Imposible
saber con precisión si la situación inverosímil que vivió Hortensia del
Perpetuo Socorro Sánchez García en Santafé durante aquel periodo obligado de
vacaciones hubiese sido igual o al menos parecido en cualquiera otra parte del
mundo. Como le ocurrió esa vez a donde la llevaron su mente atafagada y ‘pasos
cansados de luchar por nada’, como en privado se recriminaba y fustigaba el
alma.
—Doctora Sánchez —le manifestó la jefa de Recursos Humanos de la
Agencia Logística Internacional (ALI) donde trabajaba desde hacía más de veinte
años—, por órdenes de la junta directiva y del presidente general
no
puede seguir aplazando y acumulando vacaciones. Hace poco cumplió un nuevo
periodo. Con este sobrepasó de lejos el límite permitido por la ley, el
reglamento interno de trabajo de esta compañía y la capacidad de aguante de
cualquier persona… incluso la suya, doctora.
—Así es, otro año más de
trabajo, Gladys, ¿entonces?
—Tiene que salir
siquiera tres semanas, ojalá fueran cuatro o seis. De esta manera, doctora, si
toma las tres, disminuye a doce las acumuladas, incluidas las de este nuevo
periodo. El siguiente año debe hacer lo mismo y así hasta cuando se ponga al
día.
Cada
año solía pedir tan solo unos días de descanso, nunca más de tres. A veces
regresaba al segundo día.
—Lo hago por responsabilidad
laboral —argüía—.
No puedo dejar tiradas las cosas así no más. Nadie hace el trabajo como debe
ser. Luego, cuando regrese… a remendar los daños que habría evitado estando al
frente, como siempre.
Cuando
se enfermaba soslayaba como fuera la ida al médico. Decía que el mejor remedio
era estar ocupada y jamás darles importancia a las dolamas. Mucho menos visitaría
a un sicólogo y ni pensar en siquiatría, aunque sabía que algo adentro suyo de
tiempo atrás con ferocidad a diario la mordía.
—Esta vez y en lo sucesivo le
toca, doctora. Salga, viaje, ojalá lejos y diviértase en algún país interesante…
no olvide traernos recuerdos de por allá.
Gladys lo pensó y le hubiera
querido decir que aprovechara para, de pronto, conseguir pareja o ‘echarse una
canita al aire’. Pero se abstuvo. En la compañía sabían que ese era un tema más
que vedado en su presencia. Para la doctora Sánchez García el amor, casarse,
tener familia, mucho menos enfrascarse en aventuras pasajeras estaba descartado
desde joven. Al parecer, cuando en la universidad tuvo un amorío desafortunado
que le marcaría la vida. Desde aquella época optó por refugiarse en el estudio,
al comienzo, luego, por completo en el trabajo. En estos era aventajada,
exitosa y enfermizamente responsable.
Dejó de plano, incluso, la relación
y el contacto con sus padres y hermanos. Ninguno de ellos la entendió ni apoyó
cuando su novio Misael González Michelsen, el hijo menor de una de las familias
más acaudaladas de su país, para sorprenderla y comprometerla públicamente le
propuso matrimonio en todos los medios y redes a su largo alcance. Ella lo
rechazó sin miramiento alguno.
Misael se prendó de Hortensia,
no solo por su belleza, escultural cuerpo y jovialidad contagiosa. Se le habría
acercado y conquistado, aún lo tenía guardado en su mente la altiva y atractiva
directora, por su talento y lo aplicada que era en todo; además del apoyo
cómplice que ella le brindó durante buena parte de la carrera haciéndole sus
deberes estudiantiles. Todos sabían de su reiterada inasistencia a clases sin
que ningún maestro o directivo le dijera nada al ser el cuba de la epónima
familia González Michelsen. También, que era Hortensia la que le hacía y
entregaba sus deberes. Él y la academia eran poco compatibles. Cuestión que tampoco
le importaba al delfín, ni a nadie, en aquella sociedad de la mentira.
En Misael era más la
indisciplina y el atufo del poder de su familia que la carencia de actitudes
para el estudio o el trabajo. Sabía quién era y cuánta fortuna lo rodeaba y
rodearía, podría decirse que para siempre.
—Hortensia —le dijo un día—,
con el patrimonio familiar que me corresponde puedo vivir cuatro y hasta cinco vidas
más en la opulencia sin mover un solo dedo. Entonces, ¿qué me puede importar el
estudio y las preocupaciones que carga a cuestas la mayoría de la gente
misérrima y servil de este país subcontinental?
—Misael, la mente ocupada evita
que el hombre se descarrile en la vida, por más dinero que tenga. La mente
ociosa corrompe el alma. Las ocupaciones sanas drenan las angustias y las malas
intenciones, así como las gamas de hacerles más daño y quitarles hasta lo que
no tienen o puedan conseguir mañana los sin nada, que es la mayoría en este
país.
—Eso aplica para los vaciados…
no para los González Michelsen que lo tenemos todo y mucho más, por lo que no
hay nada que no podamos comprar, tener o cambiar a nuestro antojo, incluida la
ley y las costumbres para que siempre giren a muestro favor.
—Algún día le escuché a mi
padre: “Las mascotas y los humanos tienen en común, especialmente, que son
fieles y mansos mientras haya un amo que les llene el buche; cuando aparece
otro con bocados mejores o más olorosos suelen largarse tras este”.
—En mi caso el amo soy yo y
con mi riqueza tendré por siempre mascotas más que sumisas, aunque sean ladinas.
Si quieren seguir teniendo la barriga llena, la propia y la de sus familias, no
le deben ladrar al dueño, así les pise el cuello o les haga daño.
Las cosas de novios marcharon relativamente
bien al principio, excepto en dos aspectos que Hortensia jamás compartió, ni
siquiera con sus padres, hermanos y primos, quienes se hacían cruces cuando les
comunicó que le rechazó su petición matrimonial, por ende, que rompió
relaciones con Misael y toda su acaudalada familia, de quienes no quería saber
nunca más. Desde entonces, decidió eludir y rechazar cualquier tentativa relacionada
con propósitos afectivos.
Rompió con aquel prometedor
como engreído delfín de emporio, no solo porque en la intimidad él era
perversamente ambiguo y cada vez más complicado e intolerable, además de no
compartir su filosofía social, mucho menos su concepción económica. Tomó la
decisión al corroborar su incoada sospecha de que su papel como esposa sería
secundario, intrascendente, finalmente desafortunado y hasta trágico.
Misael y su familia la querían
por sus dotes, no tanto las físicas, sino por sus capacidades y potencialidades
profesionales y gerenciales. Le quedó claro que la utilizarían para consolidar
los negocios de los González Michelsen, en plena expansión gracias al difundido,
en ese entonces, libre mercado en cuanto país subcontinental existía y contaba con
recursos de fácil apañamiento y extracción con ínfimo costo, por ende, con gobernantes,
políticos y empresarios avaros, indelicados e inequitativos.
Hortensia entendió que sería
desechada luego de ser exprimida. Era lo más seguro. Aquella poderosa familia
tenía historia al respecto; al menos desde el bisabuelo, los tíos abuelos,
primos y hasta los hermanos mayores de Misael. Ninguna de las esposas de estos
patriarcas y sus descendientes, casi todas con su perfil, terminó bien, mucho
menos al lado de su respectivo socio conyugal. Tres de ellas fueron a dar a reclusorios
mentales. Otra desapareció y a nadie, al parecer, le importó, mucho menos la
buscaron. Todas quedaron en la inopia, sin siquiera el patrimonio de antes del fastuoso
casorio.
Al llegar el momento, cuando la
esposa envejecida dejaba de ser pieza útil o rentable para el negocio, su respectivo
marido, poderoso y engreído, aparecía con alguna guapa joven universitaria o
recién graduada con honores. En consecuencia, ante los obvios reclamos
conyugales, no solo llegaban las amenazas y la demanda de divorcio. Entonces, dejaba
de hacer parte de la familia y figurar en nómina. Hasta sus respectivos hijos, empachados
de poder, poco les importaba la suerte de su progenitora caída en desgracia y a
quien los González Michelsen y su horda de medios solían montarle unas cuantas historias
truculentas y desvergonzadas que manchaban por siempre su existencia.
Los González Michelsen lo
controlaban todo en aquel alelado país. Su fabricada imagen ante el vulgo era
de prestigio, poder y bondad. Característica, esta última, mediáticamente maquillada
cual sepulcro nacional. Hortensia vendría a corroborar sus sospechas con una
prima lejana de la esposa desparecida de uno de ellos. Esta se le acercó y le
advirtió, precisamente cuando en los medios se difundió la noticia de petición
de compromiso del cuba de aquel emporio a la magister Sánchez García, graduada
con máximos honores en cada ocasión.
El
destino que escogió Hortensia para ir de vacaciones fue porque alguna vez le
escuchó a un subalterno que él la pasó de maravillas por allá. En particular,
en su agitada megaciudad. Mejor, todavía, en el sureño sector donde cerca encontraba
todo, incluso, un parque excepcional.
Compró
tiquetes, hizo reservaciones en un hotel sobre la avenida Santafé. Averiguó en
Google todo lo que consideró que debía saber: lugares interesantes, riesgos
posibles, restaurantes, tipos de comida, formas de movilizarse con seguridad,
horarios, costumbres y terminología para comunicarse con los lugareños y evitar
pasar ratos incómodos.
A
la pregunta: ¿Qué ropa usar? La plataforma le respondió: “Debido a su clima agradable durante casi
todo el año en la mayor parte del país, lo más recomendable es que lleves ropa de algodón cómoda, camisetas y pantalones frescos. Recuerda llevar bañador y chanclas si
vas a visitar zonas de costa.” En otras páginas le sugirieron vestuario de
color blanco o crema. También, bloqueador, gafas oscuras, sandalias, zapatillas
o chanclas, según las actividades a realizar.
—Caminaré por donde vea que puedo hacerlo y pediré Uber
para recorridos por la ciudad —se dijo cuando revisó que toda la documentación
estaba en orden: pasaporte, tiquetes de vuelos, reserva hotelera, registros
previos de migración y tarjetas bancarias.
Durante su carrera como profesional en Negocios
Internacionales, su maestría en Economías Globales y otra más en Logística Integral,
luego, al vincularse a la ALI y hasta alcanzar el cargo que ocupaba desde hacía
diez años como Directora General de Operaciones de Importaciones y
Exportaciones estudió, investigó y trabajó de sol a sol. Comprendió o quiso
creer que así, manteniéndose siempre ocupada, el que manejaría su vida sería su
cerebro, no su corazón, del cual desconfiaba, pero intentaba mantener a raya
con su actitud evasiva y tajante al respecto y trabajo al máximo.
Sabía que esto la enfermaba, sobre todo de
inconfesable nostalgia afectiva. Pero se hacía la fuerte y proyectaba hacia su
exterior que nada ni nadie la afectaba.
Por tal concepción de vida, quizá desde cuando
rompió con Misael, evitaba tratar con quien fuese temas distintos a lo
pertinente. Era inútil para sus subalternos, compañeros directivos, clientes y
conocidos, no tenía amigos y toda su familia dejó de hablarle por no aceptar la
propuesta de matrimonio, incluir en sus conversaciones aspectos diferentes a
los establecidos en su siempre apretadísima agenda. Con mayor razón, si estos
se relacionaban con ‘chismes’, como calificaba a todo aquello inherente a política,
religión, deportes, farándula y demás cosas improductivas; con mayor razón cuestiones
amorosas. Con solo pensar en estas la descompensaban.
Desde cuando ascendió a la dirección general ni
siquiera permitía en sus conversaciones los asuntos que por esos días calentaban
las noticias: ¡medio ambiente! Aunque, por la esencia de su trabajo, ella lo
sabía, las operaciones de negocios que dirigía de una u otra manera tenían que
ver con la agudización de la situación climática orbital.
—Señor director general —le manifestó
a su jefe inmediato cuando algo al respecto este le dijo sobre tener en cuenta
las limitaciones y condiciones que algunas organizaciones ambientales estaban imponiendo
en varias partes—, si la ALI se detiene en nimiedades, los
negocios que siempre nos han encargado los clientes de este y de un gran número
de países alrededor del mundo, los hará con gusto la competencia, que no es
poca, sin que su directivos consideren o piensen en la huella de carbón, el deshielo
del Ártico, la ola de calor en Europa o las sequías incendiarias en California,
Australia y muchos más lugares cuando entra el verano. Esta compañía cumple y
cumplirá siempre su misión dentro de la norma: Facilitar y agilizar los
negocios internacionales del cliente. Para esto, especialmente, doctor Pinilla,
me contrataron y lo he cumplido a pie juntillas.
Quizá por este último inconfeso motivo
ambiental desde cuando fue nombrada directora trasladó su vivienda cerca de la sede
principal ubicada en la zona franca de la fría capital de su país
subcontinental. Probable, también, la razón para vender su carro y devolver la
camioneta que le asignó la empresa. Decidió seguir la sugerencia de la alcaldía
mayor de desplazarse a pie o en bicicleta. Cuando llovía o tenía que ir lejos
pedía el servicio de Uber ecológico.
Cuando llegó la pandemia y la mayoría de los
empleados del área administrativa y gerencial fueron enviados a sus casas para
que atendieran desde allá sus obligaciones, Hortensia prefirió seguir en su
oficina. Al fin y al cabo, al ser la ALI una empresa relacionada con la cadena logística
estaba exonerada de la restricción gubernamental que paró gran parte de la
economía nacional y mundial.
No solo la ALI, un buen número de empresas alrededor
del mundo encontró en el teletrabajo una fortuna al ahorrarse gran parte de sus
costos fijos de funcionamiento, ahora trasladados jurídica y artificiosamente a
los empleados con un adosado otrosí al contrato laboral. A estos, o a la
mayoría, se les ‘vendió’ la idea de la autonomía, la libertad y el mayor tiempo
en sus respectivas casas. En adelante convertidas en improvisadas e incómodas
oficinas que se robaron, no solo los espacios, sino la tranquilidad y la paz del
hogar. También, consecuencia lógica, aumentaron las tarifas de servicios,
nuevos gastos, las fricciones y reyertas familiares. Entre otras buenas
razones, porque comedores, alcobas, salas y hasta cocinas pasaron a ser, antes que,
para lo inherente y elemental, para la sagrada generación de ingresos laborales.
Pasada la pandemia y ante la disminución de
costos empresariales e incremento en la rentabilidad y utilidades de las firmas,
amén del silencio de sobrevivencia laboral del ejército mundial de empleados y
sus familiares afectados, el teletrabajo se convirtió en una constante obligada.
—‘La peor consecuencia que
dejó el incubado virus, el que enriqueció a los más ricos, mientras empobreció
y supeditó para siempre al resto del mundo’ —solía pensar al respecto.
Hortensia del Perpetuo Socorro avizoró estas y
otras implicaciones del teletrabajo. Pero tampoco se opuso a ello en cuanto
quienes lo tuviesen que padecer fuesen sus subalternos. Hasta celebró que desde
entonces la Dirección General Central y otras tantas dependencias permaneciesen
casi vacías; amén del sin número de oficinas en arriendo que entregaron a sus
encartados propietarios. Mejoró su ambiente de trabajo sin tanta gente
incómoda: empleados y clientes, ahora conectados a toda hora del día y la noche,
gracias a la telaraña mundial de comunicaciones que despersonificó las
reuniones y la gestión laboral administrativa. Le encantó no tener que
interceder en persona sino con algunos diez, casi todos directivos, quienes
tampoco quisieron aprovechar las bondades del teletrabajo, ni se les impuso.
Eran los jefes.
Nada
grato fue el proceso de ingreso en el aeropuerto inmerso en la megaciudad que
escogió para pasar poco más de una de las tres semanas de vacaciones forzadas.
Impase que se le presentó, pese a tener todos los documentos en regla y estar
acreditada como directiva de una multinacional dedicada al comercio
internacional. Al parecer, nunca le comunicaron los motivos, pero la demoraron
más de lo que hubiese querido, quizá porque la razón del viaje era por turismo,
además de viajar sola. Las autoridades de migración se cuidaban al extremo con turistas
del centro y sur del continente. Para estos hasta una sala especial tenían donde
les practicaban el ominoso proceso selectivo.
—Esto se debe, señora —tres horas después de aterrizar le comunicó el
conductor que envió el hotel para recogerla, una vez salieron del aeropuerto y
subieron a una camioneta Suburban último modelo—, por la cantidad de personas que vienen de por
allá, cuando no es para quedarse de ilegales lo hacen para intentar llegar al
norte. De todas maneras, en nombre de mi país, no solo le presento disculpas,
sino que le doy la bienvenida. Aquí la pasará de padre y madre.
Hortensia escuchó varias veces que casos
similares y peores, con repatriaciones injustificadas, solían pasar casi a
diario algunos turistas provenientes de la mayoría de los países
subcontinentales. Nunca se imaginó estar cerca de ser uno de ellos. Le dio
escalofrió cuando el amistoso conductor le comentó:
—Por lo general, una vez los de la migra le
echan el ojo a alguien, sobre todo a personas solas o que tengan una u otra
característica en particular, si pasan más de ocho minutos en el proceso de
registro sin que le visen el pasaporte, es candidato a regreso forzado… y sin
ninguna explicación. Ni siquiera dejan que la persona llame o use su celular.
El proceso con ella tardó mucho más de ese
tiempo porque, hasta donde entendió, estaban confirmando la reserva en el
hotel, donde al parecer no contestaban. Sintió que sus esfínteres casi le
fallan cuando el conductor le dijo que durante todo ese tiempo no permitían el
uso de celular.
—Señor…
—Horacio Ternera, señora, para
servirle. No más mande.
—Gracias, Horacio. A mí me
pasó algo similar. Al intentar llamar al hotel, mientras la funcionaria que me
atendió se paró con mis papeles en la mano y se dirigió a una oficina, de
inmediato otra que estaba atenta se acercó y me dijo que ahí estaba prohibido el
uso de celulares. Que lo guardara de inmediato, me ordenó.
—¡Ah, caray!
—Allá estuve por largo rato
hasta cuando la otra funcionaria regresó y me preguntó que, si mi vuelo de
regreso era para el 20 del siguiente mes, habiéndole dicho y mostrado tres
veces el tiquete donde aparece que la fecha de regreso es para el 5.
—La sacó barata, señora
—agregó el conductor, encaminando la camioneta hacia su lejano destino—. Por lo
general, una vez la persona de la migra se levanta de su asiento con los
papeles del viajero, con destino a la oficina que dice… la suerte está echada.
De ahí lo que sigue, por lo que me han contado, es el mismísimo Calvario que
termina en crucifixión para el viajero.
—Bueno, en mi caso… no sé qué
pasó.
—Es probable, señora, que de algo
sirvió la llamada que hice una vez salieron los primeros viajeros de su vuelo y
usted, siendo VIP, se demoró más de lo normal.
—¿Qué llamada?, ¿a dónde?
—Al hotel, señora, usted es
una huésped ilustre. Yo tenía instrucciones precisas al respecto en caso de
demorarse en salir. Seguramente, de allá llamaron a cancillería y… tema
resuelto.
El aire acondicionado, los
vidrios polarizados y el confort al interior de la lujosa camioneta menguaban el
impacto del sol inclemente y la temperatura exterior. Esta, cerca de 32 °C,
como nunca en aquella megalópolis con viaductos de dos, tres y hasta cuatro
niveles. Algunos de estos cruzan la extendida urbe en todos sus sentidos. Por
debajo de una de estas gigantescas como intrincadas moles de concreto en ese
momento pasaba la camioneta, acomodándose al vaivén parsimonioso del complejo y
azaroso tráfico que Horacio conocía y sabía sortear... o soportar cuando se le agotaban
las alternativas.
—Parece que afuera el sofoco
no da tregua. Además, hacia donde se mire y alcanza la visa… ni una nube se logra
ver.
—En esta ciudad hay smog por
todo lado, sobre todo allá arriba, por esto el calor pega más duro aquí que en
otra parte. Dicen en noticias, señora, que esta temperatura en constante ascenso
será en adelante la normal, más en verano. Cosas del calentamiento global, según
los que saben de esto. Nos fritaremos en nuestra propia manteca, como dicen en
mi pueblo.
—Espero que para donde vamos…
sea algo más fresco, por lo que averigüé en la Internet.
—Muy poco. De pronto algo más
de brisa, pero el sofoco, como dice usted, durante gran parte del día es casi
el mismo. Mire no más, señora, que por allá hasta los árboles gritan del calor
y los transeúntes claman por su sombra esquiva…
—¿Qué árboles? —lo interrumpió
Hortensia.
—Pues los que vienen sembrando
desde hace unos veinticinco años cuando unos inversionistas muy ricos
decidieron convertir el antiguo botadero municipal en la zona de mayor
valorización residencial y corporativa de la ciudad… como lo es hoy. Allá el
metro cuadrado es el más costoso del país y solo vive gente rica, corporativos
de muchos países y turistas de clase como usted. Por fortuna para personas como
yo, por la oferta laboral que todo esto genera.
—Es bueno saber que hay
árboles… me imagino que en los andenes.
—Por toda parte: en las alamedas,
en las redondas, mejor, todavía, en su inmenso parque donde hay senderos como
el de los encinos… que, aunque apenas en crecimiento, hasta historias cada uno
tiene o esconde bajo sus incipientes brotes.
—Bueno saberlo… ¿a qué
historias se refiere?
—Ese parque, por lo general, es
visitado a diario por tres tipos de personas, fuera de los trabajadores que lo
cuidan y mantienen y los de varios restaurantes, constructoras y otros negocios
que hay... la mayoría son testigos de lo que allá pasa a diario.
—A ver, lo escucho, que me
picó la curiosidad. Dijo tres tipos de personas… ¿qué es lo que pasa por allá?
—Según el Waze, estamos
a menos de veinte minutos del destino, por lo que me daré prisa para contarle
algo.
—Adelante.
—Ese inmenso larguero de
parque, con lagos, fuentes, senderillos de agua para su oxigenación, enmarcado
por rascacielos con formas poco convencionales, al cual más caprichosas, es
visitado especialmente por turistas. Me imagino que usted lo tiene en su agenda
para pasear, sobre todo en la tarde y mejor al anochecer. También, se puede comer
en sus restaurantes de primera clase o hacer deporte. Si no lo tiene incluido,
se lo recomiendo. El segundo grupo de personas son habitantes que hacen lo
mismo que los turistas, más el paseo obligado con el perro. Esto, porque la
mayoría viven solos o con pareja, pero sin hijos, por lo que las mascotas hacen
parte fundamental de la familia. Tras la pandemia y la llegada del teletrabajo el
perro es la disculpa perfecta para salir y estirar las piernas.
—En la mayoría de las ciudades
grandes hay lugares como el que me describe y personas con roles y situaciones
similares, incluidas las mascotas.
—Sí, casi todos los turistas
que transporto dicen lo mismo. Pero, en lo que sí es único el parque es en el
tercer grupo de clientes.
—Que son… ¿quiénes?
—Todos aquellos que tengan
raspones en el corazón, dudas en sus sentimientos afectivos, intenciones de amar,
encontrar pareja, necesidad de consejo o ideas encontradas, sean habitantes de
la zona o de otras parte de la ciudad, también empleados y últimamente turistas.
—Entiendo… es decir:
¡enamorados!
—No sé si ese adjetivo sea el que
mejor califique la situación, señora.
—¿A qué se refiere?
—El parque, en cada caso y de
diferente manera, busca la forma de comunicarse con el individuo que necesita oír
su voz, así este no la pida o busque. Entonces, el parque le indica, según el
raspón que este tenga en el corazón o en la mente, el sendero que debe seguir…
pero que pocos le hacen caso, por lo que despuesito… ¡purrundún!, tome por
zopilote.
—Disculpe, Horacio, suena a
realismo mágico eso de que el parque busca la forma de comunicarse con sus
visitantes, especialmente los que tienen raspones en el corazón o en la mente,
como usted dice. ¿Cómo es que lo hace y qué evidencia hay al respecto?
—Señora, a la gente que le
pasa casi nunca lo comenta, excepto cuando se toma sus copitas de mezcal o lo
deja en sus cartas de despedida.
—Entiendo, pero insisto: ¡no
deja de ser realismo mágico!
—Realismo mágico o no, en mi
caso, que soy parte de la evidencia, señora, me pasó con la Lupe. Chinita que
traje del pueblo y aquí, cuando le crecieron las alas… voló y voló, como ‘La
calandria’. Yo tenía mis dudas, por lo que, en una de mis tardes libres me fui
para el parque y bajo un encino joven escuché que alguien me dijo que cuidara mejor
lo que tenía en casa…
—Entonces, ¡¿qué pasó?!
—Pues, órale, ¡qué le iba a
hacer caso! A poco rato la bandida se largó con un trailero que le ofreció pasarla
al otro lado de la frontera… Por allá está presa porque el tipejo ese le dio un
paquete que le cogió la migra.
—¡Lo siento, Horacio! Entiendo
aquello de los raspones, como caracterizó a los del tercer grupo de visitantes
del parque…
—No se preocupe, que ya se me está
pasando el arañazo. Pero ahí no queda por completo definido este tercer grupo.
—¿Entonces?
—Como es tan grande y largo, algunos
solitarios van a meditar, otros a pedir ayuda o a confesarle al silencio triste
lo que de pronto piensan hacer. Las parejitas se citan o van a retozar bajo sus
árboles en crecimiento. Cuentan que cuando están allá, alguna voz o señal les
pregona lo que será de ellos y qué camino deben coger. Casi ninguno le hace
caso, como tampoco lo hacen los amantes dispares que se citan en sus
restaurantes, sobre todo los domingos al anochecer… hasta cuando el anuncio trágico
presenta credenciales. Mire, señora, pasando esta caseta con pago encontramos el
centro comercial y de ahí a la torre del hotel es cuestión de tres o cuatro
minutos. En este grupo también caben las personas solas que no se atreven a
contar su historia ni a pedirle consejo a nadie, así el corazón lo grite por
los ojos. Por lo general, siempre bajo la frágil sombra de algún árbol,
especialmente los ubicados al lado y lado del Paseo de los encinos, unos y
otros escuchan o ven la senda que han de seguir o evitar… pero que pocos siguen
ni evitan. Al contrario, más se empecinan. Señora, no hay peor terco que aquel
que sabiendo por donde debe o no coger, se lleva la contraria y después se
lamenta por los corotos rotos.
—¡Historias increíbles,
Horacio, me despachó en poco tiempo! Por favor, para no quedarme con la espina…
¿a qué se refiere cuando habla de amantes dispares?
—Son aquellas relaciones prohibidas
y en las cuales hay diferencias grandes de edad y de estatus económico entre
los implicados. Sucede, especialmente, entre un hombre adinerado y viejo con alguna
jovencita bonita de bajos recursos, por lo general, empleada de este o subalterna
donde trabajan. También suele pasar, pero, al contrario: viejona forrada con
muchacho bonito, pobre o vividor. Sé de varios casos en los cuales los encinos
del parque les anunciaron con voces, vientos y hasta sombras, sobre todo a los viejones
enamorados, más tercos y necios estando en esas, que esa relación los destruiría,
no solo a ellos, también, inexorable, a sus familias. Como en efecto sucede
poco tiempo después. ¡Llegamos, es en esta torre color crema, con centro
naranja! El botones la espera en la entrada. No lo olvide, detrás de este
edificio hay una redonda. Sobre la otra calzada de la avenida encuentra, de
lado y lado, restaurantes excelentes con todo tipo de comida y… una cuadra más
allá, la entrada norte del parque.
Por el cansancio que le
produjo el vuelo y el impase en el aeropuerto con su demora al pasar el filtro
de migración, esa media tarde Hortensia decidió, una vez sola en su habitación
cómoda y con vistas maravillosas, era en el piso 32, darse una ducha y luego
recostarse en una poltrona ubicada en la sala contigua a la alcoba. Desde ahí
observaba hacia la bien planificada avenida, con edificios, como le dijo
Horacio, al lado y lado y con formas caprichosas. El sol vespertino daba de
costado. Afuera la temperatura era elevada, mientras en el firmamento azul, con
una bruma gris visible a lo lejos, la ausencia de nubes impresionaba y
castigaba la retina.
Revisó en su celular y se
sorprendió al ver el reporte de la temperatura: 34 °C, con pronóstico invariable
hasta las 19 horas, cuando comenzaría a menguar en algo. La información que
tenía sobre el clima de esa megaciudad, según lo averiguó en Google cuando
decidió hacer el viaje y para esa temporada que incluía el solsticio de verano,
era en promedio de 25 °C durante gran parte del día y fresco en la noche.
Entonces, recordó las palabras de Horacio al respecto:
—Este bochorno se debe a un
golpe de calor. Peor es más al norte en donde por estos días llegó a los
cuarenta. Dicen que en julio la cosa se pondrá más fea. Tal vez, porque, al
decir de algunos, que por allá tumbaron toditos los bosques para sembrar
aguacate, agave y maguey… ¡eso dicen!
Hortensia decidió recostarse y
evitar salir a la calle. A esa hora eran pocos los transeúntes visibles desde
el ventanal. Estos iban de prisa eludiendo el inclemente rayo de sol y el
sofoco. La mayoría llevaban sombrillas, gorras o cachuchas. Minutos después se
quedó profunda. Solo la despertó el rugir de una moto desbocada en alguna parte.
Eran más de las seis de la tarde. Sin embargo, tal parecía que el Sol no daba
tregua y el calor exterior tampoco. La bruma gris parecía cada vez más cerca y
densa. La ausencia de nubes en el firmamento le produjo un extraño sentimiento
que, en ese momento, no pudo diferenciar si era miedo, presagio o tristeza.
Recordó que Horacio le dijo
que, cerca, pasando la avenida, encontraría restaurantes. Se decidió: iría,
conocería y comería. Tenía hambre. Se cambió. Se colocó ropa fresca, gafas
oscuras y una pava. Le pareció curioso usarlas a esa hora. En su ciudad, con
solo 375 metros de mayor altura sobre el nivel del mar en relación con esta, a esa
hora comenzaba el anochecer y tendría que salir bien abrigada, sin gafas ni cubrecabeza.
Al lado y lado de la bonita y
planificada avenida encontró restaurantes lujosos con menús para todos los
gustos; también, establecimientos comerciales de alta gama. Unos y otros localizados
en los primeros y segundos niveles de cada edificio. Estas elevadas moles parecían
obras de arte arquitectónica en permanente exhibición. Le causó curiosidad que
algunas exhibían en sus bahías monumentos, pinturas, retratos y otras
expresiones plásticas ‘nostálgicas y con tendencia a la desesperación’, pensó.
En especial, por aquellas tres desmembradas manos gigantes de cemento, como
queriendo alcanzar con desespero algo perdido que en su momento no pudieron
retener... ¡o tener! O por aquellas caras cúbicas incompletas con miradas
escondidas en el imposible olvido. Más, todavía, por esa pintura del segundo
piso de un rostro en frenesí que, al verlo de lejos por entre el marco metálico
bermejo ubicado frente al siguiente rascacielos, le generó a Hortensia la
sensación de estar tras las rejas de la angustia en plena calle.
Durante ese primer rodeo que
hizo a lo largo de cuatro o cinco cuadras, de ida y regreso, conociendo y
tomando fotos, buscó la sombra de los edificios y de los árboles. Ahí la
temperatura era inferior a los 27 o 29 °C que le indicaba el celular.
—‘Clima desbocado como airado que
castiga por sus pecados ambientales a la humanidad deschavetada’ —pensó.
Tenía decidido ir al parque. Un
gruñido estomacal le advirtió que desde el emparedado y el café que tomó antes
de abordar el vuelo esa mañana no había probado bocado, ni siquiera en el
avión. Estaba parada ante un restaurante atractivo donde su administrador, Eloy,
como le dijo que era su nombre, por demás atento, la invitó a seguir.
—Bienvenida a Giornale. Contamos con un
menú internacional que satisfará, no solo su paladar y apetito, también, aquí
la paz del alma le llegará al ratito.
Decidió ingresar llevada por el
hambre que la acosaba y atrapada por la gentileza de Eloy, lo impecable del
lugar y un vaso cafetero publicitario de casi tres metros de alto ubicado a la
entrada. Este tenía un mensaje sugestivo: “¿Ya sonreíste hoy?”. Entró y solicitó
el recomendado del día.
—Sin picante alguno, por
favor.
Mientras le servían y llevaban
revisó el menú. Le pareció que ese lugar sería el indicado para desayunar y
cenar todos los días. Además, los precios eran justos. No solo esto, el
restaurante quedaba camino al parque, donde, sin explicárselo por completo
hasta ahora, quería pasar gran parte de su descanso en esa ciudad. En ese
momento decidió que no iría a otro lugar.
—‘Viene a descansar, a pasarla
bien y esta zona me parece la indicada’ —pensó y se justificó.
Tomó fotos del lugar, congenió
con el mesero, el administrador y el metre. Gustosos con la comensal extranjera,
quien, además de atractiva y afable, era generosa. Incluyó una propina del 30
%. Pagó, se despidió y encaminó, tomando fotos de cuanto veía interesante, hacia
donde el administrador le indicó que quedaba la entrada norte del parque.
Cuando llegó a la inmensa
entrada norte, además de fotos, tomó aire profundamente y suspiró. La vista,
hacia donde la dirigiera, subyugaba, sobre todo a los sensibles del alma, cada
vez menos en el mundo.
—‘Si me lo contaran o alguien
me describiera este lugar… no lo creería’ —se dijo y volvió a suspirar, sin
parar de tomar fotos, aprovechando la luz del atardecer entrado en taciturno
como caluroso anochecer.
Eran las 7:30 p.m., lo observó
en su reloj.
Recorrió el parque de ida hasta
la entrada sur y se regresó en busca de la norte. Estaba fatigada, no solo por
el ajetreo del viaje, el impase en migración, en especial, por la ola de calor
que se negaba a dar tregua. Su ropa estaba empapada y quería regresar al hotel
para bañarse y acostarse. En ese momento observó que en un edificio cercano quedaba
una cafetería. Era Le Pain Quotidien. Se decidió y entró al elegante
establecimiento ubicado en la rotonda comercial. El mesero que la atendió, de
nombre Alan, por el letrero en su pecho, le ofreció para la sed y el cansancio agua
fresca de flor de jamaica con frutos rojos y chía.
—Señora, esta bebida, además de exquisita —le dijo
el joven mesero cuando se la llevó—, no solo le calmará la sed que produce este
golpe de calor que nos azota por estos días, también, y como la vi venir del
parque, le suele calmar los nervios a todos aquellos que, por alguna razón, lleguen
a escuchar el grito de los encinos y los magnolios en flor, condenados a dar
refugio con su sombra a quien pase por sus senderos y lo necesite, así no lo
pida. Casi siempre sin agradecimiento ni reconocimiento alguno.
El mesero se retiró y
Hortensia, libando despacio, se quedó pensativa y reflexionando sobre lo
curioso del comentario. Pronto lo olvidó… o hizo caso omiso. Al terminar de disfrutar
el refresco pidió la cuenta, canceló y se encaminó rumbo al hotel, diagonal a
esa cafetería.
A las 9:17 p.m., tras una refrescante
ducha y colocarse ropa ligera para dormir, decidió revisar en su tableta las
fotos que tomó con su celular. Cada una le parecía que contaba una historia.
—Historias que nada tienen que
ver conmigo —se dijo.
Historias de aquella
megaciudad, en especial, de la modernísima y cosmopolita zona corporativa y que,
según los titulares de noticias que le llegaban al celular, esta y toda la
región era afectada por una intensa ola de calor jamás vivida.
—‘Historias que tal vez a
nadie le contaré y que una vez regrese a la ALI y me refugie de nuevo en mi trabajo,
¡mi cómplice y codena en vida!, quizá olvidaré o de vez en cuando recordaré’.
Eso era lo que pensaba a
medida que avanzaban las fotos en la pantalla, hasta cuando apareció la número
7.
No recordaba haberla tomado.
Estaba segura de no haber sido ella.
—Tal vez toqué el botón sin
darme cuenta cuando el foco estaba en dirección al piso —se dijo para tratar,
más que de explicarse, tranquilizarse.
La foto era dramáticamente
nítida y mostraba el piso en granito de uno de los senderos del parque. En
esta, junto a su sombra, que era su sombra porque reconoció su silueta, la parte
del vestuario y las sandalias que llevaba, además de saber que ese era su pie y
uña, casi pegada a la de ella había otra sombra. Parecía ser la de un hombre caminando
a su lado, hombro a hombro, como si conversaran amistosamente.
—¡Imposible! Esto pasó de castaño
oscuro —casi grita para cerciorarse de que no era un sueño.
Entonces, cerró la tableta,
sacó un refresco de la nevera, se lo tomó despacio, apagó la luz y se acostó.
El sueño se fugó porque su mente estaba obsesionada. Trataba de encontrar una
explicación lógica. Cuando le fue imposible, rendida, casi al amanecer y tras
decidir que ese día regresaría al mismo lugar donde posiblemente ocurrió, logró
cerrar los ojos.
Antes de las nueve de la
mañana, en sudadera, tenis y con cachucha, tras desayunar en Giornale, volvió
al parque, como lo hizo durante los siguientes seis días de su estadía en
Santafé, mañana, tarde y noche, antes de regresar a su país. Tomó cuantas fotos
pudo. Estuvo atenta para evitar fotos involuntarias. Esta vez, así como en los
siguientes seis días, en ese y otros lugares, bajo la sombra de algún encino incipiente,
una voz romántica que nunca supo de donde salía, o no le importó saber, siempre
le decía:
—El remedio para su mal de
amor está en su corazón. Permítale la entrada a la persona que aparece en el sendero
de la premonición. De lo contrario, la tristeza le contagiará por completo la
razón.
Luego de cada recorrido pasaba
por Le Pain Quotidien donde Alan, al verla acercarse le servía el agua fresca
de flor de jamaica con chía. De ahí, rauda se dirigía a la alcoba en el piso 32
de su hotel para revisar las fotos tomadas. Siempre en la número 7 y siguientes
aparecían las dos siluetas humanas, cada vez más cerca y junto a la sombra del encino.
Un día antes de su regreso al país,
tras volver del parque y pasar por donde Alan, por fin el cielo tuvo la caricia
de las nubes y el fresco se hizo notar en el ambiente. Salió a la avenida y tomó
la última foto de aquella galería arquitectónica.
—Debe ser una señal de cambio
—se dijo, encaminándose a su hotel.
Una vez en la soledad de su
refugio, desde donde capturó casi todas sus vistas, se sentó en el sofá y
revisó las fotos de ese día. En especial, las que ella nunca tomó, pero que ahí
estaban. Le causó angustia notar, o querer notar, que en algunas de estas las
sombras humanas parecían irse degradando, como si los cuerpos de sus quiméricos
proyectantes se desvanecieran poco a poco en un adiós de angustia que ella no
sabía si quería propiciar, evitar… o, tal vez, como siempre, ignorar; pese a la
fatalidad que esto implicaba, según Horacio, Eloy y Alan. Los únicos con quienes
habló de este asunto durante esa semana de obligado descanso mágico en Santafé.
Relato disponible en Revista Latina NC