Desde hace unos quince años, tras
cumplir los treinta, opté por ir cada mañana al parque del barrio, de 7 a 8, a
dar unas cuantas vueltas al trote. Siempre finalizo con unos minutos de
estiramiento en la zona de máquinas. Lo hago con regularidad, excepto cuando
amanece lluvioso, tengo algo que hacer ese día o los cólicos me lo impiden.
No hablo con nadie, más allá de un
esquivo y obligado «¡Hola!», cuando uno que otro hombre adulto me saluda, quizá
por cortesía al coincidir en rutinas y lugares. Tampoco faltan otros que sacan a
esa hora a pasear sus perros e intentan ser amables.
Solo durante la pandemia vine a
percatarme de aquel… tal vez sesentón, aunque parecía más joven. Quizá se conservaba
así por su estricta rutina diaria, me imagino que en ese y en otros lugares
circunvecinos, porque no siempre iba al parque que frecuento. Era obvio que hacía
ejercicios y estiramientos con regularidad y disciplina. Se le notaba en su
contextura física y vigor a la vista.
Me causó femenina curiosidad porque, por
algunos de mis evidentes atributos físicos jamás paso desapercibida a la mirada
coqueta del común de los hombres, no solo de los que me encuentro en el parque
cuando voy con prendas ajustadas que resaltan mis cualidades. Desde joven me
sucede por doquiera, vaya vestida como vaya y adonde sea.
La excepción, al parecer, vendría a
ser ese conservado y disciplinado sesentón, más cerca de la siguiente década
que de la anterior. Llegué a pensar de todo, porque, me parecía que, al pasar por
su lado, o él por el mío y así me plantara a unos metros delante suyo a
realizar mis estiramientos, como que me ignoraba adrede. ¡Cual, si yo no
existiese o estuviese ahí, a pocos metros de él!
Desde luego que no sería yo quien
tomara la iniciativa de hablarle… ni siquiera de mirarlo, menos, de saludarlo.
¡Ni más faltaba!
Un día cualquiera, cuando terminé mi
rutina y él solo iba por la mitad, como siempre, sin siquiera voltearlo a
mirar, me dispuse a retirarme. Fue cuando suspendió el estiramiento, me miró,
se acercó y me dijo:
—Disculpé usted, señora.
—¡¿Sí?!
—¿Alguna vez le han dedicado el trino
o el canto de un colibrí?
—¡¿Disculpe?!
—Por lo general, señora, las personas
se dedican canciones o poemas y se regalan flores o chocolates; pero nunca el
trino de un pájaro, como el de ese pequeño colibrí verde esmeralda que todas
las mañanas, cuando coincidimos en este parque, llega con su pareja y se posa
en ese árbol seco o en aquel magnolio, así como lo hacen parejas de mirlas, copetones,
tórtolas y otras aves. Este colibrí, cuando no es que le canta a su pareja su
melodía de felicidad al seguir vivos, vuela raudo unos metros y caza algo en el
aire. Luego, mire, va y se lo entrega en el pico a la colibrí que lo espera en
la rama. Esta vuela hacia algún lado, tal vez hacia el nido, para llevarle el
desayuno a su polluelo… puedo escuchar su algarabía y contento desde aquí.
—¡Sí! —no salía de mi sorpresa,
agigantada por lo que le escuchaba al sesentón.
—Mire, señora, ahí regresó la hembra
y el macho volvió a trinar, mientras sus ojos escudriñan el aire en busca de más
insectos. ¿Los ve?
—Disculpe… sin gafas, a esa
distancia, no alcanzo a ver bien.
—Entiendo… pero, escuche su canto.
—¡Sí!, ahora que pongo más atención…
¡sí, escucho el trino de los dos!
—Señora, excuse mi atrevimiento, le
dedico ese trino. Cada vez que lo perciba, aquí o donde sea, tal vez se acuerde
de mí.
Desde entonces… aquel agradable sesentón
no ha vuelto al parque.
Las fotos de este relato son cortesía de la bióloga Marlene Enciso.