Todos los días a las 6:40 a.m. se encuentran en
el mismo lugar, ¡sin falta! Tras besarse y abrazarse con para nada disimulada
pasión y enchipado amor se sientan en la celestina banca de duro cemento bajo la
sombra concupiscente de un altivo y viejo pino que custodia, nadie sabe desde
cuándo, aquel pequeño parque de barrio popular.
Ahí, por lo general durante quince o veinte
minutos, sin sombra alguna de pena… mejor sería decir: ¡con perdido recato!, se
acarician, mil besos se dan entre pródigas como ininteligibles palabras de amor,
antes del compartir que alguno de los dos siempre trae de casa, de donde quizá llega
para ir a trabajar. Lugares de los cuales, quizá, su pareja venga y para donde tal
vez vaya tras la agotadora jornada nocturna laboral.
Es posible que orígenes y destinos de cada cual
desencajen. Lo que sí es evidente y los dos hacen concordar con meridiana
precisión de tiempo, modo y lugar es su mañanero y diario encuentro de amor en el
parque… con independencia de las condiciones climáticas. Esta variante, ni
ninguna, parece jamás afectarles. La cita siempre la cumplen los dos.
Cada vez, tras una infinidad de caricias, besos
y palabras, quien viene del sur, donde queda a unas pocas cuadras la estación
del transporte masivo, muy a su pesar se levanta y muestra el reloj. Tal vez está
sobre la hora de entrada al jornal. Entonces, se dan el último almibarado y
prolongado beso y como si les doliera soltarse de las manos… al fin lo hacen y aquel
emprende camino hacia el norte, de donde siempre llega su pareja. En sus
inmediaciones queda una inmensa y reconocida zona industrial.
Microrrelato disponible en Revista Latina NC