Embelecos del destino hoy tu recuerdo trajo. Te
creía olvidada, ida, ausente, lejos. De nuevo tu perfume mi alma conquistó. Ese,
tan tuyo… de infinita y jamás prodigada entrega.
¡Te robe un beso… de esos besos que nunca fueron!
Narro la historia de un país que lo tenía todo... ¡solo le faltaba amor patrio!
Embelecos del destino hoy tu recuerdo trajo. Te
creía olvidada, ida, ausente, lejos. De nuevo tu perfume mi alma conquistó. Ese,
tan tuyo… de infinita y jamás prodigada entrega.
¡Te robe un beso… de esos besos que nunca fueron!
Era un fin de semana, el día exacto
no lo recuerdo, pero sí el lugar. Íbamos camino a la quebrada Las Sardinas.
Paramos para la foto a la salida de Chaguaní, por la carretera rumbo a San
Vicente.
La cerca de guadua, refaccionada y
vertical, ya no entrecruzada con coquetería como entonces, todavía existe, así
como el lote de atrás con matas de plátano y otras más enmontadas. Por ahí poco
ha cambiado, casi todo se mantienen igual, cual acuarela del pasado impresa en mi
alma y esperanzas envejecidas.
Ese día estaba estrenando, no solo
ropa y botines, también, aquel sombrerito que mamá me regaló de cumpleaños. Me
sentía tan feliz y seguro con ella, ¡además de amado!, razón por la cual, en
ese momento, de manera instintiva la abracé y ella extendió su brazo protector
sobre mí.
¡Mágico momento para el jamás olvido!
Ese día ella lucía, no solo aquel
bonito y florido vestido que Lola le confeccionó con un retazo de tela que alguien
le trajo de la capital, también, su precioso rostro lo iluminaba esa esquiva y
magnética sonrisa con la cual instaba esconder la nostalgia social que atragantaba
su existencia. Ignoraba, o tal vez del todo no lo comprendía, que mamá mantenía
una inquebrantable como interminable lucha contra el destino, a la siga del
bocado diario de comida, con la esperanza de un mejor mañana para su
empobrecido núcleo familiar.
Lucha en solitario, incansable, ¡admirable!,
que esta chaguaniceña simpar daría hasta aquel 7 de septiembre de 2021 cuando, podría
decirse, también en solitario, a la una de la mañana, en una fría camilla de una
clínica en la capital, se cansó y partió a lontananza.
En aquel julio del 67, así, abrazados,
pese a todo, fuimos felices y sonreímos para la foto. Momento, sonrisa y
felicidad de mi madre que conservo como el más preciado e invaluable de mis
momentos idos y tesoros apetecidos.
Esquiva dicha que, tal vez, mamá solo
volvería a dejar aflorar a su tierno rostro allá, en el Teatro Heredia, en
Cartagena, Colombia, cuando, maravillado por una efusiva manifestación de
felicidad, el periodista Fausto Pérez V., de El Universal, se inspiró para
escribir ese artículo que, cada vez que lo leo, inexorable, a mis ojos lágrimas
saca y a mi corazón sus latidos alborotan: Los sueños de Hilda*, en
especial estas frases: La alegría de Hilda María Enciso era inocultable. Había
bajado del escenario del Teatro Heredia con una alegría que no le cabía en su
rostro. Unos minutos antes había ofrecido una hermosa presentación de danza… la
Loca Margarita… Ni qué decir de esta otra perla que mamá compartió esa vez con
el periodista: Fue necesario llegar a vieja para comprender que vivir ha valido
la pena…
Gracias, mamá.
*El Universal, Cartagena,
Colombia, 17 de agosto de 2001/3A
Esta historia hace parte de 'Momentos idos, narraciones románticas II'
La poda de capullos, de
brotes que crecen hacia afuera o con características parasitarias, así como de
flores y ramificaciones avejentas o enfermas se hace para favorecer la
floración, crecimiento y, en general, la salud de las plantas. Además de
prevenir enfermedades, se busca garantizar que sus siguientes retoños, flores y
frutos tengan mayor energía, crezcan saludables, duren y produzcan más y mejor.
Proceso que implica, desde
luego, además de nutrientes y riegos inherentes, hacerlo en el momento preciso,
con los utillajes y en los lugares adecuados y, sobre todo, mediante un corte
limpio y preciso para evitar dañar, deformar o contaminar la esencia de la planta.
Práctica válida y justificable solo en esta especie: la flora, no en otras,
menos si se trata de la humana.
Con una poda adecuada es
posible, de ser, por ejemplo: rosas, geranios, lavandas, petunias,
pensamientos, alegrías, dalias, fucsias, magnolias, tulipanes… mantener y disfrutar
de un jardín sano, con hojas y flores hermosas y abundantes durante gran parte,
o estación, del año y por un tiempo más largo.
¿A quién no le gusta ver y
estar en contacto directo con un vergel florecido y con esmero y cariño cuidado?
Ojalá se tuviese por siempre alguno cercano para la inspiración y el extasío.
Profundo respiro del alma que a sus tristezas propician calma.
Bueno, ¡sí!, no dejan de
haber por ahí algunos elfos a quienes estas maravillas de la naturaleza, y
otras más, les disgusten, incomoden, generen repelencia o afecten de una u otra
manera sus frondíos intereses. Sinrazón por lo cual prefieran o dispongan por
interpuesto jardinero tartufo o maderero alquilado, no solo arrasar los
capullos, las flores, los jardines, los bosques y hasta las selvas vírgenes que
les incomoden o se opongan a sus objetivos particulares, para extraer su
esencia, su leña, para sembrar en su lugar las yedras de la destrucción y la
maldad, con tal de engrosar sus billeteras e inflamar sus carcomidos sentimientos
megalómanos, bajo la mampara de entelequias como las del «libre mercado,
crecimiento equilibrado, desarrollo económico armónico, la paz de las naciones
y el bienestar general»; como suelen pregonarlo con gran cartel los
beneficiarios e interesados y lo defienden a tajo y sesgo las organizaciones y
carteles por estos mismos creados y patrocinados.
Es preciso insistir: poda de
capullos justificable única y exclusivamente en la flora y con los propósitos
mencionados. Jamás lo será para ninguna otra especie, mucho menos tratándose de
seres humanos.
Sin embargo, con tristeza, al
investigar y leer sobre los peores genocidios que ensangrientan la historia
humana, cada vez más seguidos y virulentos que los horripilantes e
injustificables de antaño, pese a que la mayoría pudo ser documentada
(maquillada) por los ganadores, con las justificaciones de sus desmanes y debacles,
o mantenida y ajustada por sus descendientes y seguidores para continuar
disfrutando del heredado como supurante botín o del destilado salarial
respectivo, el lector juicioso y objetivo (no alineado, alienado ni
beneficiario directo, indirecto o a sueldo al servicio de alguno de estos) encontrará
infinidad de ejemplos que involucran más que perversas podas de capullos de la
más preciada y delicada especie existente sobre la faz de este puntico azul del
universo, en préstamo por un ratico cósmico: ¡la infancia! Estos capullos, más
que inermes, confían con ingenuidad en la sensatez y honestidad de los adultos,
sin siquiera imaginarse el monstruo despiadado y cruel que puede agazaparse dentro
de algunos. Peor cuando son poderosos, se vuelven intocables y han sobrepasado en
la pirámide de las necesidades el último de los escalones, cayendo abruptamente
hacia el del refocilo visceral (ese que Maslow dejó de mencionar, y es
entendible) que les genera la devastación de sus congéneres… y entre estos sufran más, tengan menos, se
trate de niños o hayan sido desposeídos, mayor es el infame y corrosivo placer
que les produce la sangre ajena derramada.
Entre una infinidad de
casos, por citar solo unas pocas de estas infames podas, encontramos la, vuelta
Testamento, alabanza y cántico, ordenada por aquel emperador romano para
salvaguardar su corroído trono e imperio en decadencia. O las de los infames
campos de concentración para ‘depurar la raza’ y aniquilar a los sin casta. Ni
qué decir de los quemados con napalm en desarrollo de la Teoría del Dominó, así
como las de los brutales enfrentamientos en patios ajenos entre poderosos como
intocables osos de un lado y otro; cada uno a la siga inicua del control
geoestratégico, cuando no en el Gran Oriente Medio, en Europa Oriental, en Asia
marginal, en África, en Latinoamérica y doquiera sea que queden recursos por
explotar, saquear y a la gran potencia llevar; como oro, plata, diamantes,
cobre y otros tantos y tantos erarios sisados durante la erosiva época de la
fragosa Colonia, en países a uno y otro lado del majestuoso como insondable Atlántico,
así como los ubicados entre el hechicero Índico y el atronador Pacífico.
También lo son, con similar
sordidez y desfachatez, las miserables podas de las guerrillas, grupos
ilegales, ortodoxas facciones religiosas o dogmáticas que arrancan capullos de
sus empobrecidos entornos para llevarlos a sus parcelas horrorosas, donde los entrenan,
aleccionan y alienan, lejos de sus vergeles mientras crecen. De allá luego los
sacan y ponen a batallar (y morir) en contra del enemigo que les inculcaron.
Mientras que los aleccionados y bien pagos generales de la muerte de los
ejércitos que enfrentan, pese a saber que su enclenque contrincante tiene de
carne de cañón a tales infantiles capullos engrupidos, en supuesta defensa de
la democracia, el orden establecido (por sus agazapados y orondos amos detrás
del poder), la religión o los dogmas respectivos, disparan a discreción,
bombardean sin contemplación y esparcen o escombran en mil pedazos sus inermes
pétalos destrozados… o podados en tan ajena como carnicera confrontación.
Podas bárbaras, todas estas,
que, al involucrar tanto a niños como a jóvenes, consecuencia de la mayor de
las degradaciones del intelecto humano cuando se contagia de egolatría y ansias
insondables e incontrolables por el poder, el control y el sometimiento de sus
semejantes para saciar sus aberraciones más oscuras, por su monstruosidad
simpar, ¡infame!, mereciesen condena, castigo y el señalamiento perpetuos,
tanto para los responsables directos e indirectos, como para todos aquellos que
conocieron de tal barbarie y nada hicieron, ni dijeron, solo voltearon a ver
hacia otros lares.
Pero ¡no!
Resulta que, por este o
aquel adeudo, manejo mediático, retoque histórico, justificación salarial,
deuda ajena heredada o trasladada, empacho religioso, moral, racial o de
cualesquiera otras razones esgrimidas por los poderosos asesinos o los testigos
cómplices, en lugar de veto, condena y castigo, estos encuentran justificación,
aplauso y hasta difusión de las imágenes con los inermes agredidos, engrupidos
o, como lo dicen para que no suene tan feo: «¡Instrumentalizados!». Imágenes para
el disfrute televisivo a nivel mundial, por cuenta de la pusilánime y cómplice
sociedad enferma terminal de nostalgia social y desafectación humanitaria, que
hasta se regocija sin chistar ni mu ante las dantescas imágenes de aquellos niños
acribillados, heridos, temblorosos, desorientados, hambrientos, famélicos,
llorando por el bramido de los misiles, las bombas, las balas o frente a los
cadáveres destrozados de sus padres, familiares o vecinos…
¡Triste legado para la
eternidad!
Nocivos efectos de estas podas
que, si es que quedan brotes sobrevivientes, se encarnarán durante tres veces treinta
y tres generaciones entre los directamente afectados, así como en los genes de
los pusilánimes, doquiera sea que vean o sepan de tales aberraciones, la peor
de las contaminaciones en la compostura humana: ¡la insolidaridad! Estadio
final de la nostalgia social. Particularismo este, fatalmente contagioso, que
autodestruye y corroe por dentro al ser que la contraiga, padezca y disperse
por doquiera vaya, siendo insondable el dolor sentido cuando ataca la
conciencia de cada uno. Inexorable como generalizado padecer callado, doloroso
y letal, pocas veces aceptado y mucho menos confesado en busca de ayuda, tanto
en los propiciadores intelectuales, materiales y mediáticos de tan perversas
prácticas y sus inmundos beneficios logrados, como en el colectivo global…
Neoplasia maligna inmersa, no
solo en el alma de los perpetuadores del desafuero contra sus congéneres, sobre
todo cuando se trata de niños, también, en las de todos aquellos quienes,
frente a tal debacle hicieron caso omiso, sin chistar siquiera. En adelante, a
unos y a otros, aquel remordimiento hinchado les arañará sus vísceras,
produciéndoles náuseas en las madrugadas, amén de heredarlo…
Carcinoma social impreso en
los genes de sus siguientes brotes de capullo, cada vez más descoloridos,
insípidos y enclenques.
Historia publicada en RLNC, el 31-08-2025
Hace algo más de media
centuria, en pleno centro de Bogotá, en un triángulo formado entre la carrera
9° con calle 17 (la oficina del maestro), la carrera 13 con calle 14 (la
emisora Radio Santafé) y la calle 17 con la misma carrera 13 (la pastelería
Tony), fui testigo exclusivo: vi, sentí y disfruté varios momentos cuando
el maestro José Alejandro Morales López estaba componiendo la canción: Me
volví viejo.
Oficina y pastelería ya no
existen. La emisora se trasladó de sede.
Por aquellas calendas
trabajaba con el insigne compositor Morales, el mismo de Pueblito viejo,
Campesina santandereana, Yo también tuve veinte años y otras
doscientas diez canciones más.
Mi principal obligación
laboral con él era casi periodística, tangencialmente literaria. Me
correspondía ir a recoger los comunicados de prensa del Palacio de San Carlos,
en ese entonces la sede del Gobierno nacional colombiano, ubicado en la calle
10 con carrera 5, dos cuadras arriba de la Plaza de Bolívar. De ahí, y de otros
medios, el maestro montaba las noticias que difundía en un espacio noticioso
(una de sus fuentes de ingresos, con lo que me pagaba) que tenía en la emisora
Radio Santafé.
El resto de tiempo lo
dedicaba a redactar y revisar sus composiciones, ahí, en su oficina. Por tal
razón, en un pequeño escritorio ubicado cerca del suyo, a menos de dos metros,
fui testigo privilegiado: lo escuché tararear la naciente canción, así como
maldecir, refunfuñar, corregir y vuelva a corregir en las amarillentas hojas de
un block aquellas inmortales estrofas, ¡toda una elegía a la vida!
Varias veces recogí del cesto
de la basura hojas arrugadas, desechadas, con bellos versos que nunca fueron.
Pero que, a mí, al leerlos, me parecían fascinantes… ¡obras maestras!
Fueron momentos inolvidables,
indescriptibles y literariamente contagiosos, lo reconozco, y se lo agradezco,
maestro Morales. Su fugaz e invaluable presencia en mi temprana juventud
apalancó mi espíritu de escritor. Esos pocos meses bajo sus austeras órdenes, y
esta sentida canción en especial: Me volví viejo, entre todas sus
mágicas composiciones, marcaron mi derrotero. En especial ahora, en mi vida
adulta, más de media centuria después.
En las noches, luego de
terminar el radio periódico, solía encontrase con el prodigioso maestro Jaime
Llano González en la pastelería Tony. Establecimiento de propiedad de un
paisano suyo, algo mayor que él. Era don Antonio Moreno, quien, por encargo (de
esto no estoy seguro, no lo pude comprobar) le habría pedido que escribiera y
grabara ese tema para una dedicación. Don Antonio tenía una hermosa novia, la
señorita Necha, unos veinte años, o tal vez más, menor que él. Pero ella
como que no se decidía a formalizar la relación… «¡Tal vez por lo viejo!», le
escuché alguna vez al novio decírselo a su paisano y contertulio. Lo
cierto fue que aquella bella dama nunca se fue a vivir con él, nunca se decidió.
El enamorado murió solo, sin ella, poco después de hacerlo el maestro Morales
el 22 de septiembre de 1978.
Para cuando acaeció la
irreparable pérdida del egregio compositor, yo estaba en las huestes del Estado,
a su servicio, más precisamente en la Fuerza Aérea Colombiana, en el grupo
de los Aeroamigos 52-22.
Laboré con el maestro Morales,
pues mi madre, a su vez, era la repostera de la Tony, por lo que lo
conocía y le solicitó trabajo para mí. Como mi jornada terminaba a las 6 de la
tarde, siempre me dirigía hacia la pastelería, a cinco cuadras de la oficina, a
esperarla. Ella salía sobre las 7:30 pm.
Por ello, en ese lugar fui
disimulado testigo de otras tantas infidencias inherentes a la composición de
esa canción. Tan pronto terminaba el radio periódico, sobre las 6:45 p.m., el
maestro Morales solía ir a encontrarse con su paisano y amigo en la
cercana pastelería Tony. Allá, junto con el gran e irrepetible Jaime Llano
González, dueño de unas virtuosas manos con las que interpretaba el
piano, hablaban del avance de la canción, discutían, le hacían
correcciones, ajustes musicales… Los que, al siguiente día, en su oficina, y
conmigo como mudo, único e imperceptible testigo, volvía a tararear,
maldecir, tachar, borrar, corregir, arrugar hojas y botar. Y yo a recogerlas, a
desarrugarlas, a leerlas con avidez literaria y a guardarlas dentro de un
cuaderno, como un tesoro, una vez él salía y se iba.
Creo que una veintena de esas
amarillentas hojas las cargué, al menos durante diez años, hasta cuando en
algún trasteo se esfumaron. Por lo que solo me quedó aquel perfume de flor
de cera impregnado en las fosas nasales de mi inspiración.
Esta narración hace parte y le da el título: ‘Momentos idos’, a la
‘Compilación de narraciones románticas II’
Niñez, juventud y madurez pasaron veloces por su vera. Nunca pudo hacer con ella esa soñada visita placentera.
Cómo imaginarse entonces que,
en esas etapas mágicas, vividas de prisa y sin apreciarlas ni un tantito, como ahora
lo hacía, un poco tarde, lo reconocía, pese a todo fue feliz, ¡muy feliz! Lo hizo
con el vigor y el ímpetu del alcaraván llanero en celo, sin percatarse de la
importancia que cada una de estas tenía. Qué iba a pensar que aquellos
maravillosos días de derroches desbocados, locuras, algarabías y sueños
infundados, poco a poco absorbidos por agobiantes faenas laborales, tan solo en
el recuerdo, ¡cada vez más difuso y esquivo!, quedarían.
Momentos idos, vividos, dolidos,
para el jamás olvido.
Vistos con senil retrospectiva,
los de su infancia algo sufridos en un entorno familiar en las vicisitudes
sociales hundido, tanto o más que los de la adolescencia al percibir que la
nostalgia social al futuro patrio traía refundido. Duros años aquellos los de
la adultez temprana; en algo llevaderos… quizá por la menuda y más que
refregada paga. Esta disimulaba el ceño nacional fruncido, producto de aquel entorno
político, económico y laboral, a propósito, por los de siempre enrarecido. Astuta
minoría que, pese a tenerlo todo, aunque el todo tampoco le satisfacía, a la
atembada mayoría, los sin nada, con amañadas leyes y artimañas, bajo sus
insidiosos caprichos productivos por siempre sumisa tenerla quería… que a la
postre lograría. Incluso, de ser el más feliz y afortunado del mundo al país convencería
y este a los cuatro vientos, al fragor del futbol, fermentos y fandangos por
doquiera lo gritaría.
Un cruento y agorero
invierno se tragó la primavera.
De un momento a otro la adultez tardía, por entre los sueños irresolutos, los proyectos inacabados y los molestos como incomprendidos achaques aparecidos, inexorable le llegaría. A la ventana de su enfriada alcoba se asomaría. Aunque sabía que lo haría, confiesa que en recóndito silencio a toda costa postergarla quería. Al menos hasta ir con ella a París para la más que retardada luna de mil de cuando novios ofrecida. Promesa hasta ahora incumplida que humilla su existencia; pese a todo lo batallado para hacerla efectiva. Aunque ella lo entiende y sabe todo lo que al respecto han luchado para lograrlo, es un tarugo atravesado en su garganta… que ni saliva le deja pasar, no solo de noche, cuando ni dormir tranquilo puede, también de día. Es la más dolorosa de sus promesas incumplidas. Aunque jamás se lo diga o incrimine, en el cada vez más esquivo como femenino fulgor de sus pupilas la lleva esculpida.
Entre arreboles se agazapa y gime un corazón herido.
Sin poder… o querer que tal
amordazado sentimiento lo sepa el mundo enloquecido. Este hace rato vaga con el
freno perdido, en la colectiva tristeza hundido, tras los valores humanos, por
algunos centavos, en subasta al mejor postor vendidos. Enfermos del alma en la
sociedad de la mentira, en donde ni siquiera el afecto de los allegados es del
todo sincero. Creen que suele ser prestado, en tanto haya algún inicuo motivo,
interés, dinero en caja o en cualesquiera otros activos. Que los serán de
aquellos tan pronto el juez sentencie incapacidad legal o accedan al escrito de
defunción para hacerlos efectivos.
Incluso, viejas y secas,
conserva sus hojas la palmera.
La senescencia con el paso
de las horas hace su dolorosa presencia. Aunque ya no se reproduzca, aquel
tronco altivo y áspero no ha muerto, tampoco su esencia, la cual ahora lleva
las heridas del tiempo y la ingratitud en sus entrenudos, corazón y en parte de
lo que le queda de existencia. Todavía siente y le duele, pero jamás lo dice,
que, aunque ayer fue más que un símbolo que generó mercedes y admiración, ahora
en su entorno consideren que en estorbo se convirtió, que incomoda a los que de
su esplendor gozaron y se beneficiaron, por lo que ya es hora de erradicar la estorbosa
datilera... o, al menos, de conseguirle en otra parte, lejos de todos, en un
jardín ajeno, lejano, extraño, una pagada jardinera para que se encargue de sus
chocheras. Maluquezas, todas, producto del avance de la ceguera, amangualada con
la dificultad de entender y captar ligero al sumarse la sordera. Temas tristes
estos, los añejos, que a nadie importarle nada pareciera; porque aún no los
padecen. Ignoran, disimulan, piensan o esperan que, al llegar a viejos, si es
que llegan, tal circunstancia les sea ajena.
Una vida entera… camino al
inexorable frío del olvido.
Pese a todo fue feliz en
cada una de aquellas etapas de su vida, se lo dijo a su amante y compañera
antes de que alguno de los dos a lontananza partiera o de que el frío del
olvido con el infame manto de la amnesia los arropara. Esa vez ella le contestó
que a su lado también lo había sido; incluso, en la más que dura postrera,
aunque en esta tampoco apareció la escondida primavera, ni lograron celebrar en
París la tan ansiada como amorosa y más que esquiva quimera: cenar en aquel
hotel, oteando a lo lejos la metálica y seductora palmera.
Lo que sí parecía inexorable, ahora o pronto, que a otro jardín lejano a los dos juntitos sus allegados llevarían y al cuidado de manos extrañas y alquiladas dejarían. Por lo que, quizá, más rápido les llegaría, inexorable, el postrer y solitario estadio de sus días.
Niñez,
juventud y madurez pasaron veloces por su vera.
Momentos
idos, vividos, dolidos, para el jamás olvido.
Un
cruento y agorero invierno se tragó la primavera.
Entre
arreboles se agazapa y gime un corazón herido.
Incluso,
viejas y secas, conserva sus hojas la palmera.
Una
vida entera… camino al inexorable frío del olvido.
Foto cortesía de Andrea Enciso Díaz, de su álbum personal.
En sus respectivos hogares y
en casas diferentes pero vecinas, durante toda la vida, desde niños, Adalberto
y Eleonora vivieron en esa empinada y sesgada vía corta de una cuadra larga.
Cuando lotearon la inmensa finca
Bello Horizonte, por sus vistas privilegiadas en ese entonces, y la
convirtieron en el barrio popular donde sus primeros habitantes fueron trabajadores
de la Empresa Capital de Servicios de Aseo, por ahí bajaba un impetuoso arroyo
que en invierno lo inundaba todo y amenazaba la estabilidad de las
cimentaciones, las vías y la megaempresa ladrillera, pocas cuadras abajo. Gran
parte de sus turbulentas aguas iban a dar al plancito del potrero. En este, durante
los setenta, o antes, tras soterrar aquel cauce, construyeron una cancha
múltiple y le colocaron un nombre sugestivo. Ahí realizaban, y todavía, concurridos
campeonatos de microfútbol.
En esa cuadra larga, la
carrera 2 bis, viví por casi veinte años. Esto me permitió conocer de soslayo algunos
fragmentos de las historias de sus habitantes antiguos, así como las de unos pocos
nuevos, con quienes llegamos al sector durante los ochenta.
De Adalberto y Eleonora recuerdo
que cada uno, para entonces, tenía su respectivo hogar y pareja, él con dos
hijos, los de ella eran tres.
Adalberto enviudó unos años
después de haberme aparecido en ese bullicioso y populoso sector, pero siguió
viviendo solo, ahí mismo; sus hijos migraron en busca del sueño americano. Él tenía
su casa ubicada hacia el final de la cuadra, esquina norte, por la otra acera en
donde, en la mitad, casi al frente de la que compré con el préstamo que me hizo
el Fondo de Ahorro de Empleados Nacionales, vivía Eleonora con su gentil esposo
e hijos volantones.
Meses antes de vender aquel viejo
caserón e irme para un apeñuscado apartamento al otro extremo de la ciudad,
Eleonora enviudó, pero siguió viviendo en su casa, al igual que lo hizo Adalberto
en la suya tiempo atrás al quedarse solo. Este, diez años mayor que ella y quien
para ese momento lucía una cabellera por completo preñada de canas, sin que
esto le quitara su caminado altivo, decidido y, ahora que lo evoco, hasta arrogante
y presumido.
Al parecer, a Eleonora el luto
marital le regaló una sonrisa que antes le era esquiva y traía apretada… o tal
vez muy disimulada en público.
Para sorpresa de casi todos
los habitantes de aquella empinada y sesgada vía corta de una cuadra larga, la
carrera 2 bis, excepto para algunos pocos vecinos y muy cercanos a estos, tal
vez sus más que reservados cómplices de tiempo atrás, quizá desde adolescentes,
tres meses después de fallecido el esposo de Eleonora, el par de viudos desarroparon
su añejado y preservado amor.
Desde entonces se les ve por la calle cogidos de la mano y darse besos como quinceañeros, tal vez como cuando a escondidas se enamoraron y juraron que, así les tocase otras parejas, como lo querían y les impusieron sus respectivos padres, porque aquellas familias eran rivales desde su llegada al improvisado barrio, por siempre se amarían y esperarían lo que fuese menester para hacerlo público y gritar a los cuatro vientos que, aunque en secreto, a escondidas, desde muchachos se amaron. Que, con mayor razón, ahora de viejos lo seguirían haciendo, pasara lo que pasara, dijeran lo que dijeran.
Ahora… ¡qué más daba!
El tiempo apremiaba.
A nadie importarle debía
Que aquellos viejos se amaran.
¡Qué más daba que se besaran!
Amores añejos sus almas unían.
Una
vez más la ambición desaforada, ¡sin fondo!, de unos pocos que lo tienen todo,
sin que ni siquiera el todo les sea suficiente, desarropa una de las tres mayores
ferocidades humanas: su proclividad marginal individual autodestructiva.
Propensión contradictoriamente dañina que pernocta en las catatumbas cerebrales
del, al parecer, único ser con intelecto, expresión oral, sentimientos y
capacidad de imaginación en el universo conocido, o al menos en la Tierra.
Propensión
morbosa acentuada y puesta en evidencia y sin miramiento alguno ni control
posible, al parecer, más en unos pocos integrantes de la artera minoría global
aplastante. Casualmente, estos, con casi la totalidad de sus necesidades físicas
(no las espirituales) resueltas y mucho más, incluido el exceso, no solo para
ellos, desde luego, hasta para sus próximas diez o más generaciones… ¡de
haberlas!
¡Egocentrismo
en la máxima y peor de sus expresiones!
Algunos
de estos poderosos intocables lejos están de la conmiseración, por lo que poco
y nada la practican ni les interesa. Por el contrario, se envanecen y celebran
que se sepa y difunda en redes (deletérea telaraña universal) que padecen de esa
enfermiza sensación de lastimar, causarles daño y supeditar a sus caprichos a sus
semejantes y a todo aquello que se les antoje, les caiga mal o sean contrarios
a sus sórdidos como insondables intereses megalómanos. Incluso, se refocilan al
causárselo, autoflagelándose, cuando el asco y la autosuficiencia les inficiona
su ‘lógica’ y orienta su trastabillado andar, petulante actuar y balbuceado
justificar. Conducta execrable cuando se juntan o asocian con pares de igual o peor
calaña y frondío poder para apresurar o asegurar el inicuo propósito y causarle
mayor devastación social y ambiental a la digitalmente atembada humanidad de
estas incipientes décadas del incierto como desaforado siglo XXI.
Manguala
siniestra a la vista, evidente con la sórdida como hedionda repartición
planetaria que algunos de estos señores tan poderosos como contradictorios en
apariencia vienen pactando para apañarse por completo del granito azul del
universo que tenemos en préstamo; sin importarles que en la contienda bélica en
ciernes, acompasada con la apestosa comercial en curso, por ellos anunciadas y
patrocinadas con inimaginables arsenales de destrucción masiva y mercaderías en
general, no solo despedacen para siempre los mercados y a sus cada vez más
famélicos y engrupidos compulsivos compradores, sino al hábitat donde unos y
otros conviven y que necesitan para seguirlo haciendo.
A
lo largo de la fatídica historia humana la mezquindad rapaz de personajes como algunos
de los actuales poderosos intocables se ha puesto de manifiesto con
consecuencias nauseabundas que, precisamente, la historia registra como
holocaustos, crisis y hambrunas desastrosas: ¡hecatombes sociales! Historia que,
aunque es contada y oficializada casi siempre por los ganadores y beneficiados
del desastre, ajustándola a sus frondíos intereses y conveniencias
inescrupulosas, no por ello deja de ser horrenda e injustificable, razón por la
cual debiera servir de ejemplo triste para evitar repetir o intentar emular.
Los
actuales generales transnacionales de la muerte en masa y patrocinadores de la
agobiante desigualdad, so pretexto del bienestar general y la salvaguarda
planetaria, la que plantean lograr mediante aranceles lesivos, bloqueos
comerciales, amañados pactos de apoyo, respaldo y colaboración bilateral
forzada, a la vez que exhiben sus abominables arsenales esparcidos por tierra,
mar, aire y donde quiera sea para forzar la aceptación de sus voluntades y
poderíos, tal parece que están dispuestos a repetir una y otra vez, no solo aquellas
masacres y hambrunas generalizadas entre sus congéneres, también, sabiéndolo,
pretenden arrasar con cuanto ser o cosa sea menester y haya sobre la faz de la
Tierra. Calamidad mundial en la que están empeñados, ¡enceguecidos!, a
sabiendas del cataclismo en ciernes. Tal parece que solo les importa saciar esa
espeluznante sed que les corroe el alma y les obnubila el seso.
Incluso, unos y otros apuestan y construyen claustrofóbicos tubos alargados para instar irse a vivir adonde, precisamente, ¡vida no hay!, habría que ‘fabricarla’; la cual, pese a toda la tecnología, ingenio y riqueza que en ello se invierta, difícilmente tendría la simplicidad esplendorosa que hasta el momento conocemos y que aquí disfrutamos con tan solo abrir los ojos, aguzar los toyos, permitir su roce, así como saborear y oler su impalpable y mágica existencia elemental.
A
esos poderosos personajes se les debe, ¡sí!, reconocer su capacidad y empuje
por lograr tantas cosas y amasar fortunas colosales. Lo deberían seguir
haciendo en pro de su satisfacción y de las fuentes de empleo y atomizadas
oportunidades que con ello han creado por doquiera sea. Señores, ustedes tienen
talento y capacidades para mejorar y engrandecer este mundo y su actual sistema
económico regido por el capital y la mercancía… como lo han venido haciendo. Pueden
y tienen potencial para lograr más y mejores beneficios para la humanidad en
particular, así como para el planeta y la vida en general. Esta, tal y como la
conocemos todavía, no tiene precio ni reemplazo. Entonces, de verdad, que
pretender repartirse el globo: militar y comercialmente, en una triada
geoestratégica, es, además de una odisea innecesaria, prender la mecha del irreversible
caos mundial; esta vez, seguramente, con un desenlace que, tal vez, ni siquiera
ustedes mismos sepan cuáles serían sus fétidos resultados, ni quieran o puedan afrontar
sus insondables consecuencias.
¡Dejen quieto el mapa, señores!
Mejor,
por favor, con tanto poder y recursos que han atesorado, generen más oportunidades
para la mayoría. Patrocinen o al menos permitan que cada persona, donde quiera
sea que se tope, en lo que quiera sea que crea o piense y cualquiera sea su
color de piel u ojos, pueda satisfacer en paz y con dignidad sus necesidades,
¡al menos las básicas! De paso, ustedes aumentarían, aún más, sus respectivas alcancías.
Lo harían ayudando, construyendo, sin destrucción ni daños colaterales.
¿Para
qué la guerra si al final hasta el ganador algo en esta pierde, al menos la profunda
paz de su conciencia? Tengan presente que el remordimiento es al hombre como la
contaminación al mar: daña por dentro, desde lo profundo. Cuando aparece en la
superficie… ya es tarde y no hay cura
alguna para contrarrestar el mal.
Mejor,
permitan o impulsen para que cada pueblo, dentro de sus fronteras, se
autodetermine según sus concepciones e intereses propios. Señores, sus
productos, sus mercancías y empleos generados, mientras sean benignos y bien
intencionados, aquí y allá seguirán siendo bien recibidos, comprados y
consumidos. Dejen que el mercado y las reglas de la oferta sana y la demanda básica
rijan, faciliten y hagan viable el intercambio para la satisfacción de las
necesidades de la gente... ¡del común de la gente!, ¡de toda la gente!
Seguramente
que, con lo que cuesta un misil de perverso alcance, o un tubo alargado de esos
para viajar al espacio, o los artefactos inteligentes de la actual guerra por
aire, mar y tierra, bien podría resolverse gran parte de las necesidades
elementales insatisfechas de un montón de gente por ahí, por doquiera sea.
Trazar
e imponer nuevas fronteras, con filudas y electrificadas serpentinas
egocéntricas, además de ignominioso es peligroso.
¡Ustedes
lo saben!
Es
un error histórico, amén de amenaza letal, pensar en mercados aislados y
excluyentes, así sea al interior de, por ejemplo, las tres mega plataformas continentales
como las que se vislumbran: La de la Gran América, de Alaska a la Patagonia,
incluyendo sus cuotas partes europea y africana; la del Asia esteparia con pellizcos
de la Europa que añoran y su respectivo cuñete africano; y la de la expandida Asia
indo pacífica con una facción de la vieja Europa y sus puntas de lanza ‘normandas’
en el resto del mundo, incluidas en las otras dos.
Señores,
esta nueva escisión planetaria lejos está de frenar la ambición de algunos
pocos de quererlo tener todo y más, y de ser los mases sobre los demás
mandamases, así en sus madrigueras recién hayan acordado lo contrario para
repartirse en tres la tarta. Tampoco resarcirá la precariedad de los sin nada o
casi nada de seguir con tal asfixia y angustia por lo que ustedes hagan o
decidan hoy, mañana o trasmañana. Estos (las desbordadas mayorías globales y actuales)
están dispuestos a migraciones impresionantes y luchas carniceras reivindicatorias
donde quiera sea que lleguen, estén o sean llevados, mientras les gruñan de
hambre sus tripas y las de los suyos; peor, si saben que pueden ser objeto predeterminado
de los misiles ‘inteligentes’ de quienes quieren su desaparición o sometimiento
a juro, con o sin motivo alguno.
El
hambre masiva, siendo esta la segunda ferocidad humana y arma letal y única de
los sin nada o casi nada, es una apestosa ojiva, tan embrutecedora e
incontrolable como las apestosas biológicas que de vez en cuando los generales
de la muerte, a orden de sus mandamases, dejan escapar de sus laboratorios de
guerra.
La hambruna hace que el individuo se crea capaz de arrasarlo todo a costa de su propia vida y la de los suyos. Por lo que, por instinto vengativo destructivo, tercera ferocidad humana escondida pero latente, lo primero que hará, lo cuenta también la amañada historia, será derribar los muros que sean necesarios hasta penetrar los refugios blindados de los orondos poderosos, donde quiera sea que se guarezcan o agazapen, así estén protegidos por ejércitos, hasta ese momento leales… a la paga (la que nunca es suficiente), no a los ideales, causas y ambiciones de sus respectivos patrones, ‘reyezuelos’ y amos del momento.
Estos
apertrechados y entrenados alfiles asalariados son, también, seres humanos presos
de las tres ferocidades aquellas. Por lo tanto, ante la oportunidad de echarse
al bolsillo algunos reales extras y hasta de arañar uno que otro escaño social
o institucional, amén del desquite refundido contra sus impotables amos, no
dudarán en agarrarlos y arrastrarlos hasta la Bastilla y postrarlos en la
guillotina, sin que les importe (¡qué les va a importar si hasta ese momento no
han tenido más que su precariedad, inquina y voracidad amordazadas!) que en tal
debacle todo se vaya al traste, o se mejore, o se empeore, o hasta mueran
muchos o todos en la incierta zarabanda reivindicatoria. En el fondo de sus
maltratadas almas… no les importa ni tienen claro si ganarán o perderán. Solo
dirán: “¡Pa’ las que sea!”
Cuando
llegue el momento de la efervescencia global, la adrenalina social, mezclada
con hambres y rencores, más que guardados: ¡enfuertados!, hará las veces de
combustible incontrolable. Este por doquiera se esparcirá y hará arder, no solo
las covachas de aquellos, también, las onerosas soluciones de interés social y
las minúsculas celdas habitacionales financiadas a insolutos saldos de la media
poblacional. Entonces, hinchará los corazones y estómagos de la desbordada mayoría
mundial, cansada de la afilada geoestrategia controlada desde tres o cuatro
fortines ubicados en algún lugar de América, Europa y Asia, siempre en función
de los pocos de siempre.
Si
la primera ferocidad humana pernocta en las catatumbas cerebrales de cada
individuo, la segunda lo hace en su ulcerado estómago, que, al mezclarse con la
tercera y otras tantas, impregnadas en cada una de sus susceptibles y
canceradas vísceras, exacerbarán las ojivas comportamentales de la devastación
de todo a su alrededor. Así las cosas, algunas de las refundidas y engavetadas contradicciones
del actual sistema económico y sociocultural podrían reeditarse y ponerse de
moda o dar paso a uno nuevo, desconocido, incierto... con pronóstico reservado.
Ustedes
lo saben, lo han estudiado o al menos algunos de sus doctos asesores de nómina les
habrán comunicado o enseñado que en cuanto a conmiseración y convivencia
inteligente (léase equilibrada) es poco lo ganado el haber pasado del
salvajismo primitivo al esclavismo, de este al retrógrado feudalismo que mudó
hacia el novel capitalismo en el que estamos atrapados. Regímenes todos, en
esencia similares en cuanto a sus formas de producción y escabrosas relaciones
sociales, no en las nomenclaturas usadas en cada uno. En uno y otro hay
dolorosas semejanzas en cuanto a tenencia, poder, comportamientos y
sometimientos desequilibrados. Por lo tanto, al entuerto actual, pese a todo,
si no es para mejorarlo, sería mejor no hurgarle las verijas al oso, así ahora
parezca estar dormido y ser inofensivo.
Por
esto y mucho más, si no es para salvaguardar el medio ambiente y optimizarle la
vida a cada persona, doquiera sea que viva, piense en lo que piense, crea y
pertenezca a la raza que sea, mejor, por favor, ¡dejen quieto el mapa, señores!
Mi preferencia por el equipo
albirrojo se dio por variables casuales y ambiguas circunstancias sociales propias
de aquel entonces. Corría el amanecer de los años setenta y recién había
llegado de mi pueblo del alma en calidad de desplazado social. Entiéndase esta
expresión como la visión que mi madre tuvo en cuenta para evitarnos que
nosotros, sus hijos, siguiésemos las sendas que ella y la abuela enfrentaron,
con carencias y dificultades socioeconómicas por doquiera; amén del riesgo de
que, al llegar a volantones, de pronto las huestes de los chusmeros o de otros incipientes
grupos armados irregulares nos echasen el ojo, llevasen a la fuerza y pusiesen al
servicio de la revolución que le pondría fin a todas las problemáticas del país,
como proponían, justificaban y por doquiera decían a grito de metralla, machete
y fusil. Cruel como impelido destino que a tantos les tocó. Muchos murieron de
viejos en la manigua o entre el morichal. Otros a cualquier edad abatidos
serían por la artillería o los bombarderos de las fuerzas del orden y la
libertad. De la mayoría de estos nunca se supo su suerte, paradero ni lugar de sepultura,
si es que ya se fueron para el otro toldo, probable, muy probable.
Al arribar a la ciudad capital
nos guarecimos en la casa de una tía quien estuvo dispuesta a darnos abrigo,
por algún tiempo, mientras mamá se ubicaba laboralmente. El mundial del 70
estaba por comenzar y una multinacional comercializadora de electrodomésticos pasó
por el barrio dejando televisores que, precisamente, unas semanas antes de
iniciarse el certamen fue a recogerlos de las casas donde no quisieron o
tuvieron para comprarlos. Por doquiera se hablaba de futbol, desde luego, del
gran Pelé, quien, a la postre les daría el tricampeonato a los brasileños,
arrebatándoles la victoria a los italianos.
Desde entonces, sin ser el futbol
la mayor de mis pasiones me entró un gusto discreto y una atracción disimulada,
como hasta ahora, por ese deporte. Más, cuando, tanto el odioso de mi primo, el
hijo de mi tía y dueña de casa, y ella misma, eran hinchas furibundos del encopetado
equipo albiazul, el rival local del albirrojo. A este equipo, en callada
admiración, tanto mi abuela como mi madre, «¡De estirpe liberal!», solían asegurar,
ya no tano al llegar a la caótica y fría ciudad capital, me insinuaron sin
decirlo, para no entrar en contradicción con mi tía y mi primo, evitaban un
inesperado desalojo, que ellas preferían a este equipo: «¡El rojo! ¡El otro nos
recuerda a los godos que tanto daño nos hicieron en el pueblo!» Tal vez por
esto me incliné por el que me insinuaron mamá y mi abuela.
Onceno al cual quería ir a ver
al estadio. Sin embargo, como la boleta más barata era cara e inalcanzable para
nosotros, además de quedar lejos donde jugaban, al norte, en la cincuentaisiete,
algún día el odioso de mi primo me dijo:
—Si quiere ver jugar a esas
‘rangas’ madrugue y haga cola para que lo dejen entrar a la tribuna de
gorriones donde van los niños pobres de la ciudad… por no decir ‘gamines’.
Tiempo después encontré que la
alcaldía de la capital en 1951 expidió un decreto, el 523, donde, precisamente,
en su artículo 5, establecía que las tribunas 4 y 5, norte bajas o inferiores,
tenían esa jurídica destinación, ‘para niños pobres’.
Al siguiente domingo de haber sabido
tal posibilidad jugaban los rojos. Muy temprano le dije a mamá que me iba para
el estadio. Lo hice a píe. Por el camino, cuando la NQS solo era la Treinta,
antes de llegar me compré un almuerzo colombo-francés, adicionado con proteína
veleña (un bocadillo). Me gasté en este piscolabis casi la totalidad de los centavos
que me dio mamá.
Aquellas tribunas eran, en
efecto, gratuitas y había que hacer cola desde temprano. El cupo era reducido
y, sí, los que la hacíamos éramos ‘niños pobres’. Sin embargo, y pese a la poca
visibilidad desde aquellas graderías, sobre todo de lo que pasaba de la mitad
del campo hacia el sur, desde entonces casi nunca me perdía partido que jugara el
Expreso Rojo. Desde ahí puede ver y gozar de las atajadas de Ovejero, las
destrezas del Maestrico Cañón, las zancadas goleadoras de Campaz, Ernesto Díaz,
Šekularac, Pandolfi y otros tantos, así como las proezas del 70 y el 75,
año cuando dejé de ir al estadio por temas de edad y la rebuscada del sustento.
Pese a la ubicación marginal de aquellas dos
graderías, la 4 y la 5, las de ‘los gorriones’, ‘las de los niños pobres’, como
reza en aquel decreto de la alcaldía, allá disfruté momentos apasionantes de este
deporte, amén de adictivo ¡embriagante! También, algo, no solo de futbol, allá aprendí
y me contagié, así fuese de soslayo. En esas graderías ‘inferiores’ me entró la
gana de estudiar una carrera profesional, investigar y escribir para tratar de
entender las talanqueras que dividen a la humanidad y alimentan la desigualdad;
no tanto para encontrarle solución, aunque para entonces ignoraba la
inexistencia de cura para ese mal social universal, sino para, al menos, algún
día plasmarlo y dejárselo de reflexión a las siguientes generaciones.
Me acostumbré a observar, no solo el devenir
del mundo y las jugadas de las personas, públicas y privadas al alcance de mi
mirada escrutadora, también, las de los gobiernos y sus manejadores, de ayer y
de hoy. Lo hice amojonado en las graderías inferiores del estadio de la vida. Desde
entonces lo sigo haciendo de soslayada manera. Siempre me ubico en la tribuna para
‘niños pobres’, la de gorriones. Así las jugadas y los goles que hagan unos y
otros del medio campo para allá me los tenga que imaginar a partir de la
gritería, gestos y ademanes corporales de la alebrestada fanaticada apostada en
cualquiera de las otras locaciones preferenciales con mejor y completa visión
del campo de juego… y más caras. Lenguaje comportamental que suele ser más
diciente que las palabras y acciones de los personajes en el tinglado político,
social, económico, mediático y, en general, en cualquier parte sea donde estos
actúen a la siga de sus tapados, comprados o mandados intereses, casi siempre;
los de ayer, los de hoy, los de mañana.
Se estarán preguntando, con justa razón al acercarnos
a las tres cuartillas, ¿qué tiene que ver esto del equipo de mis preferencias
juveniles, el estadio de la cincuentaisiete y su tribuna de gorriones con los
gobiernos, en especial, con lo del actual, el del cambio y primero con
semántica nominación antagónica a todos los anteriores durante estos doscientos
y tantos años de gobernanzas encaminadas y desequilibradas?
Comencemos por lo de las tres cuartillas, parangón
con los casi tres años que el antagónico de turno lleva en el poder… por así
decirlo.
Al parecer, el actual gobierno, pese a sus
esfuerzos, al menos semánticos y de unas que otras rabietas televisadas, de
querer administrar de la mejor manera la cosa pública y resolver algunos de los
peores flagelos que a diario se juegan a muerte en el tinglado patrio, por la antípoda
posición ortodoxa, explosiva terquedad, ambigua ubicación en el ajedrez político
nacional y tangencial concepción ideológica de su adalid, amén de la
sistemática obstrucción que sus poderosos opositores ‘naturales’ le han colocado
y le seguirán colocando del medio campo para allá y que se espera le seguirán
haciendo, incluso tras el pitazo final, de aquel promisorio paquete de
iniciativas que presentó en su ardorosa campaña solo unas pocas las pudo, le
dejaron o quiso ejecutar con juicio. Lo hizo cuando aún jugaba a este lado de
la chancha, durante el primer tiempo del partido.
Sin embargo, la mayoría de las medidas, sobre
todo las de índole social, que es donde más aprieta la chancleta de huequitos, gobernanzas
con las cuales conjuraría la mayoría de los peores como lastimeros entuertos
nacionales, de los cuales una afilada minoría desde siempre se ha beneficiado
al detal y al por mayor y todo parece que lo seguirá haciendo, al actual señor
presidente le tocó jugarlas… o acordó intentar sacarlas transcurrido el primer
tiempo del partido y adentro de camerinos. Se intuye o colige a partir de su
postura corporal ladeada y desganada, entre otros síntomas y mensajes comportamentales
y corporales similares, aclaro: oblicuamente visto desde la limitada gradería
de los gorriones, que lo hizo adrede, que dejó tal cual, ante el embeleco de un
golpe de estado, que frenó unas, que ajustó aquellas o negoció otras para
instar sacarlas a ver si algo consigue o le dejan hacer, en mínima parte,
durante la lánguida postrimería de su mandato.
Lo que ahora está haciendo, de la mitad de la
cancha para allá, hacia el sur del estadio patrio, pareciese estar condenado al
frío del olvido, junto con la fuerza enclenque de su gobierno que hipa en el poniente.
Lo intenta hacer a la hora del sol de los venados, que es cuando los nuevos cérvidos
se aprestan para el siguiente periodo de apareamiento: las borrascosas
elecciones. Estas, entre más pólvora, terror, miedo, incertidumbre y muerte (de
gorriones, de gente pobre) haya en vísperas, más sufragios, de los dos tipos, conseguirán
algunos, por lo general, los de siempre, los que ofrecen puño fuerte y alma abierta…
escondiendo sus bolsillos sin fondo y apetitos insaciables nauseabundos.
El señor presidente decidió, le tocó o sabía
que le tocaba hacerlo así y de la mitad de la cancha para allá, desde donde,
precisamente, ‘los niños pobres’, los ubicados en la gradería de los gorriones no
alcanzan a otear con precisión qué pasa, por lo que presto pierden interés u
olvidan lo prometido ante los incumplimientos consuetudinarios. Entonces, los
gorriones solo se enterarán de lo que pasó cuando lo sientan en carne viva o lo
lean y asimilen en la gritería y ademanes eufóricos de quienes ¡sí! tuvieron
cómo comprar las boletas de las graderías de preferencia, desde donde se domina
por completo y durante todo el partido el campo de juego y a sus jugadores,
árbitros y locutores… la mayoría parcializados, de sus respectivas nóminas,
fieles a la paga.
Desde las graderías inferiores de las tribunas
4 y 5 del estadio de mi vida fue poco lo que alcancé a ver con nitidez o
entender lo que hizo o le dejaron hacer al actual gobierno. Tampoco parece
claro lo que al parecer fincará en lo que resta del partido. Muy buenas intenciones
se vislumbraron al comienzo, cuando lo jugó a este lado de la cancha, cerca de
la tribuna de ‘los niños pobres’ y antes de que, incluso, algunos de su equipo,
fuego ‘amigo’, le hicieran zancadilla, negocillos amañados o arreglos solapados,
de pronto a sus espaldas y en contubernio con los tartufos de siempre: los
señores poderosos y reyes de la corruptocracia que se arropan con la maltrecha manta
de la democracia.
Es probable que la actual administración
nacional deje por ahí una que otra norma, como aquel decreto capitalino del 51,
en donde en algún articulillo les concedan a los ‘niños pobres’ del país, a los
gorriones, cada vez más por doquiera, uno que otro beneficio ‘esgalamido’,
siempre y cuando estén dispuestos a madrugar, hacer cola y ocupar alguna de las
graderías de la tribuna baja norte del estadio de la patria… al menos hasta
cuando, muy probable, llegue otra encopetada ‘administración’ y la arrase con órdenes
ejecutivas en contrario, como las de siempre.
Los frutos de esa rasguñada gestión durante ese
primer tercio gubernamental, más lo que logre cuajar durante el cuarto que
resta, espero poderlos disfrutar algún día con el común de mis connacionales,
gorriones y no gorriones. Ojalá pronto nos podamos subir a esos trenes del
progreso que, si los de siempre lo permiten, comenzarían a surcar la compleja
geografía nacional en pro del desarrollo y las oportunidades esquivas que tanto
necesita y se merece este atembado país para poder volver a gritar con emoción
juvenil algún ¡gol!, pero a favor de la patria, así sea desde las tribunas para
niños pobres.
Sentado en la banca del parque,
como lo hizo a su lado al ennoviarse y hasta ir envejeciendo, Misael Mauricio
miraba por sobre unos árboles. Parecía conversar con alguien a quien, cual, si
estuviera a su lado, le acariciaba la mano.
—Si hoy partiera, como tal parece por el avance
inexorable de la ponzoña en mis pulmones, ¿qué sería de ti, mi vieja linda?
—¡Tú lo sabes!, ¿acaso dudas o temes algo?
—Nunca quisimos tratar este tema, ni dejar
arregladas las cosas, pese a tantos casos que conocimos y criticamos por los
disparates que hicieron, cuando no fue el viudo fue la viuda, con procederes ilógicos
al quedar algo de patrimonio.
—Cuando el lío no fue entre hijos, nietos y
demás parentela por la repartición, la furrusca la propiciaron los propios cacrecos
con amores falaces que se les aparecieron por ahí... ¡todos al agüeite de lo
que dejó el difunto!
—Pasiones insanas que tan pronto los querellantes
fraternos o los mozos zalameros se hicieron con lo suyo —la interrumpió
amoroso—, terminaron por corroerles la salud que les quedaba, y sin un centavo
para pagarle al matasanos, menos a la enfermera para que les asee la cola. Por
eso, Luz Adriana, antes de casarnos te prometí aquí mismo que nos iríamos
juntos... ¡al tiempo!
Una brisa suave del este, color
magenta, recogió de la banca de aquel parque la silueta de Misael Mauricio y la
retornó a la UCI, en donde la congestión con pacientes era dramáticamente
evidente; muchos intubados, otros bocabajo, aquellos con escafandras... casi
todos en las puertas del olvido, como ahora también lo estaba Luz Adriana, ahí,
en la siguiente camilla.