Solo es un relato de ficción, pero para algunos,
tal vez, esté muy cerca de la cruda realidad.
La historia que trasciende hacia infinito con
su partida comenzó cuando llegaron del campo y, con lo de la venta de sus fincas,
compraron el lote sobre el cual edificaron su casa. Ahí se arraigaron por un
buen tiempo, al menos hasta cuando el viejo se murió de tanto trabajar en la
dura y enfermiza construcción. En ese entonces la nomenclatura de la casa era
1-41, sobre la calle 22 sur, años después cambió a 1-43. Decidieron mudarse a
la ciudad capital, sobre todo, porque las parcelas ya no daban ni para pagar el
crédito que la Caja Agraria les daba cada año para sembrar la papa que al ser
cosechada siempre bajaba de precio, que ni el costo cubría.
Cuarenta y tantos años después de llegar a la sulfurada ciudad ella fue a reencontrarse con su amado esposo. Él, quien se le adelantó en el viaje, con una rosa del ebúrneo color de su nombre la esperaba allá en la eternidad para continuar esa historia de amor incólume iniciado en la prístina campiña. Pasión humana de la cual surgió la mujer que atrapó mi existencia, y a quien hoy intento mitigarle en algo tan aciaga pérdida, reiterándole la promesa de amarla por siempre, de jamás dejarla sola y, que cuando sea el momento, nos iremos juntitos de la mano.
Nunca se supo cómo ni dónde pasó... y a nadie
pareciera importarle. Quizá todos piensan que es mejor obviar el tema para
evitar remordimientos, desavenencias o posturas desafortunadas entre los más allegados
de la difunta.
Si bien es cierto que por su edad y patologías
preexistentes era más vulnerable que cualquiera de su entorno, ninguno se
imaginó, y pocos lo soslayaron, que le ocurriera precisamente lo que tanto,
desde el comienzo de la expansión, ella quiso evitar y que inmenso pánico le
causaba. Sobre todo, por las dramáticas escenas que transmitían por la
televisión con las personas que caían en tan terribles circunstancias.
Ella presentía que algo así, y tal vez peor, le
acaecería. Por ello, por separado, a varios integrantes de su núcleo familiar
cercano les hizo algunas peticiones y recomendaciones.
A uno le dijo que si se enfermaba no la
llevaran a un hospital; que le evitaran semejante tortura en vida, como le pasó
al viejo. Que la dejaran morir en casa. A otro, que cuando se muriera no quería
entierros en ninguna parte, pese a ser muy católica. Que la cremaran y esparcieran
sus cenizas en algún lugar lejano. A casi todos solía insistirles que ella no
quería ser carga para ninguno, por lo que, mientras se pudiera valer por sí
misma, evitaría molestarlos, convertírseles en un pereque; que si le llegase a
suceder prefería irse al encuentro con su viejo, quien desde hacía tiempo la
estaba esperando en alguna parte. A todos, cada que podía y a su lado se reunían
por solicitud suya, con casi siempre asado de por medio, o cuando les hizo llegar
algún presente durante ese postrer trimestre, les enfatizó que era el último
que les hacía.
Y así fue.
Cuando la fiebre se le estacionó en 39 °C, sus allegados decidieron llevarla a urgencias... eso sí, ¡a la de una clínica de prestigio! Cuando le dijeron que se iban para el hospital, ella evitó contrariarlos, pese al intenso tremor que conquistó sus manos. Lo único que hizo, al subirse al carro que la transportó, fue echarle una mirada nostálgica a su casa. Tal vez intuía, por el avance de la maluquencia que la devoraba, que jamás regresaría.
En esa prestigiosa clínica la recibieron en urgencias, le practicaron la prueba y le comenzaron a dar medicamentos para intentar contrarrestarle los males que se le comenzaron a exasperar. Sin embargo, como aquella clínica estaba por fuera de la cobertura de su plan social de salud, a la madrugada la trastearon para otra, pero ubicada en el sur, según su categoría y, al parecer, como luego se confirmó, sin la capacidad para atender la gravedad que la aquejaba, y que los galenos sabían. Allá estuvo varios días hasta cuando, según el dictamen, en ese lugar era imposible seguirla atendiendo porque requería asistencia permanente y de mayor complejidad. Entonces, la remitieron al norte, al otro extremo de la ciudad, a un hospital con tal capacidad... y acorde con su categoría social: de la red pública.
Veinte días después, tras los inenarrables suplicios
en la UCI, ella se fue a cumplirle la cita a su amado esposo para perpetuar su
incólume historia de amor iniciada entre parcelas en la fructífera campiña de cuando
mozos, ella doce años menor que él.
El suplicio, a partir de ese momento, ya no fue
para la vapuleada octogenaria, sino para todos sus allegados. Estos, a
distancia, sin volverla a ver ni a oír desde cuando la ingresaron a urgencias
en aquella privada clínica de prestigio, lejos estaban de imaginarse lo que padecerían,
sobre todo durante las siguientes veinticuatro horas tras el anuncio del doctor
que llamó a informar que:
—Pese a los ingentes esfuerzos del equipo
médico, la paciente falleció hoy 2 de enero de 2021, siendo las 7:35 a.m.
Quizá esto solo fue mera coincidencia: en la
ciudad, y en todo el país, el caos en las UCI se apoderaba ante la afluencia desbordada
de pacientes y se corría la bola popular que los médicos tenían que decidir a
quiénes atender para salvar... y a los que no. En este último caso, como se
acuñó cual paranoia social, ¡mito urbano!, los que tendrían que morir serían
los que más costo implicara mantenerlos conectados, los que menor esperanza de
vida tuvieran y, desde luego, ¡los más viejos y de menor estirpe!
Cinco o
seis carros con familiares fueron llegando a las inmediaciones del hospital
pasado el mediodía de aquel primer lúgubre sábado del 2021. Por protocolo a
nadie dejaban entrar ni siquiera al parqueadero, mucho menos la iban a dejar
ver, y solo se sabría lo que le dijo el médico al pariente que recibió la
llamada. De ahí en adelante el procedimiento era elemental y dolorosamente
entendible:
—Una vez tengan el acta de defunción, envíenla
por correo a nuestra funeraria, junto con la copia de la cédula de ciudadanía
—le dijo la operadora al familiar que tenía el prepagado plan de exequias—. De
ahí en adelante nosotros nos encargamos de lo demás.
—Si es tan amable, me puede indicar el
procedimiento para las exequias...
—En este caso, por ley, ¡no hay exequias! y el
procedimiento es muy sencillo: cuando tengamos esos dos soportes documentales, nosotros
coordinamos con el Sistema de Salud de la Capital para el trámite de cremación.
Luego, con el permiso oficial, enviamos la carroza al hospital y de ahí la transportamos
directo al crematorio ubicado en uno de nuestros cementerios a la salida de la
ciudad, en el occidente...
—Señorita —la interrumpió el afligido allegado—,
¿sería posible, ¡al menos!, hacerle acompañamiento desde la salida del hospital
hasta el cementerio... algo así como una caravana detrás de la carroza?
—Si ustedes quieren... pueden seguir la carroza.
Pero, le advierto: por protocolo el conductor tiene prohibido detenerse durante
el recorrido... tal vez a la entrada del cementerio lo haga por unos minutos
para que los deudos, si están ahí, le den el último adiós... ¡sin acercarse!
Según la recepcionista de la funeraria la carroza
iría a recoger los restos fúnebres antes de las cinco de la tarde de aquel
sábado, por lo que a esa borrascosa y fría hora algunos carros, con apesadumbrados
familiares en su interior, esperaban en las inundadas calles adyacentes al
hospital.
Al marcar las cinco y media sin noticias de la carroza,
el familiar volvió a llamar a la funeraria. La misma recepcionista le comunicó
que la recogida del cadáver había sido aplazada. Esto, por el significativo
aumento de la demanda de aquel rentable servicio en ese día, por lo que se
reprogramó para las ocho de la mañana del siguiente, es decir, para el domingo.
Los mismos carros del día anterior, con algo
más de familiares y desde antes de las ocho de la mañana del domingo, esperaban
parqueados frente al hospital la salida del coche con los restos del ser amado.
El familiar aquel le tenía que entregar al conductor de la carroza las
fotocopias del acta de defunción y de la cédula de la difunta, por lo que le
manifestó cuando al fin llegó:
—Señor, varios carros con familiares queremos seguirlo
para acompañar a la difunta hasta la entrada del cementerio, donde quisiéramos
hacerle una breve oración... ¿me puede indicar el recorrido para seguirlo, por
favor?
—Bajo por esta misma calle a la Novena, con rumbo
al sur, tomo la Centenaria y la Ecuménica y, luego, la Autopista a Occidente
hasta el cementerio —respondió el chófer con indolencia.
—Gracias, estaremos atentos e iremos tras usted.
Contrario al recorrido que indicó el conductor, la carroza tomó inicialmente otra vía, y no por donde estaba lista la caravana con los familiares. Además, salió rauda, por lo que solo dos vehículos de aquellos pudieron ubicarla diez cuadras adelante y seguirla en su desaforada carrera hasta la entrada al cementerio, lugar en donde tampoco se detuvo, y hasta donde llegaron los dos carros que, contraviniendo cuanta norma de tráfico existía, le pudieron aguantar el paso. Los otros, pese a no haber mucho tráfico esa mañana de domingo, seguían a gran distancia y rebasando, también, los límites de velocidad, la fugaz carroza fúnebre, guiados por la señal que el primero de sus familiares, a más de ciento veinte kilómetros por hora detrás de esta para evitar perderla, emitía mediante su sistema de geolocalización.
Los veinticuatro deudos que esa mañana de domingo iban en los vehículos de la desaforada caravana de acompañamiento de la difunta, además del dolor y la angustia ante tan lamentable pérdida; y en semejantes circunstancias que ella presagió y quiso evitar; durante aquellos veinte minutos de inaudita persecución mortuoria tuvieron que soportar y tragarse la rabia que aquel protocolo social les generaba al impedirles darle el último adiós a la fallecida amada. También, y sumado con lo que con ella debieron hacer o darle, y que siempre postergaron por cualquier ‘justificada’ razón a lo largo de la vida, les quedó un vacío en sus almas al ni siquiera haber visto la fugaz carroza fúnebre que trasportó los restos de aquella sinigual mujer, para unos: la inolvidable madre, abuela o bisabuela; para otros, la querida suegra... cual segunda mamá.
—Además —dijo entre sollozos una de sus hijas—,
sin siquiera una flor, una esquela o, al menos, una cinta fúnebre con su nombre,
cual incógnito e intrascendente connacional...
—¡De un sin nada! —complementé apesadumbrado—,
como más que nunca lo somos ahora los integrantes de la inmensa mayoría de este
peculiar país... y del mundo entero en estos aciagos y deshumanizados momentos,
cuando la vida vale menos que un centavo.