Conversaciones con mi nieto
"...ni antes del amanecer, tampoco después del atardecer, es posible ver el sol por la ventana..."
Como a todos casi nos pasa al volvernos
abuelos, ¡o eso creo!, o escuché por ahí, al llegarme el sorpresivo turno… ¡humanos
sentimientos encontrados me rasguñaron por dentro el pecho! No obstante, desde
cuando lo tuve entre mis brazos, esa primera y mágica vez, y me miró, como si fuésemos viejos conocidos,
hospedándose en lo más recóndito de mi existir, lo escuché. Me habló con ese
rayito de luz escapado de sus incólumes pupilas:
—Abuelo, soy el complemento de tu vida, así como
la prolongación de tu existencia.
—Sí, así lo siento, jovencito —con callado
grito le respondieron mis ojos a punto de humedecerse; lo que impedí con gran
esfuerzo, disimulado. Necesitaba evitar que los demás captaran lo que le pasaba
al inexpresivo y cascarrabias que toda mi familia conocía—. Llegaste justo a
tiempo para entregarte el pesado morral de mis sueños, algunos a propósito guardados,
muchos frustrados, ¡pocos cumplidos!
—Lo sé, abuelo, entre muchas otras cosas… ¡a
eso vine! —sus ojos volvieron a gritarme —. Tus sueños y los míos conocerán la
luz en su debido momento, cuando el viento del norte venga tibio y sin borrasca
—me asestó la voz de su mirada limpia, en el preciso instante cuando alguien me
pidió que se lo dejara alzar. También quería arrullar en sus brazos al recién
nacido.
Así y ahí terminó la primera conversación visual
que tuve con mi nieto.
El tiempo siguió su marcha. Mi nieto fue creciendo.
Yo seguí deshojando el calendario y garrapateando a toda prisa mis volátiles sentires
en las páginas de las infieles nubes. Sin embargo, desde aquella vez, sin casi
palabras, o con una que otra que es menester decirnos para evitar suspicacias
familiares, con miradas nos seguimos entendiendo. En mis ojos él encuentra
todas las respuestas y orientaciones que necesita, así como las que más tarde,
estoy seguro, va a requerir, tal vez para cuando ya no esté a su lado. Con miradas
le digo lo que pienso o preciso; si estoy feliz o triste; si estoy de acuerdo o
no con algo. Él todo lo entiende, o deduce. En la viveza angelical que deja
asomar a los dos luceros empotrados en su infantil rostro, manantial de néctar
en camino árido al trasegar el tercer tercio de mi destino bajo el efluvio del sol
de los venados, leo e interpreto sus preguntas, dudas, inquietudes… presentes y
venideras.
A través del destello de su incólume pupila llego
a su alma limpia. Ahí dormita apacible su prometedor y bonito futuro. Este, desde
luego, con altibajos y dificultades para llegar a ser una buena persona: el máximo
y más caro trofeo diseñado a medida para el ser humano, acorde con la
arquitectura universal. Intrínseco proceder, sin embargo, hoy día casi olvidado
o confundido con torpeza. ¡Torpe!, calificativo que suelen darle a quien se
atreva, o al menos lo intente, a ser buena persona.
Cuando estamos juntos, allá en su prístina esencia,
vía su transparente mirada, encuentro la lumbre que guía ahora mis cansados
días. Al ausentarnos, me basta con recordarlo para que me ilumine y suavice el
camino, me humedezca y endulce los labios, resecos de libar en la copa del
desagravio la esquiva ingratitud de algunos, o la nostalgia social que a todos,
casi por igual, nos enferma el alma, dentro de este abismo de afanes
egocéntricos y virulentos por doquiera esparcidos. Que son más letales cuando
la causa no es otra que la sulfúrica codicia, la peor y más triste de las facultades
de la mente humana, hasta ahora conocida.
—Abuelo —me dijo con su luz un poco antes de
cumplir los seis años—, pensar que algún día no estés, como hasta ahora, me
produce miedo. Anoche eso soñé y desperté llorando. Y no fui capaz de decirle a
mamá lo que me pasaba… para evitarle más preocupaciones de las que ya tiene.
—Mira, jovencito, nuestra existencia, por
fortuna, es efímera, muy pasajera —le respondí con la voz de mi ronca conciencia
puesta en las pupilas de mis ojos de invierno—. Somos transeúntes en esta
pequeña y frágil nave del universo a la que llamamos tierra. Entonces, lo que
importa es que en el ratico que aquí estemos, dentro de la infinidad de asuntos
que nos corresponde, casi todos inventados e innecesarios, hagamos bien dos
cosas, y en particular evitemos una…
—Abuelo, si te entendí: ¿hacer bien dos cosas
y evitar una… cuáles?
—Las dos primeras: ser feliz y propugnar para
que los demás, también, alcancen tal dicha, jovencito —le respondí—. Facultad
cada día más refundida por el propio ser humano, empecinado en cobijarse el
alma con abrigos zurcidos con los cardos del sufrimiento colectivo.
—Ser feliz y buscar que los demás también… parece
tarea fácil lograrlo, abuelo —lo escuché, no solo en su mirada, sino en su todavía
impoluto pensamiento.
Desde hacía algún tiempo, además de hablarnos
visualmente, nos comunicábamos a distancia. Telepática facultad que pocas veces
la usábamos. Lo hacíamos cuando alguno de los dos requería algo del otro con
carácter urgente. Como cuando a él lo regañaban sus padres de manera injusta, exigiéndole
e imponiéndole su atorrante autoridad para que dejara de ser lo que era: ¡un
niño! Entonces, desde su hogar, me pedía que le indicara qué actitud tomar, qué
hacer.
—Siempre, en estos y en muchos más casos que
se te presentarán a lo largo de la vida, la estrategia a seguir es la
tranquilidad —le dije un día cuando sus padres le exigieron que ya tenía que
saber leer y escribir, ¡y en dos idiomas!, «como los otros niños del jardín… si
es que quieres pasar al siguiente nivel, y en un mañana ser alguien en la vida»,
le enrostraban—. Sofócales sus acalorados como agobiados corazones con un
baldado de tu ternura, con un racimo de tus cándidas sonrisas, con un soplo suave
de tus palabras y fraterno ánimo. Así evitarás con ellos, y con cualquiera, la
inútil como abrasiva confrontación de las afiladas palabras y los hirientes
hechos. Esta, no solo avivará la llama del dolor mutuo, sino que pellizcará la
dermis de la solución, colocándola a mayor distancia de las partes en cuestión.
Debes comprender que casi todos los padres, y los adultos, suelen repetir los
errores recibidos en sus crianzas, cuando no es que encuentran en sus hijos,
amigos, vecinos, paisanos y gobernados, el soslayado objeto de sus mordidos desquites,
heredados traumas e incurables perversidades.
Por lo general, mi sugerencia le funcionaba,
al menos con sus agobiados y siempre auto-atareados padres. Espero que cuando crezca
y sea más grande, si la pone en práctica, le funcione con el mundo. Por mi
falta de resolución, aparente mal carácter y debilidad… o tal vez extremada
sensibilidad, ¡lo reconozco!, tal estrategia poco éxito me produjo. La verdad: nunca
lo intenté con juicio. La huraña humanidad me traía en revesa afectiva desde mi
difícil infancia, castigada por la heredada desigualdad social que por toda parte resplandecía, y por ese
ventajismo de unos pocos, los de siempre: la artera minoría, que todo lo tenían,
pero que con nadie, solo entre ellos, nada compartían.
También acudo a ese etéreo medio de
interacción mental con él cuando lo echo de menos y me hace falta. Entonces, lo
busco en mi recuerdo, al cual siempre acude. Llega con una flor en la mano; de
las que recoge en cualquier jardín o prado para alegrarle el día a quien lo
necesite, o para sanarle las dolamas a la abuela (infalible medicina para ella,
mi esposa). Siempre lo hace con esa magnética sonrisa que tiene la mágica
facultad de calmarme, así como de llenar mis alforjas de alegría y espantar los
fantasmas de esta enchipada melancolía; oculta tras la mampara de mi «cara de
puño», como me dicen algunos de mis hijos y otros allegados.
—Sí, ser feliz y hacer felices a los demás parecen
tareas fáciles… en teoría —le comenté—. Hacerlo con éxito es otra historia;
tema por demás complejo; cual ejercicio de asíntotas, en donde la recta del
pensar, es decir, la inteligencia, se prolonga de manera indefinida hacia la
curvatura del comportamiento humano, sin jamás coincidir.
—Entiendo, abuelo, que el hombre, lo que piensa
y pregona, el deber ser, no es precisamente lo que termina haciendo. La acción
del cuerpo desobedece el prístino mensaje del intelecto.
—Una vez más lo compruebo, nieto amado,
además de alma limpia tienes una mente lúcida, las dos asociadas y nutridas por
los latidos de un corazón sensible y efervescente…
—Volviendo al tema, abuelo —me insistió—, ¿y
qué cosa es la que hay evitar? Me hablaste de las que hay que hacer, falta la
que no.
—Muchacho: ¡jamás causarle daño al mundo!, ni
a nada de lo que en él existe: personas, animales o cosas —se lo dije sin
rodeos—. Esto se logra, en gran medida, cuando hacemos las dos primeras; lo que
implica vivir en armonía, a un paso de la plena alegría… aunque con pocas cosas
materiales en las alforjas. Estas suelen hacerle al hombre, además de pesado,
espinoso, doloroso y complicado el viaje por el disparejo camino de la vida. El
cual, al recorrerlo ligero de mundanos chécheres, suele ser menos azaroso,
además de permitirnos algo de mayor libertad y disfrute de la existencia. Otra
cosa es hacerlo con argentas cargas de oropel teñidas; las mismas que nos impiden
ver de qué color pasa a nuestro lado la felicidad vestida.
—En estos seis años de vida, por lo que he
visto y me has contado, esta sí que es una tarea difícil —me compartió en su
mente, y algo de ello en su mirada, colocando en su semblanza un halo de
nostalgia—. Casi todos pugnan, precisamente, por llenarse los bolsillos, sin
siquiera fijarse a quién… o a qué le causan molestias, daños y hasta pérdidas
irreparables. Tal y como lo intuyo, a muy pocos les importa eso de hacer felices
a los demás; y ni siquiera a sí mismos. Tampoco lo encuentro en sus largas
listas de afanosas como contradictorias prioridades; todas estas contrarias a
lo que tú llamas: «la inmensidad gratuita de las pequeñas alegrías de la vida»,
abuelo.
—Volviendo al divertido juego de las
matemáticas, disciplina por la que tienes inclinación y gran talento, jovencito
—le dije para recobrarle el ánimo y anegarle de sosiego su impoluto ser—, si
bien es cierto que para los hombres la tendencia de su comportamiento es
precisamente esa: causarle daño a su entorno, por ende así mismo, tal
aberración del intelecto humano es finalmente decreciente…
—Entiendo el mensaje, ¡abuelo! —me
interrumpió—. En la inteligencia humana no todo es luz, ahí coexisten sombras,
y algunas son tenebrosas y abismales. Más, todavía, cuando el individuo que la
ostenta se despide de la juventud, se vuelve infantilmente adulto y avizora a
corta distancia la temida vejez; peor, cuando esta se anuncia larga y
quebradiza. Pero…
Casi nunca lo hacía: interrumpirme. Esta vez
lo hizo ante las largas y el rodeo que le estaba dando a su inquietud inicial respecto
al sueño que tuvo, en el cual, al parecer, me moría. En ese momento ni él ni yo
sabíamos cuándo acaecería. Pero lo sabíamos. Algo de la inexorable llegada de
aquella atufada amiga mi espíritu presentía; y él lo encontró entre mis
calladas angustias mientras dormía.
—Sí, sé qué quieres que retomemos lo de tu
sueño…
—Así es, abuelo, sobre eso… eso que me hizo
llorar al despertar y que no se me quita de la cabeza.
—Así como cuando llegaste a mi vera,
jovencito —le dije—, irás encontrando a otras personas que serán tu complemento
y prolongarán tu vida, como me lo dijiste la primera vez que me hablaste con
los ojos; y en lo que, en efecto, te me convertiste desde entonces.
—Será diferente —enfatizó en su etéreo
mensaje—. Entre esa aparente frialdad de tu mirada, detrás de esa hosquedad de
tus palabras y desafiante postura física, abuelo, se esconde una persona
sencilla, sincera, muy capaz y buena, que ilumina y guía mi camino, y el de
muchas más personas, incluidas las que integran nuestras entroncadas familias.
Todos nosotros, así ellos no te lo digan, de una u otra manera te admiramos y
respetamos por lo que has hecho, aunque a ti te parezca muy poco, insuficiente o
incompleto…
Mi nieto enmudeció su mirada y estranguló por
un momento el pensamiento. Sentí que tomaba aliento para continuar con su
disertación. Evité interrumpirlo. Me tenía, más que sorprendido: conmovido,
impresionado y admirado.
—Abuelo —reanudó con la voz de sus pupilas
negras, brillantes, incendiadas—, una mirada traslúcida, sin sombras, y serena
como la tuya, que genera seguridad y confianza, abuelo, será difícil encontrar
en otros ojos, como lo he intentado con muchas más personas. En casi todas ellas
percibo que están más interesadas en hacerle daño a sus congéneres, y en ser infelices,
así como en causarles desdichas a las demás y destrucción irreparable al mundo
que habitamos. Pareciera que esa fuese la trágica constante de los humanos…
Me tenía abrumado con su percepción clara y
concreta, tanto sobre mí como la del pequeño mundo al que hasta ese momento
tuvo acceso. Hubo momentos en los cuales me sentí desnudo, y apenado, ante su
aguda visión y concisa interpretación del ser humano, ¡y mía!, en particular.
Si bien era cierto que en las visuales y mentales conversaciones con mi nieto
le solía mostrar el mundo, tal y como es, con énfasis en el soterrado
comportamiento del hombre, su intuición y agudeza analítica iban mucho más allá
de lo por mí expuesto, y entendido. A su edad, tales competencias y alcances
jamás tuve… ni siquiera ahora, arriba de cinco calendas más que él. Entonces,
deduje al recordar algunas características de estas nuevas generaciones,
nacidas en la segunda década del siglo XXI, que su genética y capacidades
físicas y mentales tenían que corresponder y alinearse con la época y la
avasallante tecnología que todo lo invadía.
Pensar así en algo me consoló, tal vez. Ojalá
el futuro de estos jovencitos, en un mundo con tanto desarrollo científico, en
todas las ciencias y campos del conocimiento, sea el que la raza humana se
merece, y necesita. Ojalá.
—Abuelo —me interrumpió al escuchar mis calladas
reflexiones—, entonces… lo del sueño que tuve…
—De algo estés seguro, nieto amado: cuando mi
cuerpo se marchite y se integre con las demás sustancias de este mundo, mi
componente etéreo, ese al que llaman espíritu, que no es otra cosa que energía,
la esencia de la vida, seguirá iluminando y guiando tu camino. Recuerda el
compromiso que tienes desde aquel día…
—Sí, abuelo, el de encargarme del morral de tus
sueños… y de esos secretos que me confiaste y que atesoras, de tiempo atrás, en
el disco duro de tu portátil: «Los secretos del abuelo», como los llamaste el
día que me lo dijiste y enseñaste. Tus sueños y secretos, y los míos, ahora
conforman un solo atado, abuelo.
—El que logres ser buena persona, en primer
lugar, hacer lo que te diga tu voluntad, así como posibles algunos de esos
sueños y secretos del costalado guardado de mis ilusiones, me hará vivir tranquilo
y realizado en tu existencia, así como en la voluble memoria de la humanidad.
De esa forma, muchacho, por más que mi componente corpóreo ya no esté a tu lado,
de la manera como hoy me percibes, mi esencia, fraguada con la tuya, te hará
recordarme y caminar por senda firme y segura, te lo prometo: ¡ahí siempre
estaré!, y sabes que nunca prometo nada que no pueda llegar a cumplir.
—Abuelo —me dijo con mirada dubitativa—, ¿tú
crees que tengo facultades y habilidades para poderte cumplir estos encargos?
—Estos, los tuyos y muchos más —le dije—. Tienes
con qué, jovencito. Cuentas con lo fundamental para lograrlo. Solo hace falta
que lo quieras hacer. Es cuestión de voluntad, disciplina, estrategia y, sobre
todo, de mucha paciencia. Este último, el más difícil ingrediente para alcanzar
propósitos; lo cual no significa que los otros tres estén exentos de atractiva
y cautivante dificultad; la que en los seres corrientes termina por imponerse
con alcahueta facilidad y pregonada justificación… ¡y tú lejos estás de ser
corriente!
—Abuelo, me has dicho muchas veces que todo
en la vida se logra cuando se hace con voluntad, estrategia, disciplina y,
sobre todo, con paciencia. Pero, casi nunca me has definido esas cuatro
palabras…
—Porque no se trata de simples conceptos, de
simples palabras…
—Y, ¿entonces?
—Son herramientas de uso y brega diaria que
se van asumiendo y fortaleciendo cada día, con cada acción, con cada caída, con
cada levantada, con cada triunfo, con cada derrota.
—Sí, pero… me gustaría que me las explicaras
de la manera que sabes hacerlo. Así las interiorizaré por siempre.
—Digamos que la voluntad es esa fuerza
interna que nos impulsa a hacer algo, sin esperar que nos lo digan, sino porque
nos nace y estamos convencidos de quererlo y lograrlo. Además, porque existe un
motivo propulsor: una brisa invisible que le da sustento a las alas del gorrión
al emprender el vuelo, a pesar del vacío y la atrapante fuerza de gravedad, que
no solo atrae masa, también lo hace con las ganas de superación de unos tantos,
las de los negligentes.
—Entendido… sin esa fuerza invisible el
pájaro jamás dejaría la peligrosa comodidad abrigada del nido. Por lo que se le
atrofiarían las alas y perdería la facultad de volar, y hasta la de intentarlo
alguna vez.
—Entonces, jovencito, dejaría de ser pájaro,
por lo que, atrofiada tal potestad, tendría que echarle mano a otras para
sobrevivir, a las más fáciles, que siempre son inconvenientes, por ende
perjudiciales; eso sí: ¡muy atractivas y de vistosa apariencia, como el acíbar!
—Abuelo… y un pájaro con tal atrofia quizá
querrá y hará cosas para que otros lo imiten y también dejen de volar.
—Lo más seguro, ya que una vez atrofiadas sus
alas, querrá que los otros tampoco las usen, al sentirse en propiciada y
acomodadiza desventaja.
—Me queda muy claro lo que significa la voluntad,
abuelo.
—Las otras tres facultades humanas para
lograr las cosas en la vida, jovencito, son madrinas de la primera. En especial,
si una buena persona se quiere ser. Si falla cualquiera de ellas, al viajero le
cogerá la oscura noche por el serpenteante camino, en donde cualquier cosa
puede pasarle… y justificará de cualquier manera.
—Como le escuché al otro abuelo: «La luz es
aliada de la virtud y el triunfo, la maldad casi siempre se agazapa en la
oscuridad y el fracaso» —me comentó mi nieto.
—Gran sabiduría hay en ese dicho, jovencito
—le respondí—. El turno ahora le corresponde a la estrategia, si te parece que
continuemos con la secuencia…
—Sí, abuelo, por favor.
—La estrategia debe ser siempre el producto
de la meditación y la reflexión —le dejé expósito en mi pensamiento y le
proyecté en mis pupilas—. La improvisación, cuando no es que conlleva al
desastre, es más cosa de esquiva como traicionera suerte, que de una constante
digna de convertir en regla. Sin planeamiento muy pocas veces resulta lo que es
menester. Por el contrario, cuando indagas y sabes cuál es el mejor lugar para poner
las bases y las columnas adecuadas, el edificio que sobre ellas erijas
soportará mejor el adusto y pesado paso del tiempo y sus inclemencias.
—Cuando me explicaste el juego del ajedrez,
abuelo, recuerdo que me dijiste que al mover una ficha uno debía tener pensadas,
no solo las próximas cinco, sino calcular, y en lo posible incidir, cuáles
podrían ser las cinco del otro jugador.
—Sí, esa es una buena interpretación de
estrategia —le confirmé.
—En ese momento, abuelo, me pareció muy
complejo pensar con antelación cinco jugadas y, más complicado aún, hacer que
el contrario mueva las fichas que uno piense, o necesite que juegue…
—O que esté compelido, o inducido a mover,
producto de tu elucubrada y decantada estrategia de juego —apuntalé.
—Sí, abuelo, parece complejo… pero, lo voy
asimilando.
—Jovencito, si sabes dónde poner las bases y
las columnas… si logras mover tus fichas para asegurar la partida, el edificio
que construyas para tu futuro te garantizará estabilidad en el juego de la
vida, protegerás lo tuyo y tendrás dónde guarecer tus sueños.
Mi nieto estaba pensativo. Por su impoluta y
ágil mente desfilaban montones de ideas, conceptos, proyectos, algunas dudas y otras
propias construcciones que, muy seguramente, es muy probable que convierta en
realidad a lo largo de su vida.
—Si la estrategia es ir armando de manera cavilada
el crucigrama de la vida de cada quien —me expuso con su infantil mirada—, sin
las alas, es decir, sin voluntad, más difícil esto sería… asimilo.
—Algunos le dejan a la improvisación, o a
otros, tan personal construcción, precisamente por ausencia, cuando no de
planeamiento, de voluntad. Peor, todavía, cuando una y otra faltan; lo cual,
por darle un nombre a tan nociva amalgama, ¡cada vez más inoculada!, no es otra
cosa que la paralizante negligencia.
—Abuelo, estos dos conceptos los tengo claros
e interiorizados —me respondieron sus ojos—. Entonces, la disciplina y la paciencia…
—Jovencito, si el ser humano, al ir
creciendo, logra estructurar un plan de vida y tiene voluntad para ejecutarlo
—le dije con una sonrisa—, todavía le harán falta dos ingredientes
fundamentales para alcanzar los resultados esperados. Los que acabas de
mencionar: Disciplina y paciencia.
—Abuelo, ¿y estas otras dos son necesarias?
—Indispensables, jovencito, para evitar desviarse,
o ser desviado, del camino correcto que lleva a la meta establecida, la
primera. Así como saber sortear con serenidad cualquier ennegrecida o furiosa noche,
sobre todo, cuando esta te atrape en terreno incierto, y sin lumbre, la segunda.
—Asemejo que con lo de evitar desviarse del
camino haces alusión a la disciplina —sustanció en su alma—, mientras que:
paciencia es lo que se requiere para sortear las dificultades e incertidumbres de
la vida.
—Así es, muchacho. Saber seguir reglas, ¡las
adecuadas!, y asumir con calma y tranquilidad las esperas que tendrás que
hacer, por más prisa con la cual aparezca el viento, te lo aseguro: te va a
garantizar menos tropiezos y dolorosas caídas, así como mayores gratificaciones
en el momento que ha de ser.
—Quizá, abuelo, estas cuatro herramientas
para la brega diaria también me sirvan para cuando ya no estés —inesperadamente
volvió sobre lo del sueño y mi muerte.
Yo creía que con la anterior conversación al
respecto estaba zanjado el tema. Al parecer no. Su alma se soltó a llorar. En
esa oportunidad quedé apabullado. No tuve otra opción que callar la voz de mis
ojos y el eco de mi conciencia. Él lo entendió. En lo sucesivo evitó volver a
mencionar aquel sueño de presagio humano, y que a los dos nos estremecía.
Un año más tarde, días antes de su cumpleaños
número siete, me atreví a retomar el tema. Quería que su mirada volviera a
sonreír y a emitir esos fulgores de tranquilidad y esperanza, desde ese día
algo menguados.
—Para entonces, muchachito —por fin le pude
argumentar—, cuando mi masa corporal ya no esté a tu lado, tu energía y la mía
serán una sola, como ya te lo dije. Conjunción que desde aquella tarde, cuando
te tuve por primera vez entre mis brazos, comenzó a darse, al principio muy
despacio. Luego, algo más rápido. Y, ahora, al ir cayendo el sol para el
abuelo, se anuncia un nuevo y prometedor amanecer para el nieto… siendo esta
nuestra mancomunada y pactada voluntad desde aquel día.
—Gracias, abuelo, lo sé —me interrumpió, afable,
sereno, seguro y risueño—. Es inútil e injusto buscar apresurar el ocaso de los
viejos con el pretexto de hacer que la aurora de los jóvenes se anuncie más
temprano. Tú me lo enseñaste: ni antes del amanecer, tampoco después del
atardecer, es posible ver el sol por la ventana. Hay que esperar, hay que tener
paciencia, y mucha disciplina, ¡esa es la estrategia!, pues su magnífica y
vital presencia solo es visible durante eso que llamamos día. Para entonces, y
solo para entonces, será prudente y pertinente echarme al hombro el morral de
tus ilusiones, junto con las mías; como te lo prometí: «soy el complemento de
tu vida, así como la prolongación de tu existencia», te lo dije ese día, y te lo
reitero ahora, y ¡por siempre!
En ese instante comprendí que mi amado nieto
había alcanzado el pleno uso de la razón. Él lo leyó en mi pensamiento,
entonces, corrió hacía mí y me abrazó con inmarcesible ternura. ¡Nunca antes
fui tan feliz!