viernes, 18 de diciembre de 2020

Las vacaciones del abuelo

 


Solo con el paso del tiempo se me fue disipando la zozobra por esa frase que me dijo mamá en mi preadolescencia cuando, después de unos días sin volverlo a ver, le pregunté por mi abuelo. Lo recuerdo desde cuando me recogía en el jardín y, siempre de la mano, me contaba historias que me parecían fantásticas. Ya en casa, después de darme onces, ponía música instrumental, según él, para concentrarse y poner en paz su espíritu, sobre todo cuando leía, escribía, meditaba o simplemente descansaba.



Tal vez el día que más feliz lo vi fue cuando al terminar la avena y el pan rollo que me dio la abuela me paré del comedor y le dije:

—Abuelo, por favor, ponga música para concentrarme porque tengo una tarea que me dejó la maestra. Era sobre los planetas, recuerdo.

A diferencia de casi todos los que rodearon mi infancia y temprana juventud, jamás me exigió, mucho menos me obligó a hacer o no alguna labor. Me decía:

—Solo te indico lo que debes hacer o no. Es cosa tuya si lo haces, de tu libre albedrío. Eso sí, hijo, los frutos que coseches en la vida, dulces o amargos, de ahí dependerán.

—Abuelo, ¿qué es libre albedrío? —le pregunté esa vez, así como cada que soltaba una palabra que yo desconocía.

—Libertad para decidir sin presiones, guiado por la inteligencia y los referentes de las personas buenas, siempre evidentes y a la vista de todos, como las flores del jardín y las aves en el cielo, muchachón.

—Entonces, madre —le insistí esa vez—, ¿dónde está el abuelo?

—Hijo, el abuelo se fue de vacaciones… —entonces, soltó el llanto.



Disponible, también, en Revista Latina NC.


lunes, 7 de diciembre de 2020

El día soñado

 

'El día soñado', Séptimo Premio Guka de Microrrelato 2019,

Buenos Aires, Argentina.

 Así, toda vestida de blanco, una vez le avisaron que Efrén ya estaba en el templo, esperándola, se desplazó hacia el atrio, ornado con multicolores flores de la región. Aquella hermosa quinceañera iba del brazo de su orgulloso padre. Una alfombra roja comunicaba desde la entrada hasta el altar, mientras se comenzaban a escuchar los acordes de la marcha nupcial.

—En ese instante mi padre desapareció entre una bruma nocturnal, pero yo seguí mi destino. El prolongado y levitado recorrido lo hice sola. Llegué, por fin, hasta donde él estaba. ¡Qué guapo! ¡Parecía un querubín!

—Efrén Sepúlveda —le preguntó el cura—, ¿acepta por esposa a Ester Julia Liévano Angarita?

—Entonces —preguntó el médico que la iba a operar—, ¿qué pasó?

—Doctor, el sin tantica ese se esfumó —respondió la anciana—, como lo hizo el día soñado, hace sesenta años, cuando ni siquiera llegó a la iglesia… Fue cuando me caí de la cama y desperté con ese dolor tan intenso al fracturarme mi porosa cadera. Por eso jamás me casé, ni tuve hijos, doctor.

Relato disponible en Revista Latina NC


 


jueves, 5 de noviembre de 2020

Una mujer de éxito

 



Aquella guapa y elegante mujer comenzó por decirme que casi treinta años después, y por causalidad o curiosidad de madre, ella le volvió a escuchar a su padre esa recomendación a la cual, por considerarla otro de sus ‘sermones’, o quizá palabrería destemplada, entonces poco caso le hizo, ni importancia alguna le dio. Me compartió, también, que, sin embargo, al ir pasando los años esta se le convirtió en más que en un referente: ¡en un reto!, y algo así como en el combustible para las metas que se propuso, sobre todo después de los veinte; muchas de las cuales cumplió en cuanto a estudio, trabajo y, en parte, en relación con su vida social y familiar; pero a su acomodo y concepción en particular.

—Quizá por ello —enfatizó una vez nos llevaron los jugos de naranja, en los que también coincidimos—, cada vez que obtengo logros, y tras ingentes esfuerzos en cada oportunidad, me quejo dentro de mí porque... es evidente que esa única vez cuando me habló al respecto, y como desde entonces me lo repito en silencio, siendo usted el primero en escuchar este lamento: mi viejo del todo no fue claro; creo que le faltó concretar cosas y darme más luces y herramientas para mi vida de adulta... ¿o no, señor escritor?

Eludí responderle, carecía, hasta ese momento, de argumentos para hacerlo. Ella, ante mi mutismo, probó una porción de su fruta y continuó.  

—En ocasiones siento hasta rabia porque cuando fallo o triunfo en algo, cuando necesito que me aclare las reglas de la vida, que me diga si estoy o no en lo correcto, si era así o no que debía actuar en esto o en aquello, si no le pregunto o digo de forma expedita lo que quiero o necesito, que nunca lo hago respecto a esas tres reglas de su recomendación, él jamás chista nada; no dice ni mu. Se limita a mirarme fría y fijamente, sin nunca llegarme a contradecir, como tampoco a reiterar, aclarar, modificar o mejorar su mandinga recomendación.

—Por la descripción que hace de él, señora Lina Luna, su padre parece ser un hombre egregio —fue lo único que se me ocurrió decir para no volver a quedarme callado ante su pausa —, ¿qué edad tiene su padre?

—No mucho, jamás le gustó la fama, tampoco los reconocimientos ni figurar en nada público... usted debe tener unos cinco o siete años menos que él, calculo, por lo que al ser casi contemporáneos quizá entienda la razón por la cual, cuando triunfo y corro a contarle solo me da un abrazo —la espigada dama respondió mis dos preguntas, pero las empató retomando el hilo de su conversación—, me estampa un beso tímido en la mejilla y me dice con destemplado aliento:

—Muy merecido, hija, me alegra, que lo disfrutes.

—Cuando es lo contrario... ¿qué pasa? —me sentí impelido a preguntarle, fijándome en esos dos zafiros seductoras que tenía por ojos, entre sus mejores atributos ubicados en esa trigueña y atractiva faz, conservada con esmero para evadir el azote de los cuarenta y tantos años que tal vez tendría, como deduje con rapidez a partir de los datos suministrados, así como en uno que otro ineludible rasgo de imposible disimulo.

—Igual, señor escritor: me abraza, besa y dice:

—Hija, revisa en qué fallaste y lo intentas de nuevo; sé que lo alcanzarás algún día, tienes con qué y te lo mereces, no eres de las dadas al fracaso.

Volvió a pausar su relato para degustar una tostada untada con mantequilla y mermelada.

—Siento que no he podido superarlo, ni ser lo que tal vez él hubiese querido o esperaba de mí —continuó tras un sorbo de chocolate—. Esto, pese a que, como ingeniera informática gano diez veces más de lo que él ganaba cuando tenía mi edad, pequeño salario con el que se jubiló, a que hablo tres idiomas, tengo dos posgrados y ocho diplomados, conozco cuatro continentes y ocupo un cargo de alta dirección en una multinacional de tecnología comunicacional. Él siempre fue un empleado profesional en la misma empresa, nunca aprendió otro idioma y jamás salió del país, ni siquiera de vacaciones. Todavía así, no sé, creo que él esperaba más de mí. ¿Qué?, ¡no sé! Lo pienso de esa manera, sobre todo tras escucharle la misma recomendación que hace poco él le dio a mi hija mayor, de casi diez años, la edad que tenía yo cuando me la hizo en esa humilde casa de aquel barrio obrero en el que siempre ha vivido y de donde provengo.

—Entonces, abuelo... ¿qué es lo que me quieres decir? —le escuché a mi hija, quizá sin que ninguno de ellos se percatara de que yo desde la cocina auscultaba la conversación que sostenían en el jardín interior de mi enorme casa suburbana para los fines de semana—. Me tienes intrigada con lo de la tal recomendación para ser una mujer de éxito en la vida.

—Comenzaré por decirte, jovencita, que el éxito es el resultado feliz de una actuación emprendida por alguien, y sin menoscabo para nadie —le comentó mi padre a mi hija mayor, como a mí esa vez—; siendo la vida la más importante, compleja y larga de las actuaciones que realiza todo ser humano.

—Entonces, siendo así, abuelo, ¿cómo es que se logra el tal éxito ese del que hablas?

—Decirlo y oírlo es simple, hacerlo implica disciplina, tiempo, tranquilidad y mucha voluntad.

—Algo así también dice la monja rectora en el colegio...

—Lo primero, jovencita, es hacer siempre de manera correcta y cumplida las cosas que te correspondan a lo largo del tiempo, así no sean las que hubieses querido, te hayas propuesto, creas merecer o sientas que mejor puedes hacer.

—Entendido... ¿la segunda, abuelo?

—Durante esa actuación... jamás causarle mal a nadie ni dañar nada, por más que alguien te lo haya ocasionado. Esto implica evitar lesionar, no solo a las personas, sino, so pretexto de proteger la economía, seguir lacerando la frágil casa azul que nos prestó el universo por un ratico. El rencor entre congéneres, enjundia exclusiva de humanos, encona la herida e impide que el alma sane y vuele limpia y tranquila a la siga de la cima prístina. La ambición material desmedida solo nos llevará más rápido al cataclismo en donde tarde comprenderemos el verdadero valor de un vaso de agua, un soplo de aire limpio y un atardecer tranquilo.

—La primera parte suena como a eso de poner la otra mejilla... la segunda, a ecología y medio ambiente, temas que enseñan y nos repiten en clases de religión y ciencias naturales. Bueno, abuelo, y ¿la tercera?

—Tal vez la más difícil... hoy por hoy...

—¡Rápido, abuelo!, que en dos minutos tengo un chat con las amigas del cole...

—Sí, entiendo, me habías dicho de ese compromiso... La tercera, en especial, brindarle ayuda desinteresada, callada y en la medida de tus posibilidades a quien la necesite o te la pida, ¡así nadie te la haya ofrecido durante tus dificultades y penurias!

—Entendido, abuelo, te resumo, entonces: hacer bien lo que nos corresponda, nos guste o no, evitar causarle daño a la gente y al planeta tierra, y ayudar a quien esté a nuestro alcance y en la media de lo posible.

—Así es, jovencita. Si logras hacer estas tres cosas al unísono, y te reitero, si al hacerlo te genera satisfacción, llegado el momento comprenderás y valorarás lo exitosa que ha sido tu vida, con independencia de lo poco, mucho o nada guardado en tu alcancía. Éxito que es sinónimo de felicidad y que, con el paso de los años, se convierte en el máximo galardón que la vida le puede conceder a un ser, a más de racional, ¡sensible!; cada vez más escasos por doquier, dado que la equivocada filosofía confunde dinero y poder con alegría.

—Gracias, abuelo, lo tendré en cuenta... ahora voy a mi alcoba porque mis amigas ya están conectadas para la pijamada virtual —le dijo mi hija y se paró de su lado, cruzó por la cocina, me sonrió y se digirió a su alcoba en donde se encerró.

La alta ejecutiva hizo otra pausa para terminar su desayuno. La secundé, pero sin perder de vista sus agradables facciones y expresiones corporales que me confirmaban la veracidad de la inédita y escondida historia que quiso contarme tal vez para desahogarse con un extraño con quien quizá jamás se volvería a ver, como en efecto acontece hasta el momento de publicar este relato.

   —En ocasiones pienso —continuó—, y se me raya el seso con eso, que el tema de la insatisfacción de mi padre, si es que está insatisfecho conmigo, como me imagino, o como lo siento, nada tiene que ver con el estudio, el trabajo, mis ingresos, los viajes y mi rol de madre y ama de casa; en esto siento que me ha ido bien, que soy exitosa...

—Entonces... señora Lina Luna, ¿por qué motivos su padre tendría que estar insatisfecho con usted?

—Por mi vida afectiva, en específico, por lo de mi esposo, sospecho.

—¿Sí... por qué?

—Mi padre, al respecto, como hoy lo analizo tras cincuenta años de matrimonio con mamá, ha sido un hombre de tradición, rectitud, ejemplo, y según él: «Aunque pobre, haber llegado a viejo con la tranquilidad del deber cumplido sin haberle causado mal a nadie...». Además, parece saberlo todo, y no sé, ¡ignoro cómo diantres lo hace!, pero hay cosas que de repente saca como del sombrero. Imagínese, señor escritor, estaba casi segura de que nadie más que yo sabía sobre algunas cosas que me he guardado, que hacen parte de mis secretos más refundidos e íntimos... los que, tal parece, del todo no los son para él.

—Señora Lina Luna —intervine al sentirme algo sofocado y al imaginarme lo que seguiría contándome—, por lo general la edad y la experiencia traen sabiduría e intuición, por lo que al oír a un adulto al joven le parece como si este adivinase las cosas.

—Puede ser... Jamás le conté a nadie, sin embargo, él lo sabe, por el comentario al margen que algún día me hizo, lo de mi primera relación... que más que eso fue una violación algo consentida a mis vedados once años y por cuenta de un familiar. Si sabe esto, o lo intuye, desde luego que conoce, o ¡intuye!, lo de mi difícil vida afectiva con mi... disipado y reposado marido: «¡Inmaduro, irresponsable y descarado!», como parece que me lo gritan sus ojos, señor escritor, cuando él me mira ante ciertas posturas y concepciones de mi esposo.

La dama guardó silencio por un momento. Opté por respetar su pausa. Estaba agradecido por haberme querido contar su escondida historia, siendo un completo desconocido para ella. Me la quiso participar, intuyo, cuando nos presentamos y le dije que mi oficio era escribir. Nos tocó compartir mesa para el desayuno en el restaurante del bonito Hotel Diez en donde coincidimos, ella en un viaje de negocios, yo en una visita relámpago para hacer entrega de algunas de mis obras en las bibliotecas públicas de esa primaveral ciudad intermedia, ¡siempre en flor!

—Quizá por eso —retomó la historia—, y en aras de mi tranquilidad y proyecto marital, opté por asumir las riendas... eso sí, tratando de mantener guardada tal situación. Intento mostrar, como sea, hacia afuera, en especial hacia mis padres, una vida marital normal, de pareja, colaborativa, como la de ellos... sin lograrlo del todo, al menos frente a mi imperturbable viejo, y ni siquiera, ahora, ante mi hija mayor luego de la charla que ella tuvo con papá respecto al éxito y su engomada teoría.

—Señora Lina Luna, discúlpeme, creo entender la inquietud, así como la duda que tiene frente a su padre “y su engomada teoría” respecto a su guardado secreto doméstico, pero ¿por qué, ahora, involucra a su hija mayor? —me causó curiosidad y le pregunté.

—Casi quince días después de esa conversación que escuché a hurtadillas entre mi padre y mi hija, esta se me acercó y me preguntó con gran disimulo, como buscando no ser vista ni escuchada por nadie más que yo:

—Madre, tengo una pregunta...

—Te escucho, hija, adelante, con confianza, como siempre te he dicho: además de ser tu madre, te reitero, también soy tu amiga y compinche.

—Madre, ¿eres exitosa?

—La verdad, señor escritor, tras recordar las palabras que mi padre me dijo hace tanto tiempo, las que le repitió a ella, casi de memoria, en el patio de mi casa campestre dos semanas antes, me fue difícil y comprometedor contestarle; sin embargo, tenía que darle una respuesta.

—¡¿Qué le respondió?! —le pregunté con exaltación porque estaba más que intrigado por la respuesta que le habría dado a su hija esa vez.

—¡Sí, claro!, ¿no te parece, hija? —le manifesté.

—¿Y? —le insistí.

—Mi dulce y bella hija me miró, se sonrió, se me acercó y me dio un beso en la mejilla. Luego, se marchó hacia su alcoba. Tenía otra vez una video charla con sus compañeras, o eso es lo que suele decir cuando se encierra, cada día más seguido y durante más tiempo. Desde ese día, cada que nos vemos, solo nos sonreímos y, como si lo evitáramos, obviamos aquel tema... no sé hasta cuándo, espero que no sea por siempre, ni para cuando tal vez sea demasiado tarde; menos, ahora, que ella comienza el oscuro laberinto de sus once, el que desemboca en el mordido silencio de los doce, camino al tortuoso de los trece e insufribles catorce...

Quedé atónito. Terminamos al tiempo los rezagos del desayuno. Antes de levantarnos de la mesa se me quedó mirando y sonrió con picardía, entonces, me solicitó, tras coger su elegante y costoso bolso, dispuesta a pararse, por lo que la secundé y fui y le corrí la silla:

—Cuando escriba esta historia, señor escritor, por favor, solo cambie algunas cosas... por ejemplo: mi nombre... me gustaría figurar como Lina Luna Lineros López, una mujer de éxito.

Gracias, señora Lina Luna Lineros López,

donde quiera que esté,

por compartirme esta interesante historia

 que en algo transfiguré a solicitud suya.


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domingo, 11 de octubre de 2020

Recuerdos de un paseo que no fue



Me quedé solo cuando el profesor Flaminio y los demás compañeros de la escuela partieron hacia la finca La Dorada; ¡aquella fue una sensación indescriptible!, ¡inolvidable!; me aguaita desde entonces.

—Es una salida ecológica —nos dijeron días antes—; deben llevar tres meriendas, bebidas y una gorra para protegerse del sol.

—Hijo, no hay plata —dijo mamá la tarde anterior… ¡y era verdad!, dramática y dura verdad—. El profesor Vásquez lo sabe y entenderá.

Aquel lunes, en lugar de quedarme en casa, madrugué a la escuela, camino a Melgas. Todos, menos yo, estaban listos y tenían lo que nos dijeron que lleváramos al paseo. ¡Un paseo!, eso era para mí la tal salida ecológica.

—Entonces, joven —me dijo el profesor—, le toca quedarse… o buscarse lo suyo. Si lo consigue, nos sigue; sabe dónde es, ¿verdad?

Pese a los casi nueve años que tenía nunca había visto la plaza parque del pueblo entre semana. La soledad y la tristeza deambulaban de la mano, enchipándose en mi alma. Fui a insistirle a mamá al almacén de los Macareno, donde trabajaba… también a Rogelio Pérez, mi papá, en el billar de la esquina noroccidental; sin éxito.

Parado frente a la casa de doña Bárbara; ahí por los años sesenta vendían ricas colaciones y masato; escuché que allá, en la revuelta de El Alto, muchachada y maestros generaban algarabía.

Los seguí.

Hora y media después, al sentirme perdido… me devolví.

Relato disponible en Revista Latina NC


sábado, 19 de septiembre de 2020

Jorge, un héroe discreto

 

El hombre que le salvó la vida a Ernesto Samper Pizano

Este relato también está disponible en Revista Latina NC

Le agradezco a Jorge Eduardo Bustos por contarme estas historias y permitirme redactarlas y publicarlas

con algunas particularidades, adiciones  y foto de su álbum personal.


En varias ocasiones la muerte, caprichosa y burlona, ha merodeado la senda de Jorge. Impactantes momentos que, tal vez, según recuerda, marcaron su vida y vocación de caballero del aire.

Jorge Eduardo Bustos es otro de “Los Aeroamigos”, del mismo grupo de Eliberto Gerena. Este último a quien en agosto de 1979 agarraron a gorrazos por demorar el vuelo del DC-4 con número de cola 690. Avión que los llevó a Panamá para terminar el proceso académico de formación aeronáutica. Experiencia que marcó, para siempre, sus vidas.

            Jorge, en materia política, de religión y de fanatismos deportivos guarda siempre prudente distancia, al menos de palabra y obra. O, mejor sería decir, mantiene discreto y sano recelo. Suele evadir con diplomacia cualquier conversación o escenario en donde el tema tenga que ver con alguno de estos tópicos. Además de considerarlos perdedera de tiempo, cree en recóndito silencio que «son comprobadas y efectivas formas de mantener ocupada la mente de la sociedad para que no se alebreste o vea más allá de lo que tiene que ver, mientras que algunos pocos sacan gigantesco beneficio de ello…», se le escapó ese día al calor del tinto.

Desde cuando se graduó en marzo de 1980 se consagró al arduo y exigente trabajo aeronáutico. Gracias a ello obtuvo, además de su sustento y merecido progreso económico, egregios galardones por su conocimiento, entrega y características humanas, en especial: compañerismo y lealtad, estas cada vez más ensortijadas en la sociedad.

            No obstante, ¡el destino caprichoso! en varias ocasiones le puso pruebas, y por demás difíciles e impactantes, de las cuales salió ileso… al menos en su gruesa contextura física, contrastante con aquella esquiva e indescriptible sonrisa de nostalgia social que suele exhibir.

Quizá la primera vicisitud que recuerda fue la del 20 de abril de 1981. Ese día le tocaba volar en uno de los Arava, una aeronave israelí de transporte utilitario. Era un vuelo de aprovisionamiento para Puerto Rondón, en Arauca. Por algunos afanes administrativos Jorge tuvo que buscar relevo, por lo que, en el primero que pensó fue en su compinche y compañero William Fernando Vargas, quien gustoso aceptó y partió en su reemplazo.

Al mediodía ya se rumora la noticia: el 951, número de cola de aquel avión, se había accidentado al salir de Rondón. Uno de los pasajeros murió, mientras que la tripulación sobrevivió, algunos con lesiones y fracturas. William Fernando, el relevo de Jorge, sufrió fuertes contusiones y una herida abierta en el brazo derecho, de las cuales, esa vez, se recuperó de manera satisfactoria.

Después de aquel primer impase Jorge Eduardo y William Fernando siguieron hombro a hombro, creciendo al unísono. Se colaboraban y trabajan juntos, solidarios.

            En 1985 Jorge sufrió un accidente de moto del cual salió con rotura de algunos ligamentos del hombro derecho que lo sometió a una intervención quirúrgica. Por esa misma época celebraban cinco años del regreso de Panamá y de haberse graduado en aviación.

Eventos estos que, cual premonición, coincidieron con la llegada de dos modernos F-28 a la empresa SATENA. Estos aviones eran iguales al presidencial, del cual Jorge y William, para esa época, ya eran ingenieros de vuelo. Por esta razón, a los dos les correspondió, “en suerte”, volar esas tres aeronaves.

            Lo hicieron juntos hasta aquel 27 de marzo de 1985, siete años después de haber iniciado su carrera aeronáutica. Ese día Jorge fue programado para volar en el 1140, número de cola del F-28 de SATENA. «Vuelo que se efectuaría al siguiente día con destino a Marandúa… nombre que, por cierto, según algunas leyendas indígenas, significa: “Ave del mal agüero”. Aunque para los nativos de la Orinoquía y la Amazonía tiene un sentido contario: El mensajero de la selva que porta buenas noticias” o “la buena nueva”», evocó con ahogado sentimiento.

Estas dos antagónicas premoniciones indígenas, al unísono, terminaron dándoles la razón a unos y a otros, con William y Jorge, respectivamente, a las 9:50 de la mañana de aquel 28 de marzo de 1985 y, precisamente, en inmediaciones de la espesa selva colombiana.

Jorge, para el siguiente día, el 28 de marzo, tenía su última terapia del hombro por lo de su accidente en la moto. Por tal motivo, le solicitó a su compañero William Fernando que intercambiaran de vuelo, ya que él estaba programado para el 29, al siguiente día, en la misma aeronave. Arreglo que se oficializó con el jefe de operaciones de SATENA, en cuanto a la orden de vuelo. Sin embargo, en las demás listas de programación quien seguía figurando para el vuelo del 28 era Jorge Eduardo.

            A las 9:50 de la mañana del 28 de marzo de 1985, durante la aproximación del SATENA 1140 al aeropuerto Gustavo Artunduaga Paredes, cerca de la ciudad de Florencia, en el Caquetá, al intentar un aterrizaje forzado en condiciones adversas el avión se accidentó, «¡se destrozó e incendió por completo!», manifestó casi atragantado. Los 46 pasajeros y la tripulación fallecieron en el sitio. Aquel “Aeroamigo” del alma: William Fernando Vargas, con las alas de Ícaro puestas voló a la eternidad.

            La noticia se esparció en vorágines de tristezas a nivel nacional. Por ende, en la empresa de aquella estatal compañía de aviación y en todo el sector aeronáutico lo dieron por muerto. Minutos después de las diez de la mañana el nombre de Jorge Eduardo Bustos estaba en todos los boletines y titulares de prensa como uno más de las víctimas del lamentable percance.

            Jorge, desconocedor de la catástrofe de la que se acababa de salvar, tras la terapia a la que asistió en su centro médico, se presentó en las oficinas de la empresa, poco antes de las once de la mañana. Su presencia causó espanto, desmayos y subcontinentales augurios. La secretaria, al recobrar el sentido tras el desmayo que sufrió al verlo, se santiguaba y lo tildaba de ser un fantasma, o… «el alma en pena del difunto recogiendo sus pasos», musitaba alucinada.

Tras salir del colapso que le produjo saber de la muerte de su mejor amigo y colega, e ir entendiendo el meollo del alboroto que causó su aparición, abrigó una enconchada e incurable nostalgia que todavía, casi cuarenta años después, acelera su corazón y le dificulta respirar, teniendo que tragar un áloe y grueso salivón cuando lo recuerda, o se lo hacen recordar. Desde entonces se siente culpable de la muerte de su compañero, pese a las sesiones de sicología que tuvo durante un buen tiempo después del fatal accidente del F-28.

            Recóndito y corrosivo sentimiento, ¡deuda del alma!, que Jorge a muy pocos le ha compartido, entre ellos a su otro compañero y amigo… al que nadie fue a despedir a CATAM el día del viaje a Panamá.  Y a él Jorge se lo compartió, en particular, por ser quien siempre estuvo dispuesto y atento a escribirle las cartas, mensajes, narraciones y palabras que en todas aquellas oportunidades especiales necesitó para expresar sus sentimientos, pasiones y sentires.

            Para ayudar a superar aquella crisis Jorge continuó con más ahínco y amor la pasión por el vuelo. Y lo hizo, tanto como tripulante y piloto, hasta acumular más de 18.738 horas de vuelo.

Bajo el abrigo de sus seguras alas al menos volaron seis presidentes colombianos, entre ellos Julio César Turbay Ayala, Belisario Betancur Cuartas, Virgilio Barco Vargas, César Gaviria Trujillo, Ernesto Samper Pizano y Andrés Pastrana Arango, así como un gran número de pasajeros ilustres, unos, desconocidos y mortales, muchos más.

De un tiempo para acá Jorge es considerado por sus compañeros y amigos como un héroe discreto. Pero, pocos se lo dicen, le incomoda la alabanza. Apelativo este acuñado el 3 de marzo de 1989, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá.

Allá, a las 3 de la tarde de ese día, varios sicarios que iban por la vida de José Antequera, miembro de la Coordinadora Nacional de la Unión Patriótica, con quien lograron su criminal acometida, también hirieron de gravedad a Ernesto Samper, entonces senador y precandidato liberal a la Presidencia de la República.

En esa oportunidad, sin que muchos lo sepan, y los pocos que lo saben, sin que se lo reconozcan, ni él lo pretenda o le interese que se lo registren, Jorge fue la ignota pieza clave para la salvación de la vida del senador y precandidato Samper Pizano.

Ese día Jorge estaba de servicio aeronáutico disponible en SATENA. Motivo por el cual, cualquier situación extraordinaria relacionada con aquella aerolínea, él tenía que atenderla.

Cuando sucedió el tiroteo Jorge estaba a unos cuarenta metros de ahí, «sentí silbar las balas», evocó con nostalgia. De hecho, había pasado unos segundos antes por el lado del precandidato, precisamente en el momento cuando este le preguntó a Antequera: «¡Tú!, ¿qué haces aquí?», y él le respondió: «Voy para Barranquilla, allá me siento más seguro con mi mamá», y los dos se estrecharon la mano.

            Al ver herido al precandidato, a quien su esposa ya arrastraba hacia el recibo de Avianca y lo colocaba sobre la cinta transportadora de maletas, mientras alguien, al parecer uno de sus escoltas, pedía una ambulancia, Jorge coordinó de inmediato para que el senador fuera llevado en la camioneta de SATENA que estaba bajo su responsabilidad. Incluso, lo ayudó a subir al vehículo, el cual partió raudo hacia CAJANAL, en el CAN, donde, gracias al oportuno trasporte que lo llevó, los médicos le pudieron salvar la vida.

Jorge, atónito, se quedó en el aeropuerto con la ropa ensangrentada del senador y precandidato liberal en sus manos. Nunca olvidará aquel olor a patria herida que ululaba por doquiera tras la partida de los dos heridos y la muerte de, al menos, uno de los atacantes.

Nueve o diez años después, cuando Ernesto Samper ya era presidente de Colombia, en uno de sus pasos por el aeropuerto El Dorado, aquel escolta reconoció al ignoto héroe discreto que salvó al senador. Ese día, cuando se hizo involuntariamente visible, Jorge aguardaba la llegada del presidente, ya que él seguía siendo tripulante del avión presidencial.

El escolta, además de saludar a Jorge, le comunicó al presidente que ahí estaba el hombre que le salvó la vida al disponer tan rápidamente el transporte que lo llevó a CAJANAL.

El mandatario colombiano había escuchado sobre la proeza de aquel héroe desconocido, por lo que solía preguntar por él, sin que nadie supiera darle noticias de quién se trataba, ni mucho menos dónde ubicarlo. Cuando su escolta se lo presentó, el presidente lo saludó, abrazó y dio las gracias. Lo mismo hizo su esposa, quien también lo reconoció. Antes de despedirse el mandatario le dijo que lo esperaba en Palacio, cuando a bien tuviera, para reconocerle su valentía.

Jorge nunca se asomó por allá. En adelante, cuando tenía que hacer parte de la tripulación que llevaba al presidente Samper, buscaba pasar inadvertido, difuso pero dedicado en exclusiva a su oficio aeronáutico.

Prefería, y aún prefiere, seguir disfrutando de las mieles y la tranquilidad del anonimato. Considera que: «Lo que hice ese día con el señor senador y precandidato liberal a la Presidencia de la República Ernesto Samper Pizano fue lo que cualquier ser humano, en esas circunstancias, tendría que haber hecho para salvarle la vida a otro», aseveró ese día en la cafetería del Club de Los Andes, tomándose un oloroso y exquisito tinto colombiano: «… lo hubiera hecho igual con cualquiera, con independencia del rango de la víctima; porque, para salvar una vida primaba, prima y primará, antes que la jerarquía social, política o económica del individuo en peligro de morir, el mero título de ser una persona, un ser humano.»

Jorge Eduardo Bustos, antes de libar el último sorbo de tinto y concluir de relatar su historia, reiteró, con una sonrisa amplia y transparente:

—Aquellas gracias y abrazos que recibí del presidente Samper, y de su esposa, fueron más que suficientes. Con ello me sentí honda y gratamente recompensado por algo que hice sin pretender nada a cambio, más que instar preservar una vida humana en peligro de muerte. Acto que volvería a hacer, sin ambages ni intereses, de volvérseme a presentar, ¡sea quien sea la persona, y donde sea! —enfatizó—. Aunque prefiero y aspiro con vehemencia que hechos tan negros como los de aquella fratricida época nunca vuelvan a suceder en mi amada Colombia —dijo para finalizar la charla, luego se levantó, agradeció, se despidió y se fue, irradiando esa incierta sonrisa mezclada entre nostalgia social y deber cumplido.

viernes, 7 de agosto de 2020

Relatos de pandemia

 


Además del cruel impacto físico y mental que trajo de regalo la incubada pandemia, es decir, la nueva guerra global dispensada por las potencias en procura de la mercantil predominancia y el control del ‘nuevo orden mundial’, quedó al desnudo, paso a paso, muerto a muerto, una serie de tristes aptitudes comportamentales del ser humano. Estas, aunque siempre han estado ahí, agazapadas en el rescoldo de la ambición, el egoísmo y la inequidad generalizadas, hasta ahora eran, en algo, ejecutadas con amañados tapujos, disimulados pregones y hasta montadas normas en beneficio de ciertos integrantes de arteras cofradías de aquí, de allá y de más acá. Comportamientos abominables que a la sombra de la mutada ponzoña afloraron con abierto descaro en casi todas las latitudes, siendo en algunas, sobre todo en países en perenne e inalcanzable desarrollo, más miserables y en carne propia sufridas por las inermes mayorías, los sin nada, a quienes ni siquiera libre albedrío les dejaron.

La pandemia no solo desarropó, aún más, aquellas perversas particularidades de los poderosos, podría decirse que trastocó el alma de casi todos los habitantes del planeta. Entre estas, tal vez, las de un jubilado y su particular esposa, habitantes de un mágico país subcontinental, de tiempo atrás enfermo de nostalgia social y camino a la pronosticada hecatombe. La pareja, durante esa larga y dura cuarentena, en su solera, solía trenzarse en interminables y complejas conversaciones cuando ella paraba de tejer y él de escribir o leer, al amparo de su casa en un capitalino barrio de clase media, hasta entonces algo seguro.

—¿De dónde sacas esas ideas, viejo?

—Mujer, desde el refugio literario de mis tristezas sociales son varias las historias que he visto, unas, y me han contado, otras tantas —le respondió el decrépito escritor.

—¿Quiénes, tus amigos… los espías?

—Digamos que sí, en parte.

—Y, ¿entonces?

—Decidí escribir sobre algunas inéditas, con la crudeza y hedor que capté en estas, cual si fueran de ficción. Lo haré a título de legado, tal vez para las próximas generaciones, de haberlas; dado que, para las actuales, nada novedoso ni estremecedor ya representa la diaria desgracia resumida en noticias y estadísticas fúnebres, convertidas en el pan de cada día para la atembada mayoría, así como en el exquisito índice de crecimiento para los pocos que se benefician con las supurantes ruinas del eufemístico nuevo orden… ese que repiten como loros los pagados periodistas, sin siquiera saber ni imaginarse su pérfida trascendencia y macabro alcance.

El setentón intentó explicarle a su tozuda esposa que él sospechaba que, como lo decían muchos, sin que a nadie pareciera importarle, las tres promovidas medidas de control: careta, lavado de manos y distancia social, tan solo eran distractores que retrasaban, no por siempre, el inexorable y programado contagio masivo, mientras algunos se repartían el mundo.

—La ponzoña nos afectará a todos, ¡tarde o temprano! —le enfatizó a su mujer, cinco años menor que él—, lo presiento, como lo aseguraban algunos que, pese a haber cumplido a carta cabal las publicitadas recomendaciones, sucumbieron ellos, o sus familiares, o conocidos… así le pasó al papá de Rodolfo.

—Lo de tu amigo Rodolfo Gantiva… ¡esa sí que es una historia triste! —apuntaló la mujer, poniendo cara de conmoción. En ese momento recordó que cuando ellos se casaron, cincuenta años atrás, cumplidos y celebrados pocos días antes, él asistió a la fiesta.

—Así es, amor —le compartió con un nudo en la garganta—. Anoche me llamó y me comentó, ¡destrozado!, que el contagio, pese a los controles y aislamientos que llevaban, al parecer se dio porque, para el cumpleaños del viejo, algunos familiares decidieron celebrárselo en su casa. Alguno de estos, al parecer un nieto, era asintomático.

—¡Ay, Dios! —exclamó alarmada, recordando que hacía poco sus hijos hicieron lo mismo para celebrarles las bodas de oro, con párroco y todo, ahí mismo, en la sala en donde ahora estaban.

—Me dijo, también, que en tal reunión no solo se contagió su padre, también su mamá, dos hermanas y un cuñado… al menos.

—¿Están hospitalizados?

—Parece que no…

—¡¿Entonces?!

—Con la experiencia amarga que tuvieron con lo del viejo, a quien, una vez lo ingresaron a la UCI jamás se lo dejaron ver, ni siquiera después de muerto para hacerle una misa o darle sagrada sepultura, cuando la vieja se comenzó a sentir mal, los hermanos discutieron si la hospitalizaban o no.

—¿Qué pasó?

—Me dijo que un médico de la familia les dio otra opción... una fórmula con medicamentos e inhalaciones que, aunque no están científicamente avalados, ¡y son cuestionados!, al dárselos a la anciana y a los otros contagiados ¡funcionaron en cuestión de horas! Según él, se sanaron.

—Me imagino que le pediste la fórmula, ¿o no?

—Se trata de varios medicamentos y mejunjes que algunos médicos han usado con éxito aquí y en otros países cercanos, pese a no tener aprobación por las autoridades. Los nombres y las dosis exactas él se comprometió a dármelos, sin ningún compromiso ni responsabilidad, en caso de llegarlos a necesitar… y fue enfático: «Hermano, el día que a mí me dé esa joda, que ojalá nunca suceda, no lo dudaré un segundo: ¡hago sahumerios y me tomo esos remedios!».

—Algo al respecto escuché sobre ciertos medicamentos, que hasta baratos y muy comunes para otras dolencias formulan los matasanos, y vaporizaciones los curanderos —recapacitó y dijo la mujer—.  Deben ser los mismos a los que se refiere tu amigo… pero, y si son efectivos, como tal parece, ¿por qué razón no terminan por usarlos y salvar un jurgo de vidas?

—Mujer, acabas de responderte: son comunes y, además, ¡baratos! Y aquí entramos en el terreno del otro paradigma de la inoculada pandemia: el embeleco ese de la vacuna, ¡parte sustancial del gigantesco como sórdido botín de esta feroz guerra de estornudos y mocos!

—Viejo, estás insinuando que… ¿de dónde carajos sacas tantas vainas?, ¿también te las cuentan tus amigos espías, o los de esas ONG raras con las que tuviste vínculos secretos?

—Algunas cosas, otras las sacudo de mi mollera y experticia en manejo de masas… recuerda que antes de dedicarme en exclusivo a la escribidera fui, y durante largo tiempo, empleado de confianza del Estado —le recordó, comenzando a sentir algo de exaltación en su ánimo—. Este nuevo y ‘maravilloso’ desarrollo médico, científico y castrense se convertirá, como otros tantos, en obligado y continuo medio preventivo, por lo que se le tendrá que aplicar a todo ser humano una dosis inicial y otras más al mutar la toxina… cada dos, cinco o diez años, si es que no es anual como la influenza.

—Creo que algo así tuvo que haber sucedido con las que les inyectan a los niños tan pronto nacen, y a los viejos, con refuerzos cada determinado periodo…

—Por mera casualidad, amor, ¿tú sabes cuánto se demoraron para sacar esas vacunas?

—Ni idea, viejo.

—¡Años y hasta décadas en cada caso! Ahora nos salen que en menos de un semestre ya la tienen… ¡Pamplinas!, ¡mero negocio sucio!

—Pero, al menos, una vez se les aplique esta nueva vacuna, tanto a los enfermos como a los asintomáticos, además de curarse, dejan de ser focos de infección y muerte.

—Mujer, según me informó aquel amigo…

—¿Quién, el famoso espía inoculador aquel?

—Sí, él, así como otros que operan de este lado del globo y quienes también conocen del tema —le respondió el escritor a su mujer—. Ellos coindicen en decir que incluso los curados y los asintomáticos, una vez vacunados, por un tiempo serán inmunes. Sin embargo, al seguir siendo portadores pasivos, serán focos activos de contagio para los demás; y con cepas diferentes, ¡mutadas!, inicialmente indetectables y más agresivas cada vez.

—De ser esto cierto… ojalá que no, ¡qué horror! Detrás de todo esto tendría que haber mentes muy enfermas, ¡monstruosas! No me cabe en la cabeza que haya gente así, tan estudiada, con casi infinito poder para premeditar tanto daño… y solo pensando en el dinero y la aberrante supremacía en los negocios, por encima de la vida y la tranquilidad de las personas.

—Las hay, y de peor calaña, mujer. Además del ejército de atrincherados generales de la economía global y los científicos a nómina, están los ambidiestros comunicadores, ‘el cuarto poder’, según dicen. Unos y otros al pagado servicio de esos intocables señores del terror —le respondió el escritor—. Aquellos, a orden, tienen prevista una pinchada inmunización global y periódica, con la respectiva campaña de difusión subliminal, convirtiéndola en una inagotable fuente de ganancias, cual renta perpetua para algunos pocos, los amos del mundo… los mismos que crearon y patrocinaron el engendro viral. Date cuenta de que, ahora, por los altavoces oficiales de las potencias supuestamente enfrentadas, se pregona que sus respectivos gobiernos la suministrarán, al menos la primera dosis, entre sus connacionales de manera gratuita… cuando esté, desde luego.

—Mientras tanto, ¿cuánto le costará todo esto al resto de la humanidad?, y ¿para cuándo?

—Mujer, tan rentable parece ser el nuevo destilado negocio viral, que esos mismos gobiernos también anuncian préstamos millonarios para el tercer mundo, con tal de que sea a ellos a quienes se las compren, cuando las tengan, reitero; dado que, por lo que dicen unos por ahí, y me han dicho mis contactos, por más que corran y le inyecten insumos para acelerar su terminación, va y pasa lo del mango viche, mujer…

—A ver si entiendo, amor… el mango viche es ácido, duro y hasta amargo, por lo que, algunos, para hacerlo algo comestible, le agregan sal; pero, ni así sabe igual como cuando está maduro. Tampoco es bueno al ser madurado a la fuerza, o antes de tiempo… que hasta soltura da.

—Así es, mujer, solo hasta madurar, siguiendo su proceso natural, su pulpa se pone dulce, blanda, apetitosa y nutritiva. Entonces, volviendo al tema de la vacuna, hay que dejarla amarillar… de lo contrario, al que se la apliquen verde, va y le da soltura… y quién sabe qué más.    

—Bueno —lo interrumpió su esposa, a quien el escritor le gustaba, pese al riesgo marital que esto implicaba, compartirle sus ideas de nuevos proyectos literarios, algunos de los cuales, por la misma aguijoneada razón, en el olvido a veces terminaban—, si bien es cierto que lo que acabas de decir hará parte de tu nuevo relato… en sí, mi amor, esto se escucha y uno lo ve a diario, de alguna manera, en casi todos los noticieros y redes. ¿A qué historias inéditas te referías al comienzo de esta charla?

—Gruesa razón tienes, mujer…

—Me imagino que a las que te han compartido en secreto esos amigos “especiales” que tienes en todo el mundo, según dices, algunos involucrados con agencias de inteligencia en este y en otros países, así como en esas organizaciones… ¿cómo es la nomenclatura?

—Algunas son no gubernamentales, ONG, otras de asociación entre naciones para diversos asuntos, y unas más de supuesta asistencia militar, científica o académica, a la larga, todas en busca de poder y plata.

—¡Ah!, bueno. Pero ahora quiero escuchar las síntesis de esos relatos de pandemia, como piensas bautizar este otro proyecto; ojalá comenzando con el cuento de la demora de las pruebas y los resultados... según tus agentes que trabajan para dos y hasta tres bandos contrarios.

—Mujer, la razón de la demora, según mi experticia, de una parte, y de datos provenientes de mis fuentes de información —dijo esquivando el dardo sobre la múltiple militancia de sus amigos—, no solo en la práctica de las pruebas para detectar el virus en los pacientes sin categoría, estatus o dinero, sino en la entrega dilatada de los resultados de estas en algunos países del tercer mundo, como el nuestro, amor, son más que planeadas, tácticas de manipulación y control social...

—La razón, disculpa, querido, para mí es obvia: atraso tecnológico, altos costos de los insumos, de los productos y los equipos, y escasez de recursos del sistema de salud para resolver los dos primeros —le refutó su esposa, incisiva—. Para llegar a tan brillante hallazgo no se necesita ser un espía recontra especializado, infiltrado hace no sé cuántos años allá, en la otra potencia, como ese que dices tener; el mismo que te alertó en enero sobre la inoculación del virus en oriente, y que se propagaría, sin control, en cuestión de semanas por todo el globo, con inmundos rebrotes y todas esas cosas… lo cual, creo, no deja de ser mera coincidencia que así sucediera y siga pasando, mijo.

—Sí, quizá sea mera coincidencia, mujer —él creía que su esposa ignoraba, o que solo sospechaba lo de su larga y efectiva doble militancia cuando trabajó para el Gobierno, sin jamás ser descubierto, se ufanaba—. En cuanto a eso del atraso tecnológico y la escasez económica son algunas de las cosas que nos dicen para mantenernos desinformados y expósitos. Esa es la estrategia: desinformación, terror y prolongada espera en todo; de esa forma a la gente no solo se le doblega la mente, sino que se la modula para que vibre al ritmo que se necesita para mantener su control y sempiterna reverencia y docilidad…

—Bueno… bueno, si lo que digo no es cierto, o estoy equivocada, como siempre te parece, ¿entonces?

Al notar un ligero enfado en la voz de su mujer, como le solía pasar cada vez que dialogaban sobre este o cualquier otro tema, el escritor optó por aclimatar las cosas con otras historias e informaciones, apalancadas con uno que otro dato tomado de acá y de allá, incluso, sacado de su imaginario y experiencia de vida, su mejor enciclopedia. De igual forma, orientó el diálogo para que lo que buscaba: hilvanar la trama de su siguiente narración, terminara siendo algo así como una construcción de los dos. Su objetivo, antes que nada, era estructurar su nuevo escrito y, como lo tenía comprobado, los aportes sin filtro que ella hacía, casi siempre le permitían armar nudos y desenlaces narrativos que, de otra forma jamás lograría, o al menos como él los buscaba. Ella hacía parte del cedazo de su inspiración literaria; además, sabía cuánto a su fiel esposa le satisfacía que la tuviera en cuenta en esto, con mayor razón, durante aquella larga y solitaria encerrona.

 —A todas estas —le dijo el escritor para calmarle sus soliviantados ánimos—, vi en noticas que una funcionaria del sistema de salud llamó a la casa de un asintomático detectado, en tratamiento y con orden perentoria de cuarentena preventiva y paga, para averiguar sobre su estado… parece que vive por aquí cerca, y, ¿sabes qué pasó?

—Ni idea, dímelo tú.

—Su esposa, a quien este contagió, y también está en tratamiento y cuarentena, le dijo que su marido salió a hacer vueltas en el banco, peluquearse y traer provisiones del supermercado.

—¡No hay derecho! —refunfuñó la mujer—. Temo que a este paso las cosas van de mal en peor y, como lo dijiste al comienzo, eso de que todos vamos a terminar apestados, parece ser inexorable, como inevitable es que una mala acción, por ilegal y peligrosa que sea, asumida por unos pocos alebrestados e irresponsables, termine por empujar y desbocar a la mayoría; como les pasó a los habitantes de aquel pueblito, camino al mar, como lo mostraron en noticias y me lo explicaste tú… y que terminó, además de ser uno de los más afectados por el virus, con un alto número de intoxicados con paratión.

—Te refieres al corregimiento de Patio Chiquito, camino al mar —apuntó el escritor, recónditamente satisfecho al recobrar el ánimo colaborador de su esposa—. Esa es una historia que me gustaría incluir en mis próximas narraciones…

—¡Qué bueno sería! —le complementó—, esa me impactó, en especial, mijo, por lo que me contaste sobre la creencia que tienen algunas de esas familias en relación con la forma de darles hierro y vitaminas a sus críos; tal y como les inculcó aquel cura extranjero, por la época de la violencia nacional, con tal de que las limosnas para su iglesia se mantuvieran sin merma.

—¡Me alegra que recuerdes esa historia! —le confirmó el escritor, satisfecho al volverla a encarrilar—. Aquel párroco, con el aval de los politiqueros tradicionales de la región, los que sacan votos en elecciones a botella de ron por sufragante, les echó el cuento de que al calentar una herradura hasta ponerla al rojo vivo y luego meterla en una olleta con agualeche, el hierro y las vitaminas se mezclaban con el líquido, quedando listo para que los niños se alimenten, cojan defensas y hasta para que les dé suerte en la vida.

—¡Increíble, mijo! —atinó a decir la mujer—. Es de no creer.

—Esa práctica por allá se volvió costumbre y se hereda de generación en generación. Como también el profesar que, tal lo pregonó y entronó en sus mentes un conocido politiquero de izquierda, en busca de votos, desde luego, que cuanto vehículo se vare o accidente en sus inmediaciones, lo que aquellos lleven les pertenece por el abandono en el que los tiene el Estado. Por lo que, ante la evidente ausencia de fuentes de empleo, de otras maneras de ganarse la vida y, sobre todo, ante la flamígera ausencia y abandono gubernamental, y no solo porque esto sea el estandarte de los partidos no tradicionales, tal concepción se volvió ‘ley’, amén de ser casi la única oportunidad de subsistencia. Entonces, lo de la herradura incandescente y los saqueos a los vehículos casi toda la población de por allá, con tendencia a volverse una práctica regional, lo cumplen y aprovechan, así la vida o la libertad se ponga en juego. Como recientemente pasó con aquel camión cargado de plaguicidas que se accidentó unos kilómetros antes del casco urbano de Pueblo Chiquito.

—Sí, lamentable que, además de semejante epidemia, con tantos contagiados y muertos en solo cuatro meses, la gente corrió y se llevó de aquel camión accidentado cajas, bidones y tarros para almacenarlos en sus ranchos, con la esperanza de encontrar compradores…

—Así es, mujer… y lo que lograron, poco tiempo después, fue una fatal estadística casi igual a la del virus, y en menos tiempo.

Al escritor le pareció prudente, ahora que logró de nuevo la atención, interés y colaboración de su mujer por el tema y su nuevo proyecto literario, encaminar la charla sobre algo más denso y aceitoso, en inherencia con el flagelo que, según su parecer, se estaba tragando al país entero, precisamente el eje central de su narración en ciernes.

—Por lo que dijeron en noticias —agregó la mujer tras una breve reflexión, y como si le hubiese leído la mente a su marido, cosa que sucedía muy seguido, le dio introducción a la problemática que él tenía en remojo—, tanto los muertos por el virus como por la intoxicación masiva en Pueblo Chiquito, pese a la asistencia y a los esfuerzos de los médicos, se debió al desborde de pacientes en los hospitales de la zona…

—Eso dicen los ambidiestros y acomodaticios comunicadores: que fue por el desborde de pacientes… o les ordenaron decir. No olvides que la democracia de este país, como acaece en otras tantas en el mundo, es prisionera del encorbatado delito.

—¡Vuelve el vástago a la zanga! —gruñó ella— ¿O sea que tú no crees que tal mortandad haya sido por el alto número de contagiados e intoxicados que se presentaron casi al tiempo, lo cual obligó a las autoridades a trasladar pacientes a varias ciudades, incluso aquí a la capital?

La temática estaba expósita. Ella se la develó, tal vez a propósito. Sabía que su marido la conocía, dominaba y amaba por el trabajo que hizo durante casi cuarenta años al servicio del Estado; con ciertas bien pagadas felonías, ella de mucho tiempo atrás lo intuía; sobre todo por aquellos asuntillos de seguridad y temas vedados para el parroquiano común que a veces, entre sábanas, le contaba, o a él se le escapaban. Además, porque ese era el eje central del escrito que bullía en la cabeza de aquel viejo terco y refunfuñón; pese a lo cual, ella sabía que a él le gustaba escuchar las posturas contrarias a las suyas, para que lo que finalmente plasmara en sus relatos tuviera esa mezcla, cual filigrana, entre realidad y ficción, condimentada, no solo con sus guardados secretos oficiales, sino con el vinagre que sus amigos le compartían y la pimienta que ella, su mujer de toda una vida, como cualquier ciudadano del común del acontecer nacional e internacional entendía, o creía entender, o se inventaba y hasta cúrcuma le agregaba. De esa manera aliñaba tal guisado con el ingrediente de contradicción subcontinental y nostalgia social que solo ella le ponía antes de ser servido a la mesa, casi siempre, cual entremés literario, para sus ignotos y mudos lectores virtuales. Nunca nadie comentaba en redes sus periódicas publicaciones.     

De ahí en adelante la charla entre los dos fue fluida. Cada uno aportó lo que tenía, a su estilo y con fundamento en sus respectivas concepciones, fuentes, experiencias e imaginerías. De esa manera saltaron a la palestra casos como lo del manido nuevo orden, sin ponerse finalmente de acuerdo; lo de la economía versus la salud, con la politiquería como el fiel de la balanza, coincidiendo en que siempre, al final, el poder del dinero terminaba por despescuezar lo que fuera. Tema este que dio paso a las noticias tremebundas, casi que inverosímiles, no por esto dejaban de ser ignominiosas. Como aquella de la millonaria contratación de tapabocas e insumos de desinfección, más que sobre facturados, por parte de los tres gigantescos entes de control del país con un tallercito de mecánica automotriz, de los de barrio y atención en la acera de la calle, de propiedad de un cuñado de la esposa de uno de los jefes de aquellas entidades. También, la por demás descarada contratación de miles y miles de mercados para los pobres por parte de un buen número de gobernadores y alcaldes a lo largo del país, hasta por cien veces el valor comercial de la mayoría de los productos incluidos. Mercados que, un buen número, rumoraban los supuestos beneficiarios, jamás llegaban a sus destinos, ni llegaron. Sin embargo, al que denunciaba o hablaba, simplemente lo callaban.

Otros tantos temas álgidos ocuparon esa vez la marital disertación. Estos, quizá, hubiesen terminado en la siguiente narración de aquel viejo escritor que pocos conocían, por lo que casi nadie lo leía. Vetado, de muerte amenazado y sentenciado, sin saberlo, en su patria lo tenían; aunque él creía que muchos en el mundo lo seguían y con sus relatos se entretenían; además, que el actual Gobierno, antípoda a sus concepciones, de él nada sabía, ni le interesaba. En especial, habría incluido lo de las multimillonarias y sobre facturadas compras del ejecutivo nacional y su profusa expedición de sendos decretos con fuerza de ley, con los cuales aquel puesto mandatario y su séquito de almidonados asesores aseguraban que le estaban ganando la batalla al virus, contrario al dantesco carnaval de enfermos y el indescriptible olor a muertos apiñados que ululaba en calles, hospitales y cementerios; mientras que la gran prensa al mandatario nacional le hacía coro, concedía titulares y espacios en radio y televisión, hasta de una hora en directo cada día.

—Lo hacen con tal de mantener la pauta oficial —le aseveró el escritor a su mujer—, así como la de las grandes empresas de propiedad de estos mismos… o de su verdaderos patrones, jefes y capos agazapados tras las bambalinas del oscuro poder oficial.

Uno de esos tantos decretos, confeccionado a medida para favorecer, aún más, a las grandes empresas que, además de ser receptoras de los inmensos apoyos y alivios gubernamentales; los que jamás obtendrían las medianas, pequeñas, micro, familiares o empresas unipersonales (casi todas en irreparable quiebra y desmembración); les permitía a aquellas hacer despidos masivos de trabajadores, sobre todo antiguos, para reacomodar sus nóminas con personal nuevo y más barato; o clausurar marcas mientras pasaba la pandemia y reabrirían con nuevo logo.

—Sí, amor —precisó la mujer—, ¡qué descaro! A la hija de una amiga, el viernes pasado la llamó el jefe de personal y le notificó que, con base en ese decreto excepcional, su cargo fue suspendido, por lo que, como venía trabajando en casa desde el inicio de la pandemia, en media hora pasaban por el celular corporativo y el computador que tenía asignado. Y así fue, al rato llegaron y los recogieron. De un momento a otro quedó desempleada después de quince años de haberle sido fiel y productiva a ese emporio en donde la familia del verdadero jefe del señor presidente de la República tiene más del 60 % de acciones.  

 —Así como el caso de la hija de tu amiga, mujer, hay infinidad de situaciones, todas injustas y en cabeza de personajes anónimos e inermes…

—Ahora, ¿qué me dices del otro mal que nos está afectando casi igual que el virus? Creo que así lo dejaste plasmado en uno de tus primeros relatos sobre esta pandemia.

—Sé a qué te refieres, mujer: a la galopante e incontrolable inseguridad y sus increíbles como terribles nuevas formas. Este crecimiento, con tan novedosas como miedosas modalidades, es otro de los resultados directos de la falta de criterio, liderazgo y responsabilidad de las autoridades para afrontar la crisis, sobre todo, por estar atentas a garantizar las prioridades, propiedades e intereses de los poderosos, los verdaderos mandantes de los maniatados mandatarios.

—¿Escuchaste la noticia que dieron sobre otro de tus amigos de juventud?

—Me imagino que te refieres a Juvenal Hurtado Acosta, el secretario de seguridad en la capital; sí, algo vi en redes, ¡cuéntame! Ya casi no sale en televisión, como al comienzo.

—Ahora sale poco a dar declaraciones porque, al parecer, algunas mafias de la ciudad lo tienen amenazado de muerte. Si eso le pasa a un funcionario de esa magnitud y protección…

—Sí, ¡qué vaina, mujer, lo de Juvenal! Ojalá se cuide mucho, y no solo del virus, porque sé del alcance criminal de las mafias de esta ciudad, algunas con entronques siniestros en las estructuras administrativas municipales… unas de esas, las que manejan gran parte del sistema de salud, además, gestoras, patrocinadoras y beneficiarias del tristemente llamado ‘paseo de la muerte’ y, hasta donde estoy informado, las que deciden en algunos hospitales quién es aceptado y recibe o no ventilador, sin importar la gravedad que tenga… Unos y otros hacen aplicar sus protocolos secretos de contingencia.

—Mijo, ¿a qué protocolos secretos de contingencia te refieres?

—Mi vida, en crisis, catástrofes o guerras, como es esta que utiliza mocos como armas letales, todo herido o enfermo que ingresa a un hospital, si no es alguien de máxima jerarquía, estratégico para el Gobierno de turno, con poder o mucho dinero, o integrante importante de aquellas mafias, está condenado a una muerte segura… y casi siempre propiciada. Esto, porque ante el alto flujo de pacientes, se requiere disponibilidad para atender a los que acabo de mencionar, así como ahorrar en costos y gastos que, en una UCI, sí que son elevados, más, aún, cuando son inflados y el recobro por muerte lo paga el Estado, con significativo recargo cuando figura que falleció por el virus, como hacen pasar hasta a los que mueren por ‘plomonía’ en las calles.

—¡Inconcebible!

—Me cuentan fuentes de alta fidelidad que la aplicación y procesamiento de pruebas del virus, la recogida en ambulancia, la asignación de hospital, cama y respirador, en algunos casos depende de los jefes de estas mafias. Incluso, se dice que, si algún paciente de los que ellos llaman priorizados, es decir, de los suyos o de sus patrocinadores, así no esté muy grave, llegase a necesitar o a solicitar ambulancia, cama o respirador, el protocolo, ¡su protocolo!, establece que se le asigne por encima de cualquier otro miramiento. Me han dicho que esto ha sucedido en reiteradas ocasiones, hasta con camas y respiradores asignados a otros pacientes a los cuales, creo que fue el caso del papá de mi amigo Rodolfo Gantiva, se les justifica su retirada por edad, enfermedades preexistentes con elevados costos de recuperación, por baja importancia social, la mayoría de los casos, ¡y hasta por ser gordos!         

—Eso es inconcebible, tropical, pero, sobre todo: ¡terrible!

—Además, como se justifica y certifica su muerte por el virus, al paciente, mientras se muere de hambre, infección, frío o de la propia enfermedad por ahí tirado en una camilla o silla, no le permiten tener contacto con nadie, menos con sus familiares; tampoco después de muerto, ya que pasa directo de la sala al crematorio.

—Horripilante, viejo, horripilante, de llegar a ser cierto.

—Tal vez por eso, mujer… teniendo en cuenta los horrores a los que, una vez contagiado, se tiene que someter cualquier paciente sin plata, poder ni la ‘importancia preferente’ establecida en los protocolos de crisis o en los códigos de las mafias, y que sea llevado a una UCI buscando ser salvado, ¡mejor sería morirse rápido!, antes que enfrentar aquel largo, inhumano y rentable suplicio. Este, para quien por cualquier motivo logra salir vivo del hospital, se le prolonga, sea quien sea, y tendrá que soportar las infames e inoculadas secuelas de esa ponzoña, se puede decir: ¡por el resto de sus aciagos días!, y mientras contagia a otros tantos, según cuentan los que han sobrevivido; coincidente con lo que me anticipó mi amigo en enero, el espía del que te burlas y quien de verdad hace parte del equipo médico-castrense que lo llevó e inoculó en oriente, así no me creas, amada mía.  

—Sabes algo, amor —le dijo antes de pararse para ir a preparar el almuerzo, mirándolo directo a los ojos, con angelical ternura.

—Dime, preciosa, mía.

—No sé, creo que como relato de ficción… todo lo que hemos hablado suena bien.

—¿Piensas que todo esto es producto de mi imaginación, quizá por tan larga y dura cuarentena?

—Prefiero asumir que son inventos literarios tuyos, como ojalá también los sean tus amigos aquellos que dices que te mantienen informado… porque, de ser realidad: ¡nos llevó el putas, mijo!, como dicen en mi tierra.

Al parecer atraídos por el portátil, los celulares y otros pocos enseres que eran visibles desde la calle a través de la enrejada ventana, tres hombres ingresaron a la sala donde estaba la pareja, tras violentar la puerta principal. El viejo escritor intentó sacar la pistola que lo acompañaba desde cuando trabajó para el Gobierno, por lo que uno de aquellos, mientras la anciana se interponía entre él y su marido, disparó varias veces... impactándolos de muerte.

Disponible, también, en Revista Latina NC.