viernes, 1 de diciembre de 2023

Casi noventa resoluciones

 

Cuando por fin nos encontramos en aquel Café Valdez y comenzamos a degustar, él su primer tinto americano y yo un late aderezado con canela molida, soltó sin mayores filtros esta historia, entre otras tantas que atesora y trae guardadas desde el orto del convulso s. XXI, allá en los inexpugnables calabozos de su memoria.

Historia que, desde luego, por seguridad nacional y personal de aquel egregio exfuncionario, también, de mi pellejo, hice objeto del pincel de la transfiguración literaria subcontinental para compartirla con ustedes y las futuras generaciones lectoras, de haberlas.

Desde luego que, como esta, en el piélago histórico de su mágico país que alguna vez lo tuvo todo, menos, amor patrio, son incontables las que hay por ahí y que muchos como él tienen refundidas en sus molleras. Todas similares porque, como esta de las casi noventa resoluciones, trascienden a nostalgia social, fotografía política de un país simpar, condenado a repetir una, dos, tres y muchas veces su tragicómica historia política.

—Mire, mi hermano —me dijo—, al segundo cargo de la Agencia para la Investigación y el Desarrollo Integral del Agro, la AIDIA, es decir, como subdirector general, llegué para impulsar su misión social y funciones técnicas y científicas, gracias a mi formación profesional y posgradual, a mi experiencia, así como a unos amigos de estudios y labores en oficios anteriores en ese sector. Como te he contado.

—¡Claro!, lo sé.

—La AIDIA fue creada para eso, para temas técnicos y científicos, en aras de hacer más productivas las tierras del campo y mejorar los ingresos de los campesinos… no como escampadero ni para dobleces politiqueros. Mucho menos, mi hermano, para triquiñuelas de papel, lo que implicaba poner al poco personal de la entidad a cuidar fincas y activos incautados a los malandros, además de exponer la integridad física y moral de todos.

—Pero ¿qué fue lo que pasó?

—El director de la agencia, unos días antes de salir en comisión, dizque para asistir a un simposio internacional agropecuario en África, razón por la cual yo quedaba encargado, me comentó entre dientes que el alto gobierno estaba pensando en asignarle a la agencia una función trascendental para el beneficio, no solo del país, en especial, del sector. Porque, según él… o le dijeron que me dijera, catapultaría la generación de ingresos agropecuarios, la inversión y la dinámica de la agencia y del campo y cosas sueltas así.

—Hasta ahí suena interesante el tema.

—Pero nada concreto, hasta ese momento. El director salió y yo asumí.

—Quedaste encargado. Una bonita palomita, tal parecía.

—¡Encartado, fue la verdad! Yo asumí el lunes. Al siguiente martes fui llamado a la casa del gobierno nacional. No tenía ni idea sobre el tema de la agenda. Solo que tenía que asistir a una reunión de alto nivel.

—De entrada, me hubiese generado suspicacia.

—Me la generó, desde luego. Con mayor razón, cuando al llegar a la sala de juntas, en pleno estaba el comité nacional de gobierno. Es decir, todos los ministros y directores de las demás agencias. El único que faltaba, presencialmente, porque estaba al teléfono, en alta voz, era el presidente.

—Bueno, era de esperar que a reuniones de ese talante asistirías, y no solo a esa, sino a otras tantas, mientras estuvieras encargado de la dirección general, supongo.

—Se supone. ¡Pero no que en la primera me quisieran coger de gancho ciego!

—¿Cómo es eso?, ¿qué paso?

—En síntesis, después de un discurso altisonante por el altavoz, el presidente me dijo que la AIDIA se haría cargo de casi noventa grandes propiedades incautadas para ponerlas a producir…

—¡Ah, carajo!

—Las tales propiedades esas fueron incautadas a los peores criminales de esa época y en los lugares más recónditos y peligrosos… ¡tierra de nadie!

—Entiendo su expresión de ¡gancho ciego!

—La orden del presidente era que no podía salir de esa reunión sin firmar las casi noventa resoluciones que pusieron en ese momento frente a mí.

—¿Entonces?

—De manera diplomática le comuniqué al mandatario y a todos que tenía que mirar cada uno de esos actos administrativos y obtener el respectivo concepto del departamento jurídico de la agencia, antes de estampar mi firma.

—Me imagino lo que pasó.

—Como era de esperar, el presidente hizo sus consabidos berrinches, soltó unos cuantos madrazos y amenazas antes de tirar el teléfono. Luego, fueron las miradas inquisitivas de los ministros y demás directores de las agencias. De esa reunión salí con las casi noventa resoluciones y se las pasé a jurídica… Allá estaban, aún, cuando el director, mi amigo y colega, llegó de África hecho una fiera por haber desobedecido la orden presidencial y el encargo principal que él me hizo.

—Me imagino, entonces, que él sí firmó las casi noventa resoluciones.

—No, finalmente el gobierno repartió las propiedades entre parlamentarios, políticos, amigos de unos y otros… Algunos murieron o fueron asesinados por esto o aquello. Otros tienen procesos penales delicados, fuera de los quince que están condenados. Aunque, también es cierto, que varios se enriquecieron, llegaron a ser magistrados, ministros, grandes empresarios… en fin, propio del folclor cultural nacional de mi país, mi hermano.

La papa que nos comemos

 


Con eso del cambio climático, la contaminación ambiental, así como para evitar en cualquier momento otro periodo infernal de cuarentena encerrado entre cuatro paredes en un conglomerado residencial, y una vez la pandemia pareció dar tregua, decidí buscar un cuadro de tierra en un pueblo algo cerca de la capital para construir una cabaña e irme a vivir allá de manera alternativa. La idea no era desconectarme del todo de la vida citadina, por lo del trabajo y los asuntos médicos y asistenciales que en el campo suelen ser restringidos, complejos, cuando no inexistentes en algunos casos. Por lo que para estos y otros menesteres es imperioso el vínculo y la cercanía con la urbe.

Busqué, entonces, un pueblo en ladera, a menos de dos horas del límite capitalino. Chirataura, nombre del villorrio al que fui a dar, tiene la mayoría de los pisos térmicos tropicales. Desde el brumoso páramo, el recalcitrante y quemante frío, el inconstante templado y hasta el huraño semi cálido. Por lo que, como es obvio, goza de una variedad de tierras dedicadas a la explotación de diversos renglones agropecuarios y últimamente a la vivienda suburbana, ¡casas dormitorio! Este uso es quizá el de mayor y dramática proyección en los municipios ubicados en las inmediaciones de las grandes como atestadas metrópolis.

Pese al incremento del precio de la tierra, antes dedicadas solo a labores agrarias, que comenzó desde unos años antes de la pandemia y que se desenfrenó durante esta, y hasta ahora, me atrajo la oferta de un lote grande de casi cinco hectáreas, con un monto algo cómodo, a quince minutos abajo del poblado. Lo compré. Hasta entonces, como me dijo el vendedor y luego averigüé, allá solo cultivaban productos de la región, ni siquiera casa habitable tenía... aunque sí unas vistas espectaculares, tanto en los amaneceres como en los atardeceres, amén de ser paso y anidación de un sinnúmero de aves migratorias. Que fue lo que más me sedujo, fuera de la ganga en cuanto al precio.

Era el sitio perfecto para hacer la cabaña en un alto. Pensé desde ese momento sembrarle árboles, jardines y huertos, así como trazar senderos ecológicos para el avistamiento de aves en el resto del predio que, tiempo atrás, fue deforestado casi en su totalidad para darle espacio a los sembradíos. Aún eran evidentes las heridas que sufrió el que antaño fue un bosque nativo que llegó a cubrir la ladera de aquel municipio, por ende, gran parte del retazo de tierra que adquirí.

En mi pedazo de loma aún quedaba uno que otro árbol, así como una mata de monte que persistía al fondo, en la parte más lejana, entre peñascos, hondonadas y límite con otras propiedades. Pensé, cuando fui la primera vez a negociar el lote, que la motosierra no llegó hasta ese lejano montecito porque, al ser lo más quebrado, empinado y apartado del predio, era difícil y nada atractivo, ni rentable, sembrar y luego cosechar algo por allá.

No estaba del todo equivocado en cuanto a la pervivencia de aquella mata de monte. Por allá solo me asomé hasta cuando tuve las escrituras a mi nombre y llevé a un ingeniero para que hiciera los trámites respectivos para la licencia de construcción de la vivienda... mi añorada cabaña campestre.

A diferencia de lo que pasa en la gran parte de la descapotada ladera, todavía más en los predios alrededor del mío, la mayoría todavía dedicados a la producción agropecuaria, la arbolada del risco de mi cuadro de tierra permanece fresca, no solo en invierno cuando es esplendorosa, también lo hace durante el atosigante verano... aunque bajo un atufo que acongoja mi hastiado espíritu citadino desde cuando me tropecé con la tan subcontinental razón de su verdor perenne.

Chirataura y toda aquella región es objeto inexorable de los embates del clima extremo, más ahora que antes. Durante cerca de seis meses hay lluvias copiosas que lo inundan y desbarrancan todo, además de amenazar las cada vez más endebles y expuestas infraestructuras rurales, tanto las públicas como las privadas. Todavía así, estos torrenciales son propicios y esperados para los cultivos, ganadería y vida bucólica entre neblina, razón por la cual los moradores soportan y capotean a su manera los embates del invierno y le sacan beneficio.

Otra cosa es durante el duro verano, el resto del año. Es cuando la tierra se cuartea y con ella los bolsillos campesinos flaquean ante la insuficiencia del líquido vital. ¡Bendita agua!, chorrito disminuido que dejan escurrir del páramo y que las autoridades, mediante el acueducto, priorizan para el consumo humano, el doméstico. Por lo tanto, el agua para el ganado y el regadío de los cultivos y las tareas de limpieza asociadas... sería lo de mayor afectación, de no ser por la capacidad de sobreponerse a puño que tienen los chiratauros.

A la salida del casco urbano, casi dos kilómetros arriba de mi cuadro de tierra, las aguas residuales del pueblo son canalizadas a cielo abierto por entre los linderos de los predios rurales. Un ramal de esa cloaca nutre y ‘perfuma’ mi mata de monte en lo alto del risco.

—Desde ahí, patrón, por ser el borde de la pendiente —me dijeron informalmente cuando protesté ante las autoridades municipales de Chirataura por tal situación—, sus vecinos de las fincas de abajo hacen pocetas y conectan las mangueras que llevan esa sopa de agua hasta los sembradíos, no solo para irrigar las matas y limpiarle el barro a la papa que nos comemos y a la capital llevamos; también la usan para todo lo que se produce, sea menester y mueva la economía en las inmediaciones de su finca... Permiso que, de tiempo atrás, todos los dueños anteriores han permitido en aras del beneficio colectivo.

Mi pedazo de loma ahora está en proceso de lenta reforestación en torno a la cabaña bonita que edifiqué en uno de sus altos. Desde su terraza panorámica, en las tardes, no solo teletrabajo, también oteo el sol de los venados mientras escucho entre los nuevos jardines y senderos la tonada del viento de oriente que acompasa el romance de los pájaros, a la vez que saludo a los vecinos que entran a mi finca, rumbo a la frondosa arbolada del risco. Lo hacen a diario para ir y destapar las olorosas pocetas bocatomas y acomodar las mangueras aquellas, de tal manera que durante el inclemente verano no les falte el insumo vital y orgánico para los menesteres propios de sus cultivos y ganados, evitando, así, que la economía lugareña flaquee y a todos nos afecte... ¡aún más!

El texto de este relato de ficción social subcontinental está incluido en:

 Canto Planetario Hermandad en la Tierra

compilación de Carlos Jarquín, páginas 170-173, volumen I,

HC Editores, Amazon.com, 2023.

Un mural literario universal


 

El Arte – Espejo de un Inmigrante – Historia de Cornelio Campos’, contada por su protagonista y plasmada en letras por Cuquis Sandoval, más que una obra literaria universal viene a ser el mejor y mayor de los murales de este artista, quien se presenta de forma singular:

Soy Cornelio Campos, nacido en Cherán, Michoacán, de sangre purépecha; mi profesión es ser pintor de murales; estoy integrado a la cultura de E.U.A. desde hace algunos ayeres, radico en Carolina del Norte, una ciudad llena de historia y que ha sido mi hogar y punto álgido como artista.

A lo largo de los trece capítulos que constituyen esta narrativa, ilustrada con fotos de rancia como melancólica recordación, el lector irá armando en su mente, ¡inexorable!, ese cuadro, esa pintura de nostalgia social subcontinental que el protagonista esta vez plasmó, no con pinceles, como lo hace con genialidad y maestría en lienzos y superficies que atesoran sus obras que tantos reconocimientos y satisfacciones le han dado, sino con su voz, con palabras que María del Refugio Sandoval Olivas, reconocida docente y escritora oriunda de Balleza, Chihuahua, supo convertir en un mural literario universal y que, en formato libro, Revista Latina NC le entrega al mundo cual legado histórico, social, económico, político y cultural; como suelen hacerlo sus dos directivos principales: Edgar Bernal y Citlalitl Ceballos. Adalides convencidos y dispuestos a brindarles apoyo a los inmigrantes, de donde quiera sean y estén, para que estos den a conocer su cultura, situaciones, experiencias o historias de vida, como lo hizo esta vez Cornelio Campos.

Aunque en el resumen se dice y se limita a: Sus páginas llevan al lector a conocer la génesis y desarrollo de una familia mexicana oriunda del estado de Michoacán, del pueblo de Cherán, un lugar con usos, tradiciones y costumbres, producto de la herencia generacional de sus habitantes, quienes han salido adelante a pesar de las múltiples problemáticas económicas, políticas y sociales que han enfrentado…, me atrevería a universalizar el ingente mural que este artista mexicano pinceló con palabras salidas del su alma y con la fuerza del corazón de un batallador incansable, como lo es él.

Diría, sin temor a equivocarme, que lo plasmado en esta obra literaria es universal. Que tal situación no solo pasó, pasa y pasará en Cherán, Michoacán, la bonita tierra del muralista. Esta fenomenología social prevalece más allá de México, Centroamérica y Suramérica, donde, para los sin nada, para los despojados de casi todo, migrar hacia los Estados Unidos de Norteamérica parece ser la única alternativa para el cambio, para surgir, para encontrar mejores oportunidades… o para toparse con ese espejismo, cual incubado sueño surrealista; como otros tantos lo han comprobado tras dejar la amada patria de muerte herida y a la cual, quizá, jamás regresen.

Migrar… vocablo que implica dejar el terruño, casi siempre porque su contexto sociopolítico suele estar plagado de ignominia y lacerante desigualdad legalizada, que jamás será legítima, así la empasten en constituciones, leyes y normatividades amañadas.

Migrar, así sea sometiéndose a condiciones infrahumanas; más que vívidas en este mural literario que nos obsequia Campos, como esa sobre la sumersión en alcantarillas para lograr ‘pasar al otro lado’.

Para algunos, los más osados… ¡tal vez!, migrar, entonces, pareciera ser la única posibilidad de salir de la sin salida a la cual unas élites minoritarias en cada país subcontinental, tan perversas como poderosas, han sometido a las paupérrimas e históricamente ignaras mayorías. Las cuales, mejor y más rentables serán para estos entronados a perpetuidad en el poder, entre más ignaras y resignadas aquellas sean mantenidas, entre más difíciles les pongan las oportunidades de educarse, capacitarse o de ingresar a la universidad. Como le pasó a Cornelio, razón por la cual, aquel muchacho intrépido decidió agarrar maleta rumbo a California, USA, en un camión del cual conserva el tiquete y que convirtió en pieza invaluable de museo. En su trashumancia llegó a la casa de unos allegados que creían en él, en su arte y que lo apoyaban. Pero por su espíritu artístico y de superación continua, al rato cogió camino hacia Carolina del Norte, para donde un primo. Allá le tocó trabajar en todo lo que se le presentó: construcción, electricidad y otros oficios similares, a imagen y semejanza como lo hizo su padre en Cherán para conseguir lo del bocado de comida para su numerosa familia.

De su padre, entre infinidad de ejemplos y enseñanzas que marcaron su derrotero artístico durante su infancia y juventud temprana, entre innumerables recuerdos físicos y abstractos que de él lleva a toda parte, está el sombrerito aquel que su viejo dejó olvidado cuando fue a visitarlo a los Estados Unidos. Artículo humilde, pero de valor incalculable, que Cornelio trastea a donde sea que él vaya en honor a su padre y como emblema de su gente, de su raza, de su país, de su cultura, de su duro pasado, de los olvidados subcontinentales… Olvidados e ignorados a no ser que sea para escoriar sus territorios y extraer sus incalculables recursos naturales, renovables y no renovables; o para engancharlos como mano de obra barata en sus factorías o en sus ingentes campos agrícolas una vez al otro lado de la frontera.

Si la figura paterna para este genio del pincel es abrumadora e inspiradora, qué decir de la inherente a la de su por siempre idolatrada madre y su entorno socioeconómico, tan singular dentro de lo común y dramático en los países subcontinentales...

Pero, para captar la dimensión de tal sentimiento hecho trazo literario, mejor será que él lo cuente:

…mamá se hincaba sobre el suelo y remolía la masa, luego formaba una bolita con sus manos y hacía «testales», (término náhuatl que significa masa para poner) torteaba redondeando la forma y la pasaba al comal encendido, preparando las tortillas de maíz más sabrosas que he comido en mi vida.

Esas imágenes impregnadas de aromas y colores vuelven a mi mente una y otra vez, puedo visualizarlo preparando los alimentos en ese lugar sorprendente llamado cocina, donde la magia ocurría una y otra vez, sus sartenes y ollas como instrumentos y herramientas de cocción, tenían el poder de transformar la comida más sencilla en un manjar; el aroma que impregna mis sentidos alojado en un lugar especial de las memorias, sigue prevaleciendo; puedo reproducir en mi mente, su forma diligente de moverse en ese espacio tan suyo, caminando, limpiando, dando órdenes, instrucciones y preparando sabrosas combinaciones producto de esa herencia generacional transmitida por siglos que ha conformado la cultura gastronómica de mi pueblo.

Mapa socioeconómico familiar del cual este artista de los pinceles nunca se olvida ni esconde, tampoco soslaya sus orígenes. Por el contrario, sea donde sea y con quien sea, enaltece y pone de manifiesto quién fue, de dónde viene, qué le tocó hacer; además, lo plasma en sus murales de trascendencia planetaria. Señales inequívocas estas del ser humilde y sensible que se hospeda en su interior y rige sus actos. Como pocos van quedando, menos, todavía, en los que llegan, no solo a los escenarios artísticos en general, a toda parte y en cualesquiera oficios que haya en este mundo gobernado por la amebiana ambición, el egocentrismo desbocado, la transfigurada insolidaridad y el soterrado afán de causarle mal al prójimo por tan solo el placer de hacer sufrir, engendrar terror y hasta causar la muerte para su perverso disfrute; con lo cual, además, se muestran supra poderosos e inexpugnables: ¡Bestialidad civilizada!, siguiente y triste etapa que, tal vez, Maslow a propósito omitió en su pirámide de necesidades humanas.

En estas charladas pinceladas Cornelio es, al respecto, más que circunspecto, sin dejar de ser concreto, un verdadero referente universal para tener siempre en cuenta. Traigo a colación este otro acápite:

Mis pinturas, y murales son historia viva, abarcan temas políticos, económicos y sociales que aquejan al mundo como son: la emigración, fronteras, discriminación, multiculturalidad, pobreza, falta de empleo, comercio informal, entre otros: son gritos de atención para quienes dictan leyes y tienen el poder de cambiar el orden de las cosas; mi voz ya no me pertenece, es de la comunidad, de mi país, del mundo; clama por reformas migratorias, por mejores condiciones de vida, por dar a conocer las riquezas culturales de mi país y la pobreza imperante que es la causa principal del abandono del terruño que nos vio nacer.

Este muralista social universal nos dibuja de colorida y charlada manera, aunque a la vez con dejos evidentes de infinita introspección y pasión, que, en otros lares, ayeres y mañanas, que en otras latitudes y ‘longitudes’, más allá del impetuoso Atlántico y del eufemístico Pacífico, la ‘cosa’ suele ser, fue y será… ¡igual y hasta peor! Es cuando, según él (con conocimiento de causa), se dimensiona el cómo es que se sufre en carne propia el lacerante concepto de ser un inmigrante en busca de oportunidades en tierras más que esquivas; así se tenga perrenque en las entrañas y talento en los genes.

Fea e incurable herida abierta deja la xenofobia. Discriminación dolorosa enchipada en aquellos por no ser este o aquel del lugar a donde llega o le tocó llegar, así sea de paso. Dolor inmarcesible, tal vez, solo comparable con las cicatrices imborrables de la perenne escoriación en la dermis de la patria por cuenta de, casi siempre, los mismos que allá excluyen y que amos del planeta se creen. A más que, así actúan, en costumbre se afinca y hasta norma se vuelve donde sea que estén o se aparezcan.     

En estos… XIII capítulos que encierran a grandes rasgos mi historia de vida. Cada una de estas páginas reflejan la esencia de mi ser, de mi representación como una persona inmigrante y de esta aventura que he vivido a través del arte de pintar… Cornelio Campos logró plasmar, bajo el rótulo de: ‘El Arte – Espejo de un Inmigrante’, no solo su vida, con un desenlace interesante, de reconocimientos y satisfacción personal y familiar. También, plasmó a punta de letras una pintura global, como la de tantos y tantos inmigrantes, que los hay por millones, algunos pocos ilesos, triunfantes y con algo de suerte, tesón y mucha disciplina, como en su caso; otros, la mayoría, perdidos en la lontananza del olvido, en las frías estadísticas oficiales y en el recuerdo ingrato de sus familiares… por quienes, con toda seguridad, aquellos aventureros emprendieron ese periplo sin retorno, Con derrotero incierto, cual viaje de ensueño por el mundo a la siga de un lejano Canto Planetario.

Cornelio aún va más allá cuando el lector inquieto se adentra y escudriña en ciertos trazos casi imperceptibles, más que dicientes y picantes, de su inmenso mural literario; pincelazos a los cuales Cuquis Sandoval le puso a la exquisita sopa de estas letras el mágico chile jalapeño. Ahí se topa la historia, no solo de la migración en el mundo de aquellos en busca de esas esquivas oportunidades en otros lares, sino un espejo de los que, pese a todo, se quedaron en casa, haya sido por lo que haya sido, ¡qué importa! Estos, casi todos, incluso el Estado a la siga de cobrar diezmo tributario por sus remesas, a la espera y necesidad de la buena fortuna del que se atrevió a ‘cruzar’ las fronteras alambradas, peligrosas, siempre custodiadas e inmisericordes de este o de aquel otro país boyante y atractivo… que muchas veces resultan ser meros espejismos, o, peor, todavía: La jaula de oro, como lo cantan con apretado sentimiento Los Tigres del Norte, haciendo que el inmigrante sienta que el alma se le arruga y el corazón se le desboca: ¡típica nostalgia patria! Añoranza que solo se cura al volver al terruño, casi siempre cuando se camina hacia El frío del olvido. Retorno que no todos logran, solo unos pocos. Sentimiento este que, entonces, los afectará por siempre, hasta en el más allá.

Hay otro párrafo en donde, para unos y otros, advirtiendo que en todos y en cada uno hay enseñanzas de vida, el arquetipo es traslúcido:

He aprendido que la vida misma es como una partida de ajedrez, se aprende a utilizar tácticas y estrategias para obtener los resultados deseados; además, que dentro del caos que existe en el universo, hay un orden; porque el caos es movimiento multidireccional, que nos lleva a distintas direcciones, aunque no fueran las que inicialmente habíamos trazado.

Los ejemplos y legados de este artista michoacano son contundentes a lo largo de su colorida narrativa. Esto, gracias, desde luego, a la fineza y exquisitez gramatical que Cuquis Sandoval le imprimió a cada grafo, frase, párrafo, capítulo, como en este:

Mi pincel, capta esa herencia cultural que ha logrado sobrevivir a través del tiempo, rinde homenaje a los ancestros, a su contribución en las usanzas y costumbres y a su búsqueda de expresión por medio de distintas manifestaciones, como son las danzas, los ritos y eventos ceremoniales que siguen celebrándose a través del tiempo.

En este apoteósico mural literario universal, por demás ecléctico, las pinceladas inherentes al medio ambiente y su importancia para la humanidad y el mundo también están presentes:

También captura los cuatro elementos de la naturaleza: aire, tierra, agua y fuego, y gracias a las líneas trazadas con delicadeza o intensidad, cada pincelada se encarga de brindar el colorido e impacto necesario para que el espectador puede percibir su presencia.

Desde luego que, para este gigante de los pinceles, como gigante es este mural literario universal que nos comparte, el agradecimiento para quienes se encontró a la vera del camino, lo hayan apoyado mucho, poquito o nada, así como su recomendación para las nuevas generaciones están más que expuestas:

Me siento sumamente orgulloso de estar inmenso dentro de esa multiculturalidad y el ser portavoz que representa a una nación, un estado y un pueblo que ha fusionado su cultura para conformar a este nuevo hombre; me honra el contribuir en la conciencia de las nuevas generaciones, quienes posteriormente se convertirán en los ciudadanos del mundo, en dirigentes o constructores de leyes, en profesionistas o desempeñando ocupaciones que son necesarias para el desarrollo de la comunidad.

En esta pintura mayor los amores de Campos tienen sus pinceladas, además de evidentes, cautivantes:

Cuando viajé a Carolina del Norte, quedé maravillado por esa travesía a lo largo del país, conociendo las ciudades aledañas y tratando de comprender el entorno que estaba explorando.

La mujer que se convirtió en mi esposa provenía de una clase social mucho más privilegiada que la mía, sin embargo, jamás olvidé mis raíces ni abandoné completamente mis sueños, que en ese momento nada tenían que ver con lo que me deparaba el futuro.

Son tantas y tantas las temáticas inherentes a la travesía, obra, reconocimientos más que merecidos, percepción social y literaria que Cornelio nos comparte en su historia de vida, que, mejor, los invito a sumergirse en esta. Son ustedes, señores lectores, quienes ahora tienen la oportunidad de disfrutar de este inmenso mural vuelto letras. De esa manera, cada uno le encontrará el hilo a la madeja y podrá así, entonces, irla desenrollando a su ritmo e interpretación, como lo exija el viento de cada uno.

Es preciso decir que al sumergirse en esta obra universal subyace un riesgo. Sea usted quien sea, de usted o de quien sea algo en esta lo va a impactar. Le aseguro que, con esto, con aquello o con aquel usted se identificará. De pronto, hasta tope un olorcito familiar, si acaso este no resulta ser aroma personal. 

Las pinceladas para cerrar esta nota literaria, al ser esta como un espejo donde cualquiera puede mirarse, calan hondo, bien hondo, indistintamente sea usted quien sea y donde quiera sea que se tope su persona:  

Con una mirada en retrospectiva, puedo reconocer que el éxito no llegó por la puerta grande, tuve que ir conformando y construyendo senderos, que fui sorteando con perseverancia y determinación hasta que las oportunidades adquirieron visibilidad ante mis ojos; entonces, pude observar mi figura en un espejo que transmitía destellos de reconocimiento interior, ahí, entre las brumas introspectivas, estaba ese latino que podía tocar vidas por medio de la palabra, compartiendo vivencias, luchas y sueños, ayudando a otros inmigrantes a encontrar su yo interno, a despejar de las brumas los sueños adormecidos, a mostrar que la utopía, “está en el horizonte”. Aunque parezca inalcanzable, sirve para caminar, para no detenerse; porque finalmente, cada uno de nosotros nacimos con libre albedrío de tomar decisiones y convertimos en arquitectos de nuestro propio destino, pero también, vamos encontrando personas en nuestro paso, que nos aligeran la carga y cual guardianes del camino, nos muestran distintos senderos y otras puertas para transitar.

El queso



Aquel certamen era como el queso artesanal, el hecho a mano a partir de experticia campesina y recetas ancestrales. Era un producto original que hablaba de la satisfacción y del esmero de sus ignotos productores para que su sabor, aunque complejo, así como su forma caprichosa y olor singular que solo el tiempo le daba, cautivara la pupila, el paladar y la mente del lejano y desprevenido consumidor al abrir las hojas que contenía tal literario manjar y que, al interiorizarlo, además del disfrute a plenitud que le producía, le ponía alas a su imaginación.

No se trataba, entonces, de un renombrado desuerado de marca y encuadernación de lujo, mucho menos, de aquellos con estirpe de editorial publicitada y prólogos de encumbrados. Tampoco, de un procesado manjar de elevado precio y exclusivo para un refinado y reducido público que pide siempre por catálogo, no tanto para su consumo y degustación. Estos suelen hacerlo para que otros sepan que los coleccionan en los estantes de sus refrigeradas bibliotecas.    

Sí, aquel oficio literario rupestre era como el queso artesanal, sin grandes pretensiones mundanas, elaborado a mano y con pocas reglas para alimentar el alma de los sensibles que aún quedan en el mundo. Sin embargo, para subirle de categoría al certamen, tal vez, hasta con buenas intenciones, alguien decidió agregarle ají a la cuajada durante su proceso de maduración.

lunes, 3 de julio de 2023

La sombra del encino

 

Imposible saber con precisión si la situación inverosímil que vivió Hortensia del Perpetuo Socorro Sánchez García en Santafé durante aquel periodo obligado de vacaciones hubiese sido igual o al menos parecido en cualquiera otra parte del mundo. Como le ocurrió esa vez a donde la llevaron su mente atafagada y ‘pasos cansados de luchar por nada’, como en privado se recriminaba y fustigaba el alma.

Doctora Sánchez —le manifestó la jefa de Recursos Humanos de la Agencia Logística Internacional (ALI) donde trabajaba desde hacía más de veinte años—, por órdenes de la junta directiva y del presidente general no puede seguir aplazando y acumulando vacaciones. Hace poco cumplió un nuevo periodo. Con este sobrepasó de lejos el límite permitido por la ley, el reglamento interno de trabajo de esta compañía y la capacidad de aguante de cualquier persona… incluso la suya, doctora.

—Así es, otro año más de trabajo, Gladys, ¿entonces?

—Tiene que salir siquiera tres semanas, ojalá fueran cuatro o seis. De esta manera, doctora, si toma las tres, disminuye a doce las acumuladas, incluidas las de este nuevo periodo. El siguiente año debe hacer lo mismo y así hasta cuando se ponga al día.

Cada año solía pedir tan solo unos días de descanso, nunca más de tres. A veces regresaba al segundo día.

—Lo hago por responsabilidad laboral —argüía—. No puedo dejar tiradas las cosas así no más. Nadie hace el trabajo como debe ser. Luego, cuando regrese… a remendar los daños que habría evitado estando al frente, como siempre.

Cuando se enfermaba soslayaba como fuera la ida al médico. Decía que el mejor remedio era estar ocupada y jamás darles importancia a las dolamas. Mucho menos visitaría a un sicólogo y ni pensar en siquiatría, aunque sabía que algo adentro suyo de tiempo atrás con ferocidad a diario la mordía.

—Esta vez y en lo sucesivo le toca, doctora. Salga, viaje, ojalá lejos y diviértase en algún país interesante… no olvide traernos recuerdos de por allá.

Gladys lo pensó y le hubiera querido decir que aprovechara para, de pronto, conseguir pareja o ‘echarse una canita al aire’. Pero se abstuvo. En la compañía sabían que ese era un tema más que vedado en su presencia. Para la doctora Sánchez García el amor, casarse, tener familia, mucho menos enfrascarse en aventuras pasajeras estaba descartado desde joven. Al parecer, cuando en la universidad tuvo un amorío desafortunado que le marcaría la vida. Desde aquella época optó por refugiarse en el estudio, al comienzo, luego, por completo en el trabajo. En estos era aventajada, exitosa y enfermizamente responsable.

Dejó de plano, incluso, la relación y el contacto con sus padres y hermanos. Ninguno de ellos la entendió ni apoyó cuando su novio Misael González Michelsen, el hijo menor de una de las familias más acaudaladas de su país, para sorprenderla y comprometerla públicamente le propuso matrimonio en todos los medios y redes a su largo alcance. Ella lo rechazó sin miramiento alguno.

Misael se prendó de Hortensia, no solo por su belleza, escultural cuerpo y jovialidad contagiosa. Se le habría acercado y conquistado, aún lo tenía guardado en su mente la altiva y atractiva directora, por su talento y lo aplicada que era en todo; además del apoyo cómplice que ella le brindó durante buena parte de la carrera haciéndole sus deberes estudiantiles. Todos sabían de su reiterada inasistencia a clases sin que ningún maestro o directivo le dijera nada al ser el cuba de la epónima familia González Michelsen. También, que era Hortensia la que le hacía y entregaba sus deberes. Él y la academia eran poco compatibles. Cuestión que tampoco le importaba al delfín, ni a nadie, en aquella sociedad de la mentira.

En Misael era más la indisciplina y el atufo del poder de su familia que la carencia de actitudes para el estudio o el trabajo. Sabía quién era y cuánta fortuna lo rodeaba y rodearía, podría decirse que para siempre.

—Hortensia —le dijo un día—, con el patrimonio familiar que me corresponde puedo vivir cuatro y hasta cinco vidas más en la opulencia sin mover un solo dedo. Entonces, ¿qué me puede importar el estudio y las preocupaciones que carga a cuestas la mayoría de la gente misérrima y servil de este país subcontinental?

—Misael, la mente ocupada evita que el hombre se descarrile en la vida, por más dinero que tenga. La mente ociosa corrompe el alma. Las ocupaciones sanas drenan las angustias y las malas intenciones, así como las gamas de hacerles más daño y quitarles hasta lo que no tienen o puedan conseguir mañana los sin nada, que es la mayoría en este país.

—Eso aplica para los vaciados… no para los González Michelsen que lo tenemos todo y mucho más, por lo que no hay nada que no podamos comprar, tener o cambiar a nuestro antojo, incluida la ley y las costumbres para que siempre giren a muestro favor.

—Algún día le escuché a mi padre: “Las mascotas y los humanos tienen en común, especialmente, que son fieles y mansos mientras haya un amo que les llene el buche; cuando aparece otro con bocados mejores o más olorosos suelen largarse tras este”.

—En mi caso el amo soy yo y con mi riqueza tendré por siempre mascotas más que sumisas, aunque sean ladinas. Si quieren seguir teniendo la barriga llena, la propia y la de sus familias, no le deben ladrar al dueño, así les pise el cuello o les haga daño.   

Las cosas de novios marcharon relativamente bien al principio, excepto en dos aspectos que Hortensia jamás compartió, ni siquiera con sus padres, hermanos y primos, quienes se hacían cruces cuando les comunicó que le rechazó su petición matrimonial, por ende, que rompió relaciones con Misael y toda su acaudalada familia, de quienes no quería saber nunca más. Desde entonces, decidió eludir y rechazar cualquier tentativa relacionada con propósitos afectivos.

Rompió con aquel prometedor como engreído delfín de emporio, no solo porque en la intimidad él era perversamente ambiguo y cada vez más complicado e intolerable, además de no compartir su filosofía social, mucho menos su concepción económica. Tomó la decisión al corroborar su incoada sospecha de que su papel como esposa sería secundario, intrascendente, finalmente desafortunado y hasta trágico.

Misael y su familia la querían por sus dotes, no tanto las físicas, sino por sus capacidades y potencialidades profesionales y gerenciales. Le quedó claro que la utilizarían para consolidar los negocios de los González Michelsen, en plena expansión gracias al difundido, en ese entonces, libre mercado en cuanto país subcontinental existía y contaba con recursos de fácil apañamiento y extracción con ínfimo costo, por ende, con gobernantes, políticos y empresarios avaros, indelicados e inequitativos.

Hortensia entendió que sería desechada luego de ser exprimida. Era lo más seguro. Aquella poderosa familia tenía historia al respecto; al menos desde el bisabuelo, los tíos abuelos, primos y hasta los hermanos mayores de Misael. Ninguna de las esposas de estos patriarcas y sus descendientes, casi todas con su perfil, terminó bien, mucho menos al lado de su respectivo socio conyugal. Tres de ellas fueron a dar a reclusorios mentales. Otra desapareció y a nadie, al parecer, le importó, mucho menos la buscaron. Todas quedaron en la inopia, sin siquiera el patrimonio de antes del fastuoso casorio.

Al llegar el momento, cuando la esposa envejecida dejaba de ser pieza útil o rentable para el negocio, su respectivo marido, poderoso y engreído, aparecía con alguna guapa joven universitaria o recién graduada con honores. En consecuencia, ante los obvios reclamos conyugales, no solo llegaban las amenazas y la demanda de divorcio. Entonces, dejaba de hacer parte de la familia y figurar en nómina. Hasta sus respectivos hijos, empachados de poder, poco les importaba la suerte de su progenitora caída en desgracia y a quien los González Michelsen y su horda de medios solían montarle unas cuantas historias truculentas y desvergonzadas que manchaban por siempre su existencia.

Los González Michelsen lo controlaban todo en aquel alelado país. Su fabricada imagen ante el vulgo era de prestigio, poder y bondad. Característica, esta última, mediáticamente maquillada cual sepulcro nacional. Hortensia vendría a corroborar sus sospechas con una prima lejana de la esposa desparecida de uno de ellos. Esta se le acercó y le advirtió, precisamente cuando en los medios se difundió la noticia de petición de compromiso del cuba de aquel emporio a la magister Sánchez García, graduada con máximos honores en cada ocasión.  

El destino que escogió Hortensia para ir de vacaciones fue porque alguna vez le escuchó a un subalterno que él la pasó de maravillas por allá. En particular, en su agitada megaciudad. Mejor, todavía, en el sureño sector donde cerca encontraba todo, incluso, un parque excepcional.

Compró tiquetes, hizo reservaciones en un hotel sobre la avenida Santafé. Averiguó en Google todo lo que consideró que debía saber: lugares interesantes, riesgos posibles, restaurantes, tipos de comida, formas de movilizarse con seguridad, horarios, costumbres y terminología para comunicarse con los lugareños y evitar pasar ratos incómodos.  

A la pregunta: ¿Qué ropa usar? La plataforma le respondió: “Debido a su clima agradable durante casi todo el año en la mayor parte del país, lo más recomendable es que lleves ropa de algodón cómoda, camisetas y pantalones frescos. Recuerda llevar bañador y chanclas si vas a visitar zonas de costa.” En otras páginas le sugirieron vestuario de color blanco o crema. También, bloqueador, gafas oscuras, sandalias, zapatillas o chanclas, según las actividades a realizar.

Caminaré por donde vea que puedo hacerlo y pediré Uber para recorridos por la ciudad —se dijo cuando revisó que toda la documentación estaba en orden: pasaporte, tiquetes de vuelos, reserva hotelera, registros previos de migración y tarjetas bancarias.

Durante su carrera como profesional en Negocios Internacionales, su maestría en Economías Globales y otra más en Logística Integral, luego, al vincularse a la ALI y hasta alcanzar el cargo que ocupaba desde hacía diez años como Directora General de Operaciones de Importaciones y Exportaciones estudió, investigó y trabajó de sol a sol. Comprendió o quiso creer que así, manteniéndose siempre ocupada, el que manejaría su vida sería su cerebro, no su corazón, del cual desconfiaba, pero intentaba mantener a raya con su actitud evasiva y tajante al respecto y trabajo al máximo.

Sabía que esto la enfermaba, sobre todo de inconfesable nostalgia afectiva. Pero se hacía la fuerte y proyectaba hacia su exterior que nada ni nadie la afectaba.

Por tal concepción de vida, quizá desde cuando rompió con Misael, evitaba tratar con quien fuese temas distintos a lo pertinente. Era inútil para sus subalternos, compañeros directivos, clientes y conocidos, no tenía amigos y toda su familia dejó de hablarle por no aceptar la propuesta de matrimonio, incluir en sus conversaciones aspectos diferentes a los establecidos en su siempre apretadísima agenda. Con mayor razón, si estos se relacionaban con ‘chismes’, como calificaba a todo aquello inherente a política, religión, deportes, farándula y demás cosas improductivas; con mayor razón cuestiones amorosas. Con solo pensar en estas la descompensaban.

Desde cuando ascendió a la dirección general ni siquiera permitía en sus conversaciones los asuntos que por esos días calentaban las noticias: ¡medio ambiente! Aunque, por la esencia de su trabajo, ella lo sabía, las operaciones de negocios que dirigía de una u otra manera tenían que ver con la agudización de la situación climática orbital.

Señor director general le manifestó a su jefe inmediato cuando algo al respecto este le dijo sobre tener en cuenta las limitaciones y condiciones que algunas organizaciones ambientales estaban imponiendo en varias partes, si la ALI se detiene en nimiedades, los negocios que siempre nos han encargado los clientes de este y de un gran número de países alrededor del mundo, los hará con gusto la competencia, que no es poca, sin que su directivos consideren o piensen en la huella de carbón, el deshielo del Ártico, la ola de calor en Europa o las sequías incendiarias en California, Australia y muchos más lugares cuando entra el verano. Esta compañía cumple y cumplirá siempre su misión dentro de la norma: Facilitar y agilizar los negocios internacionales del cliente. Para esto, especialmente, doctor Pinilla, me contrataron y lo he cumplido a pie juntillas.

Quizá por este último inconfeso motivo ambiental desde cuando fue nombrada directora trasladó su vivienda cerca de la sede principal ubicada en la zona franca de la fría capital de su país subcontinental. Probable, también, la razón para vender su carro y devolver la camioneta que le asignó la empresa. Decidió seguir la sugerencia de la alcaldía mayor de desplazarse a pie o en bicicleta. Cuando llovía o tenía que ir lejos pedía el servicio de Uber ecológico.

Cuando llegó la pandemia y la mayoría de los empleados del área administrativa y gerencial fueron enviados a sus casas para que atendieran desde allá sus obligaciones, Hortensia prefirió seguir en su oficina. Al fin y al cabo, al ser la ALI una empresa relacionada con la cadena logística estaba exonerada de la restricción gubernamental que paró gran parte de la economía nacional y mundial.

No solo la ALI, un buen número de empresas alrededor del mundo encontró en el teletrabajo una fortuna al ahorrarse gran parte de sus costos fijos de funcionamiento, ahora trasladados jurídica y artificiosamente a los empleados con un adosado otrosí al contrato laboral. A estos, o a la mayoría, se les ‘vendió’ la idea de la autonomía, la libertad y el mayor tiempo en sus respectivas casas. En adelante convertidas en improvisadas e incómodas oficinas que se robaron, no solo los espacios, sino la tranquilidad y la paz del hogar. También, consecuencia lógica, aumentaron las tarifas de servicios, nuevos gastos, las fricciones y reyertas familiares. Entre otras buenas razones, porque comedores, alcobas, salas y hasta cocinas pasaron a ser, antes que, para lo inherente y elemental, para la sagrada generación de ingresos laborales.

Pasada la pandemia y ante la disminución de costos empresariales e incremento en la rentabilidad y utilidades de las firmas, amén del silencio de sobrevivencia laboral del ejército mundial de empleados y sus familiares afectados, el teletrabajo se convirtió en una constante obligada.

—‘La peor consecuencia que dejó el incubado virus, el que enriqueció a los más ricos, mientras empobreció y supeditó para siempre al resto del mundo’ —solía pensar al respecto.

Hortensia del Perpetuo Socorro avizoró estas y otras implicaciones del teletrabajo. Pero tampoco se opuso a ello en cuanto quienes lo tuviesen que padecer fuesen sus subalternos. Hasta celebró que desde entonces la Dirección General Central y otras tantas dependencias permaneciesen casi vacías; amén del sin número de oficinas en arriendo que entregaron a sus encartados propietarios. Mejoró su ambiente de trabajo sin tanta gente incómoda: empleados y clientes, ahora conectados a toda hora del día y la noche, gracias a la telaraña mundial de comunicaciones que despersonificó las reuniones y la gestión laboral administrativa. Le encantó no tener que interceder en persona sino con algunos diez, casi todos directivos, quienes tampoco quisieron aprovechar las bondades del teletrabajo, ni se les impuso. Eran los jefes.

 Nada grato fue el proceso de ingreso en el aeropuerto inmerso en la megaciudad que escogió para pasar poco más de una de las tres semanas de vacaciones forzadas. Impase que se le presentó, pese a tener todos los documentos en regla y estar acreditada como directiva de una multinacional dedicada al comercio internacional. Al parecer, nunca le comunicaron los motivos, pero la demoraron más de lo que hubiese querido, quizá porque la razón del viaje era por turismo, además de viajar sola. Las autoridades de migración se cuidaban al extremo con turistas del centro y sur del continente. Para estos hasta una sala especial tenían donde les practicaban el ominoso proceso selectivo.

Esto se debe, señora —tres horas después de aterrizar le comunicó el conductor que envió el hotel para recogerla, una vez salieron del aeropuerto y subieron a una camioneta Suburban último modelo—, por la cantidad de personas que vienen de por allá, cuando no es para quedarse de ilegales lo hacen para intentar llegar al norte. De todas maneras, en nombre de mi país, no solo le presento disculpas, sino que le doy la bienvenida. Aquí la pasará de padre y madre.

Hortensia escuchó varias veces que casos similares y peores, con repatriaciones injustificadas, solían pasar casi a diario algunos turistas provenientes de la mayoría de los países subcontinentales. Nunca se imaginó estar cerca de ser uno de ellos. Le dio escalofrió cuando el amistoso conductor le comentó:

Por lo general, una vez los de la migra le echan el ojo a alguien, sobre todo a personas solas o que tengan una u otra característica en particular, si pasan más de ocho minutos en el proceso de registro sin que le visen el pasaporte, es candidato a regreso forzado… y sin ninguna explicación. Ni siquiera dejan que la persona llame o use su celular.

El proceso con ella tardó mucho más de ese tiempo porque, hasta donde entendió, estaban confirmando la reserva en el hotel, donde al parecer no contestaban. Sintió que sus esfínteres casi le fallan cuando el conductor le dijo que durante todo ese tiempo no permitían el uso de celular.

—Señor…

—Horacio Ternera, señora, para servirle. No más mande.

—Gracias, Horacio. A mí me pasó algo similar. Al intentar llamar al hotel, mientras la funcionaria que me atendió se paró con mis papeles en la mano y se dirigió a una oficina, de inmediato otra que estaba atenta se acercó y me dijo que ahí estaba prohibido el uso de celulares. Que lo guardara de inmediato, me ordenó.

—¡Ah, caray!

—Allá estuve por largo rato hasta cuando la otra funcionaria regresó y me preguntó que, si mi vuelo de regreso era para el 20 del siguiente mes, habiéndole dicho y mostrado tres veces el tiquete donde aparece que la fecha de regreso es para el 5.

—La sacó barata, señora —agregó el conductor, encaminando la camioneta hacia su lejano destino—. Por lo general, una vez la persona de la migra se levanta de su asiento con los papeles del viajero, con destino a la oficina que dice… la suerte está echada. De ahí lo que sigue, por lo que me han contado, es el mismísimo Calvario que termina en crucifixión para el viajero.

—Bueno, en mi caso… no sé qué pasó.

—Es probable, señora, que de algo sirvió la llamada que hice una vez salieron los primeros viajeros de su vuelo y usted, siendo VIP, se demoró más de lo normal.

—¿Qué llamada?, ¿a dónde?

—Al hotel, señora, usted es una huésped ilustre. Yo tenía instrucciones precisas al respecto en caso de demorarse en salir. Seguramente, de allá llamaron a cancillería y… tema resuelto.

El aire acondicionado, los vidrios polarizados y el confort al interior de la lujosa camioneta menguaban el impacto del sol inclemente y la temperatura exterior. Esta, cerca de 32 °C, como nunca en aquella megalópolis con viaductos de dos, tres y hasta cuatro niveles. Algunos de estos cruzan la extendida urbe en todos sus sentidos. Por debajo de una de estas gigantescas como intrincadas moles de concreto en ese momento pasaba la camioneta, acomodándose al vaivén parsimonioso del complejo y azaroso tráfico que Horacio conocía y sabía sortear... o soportar cuando se le agotaban las alternativas.

—Parece que afuera el sofoco no da tregua. Además, hacia donde se mire y alcanza la visa… ni una nube se logra ver.

—En esta ciudad hay smog por todo lado, sobre todo allá arriba, por esto el calor pega más duro aquí que en otra parte. Dicen en noticias, señora, que esta temperatura en constante ascenso será en adelante la normal, más en verano. Cosas del calentamiento global, según los que saben de esto. Nos fritaremos en nuestra propia manteca, como dicen en mi pueblo.

—Espero que para donde vamos… sea algo más fresco, por lo que averigüé en la Internet.

—Muy poco. De pronto algo más de brisa, pero el sofoco, como dice usted, durante gran parte del día es casi el mismo. Mire no más, señora, que por allá hasta los árboles gritan del calor y los transeúntes claman por su sombra esquiva…

—¿Qué árboles? —lo interrumpió Hortensia.

—Pues los que vienen sembrando desde hace unos veinticinco años cuando unos inversionistas muy ricos decidieron convertir el antiguo botadero municipal en la zona de mayor valorización residencial y corporativa de la ciudad… como lo es hoy. Allá el metro cuadrado es el más costoso del país y solo vive gente rica, corporativos de muchos países y turistas de clase como usted. Por fortuna para personas como yo, por la oferta laboral que todo esto genera.

—Es bueno saber que hay árboles… me imagino que en los andenes.

—Por toda parte: en las alamedas, en las redondas, mejor, todavía, en su inmenso parque donde hay senderos como el de los encinos… que, aunque apenas en crecimiento, hasta historias cada uno tiene o esconde bajo sus incipientes brotes.

—Bueno saberlo… ¿a qué historias se refiere?

—Ese parque, por lo general, es visitado a diario por tres tipos de personas, fuera de los trabajadores que lo cuidan y mantienen y los de varios restaurantes, constructoras y otros negocios que hay... la mayoría son testigos de lo que allá pasa a diario.

—A ver, lo escucho, que me picó la curiosidad. Dijo tres tipos de personas… ¿qué es lo que pasa por allá?

—Según el Waze, estamos a menos de veinte minutos del destino, por lo que me daré prisa para contarle algo.

—Adelante.

—Ese inmenso larguero de parque, con lagos, fuentes, senderillos de agua para su oxigenación, enmarcado por rascacielos con formas poco convencionales, al cual más caprichosas, es visitado especialmente por turistas. Me imagino que usted lo tiene en su agenda para pasear, sobre todo en la tarde y mejor al anochecer. También, se puede comer en sus restaurantes de primera clase o hacer deporte. Si no lo tiene incluido, se lo recomiendo. El segundo grupo de personas son habitantes que hacen lo mismo que los turistas, más el paseo obligado con el perro. Esto, porque la mayoría viven solos o con pareja, pero sin hijos, por lo que las mascotas hacen parte fundamental de la familia. Tras la pandemia y la llegada del teletrabajo el perro es la disculpa perfecta para salir y estirar las piernas.

—En la mayoría de las ciudades grandes hay lugares como el que me describe y personas con roles y situaciones similares, incluidas las mascotas.

—Sí, casi todos los turistas que transporto dicen lo mismo. Pero, en lo que sí es único el parque es en el tercer grupo de clientes.

—Que son… ¿quiénes?

—Todos aquellos que tengan raspones en el corazón, dudas en sus sentimientos afectivos, intenciones de amar, encontrar pareja, necesidad de consejo o ideas encontradas, sean habitantes de la zona o de otras parte de la ciudad, también empleados y últimamente turistas.

—Entiendo… es decir: ¡enamorados!

—No sé si ese adjetivo sea el que mejor califique la situación, señora.

—¿A qué se refiere?

—El parque, en cada caso y de diferente manera, busca la forma de comunicarse con el individuo que necesita oír su voz, así este no la pida o busque. Entonces, el parque le indica, según el raspón que este tenga en el corazón o en la mente, el sendero que debe seguir… pero que pocos le hacen caso, por lo que despuesito… ¡purrundún!, tome por zopilote.

—Disculpe, Horacio, suena a realismo mágico eso de que el parque busca la forma de comunicarse con sus visitantes, especialmente los que tienen raspones en el corazón o en la mente, como usted dice. ¿Cómo es que lo hace y qué evidencia hay al respecto?

—Señora, a la gente que le pasa casi nunca lo comenta, excepto cuando se toma sus copitas de mezcal o lo deja en sus cartas de despedida.

—Entiendo, pero insisto: ¡no deja de ser realismo mágico!

—Realismo mágico o no, en mi caso, que soy parte de la evidencia, señora, me pasó con la Lupe. Chinita que traje del pueblo y aquí, cuando le crecieron las alas… voló y voló, como ‘La calandria’. Yo tenía mis dudas, por lo que, en una de mis tardes libres me fui para el parque y bajo un encino joven escuché que alguien me dijo que cuidara mejor lo que tenía en casa…

—Entonces, ¡¿qué pasó?!

—Pues, órale, ¡qué le iba a hacer caso! A poco rato la bandida se largó con un trailero que le ofreció pasarla al otro lado de la frontera… Por allá está presa porque el tipejo ese le dio un paquete que le cogió la migra.

—¡Lo siento, Horacio! Entiendo aquello de los raspones, como caracterizó a los del tercer grupo de visitantes del parque…

—No se preocupe, que ya se me está pasando el arañazo. Pero ahí no queda por completo definido este tercer grupo.

—¿Entonces?

—Como es tan grande y largo, algunos solitarios van a meditar, otros a pedir ayuda o a confesarle al silencio triste lo que de pronto piensan hacer. Las parejitas se citan o van a retozar bajo sus árboles en crecimiento. Cuentan que cuando están allá, alguna voz o señal les pregona lo que será de ellos y qué camino deben coger. Casi ninguno le hace caso, como tampoco lo hacen los amantes dispares que se citan en sus restaurantes, sobre todo los domingos al anochecer… hasta cuando el anuncio trágico presenta credenciales. Mire, señora, pasando esta caseta con pago encontramos el centro comercial y de ahí a la torre del hotel es cuestión de tres o cuatro minutos. En este grupo también caben las personas solas que no se atreven a contar su historia ni a pedirle consejo a nadie, así el corazón lo grite por los ojos. Por lo general, siempre bajo la frágil sombra de algún árbol, especialmente los ubicados al lado y lado del Paseo de los encinos, unos y otros escuchan o ven la senda que han de seguir o evitar… pero que pocos siguen ni evitan. Al contrario, más se empecinan. Señora, no hay peor terco que aquel que sabiendo por donde debe o no coger, se lleva la contraria y después se lamenta por los corotos rotos.

—¡Historias increíbles, Horacio, me despachó en poco tiempo! Por favor, para no quedarme con la espina… ¿a qué se refiere cuando habla de amantes dispares?

—Son aquellas relaciones prohibidas y en las cuales hay diferencias grandes de edad y de estatus económico entre los implicados. Sucede, especialmente, entre un hombre adinerado y viejo con alguna jovencita bonita de bajos recursos, por lo general, empleada de este o subalterna donde trabajan. También suele pasar, pero, al contrario: viejona forrada con muchacho bonito, pobre o vividor. Sé de varios casos en los cuales los encinos del parque les anunciaron con voces, vientos y hasta sombras, sobre todo a los viejones enamorados, más tercos y necios estando en esas, que esa relación los destruiría, no solo a ellos, también, inexorable, a sus familias. Como en efecto sucede poco tiempo después. ¡Llegamos, es en esta torre color crema, con centro naranja! El botones la espera en la entrada. No lo olvide, detrás de este edificio hay una redonda. Sobre la otra calzada de la avenida encuentra, de lado y lado, restaurantes excelentes con todo tipo de comida y… una cuadra más allá, la entrada norte del parque.

Por el cansancio que le produjo el vuelo y el impase en el aeropuerto con su demora al pasar el filtro de migración, esa media tarde Hortensia decidió, una vez sola en su habitación cómoda y con vistas maravillosas, era en el piso 32, darse una ducha y luego recostarse en una poltrona ubicada en la sala contigua a la alcoba. Desde ahí observaba hacia la bien planificada avenida, con edificios, como le dijo Horacio, al lado y lado y con formas caprichosas. El sol vespertino daba de costado. Afuera la temperatura era elevada, mientras en el firmamento azul, con una bruma gris visible a lo lejos, la ausencia de nubes impresionaba y castigaba la retina.

Revisó en su celular y se sorprendió al ver el reporte de la temperatura: 34 °C, con pronóstico invariable hasta las 19 horas, cuando comenzaría a menguar en algo. La información que tenía sobre el clima de esa megaciudad, según lo averiguó en Google cuando decidió hacer el viaje y para esa temporada que incluía el solsticio de verano, era en promedio de 25 °C durante gran parte del día y fresco en la noche. Entonces, recordó las palabras de Horacio al respecto:

—Este bochorno se debe a un golpe de calor. Peor es más al norte en donde por estos días llegó a los cuarenta. Dicen que en julio la cosa se pondrá más fea. Tal vez, porque, al decir de algunos, que por allá tumbaron toditos los bosques para sembrar aguacate, agave y maguey… ¡eso dicen!

Hortensia decidió recostarse y evitar salir a la calle. A esa hora eran pocos los transeúntes visibles desde el ventanal. Estos iban de prisa eludiendo el inclemente rayo de sol y el sofoco. La mayoría llevaban sombrillas, gorras o cachuchas. Minutos después se quedó profunda. Solo la despertó el rugir de una moto desbocada en alguna parte. Eran más de las seis de la tarde. Sin embargo, tal parecía que el Sol no daba tregua y el calor exterior tampoco. La bruma gris parecía cada vez más cerca y densa. La ausencia de nubes en el firmamento le produjo un extraño sentimiento que, en ese momento, no pudo diferenciar si era miedo, presagio o tristeza.

Recordó que Horacio le dijo que, cerca, pasando la avenida, encontraría restaurantes. Se decidió: iría, conocería y comería. Tenía hambre. Se cambió. Se colocó ropa fresca, gafas oscuras y una pava. Le pareció curioso usarlas a esa hora. En su ciudad, con solo 375 metros de mayor altura sobre el nivel del mar en relación con esta, a esa hora comenzaba el anochecer y tendría que salir bien abrigada, sin gafas ni cubrecabeza.

Al lado y lado de la bonita y planificada avenida encontró restaurantes lujosos con menús para todos los gustos; también, establecimientos comerciales de alta gama. Unos y otros localizados en los primeros y segundos niveles de cada edificio. Estas elevadas moles parecían obras de arte arquitectónica en permanente exhibición. Le causó curiosidad que algunas exhibían en sus bahías monumentos, pinturas, retratos y otras expresiones plásticas ‘nostálgicas y con tendencia a la desesperación’, pensó. En especial, por aquellas tres desmembradas manos gigantes de cemento, como queriendo alcanzar con desespero algo perdido que en su momento no pudieron retener... ¡o tener! O por aquellas caras cúbicas incompletas con miradas escondidas en el imposible olvido. Más, todavía, por esa pintura del segundo piso de un rostro en frenesí que, al verlo de lejos por entre el marco metálico bermejo ubicado frente al siguiente rascacielos, le generó a Hortensia la sensación de estar tras las rejas de la angustia en plena calle.

Durante ese primer rodeo que hizo a lo largo de cuatro o cinco cuadras, de ida y regreso, conociendo y tomando fotos, buscó la sombra de los edificios y de los árboles. Ahí la temperatura era inferior a los 27 o 29 °C que le indicaba el celular.

—‘Clima desbocado como airado que castiga por sus pecados ambientales a la humanidad deschavetada’ —pensó.

Tenía decidido ir al parque. Un gruñido estomacal le advirtió que desde el emparedado y el café que tomó antes de abordar el vuelo esa mañana no había probado bocado, ni siquiera en el avión. Estaba parada ante un restaurante atractivo donde su administrador, Eloy, como le dijo que era su nombre, por demás atento, la invitó a seguir.

     —Bienvenida a Giornale. Contamos con un menú internacional que satisfará, no solo su paladar y apetito, también, aquí la paz del alma le llegará al ratito.

Decidió ingresar llevada por el hambre que la acosaba y atrapada por la gentileza de Eloy, lo impecable del lugar y un vaso cafetero publicitario de casi tres metros de alto ubicado a la entrada. Este tenía un mensaje sugestivo: “¿Ya sonreíste hoy?”. Entró y solicitó el recomendado del día.

—Sin picante alguno, por favor.

Mientras le servían y llevaban revisó el menú. Le pareció que ese lugar sería el indicado para desayunar y cenar todos los días. Además, los precios eran justos. No solo esto, el restaurante quedaba camino al parque, donde, sin explicárselo por completo hasta ahora, quería pasar gran parte de su descanso en esa ciudad. En ese momento decidió que no iría a otro lugar.

—‘Viene a descansar, a pasarla bien y esta zona me parece la indicada’ —pensó y se justificó.

Tomó fotos del lugar, congenió con el mesero, el administrador y el metre. Gustosos con la comensal extranjera, quien, además de atractiva y afable, era generosa. Incluyó una propina del 30 %. Pagó, se despidió y encaminó, tomando fotos de cuanto veía interesante, hacia donde el administrador le indicó que quedaba la entrada norte del parque.

Cuando llegó a la inmensa entrada norte, además de fotos, tomó aire profundamente y suspiró. La vista, hacia donde la dirigiera, subyugaba, sobre todo a los sensibles del alma, cada vez menos en el mundo.

—‘Si me lo contaran o alguien me describiera este lugar… no lo creería’ —se dijo y volvió a suspirar, sin parar de tomar fotos, aprovechando la luz del atardecer entrado en taciturno como caluroso anochecer.

Eran las 7:30 p.m., lo observó en su reloj.

Recorrió el parque de ida hasta la entrada sur y se regresó en busca de la norte. Estaba fatigada, no solo por el ajetreo del viaje, el impase en migración, en especial, por la ola de calor que se negaba a dar tregua. Su ropa estaba empapada y quería regresar al hotel para bañarse y acostarse. En ese momento observó que en un edificio cercano quedaba una cafetería. Era Le Pain Quotidien. Se decidió y entró al elegante establecimiento ubicado en la rotonda comercial. El mesero que la atendió, de nombre Alan, por el letrero en su pecho, le ofreció para la sed y el cansancio agua fresca de flor de jamaica con frutos rojos y chía.

 —Señora, esta bebida, además de exquisita —le dijo el joven mesero cuando se la llevó—, no solo le calmará la sed que produce este golpe de calor que nos azota por estos días, también, y como la vi venir del parque, le suele calmar los nervios a todos aquellos que, por alguna razón, lleguen a escuchar el grito de los encinos y los magnolios en flor, condenados a dar refugio con su sombra a quien pase por sus senderos y lo necesite, así no lo pida. Casi siempre sin agradecimiento ni reconocimiento alguno.

El mesero se retiró y Hortensia, libando despacio, se quedó pensativa y reflexionando sobre lo curioso del comentario. Pronto lo olvidó… o hizo caso omiso. Al terminar de disfrutar el refresco pidió la cuenta, canceló y se encaminó rumbo al hotel, diagonal a esa cafetería.

A las 9:17 p.m., tras una refrescante ducha y colocarse ropa ligera para dormir, decidió revisar en su tableta las fotos que tomó con su celular. Cada una le parecía que contaba una historia.

—Historias que nada tienen que ver conmigo —se dijo.

Historias de aquella megaciudad, en especial, de la modernísima y cosmopolita zona corporativa y que, según los titulares de noticias que le llegaban al celular, esta y toda la región era afectada por una intensa ola de calor jamás vivida.

—‘Historias que tal vez a nadie le contaré y que una vez regrese a la ALI y me refugie de nuevo en mi trabajo, ¡mi cómplice y codena en vida!, quizá olvidaré o de vez en cuando recordaré’.

Eso era lo que pensaba a medida que avanzaban las fotos en la pantalla, hasta cuando apareció la número 7.

No recordaba haberla tomado. Estaba segura de no haber sido ella.

—Tal vez toqué el botón sin darme cuenta cuando el foco estaba en dirección al piso —se dijo para tratar, más que de explicarse, tranquilizarse.

La foto era dramáticamente nítida y mostraba el piso en granito de uno de los senderos del parque. En esta, junto a su sombra, que era su sombra porque reconoció su silueta, la parte del vestuario y las sandalias que llevaba, además de saber que ese era su pie y uña, casi pegada a la de ella había otra sombra. Parecía ser la de un hombre caminando a su lado, hombro a hombro, como si conversaran amistosamente.

—¡Imposible! Esto pasó de castaño oscuro —casi grita para cerciorarse de que no era un sueño.

Entonces, cerró la tableta, sacó un refresco de la nevera, se lo tomó despacio, apagó la luz y se acostó. El sueño se fugó porque su mente estaba obsesionada. Trataba de encontrar una explicación lógica. Cuando le fue imposible, rendida, casi al amanecer y tras decidir que ese día regresaría al mismo lugar donde posiblemente ocurrió, logró cerrar los ojos.

Antes de las nueve de la mañana, en sudadera, tenis y con cachucha, tras desayunar en Giornale, volvió al parque, como lo hizo durante los siguientes seis días de su estadía en Santafé, mañana, tarde y noche, antes de regresar a su país. Tomó cuantas fotos pudo. Estuvo atenta para evitar fotos involuntarias. Esta vez, así como en los siguientes seis días, en ese y otros lugares, bajo la sombra de algún encino incipiente, una voz romántica que nunca supo de donde salía, o no le importó saber, siempre le decía:

—El remedio para su mal de amor está en su corazón. Permítale la entrada a la persona que aparece en el sendero de la premonición. De lo contrario, la tristeza le contagiará por completo la razón.

Luego de cada recorrido pasaba por Le Pain Quotidien donde Alan, al verla acercarse le servía el agua fresca de flor de jamaica con chía. De ahí, rauda se dirigía a la alcoba en el piso 32 de su hotel para revisar las fotos tomadas. Siempre en la número 7 y siguientes aparecían las dos siluetas humanas, cada vez más cerca y junto a la sombra del encino.

Un día antes de su regreso al país, tras volver del parque y pasar por donde Alan, por fin el cielo tuvo la caricia de las nubes y el fresco se hizo notar en el ambiente. Salió a la avenida y tomó la última foto de aquella galería arquitectónica.

—Debe ser una señal de cambio —se dijo, encaminándose a su hotel.

Una vez en la soledad de su refugio, desde donde capturó casi todas sus vistas, se sentó en el sofá y revisó las fotos de ese día. En especial, las que ella nunca tomó, pero que ahí estaban. Le causó angustia notar, o querer notar, que en algunas de estas las sombras humanas parecían irse degradando, como si los cuerpos de sus quiméricos proyectantes se desvanecieran poco a poco en un adiós de angustia que ella no sabía si quería propiciar, evitar… o, tal vez, como siempre, ignorar; pese a la fatalidad que esto implicaba, según Horacio, Eloy y Alan. Los únicos con quienes habló de este asunto durante esa semana de obligado descanso mágico en Santafé.

Relato disponible en Revista Latina NC