Me
quedé solo cuando el profesor Flaminio y los demás compañeros de la escuela partieron
hacia la finca La Dorada; ¡aquella fue una sensación indescriptible!, ¡inolvidable!;
me aguaita desde entonces.
—Es
una salida ecológica —nos dijeron días antes—; deben llevar tres meriendas,
bebidas y una gorra para protegerse del sol.
—Hijo, no hay plata —dijo mamá la tarde anterior… ¡y era verdad!, dramática y dura verdad—. El profesor Vásquez lo sabe y entenderá.
Aquel
lunes, en lugar de quedarme en casa, madrugué a la escuela, camino a Melgas.
Todos, menos yo, estaban listos y tenían lo que nos dijeron que lleváramos al
paseo. ¡Un paseo!, eso era para mí la tal salida ecológica.
—Entonces,
joven —me dijo el profesor—, le toca quedarse… o buscarse lo suyo. Si lo
consigue, nos sigue; sabe dónde es, ¿verdad?
Pese a los casi nueve años que tenía nunca había visto la plaza parque del pueblo entre semana. La soledad y la tristeza deambulaban de la mano, enchipándose en mi alma. Fui a insistirle a mamá al almacén de los Macareno, donde trabajaba… también a Rogelio Pérez, mi papá, en el billar de la esquina noroccidental; sin éxito.
Parado
frente a la casa de doña Bárbara; ahí por los años sesenta vendían ricas colaciones
y masato; escuché que allá, en la revuelta de El Alto, muchachada y maestros generaban
algarabía.
Los
seguí.
Hora
y media después, al sentirme perdido… me devolví.
Relato disponible en Revista Latina NC