida
a la usanza de la región, tal vez de unos veinte a veinticinco centímetros de
largo. Esa era muy tierna, con una carita angelical; llevaba un sombrero de ala
ancha, trenzas largas, blusa de satín, cintas rojas, enaguas con arandelas de
color blanco, faldón negro con ribetes y encajes de colorines, así como alpargatas
y un ramito de flores en sus manitas.
Las hijas de los patrones nunca le permitían a
Juanita jugar con las cosas de ellas, mucho menos con las muñecas. Situación
que la mamá de Juanita se percató, porque solía encontrarla llorosa cada vez
que las niñas le hacían mofas y le impedían siquiera tocar sus juguetes. Por
esta razón, como lo pudo percatar a hurtadillas Juanita, su madre ese año
comenzó a ahorrar en una alcancía de barro, de tal manera que, para comienzos
de octubre, cuando en su presencia rompió el marranito y le dijo, mientras
contaba las monedas y unos pocos billetes arrugados:
—Esto es para su regalo de Navidad... para que
no le vuelva a pedir nada prestado a esas niñas engreídas.
A finales de octubre su tío Gilberto bajó de la
capital, junto con su hija Asunción, dos años mayor que Juanita, a llevarle
algunos encargos a su hermana. Además, una cajita rectangular envuelta en papel
regalo, de unos treinta centímetros de largo por unos diez de alto y otro tanto
de ancho. Juanita la alcanzó a ver antes de que su madre Juana la cogiera y
guardara en un baúl, al cual le echó candado.
Ese baúl y su contenido misterioso también lo
devoró el volcán.
—Entonces, Anita —retomó la charla inicial la
esposa del poeta Botero frente a la efusividad de su empleada ese sábado 20 de
noviembre cuando estaba programado armar el arbolito, el pesebre y colocar las
luces en el balcón de aquel último piso del conjunto residencial con vistas al
sur de la gran ciudad capital—, por lo que deduzco, ¿al fin doña Gladys... o
Juanita Jiménez, resolvió el tema del regalo que ella supone que le llevó su tío
una semana antes de la avalancha?, ¿cómo lo hizo?
—Señora Maribel —le respondió Anita—, así como
le conté a usted parte de la historia de doña Gladys, quien prefiere seguirse
llamando así: ¡Gladys!, también se la participé a la esposa del coronel. A él,
a don Carlos, luego de colgar el uniforme, lo encargaron de la dirección de esa
agencia que rescató a Juanita dentro del barro hace treinta y seis años, cuando
le cambiaron el nombre. Parece ser que doña Rosana también le participó la
historia a su marido. Él se interesó y por su conducto, y varias veces de forma
directa, me sugirió que le preguntara y le precisara otros detalles a doña
Gladys... sobre todo, del supuesto tío Gilberto y de su prima Asunción. Hasta
donde tengo entendido, el tío murió, más no así la prima. A ella la ubicaron
aquí en la capital y terminó por desenredar la piola; en especial, en cuanto al
contenido y destinatario de la cajita, que, en efecto, según la prima de doña
Gladys... era una muñeca de fique, una campesina que su tía le pidió a su padre
que le comprara y le llevara para el regalo de Juanita en esa Navidad.
—Entiendo, por eso, entonces, Anita, este año
vestirán el árbol y harán el pesebre donde los García Jiménez... ¿y lo de los
hijos, ahora que se develó el misterio?
—Hasta hoy doña Gladys solo sabe que en la
caja, en efecto, iba su muñeca campesina de fique que le mandó a comprar su
madre. Con eso, como le dio su palabra a don Pedro antes de casarse, esa parte
de su negación quedó sin efecto y va a cumplir de ahora en adelante vistiendo
el pesebre y armando el arbolito... responsabilidad que, como en los otros dos
apartamentos donde trabajo, son mías... Lo que no sabe doña Gladys es la
segunda y tercera parte del caso resuelto.
—¡Ay, no!, Anita, cuente, cuente que me
estallo.
—Para el 24 soy la encargada de preparar la
cena... además de llevarle el primer regalo que recibirá doña Gladys; ese que
tanto ha esperado en silencio...
—¡La muñeca de fique!, ¡la campesina!
—Así es, entre una cajita igual a la que le
llevó su tío, envuelta en papel regalo. Pero, no solo eso...
—¡¿Hay más?!
—Ese mismo día, después de la entrega de los
regalos, don Pedro le comunicará que está haciendo gestiones para adoptar dos
niñas en el Bienestar, una de seis años, de nombre Juanita, y su hermanita de
tres, Teresa. Son preciosas, ya fui a verlas.
—Me imagino que por la edad de doña Gladys... es
poco aconsejable un embarazo.
—Sí, señora, así es.
—¡Qué historia tan simpática y humana, Anita!
—se escuchó la voz sonora del poeta Botero, ahora parado en la puerta de su
estudio—, ¡poesía social! Le agradezco que nos la hubiese compartido. Quizá se
la cuente a un amigo cronista para que la escriba y publique, si los García
Jiménez lo permiten... hágame el favor y les pregunta la siguiente vez que vaya
a su casa.