"...alguien me dijo que el tinto de aquí es como ese amor de imposible olvido, más aún cuando es prohibido."
Huyéndole al caos citadino me fui de pueblo
en pueblo en busca de inspiración bucólica. Abordé una flota al azar. Esta iba
hacia un municipio algo cercano. Antes de llegar al caserío, final de mi
destino, me apeé e interné por un romántico y solitario camino. Poco después me
encontré con un curioso lugareño. Lo saludé, él me respondió. Entonces, este
diálogo tuvimos:
—Señor, casi palmaria, y por doquier, se
aspira el aroma del café —le dije—. Transita en etéreos espirales de brisa
quejumbrosa emanada de las verdes laderas circundantes, siempre en busca de las
torres de esa iglesia, ¡visibles desde muy lejos!
—Mágico efluvio que se presenta a toda hora
—me respondió, haciendo gala de magistral prosa— en este recóndito villorrio adherido
a los recuerdos imborrables de los, en suerte grata, por aquí nacidos, o en las
reminiscencias de quienes, como usted, en algún momento de sus vidas lo han
conocido, y sus calles y veredas, extasiados, han recorrido.
Quedé fascinado por su expresión. Entonces,
me senté en una piedra a la orilla del paraje. Estaba dispuesto a escuchar al
recio y curtido campesino, de apariencia traslúcida. Despedía una ineluctable
esencia, casi visible. Era la del romero al acariciar sus hojas.
—Cuando no es el de su nacarada flor, lo es
la fragancia de la dulce baya en estado escarlata al ser cogida de la mata, o
el de la cereza pergamino al secarse al sol en las terrazas —prosiguió el
jornalero apoyándose en el tronco de una higuera—. Mejor, aún, lo es el que
hierve al calor de la brasa y se sirve en ancestrales tazas esmaltadas, con
humeantes y crocantes arepas de maíz acompañadas, asadas sobre una ennegrecida
tapa de una olla vieja, colocada sobre las tres piedras traídas de la quebrada,
y que hacen de fogón; de esos que se arman en los patios traseros de las casas;
alimentados con la leña seca caída de los árboles en los cercanos montes,
infectados de impactantes mitos y leyendas pueblerinas... ¡como la del Ánima
Sola, o el reciente mito del Repentista Errante!
—El café de este escondido paraíso, me han
dicho —le rematé, sin siquiera inmutarme por lo de las leyendas que acababa de
mencionar con simulado énfasis, de las cuales jamás había escuchado—, es una
mimosa y exquisita bebida para dioses en retozo…
—Así es, señor —me respondió, encaramado ahora
en la rama más alta de un guamo—, y así acaece, se haya recolectado su pepa,
con refrescante guarapo para saciar la sed de la dura jornada, en cualquiera de
los cafetales que por aquí hay en este pedacito de cielo perdido en el olvido.
—Escuché en la ciudad que amoroso, como los
besos, es el café de este pueblo.
—¡Ay!, señor, me consta —agregó, ahora
apostado en lo alto de una laja, orillera del camino—. En cada sorbo se liba la
esencia y pureza de una tierra de arraigo pueblerino, al ser esta la cuna de
gente jovial y noble, la mayoría, que riega y abona a diario los sembradíos con
sus sueños, fiestas, poesía, trabajo, canciones, añoranzas y alborotadas
alegrías, aunque a veces coartadas por la social melancolía...
—Insisto, alguien me dijo que el tinto de aquí
es como ese amor de imposible olvido, más aún cuando es prohibido —agregué.
—Debe ser, señor viajero —me respondió
entre una verde mata de monte en un recodo de la vereda—, porque es engendrado
en cafetales de escondidas pasiones y furtivos idilios, ¡tan vividos!, por la
indómita prole de cupido… aguerridos y laboriosos campesinos cuya máxima
esperanza está fincada en un mejor mañana para sus hijos. Todos, por aquí, solo
aspiran que al llegar al portal de la vejez, no les falte una grata compañía
para tomar juntitos, oteando el sol de los venados, que entre anaranjados
arreboles aparece y se despide sobre Loma Gorda —apareció a mi lado y me indicó
e invitó a mirar hacia la colina occidental del pueblo—, una humosa taza de café,
o de agüepanela con limón y sabor a estrellas fugaces y recuerdos idos. Eso sí,
bajo el arrullo de una más que merecida paz, la cual, ojalá, tan solo fuese rota
por la risa de los niños, o el canto de los turpiales en los platanales, donde
algunos tienen sus nidos.
—Ignoto, montaraz pueblo este de gente como
ninguna, de diáfana luz, de fértil campo, de historia patria, de nostalgia,
alegría y pujanza... lo percibo —le dije.
—Acuarela social que paisanos y extranjeros
han de llevar indeleble en las alforjas de la mente —sentenció, paseándose entre
una mata de uchuva silvestre—. Irresistible es dejar de plasmarla en pinceladas,
esculturas, versos y frases errabundas, cuando por aquí se pernocta, o al
recuerdo, estando lejos, sin pensarlo, sus cautivantes paisajes brotan… que
siempre lo hacen.
—Pienso describir este lugar, con su nombre
y coordenadas, en alguna de mis narraciones, para difundirlo y que el mundo lo
conozca…
—Si así lo hace, señor —me interrumpió el fantástico
labriego, ahora parado, sin haberme cuenta dado, muy cerca de donde yo seguía
sentado—, así sea mediante la transfiguración literaria, este guardado secreto
pueblerino, privilegiado edén de fantasía impoluta, pronto sería atractivo y presa
del abrasivo consumo. Entonces, muchos pretenderían llegar a la cuna del arco
iris, inmersa entre en estos montes y quebradas de encanto y poesía, do ulula,
al cantar el gallo, además del antojoso olor del cerrero tinto mañanero, libado
al compás de una tonada arrabalera, el de las naranjas al ser abiertas… insoslayable
antojo cítrico que hace agua la boca, e inspira piropos para la coqueta guisandera,
de floreado delantal y negras trenzas… ¡siempre ataviada!
—Entonces, mejor será —concluí—, callar su
nombre de cultura panche y tesoros escondidos… así como refundir su ubicación,
atada en mis sentidos.
—Se lo agradezco, señor, que así lo haga
—me dijo, alejándose sin caminar por la polvorienta vereda—. Al menos, hasta
cuando los amaneceres en esta fértil tierra solo traigan acordes de esperanza
en los cantos bulliciosos de los jilgueros, y se silencien por completo los
ecos de la tristeza que aún persisten agazapados entre algunos guásimos, guamos
y samanes, inermes testigos de un dolor ajeno; el que muchos tuvieron que
padecer, sin sus mezquinas causas ni siquiera comprender.
Dichas estas palabras, el recio y
traslúcido jornalero se desvaneció en el aire.
De él esa vez solo quedó una estela de su
perfume… el del romero, mezclado con el del café de aquella mágica tierra; ese
que sabe a besos cuando se le prueba junto a una bella cocinera, «con delantal
y trenzas, ¡siempre ataviada!», como lo dijo el Repentista Errante, ese día
cuando aquel pueblerino espanto, en un apacible camino, se me apareció,
inspirándome este narrado y transfigurado canto.