sábado, 19 de septiembre de 2020

Jorge, un héroe discreto

 

El hombre que le salvó la vida a Ernesto Samper Pizano

Este relato también está disponible en Revista Latina NC

Le agradezco a Jorge Eduardo Bustos por contarme estas historias y permitirme redactarlas y publicarlas

con algunas particularidades, adiciones  y foto de su álbum personal.


En varias ocasiones la muerte, caprichosa y burlona, ha merodeado la senda de Jorge. Impactantes momentos que, tal vez, según recuerda, marcaron su vida y vocación de caballero del aire.

Jorge Eduardo Bustos es otro de “Los Aeroamigos”, del mismo grupo de Eliberto Gerena. Este último a quien en agosto de 1979 agarraron a gorrazos por demorar el vuelo del DC-4 con número de cola 690. Avión que los llevó a Panamá para terminar el proceso académico de formación aeronáutica. Experiencia que marcó, para siempre, sus vidas.

            Jorge, en materia política, de religión y de fanatismos deportivos guarda siempre prudente distancia, al menos de palabra y obra. O, mejor sería decir, mantiene discreto y sano recelo. Suele evadir con diplomacia cualquier conversación o escenario en donde el tema tenga que ver con alguno de estos tópicos. Además de considerarlos perdedera de tiempo, cree en recóndito silencio que «son comprobadas y efectivas formas de mantener ocupada la mente de la sociedad para que no se alebreste o vea más allá de lo que tiene que ver, mientras que algunos pocos sacan gigantesco beneficio de ello…», se le escapó ese día al calor del tinto.

Desde cuando se graduó en marzo de 1980 se consagró al arduo y exigente trabajo aeronáutico. Gracias a ello obtuvo, además de su sustento y merecido progreso económico, egregios galardones por su conocimiento, entrega y características humanas, en especial: compañerismo y lealtad, estas cada vez más ensortijadas en la sociedad.

            No obstante, ¡el destino caprichoso! en varias ocasiones le puso pruebas, y por demás difíciles e impactantes, de las cuales salió ileso… al menos en su gruesa contextura física, contrastante con aquella esquiva e indescriptible sonrisa de nostalgia social que suele exhibir.

Quizá la primera vicisitud que recuerda fue la del 20 de abril de 1981. Ese día le tocaba volar en uno de los Arava, una aeronave israelí de transporte utilitario. Era un vuelo de aprovisionamiento para Puerto Rondón, en Arauca. Por algunos afanes administrativos Jorge tuvo que buscar relevo, por lo que, en el primero que pensó fue en su compinche y compañero William Fernando Vargas, quien gustoso aceptó y partió en su reemplazo.

Al mediodía ya se rumora la noticia: el 951, número de cola de aquel avión, se había accidentado al salir de Rondón. Uno de los pasajeros murió, mientras que la tripulación sobrevivió, algunos con lesiones y fracturas. William Fernando, el relevo de Jorge, sufrió fuertes contusiones y una herida abierta en el brazo derecho, de las cuales, esa vez, se recuperó de manera satisfactoria.

Después de aquel primer impase Jorge Eduardo y William Fernando siguieron hombro a hombro, creciendo al unísono. Se colaboraban y trabajan juntos, solidarios.

            En 1985 Jorge sufrió un accidente de moto del cual salió con rotura de algunos ligamentos del hombro derecho que lo sometió a una intervención quirúrgica. Por esa misma época celebraban cinco años del regreso de Panamá y de haberse graduado en aviación.

Eventos estos que, cual premonición, coincidieron con la llegada de dos modernos F-28 a la empresa SATENA. Estos aviones eran iguales al presidencial, del cual Jorge y William, para esa época, ya eran ingenieros de vuelo. Por esta razón, a los dos les correspondió, “en suerte”, volar esas tres aeronaves.

            Lo hicieron juntos hasta aquel 27 de marzo de 1985, siete años después de haber iniciado su carrera aeronáutica. Ese día Jorge fue programado para volar en el 1140, número de cola del F-28 de SATENA. «Vuelo que se efectuaría al siguiente día con destino a Marandúa… nombre que, por cierto, según algunas leyendas indígenas, significa: “Ave del mal agüero”. Aunque para los nativos de la Orinoquía y la Amazonía tiene un sentido contario: El mensajero de la selva que porta buenas noticias” o “la buena nueva”», evocó con ahogado sentimiento.

Estas dos antagónicas premoniciones indígenas, al unísono, terminaron dándoles la razón a unos y a otros, con William y Jorge, respectivamente, a las 9:50 de la mañana de aquel 28 de marzo de 1985 y, precisamente, en inmediaciones de la espesa selva colombiana.

Jorge, para el siguiente día, el 28 de marzo, tenía su última terapia del hombro por lo de su accidente en la moto. Por tal motivo, le solicitó a su compañero William Fernando que intercambiaran de vuelo, ya que él estaba programado para el 29, al siguiente día, en la misma aeronave. Arreglo que se oficializó con el jefe de operaciones de SATENA, en cuanto a la orden de vuelo. Sin embargo, en las demás listas de programación quien seguía figurando para el vuelo del 28 era Jorge Eduardo.

            A las 9:50 de la mañana del 28 de marzo de 1985, durante la aproximación del SATENA 1140 al aeropuerto Gustavo Artunduaga Paredes, cerca de la ciudad de Florencia, en el Caquetá, al intentar un aterrizaje forzado en condiciones adversas el avión se accidentó, «¡se destrozó e incendió por completo!», manifestó casi atragantado. Los 46 pasajeros y la tripulación fallecieron en el sitio. Aquel “Aeroamigo” del alma: William Fernando Vargas, con las alas de Ícaro puestas voló a la eternidad.

            La noticia se esparció en vorágines de tristezas a nivel nacional. Por ende, en la empresa de aquella estatal compañía de aviación y en todo el sector aeronáutico lo dieron por muerto. Minutos después de las diez de la mañana el nombre de Jorge Eduardo Bustos estaba en todos los boletines y titulares de prensa como uno más de las víctimas del lamentable percance.

            Jorge, desconocedor de la catástrofe de la que se acababa de salvar, tras la terapia a la que asistió en su centro médico, se presentó en las oficinas de la empresa, poco antes de las once de la mañana. Su presencia causó espanto, desmayos y subcontinentales augurios. La secretaria, al recobrar el sentido tras el desmayo que sufrió al verlo, se santiguaba y lo tildaba de ser un fantasma, o… «el alma en pena del difunto recogiendo sus pasos», musitaba alucinada.

Tras salir del colapso que le produjo saber de la muerte de su mejor amigo y colega, e ir entendiendo el meollo del alboroto que causó su aparición, abrigó una enconchada e incurable nostalgia que todavía, casi cuarenta años después, acelera su corazón y le dificulta respirar, teniendo que tragar un áloe y grueso salivón cuando lo recuerda, o se lo hacen recordar. Desde entonces se siente culpable de la muerte de su compañero, pese a las sesiones de sicología que tuvo durante un buen tiempo después del fatal accidente del F-28.

            Recóndito y corrosivo sentimiento, ¡deuda del alma!, que Jorge a muy pocos le ha compartido, entre ellos a su otro compañero y amigo… al que nadie fue a despedir a CATAM el día del viaje a Panamá.  Y a él Jorge se lo compartió, en particular, por ser quien siempre estuvo dispuesto y atento a escribirle las cartas, mensajes, narraciones y palabras que en todas aquellas oportunidades especiales necesitó para expresar sus sentimientos, pasiones y sentires.

            Para ayudar a superar aquella crisis Jorge continuó con más ahínco y amor la pasión por el vuelo. Y lo hizo, tanto como tripulante y piloto, hasta acumular más de 18.738 horas de vuelo.

Bajo el abrigo de sus seguras alas al menos volaron seis presidentes colombianos, entre ellos Julio César Turbay Ayala, Belisario Betancur Cuartas, Virgilio Barco Vargas, César Gaviria Trujillo, Ernesto Samper Pizano y Andrés Pastrana Arango, así como un gran número de pasajeros ilustres, unos, desconocidos y mortales, muchos más.

De un tiempo para acá Jorge es considerado por sus compañeros y amigos como un héroe discreto. Pero, pocos se lo dicen, le incomoda la alabanza. Apelativo este acuñado el 3 de marzo de 1989, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá.

Allá, a las 3 de la tarde de ese día, varios sicarios que iban por la vida de José Antequera, miembro de la Coordinadora Nacional de la Unión Patriótica, con quien lograron su criminal acometida, también hirieron de gravedad a Ernesto Samper, entonces senador y precandidato liberal a la Presidencia de la República.

En esa oportunidad, sin que muchos lo sepan, y los pocos que lo saben, sin que se lo reconozcan, ni él lo pretenda o le interese que se lo registren, Jorge fue la ignota pieza clave para la salvación de la vida del senador y precandidato Samper Pizano.

Ese día Jorge estaba de servicio aeronáutico disponible en SATENA. Motivo por el cual, cualquier situación extraordinaria relacionada con aquella aerolínea, él tenía que atenderla.

Cuando sucedió el tiroteo Jorge estaba a unos cuarenta metros de ahí, «sentí silbar las balas», evocó con nostalgia. De hecho, había pasado unos segundos antes por el lado del precandidato, precisamente en el momento cuando este le preguntó a Antequera: «¡Tú!, ¿qué haces aquí?», y él le respondió: «Voy para Barranquilla, allá me siento más seguro con mi mamá», y los dos se estrecharon la mano.

            Al ver herido al precandidato, a quien su esposa ya arrastraba hacia el recibo de Avianca y lo colocaba sobre la cinta transportadora de maletas, mientras alguien, al parecer uno de sus escoltas, pedía una ambulancia, Jorge coordinó de inmediato para que el senador fuera llevado en la camioneta de SATENA que estaba bajo su responsabilidad. Incluso, lo ayudó a subir al vehículo, el cual partió raudo hacia CAJANAL, en el CAN, donde, gracias al oportuno trasporte que lo llevó, los médicos le pudieron salvar la vida.

Jorge, atónito, se quedó en el aeropuerto con la ropa ensangrentada del senador y precandidato liberal en sus manos. Nunca olvidará aquel olor a patria herida que ululaba por doquiera tras la partida de los dos heridos y la muerte de, al menos, uno de los atacantes.

Nueve o diez años después, cuando Ernesto Samper ya era presidente de Colombia, en uno de sus pasos por el aeropuerto El Dorado, aquel escolta reconoció al ignoto héroe discreto que salvó al senador. Ese día, cuando se hizo involuntariamente visible, Jorge aguardaba la llegada del presidente, ya que él seguía siendo tripulante del avión presidencial.

El escolta, además de saludar a Jorge, le comunicó al presidente que ahí estaba el hombre que le salvó la vida al disponer tan rápidamente el transporte que lo llevó a CAJANAL.

El mandatario colombiano había escuchado sobre la proeza de aquel héroe desconocido, por lo que solía preguntar por él, sin que nadie supiera darle noticias de quién se trataba, ni mucho menos dónde ubicarlo. Cuando su escolta se lo presentó, el presidente lo saludó, abrazó y dio las gracias. Lo mismo hizo su esposa, quien también lo reconoció. Antes de despedirse el mandatario le dijo que lo esperaba en Palacio, cuando a bien tuviera, para reconocerle su valentía.

Jorge nunca se asomó por allá. En adelante, cuando tenía que hacer parte de la tripulación que llevaba al presidente Samper, buscaba pasar inadvertido, difuso pero dedicado en exclusiva a su oficio aeronáutico.

Prefería, y aún prefiere, seguir disfrutando de las mieles y la tranquilidad del anonimato. Considera que: «Lo que hice ese día con el señor senador y precandidato liberal a la Presidencia de la República Ernesto Samper Pizano fue lo que cualquier ser humano, en esas circunstancias, tendría que haber hecho para salvarle la vida a otro», aseveró ese día en la cafetería del Club de Los Andes, tomándose un oloroso y exquisito tinto colombiano: «… lo hubiera hecho igual con cualquiera, con independencia del rango de la víctima; porque, para salvar una vida primaba, prima y primará, antes que la jerarquía social, política o económica del individuo en peligro de morir, el mero título de ser una persona, un ser humano.»

Jorge Eduardo Bustos, antes de libar el último sorbo de tinto y concluir de relatar su historia, reiteró, con una sonrisa amplia y transparente:

—Aquellas gracias y abrazos que recibí del presidente Samper, y de su esposa, fueron más que suficientes. Con ello me sentí honda y gratamente recompensado por algo que hice sin pretender nada a cambio, más que instar preservar una vida humana en peligro de muerte. Acto que volvería a hacer, sin ambages ni intereses, de volvérseme a presentar, ¡sea quien sea la persona, y donde sea! —enfatizó—. Aunque prefiero y aspiro con vehemencia que hechos tan negros como los de aquella fratricida época nunca vuelvan a suceder en mi amada Colombia —dijo para finalizar la charla, luego se levantó, agradeció, se despidió y se fue, irradiando esa incierta sonrisa mezclada entre nostalgia social y deber cumplido.