Solo con el paso del tiempo se me fue disipando
la zozobra por esa frase que me dijo mamá en mi preadolescencia cuando, después
de unos días sin volverlo a ver, le pregunté por mi abuelo. Lo recuerdo desde
cuando me recogía en el jardín y, siempre de la mano, me contaba historias que
me parecían fantásticas. Ya en casa, después de darme onces, ponía música
instrumental, según él, para concentrarse y poner en paz su espíritu, sobre
todo cuando leía, escribía, meditaba o simplemente descansaba.
Tal vez el día que más feliz lo vi fue cuando al
terminar la avena y el pan rollo que me dio la abuela me paré del comedor y le
dije:
—Abuelo, por favor, ponga música para
concentrarme porque tengo una tarea que me dejó la maestra. Era sobre los
planetas, recuerdo.
A diferencia de casi todos los que rodearon mi infancia
y temprana juventud, jamás me exigió, mucho menos me obligó a hacer o no alguna
labor. Me decía:
—Solo te indico lo que debes hacer o no. Es
cosa tuya si lo haces, de tu libre albedrío. Eso sí, hijo, los frutos que
coseches en la vida, dulces o amargos, de ahí dependerán.
—Abuelo, ¿qué es libre albedrío? —le pregunté
esa vez, así como cada que soltaba una palabra que yo desconocía.
—Libertad para decidir sin presiones, guiado
por la inteligencia y los referentes de las personas buenas, siempre evidentes
y a la vista de todos, como las flores del jardín y las aves en el cielo,
muchachón.
—Entonces, madre —le insistí esa vez—, ¿dónde
está el abuelo?
—Hijo, el abuelo se fue de vacaciones… —entonces,
soltó el llanto.
Disponible, también, en Revista Latina NC.