miércoles, 31 de mayo de 2023

Retrato de infancia

 

Retrato de infancia

Escuela Urbana Municipal de Varones San Agustín (hoy: IED Fray José Ledo)

Sonriente y saboreando un café, con la mirada dulce, casi infantil y esa postura jovial, auténtica que le conocemos por su programa El Rollo de Fili, ahí estaba el paisano ilustre que durante sus cuarenta años de trabajo fotografió y nos mostró la otra Colombia con su historia, geografía, cultura e infinidad de pueblos y personajes como Gabriel García Márquez, Fanny Mike, Plinio Apuleyo Mendoza, Obregón, Botero, Shakira, Salvo Basilie, Gloria Valencia de Castaño, presidentes, políticos, empresarios… también, a Donald Trump y a otros tantos que fueron portada de algunas de las revistas con mayor circulación nacional o que hacen parte de sus siete libros publicados, fuera de los que están en proceso de edición y difusión.

 Aunque llegué minutos antes de la hora acordonada, como siempre lo hago para no hacerme esperar, él se anticipó media hora.

 —Costumbre de casa, ¡ser cumplido! —me dijo.

 Accedió a encontrarse conmigo en un Juan Valdez en Bogotá y contarme parte de su vida. Me interesaba, en especial, ciertos retazos de infancia y primeros brotes de su juventud allá, en su Chaguaní del alma. Destellos que se le escapan por las rendijas de su inocultable nostalgia cuando se refiere al pueblito aquel que lo abrigó de los tres a los trece años y que lleva entre pecho y espalda.

 Por ello, al enfocar su cámara y confidente, do quiera sea y a lo que sea, siempre la imagen del caserío que observaba de niño desde la casa de la finca San Antonio en la vereda El Pedregal es lo primero que aparece en la lente antes que el cuadro de su objetivo, además de dejarlo entre líneas salpicadas en la mayoría de sus emisiones televisadas.

 Creo que lo sorprendí con la primera pregunta que le hice tras dos efusivos abrazos y proveerme, como él, de un late con café de origen cundinamarqués:

 —Bueno, Fili, ¿qué es lo que más recuerdas de tu niñez... y por qué?

 Varias veces he visto ese capítulo en donde Filiberto Pinzón Acosta cuenta frente a cámaras que: ...a los trece años eché mi ropa en una bolsita de papel, tal vez era una de esas de cigarrillos Pielroja. Luego, le dije a mamá que me iba. Ella me volteó a mirar y sin creer ni imaginarse que era cierto que me iba en busca de mi futuro, hasta ese momento incierto, me respondió: «Bueno, mijo, que le vaya bien». Entonces, agarré por este camino, rumbo al pueblo, Chaguaní... allá pasé la primera noche...

 Desde entonces me motivé y quise contactarlo para entrevistarlo y escribir un relato subcontinental imperfecto. Pero no sobre sus éxitos y logros profesionales como fotógrafo que todo el mundo conoce y admira. Información que, además, aparece en redes y archivos patrios, como aquella portada de su autoría que publicó el periódico El Tiempo el sábado 14 de agosto de 1.999, titulada: Mataron la risa. ¿Qué sigue? Tal vez la fotografía suya más recordada y vista, porque con esta Filiberto inmortalizó al humorista Jaime Garzón, asesinado a la madrugada del día anterior en una fría calle bogotana.

 Como lector de historias humanas intuía que en Filiberto existía algo guardado, escondido o al menos refundido desde cuando vi por primera vez aquel capítulo, en el cual, de manera gráfica relata lo de la muda de ropa que llevaba en esa bolsa, que era todo su equipaje, lo de la dormida en el zarzo de la vieja casona de bareque, lo de la manera como su madre ahorraba lo que podía y le iba pagando a un comerciante en el pueblo, a quien le decían ‘El Tigre’, para poderles dar ropa, lo de la camisa amarilla que, según él:

 —¡Era la más fea del mundo!, pero, por ser un regalo de mamá, además, pagada con inmensos sacrificios, privaciones y a escondidas de papá, me parecía el mejor de todos. Regalo que, como tal, paisano —me precisó Filiberto al calor de ese primer café—, ¡como regalo nunca tuve de nadie! Vacío que llevo aquí en el pecho… ¡el jamás haber recibido un regalo!

 Noté que se le hacía difícil contener la humedad de sus ojos de negro esquivo teñidos tras esos lentes incoloros. Intentaba apretar sus lágrimas para que estas no se convirtieran en un torrente mejillas abajo. Un tarugo se atravesó en mi garganta. Al cabo de unos segundos continuó.

 —Discúlpeme, paisano…

—Te entiendo, Fili, te entiendo…

 Fue cuando, tal vez sin proponérselo o saber, inmisericorde, me soltó de guarapazo que:

 —En Chaguaní había un señor que tenía en una esquina del parque un bar con una rocola...

—¡Era el billar de Rogelio Pérez Santamaría! —lo interrumpí, sintiendo que mi corazón estaba a punto de salírseme del pecho—. Quedaba en la esquina nororiental de lo que es hoy el parque principal del pueblo, diagonal a la todavía inconclusa iglesia.

—Sí, así es, paisano. Traigo al recuerdo ese lugar porque ahí escuchaba, siendo un niño, entre otras, esa bendita canción que me ponía, ¡y aún me pone mal…!

—Me imagino que es: Mamá, ¿dónde están los juguetes? También solía escucharla allá, con los mismos efectos, Fili. En esto también coincidimos.

—¡Esa, sí!, esa canción… ¡esa condenada canción! ¡La de los juguetes que nunca llegaron, ni siquiera ahora de viejo! ¿Qué hicimos mal, mi hermano?

—De pronto nada, Filiberto. Quizá se trate de deudas del alma, que son hereditarias, tanto las genéticas como las sociales, que son peores.

 Esta vez no solo di en la diana en cuanto a mis incontrolables pretensiones de ver y leer por doquiera, escudriñar y luego plasmar en letras incorregibles aquellas historias humanas que, por lo general, solo brotan de manera involuntaria en los ademanes de las personas, así como por las ventanas de sus almas: los ojos. Al parecer, Filiberto estaba dispuesto y hasta necesitaba, así lo entendí, expresar parte de la suya a viva voz frente a mí.    

 En ese hombre de tez blanco-trigueña, de unos ciento setenta centímetros de estatura y diciente pelo cano, bullía una más que guardada historia en las catumbas y soleras de su existencia, en el envés de los pergaminos y palmareses de su pregonado y más que merecido éxito como fotógrafo gráfico profesional. Drama recalcitrante, más ahora que se le acercaba, por los surcos del tiempo marcados en su faz, de paso también a mí, caí en cuenta, la triste niñez de la vejez. Ambigüedad de la vida tan común, no solo en algunos hombres prósperos y exitosos, inexorable, en buena parte de los seres humanos, ilustres o no, inéditos o no; en grandes como en chicos.

—Mira —le expuse—, las caras de una moneda siempre son antagónicas, antepuestas e inseparables por el nudillo de la vida. Mientras por un lado brilla el éxito alcanzado en esto o en aquello, como en los negocios, los deportes, las artes; en su revés suele bullir un drama sofocante en lo personal, afectivo, familiar, humano, o viceversa. Pero es en ese delgado nudillo, en el canto de la moneda, en donde está la esencia de una y otra. Delgado borde sobre el cual esta gira y gira durante las tantas vueltas de la vida un poco antes de caer y mostrar su anverso, unas veces… o su reverso, en otras más. Es de ahí, de ese delgado borde, de donde una u otra cara se alimenta, sin importar cuál de las dos esté expósita en cierto momento. Nudillo que se forma precisamente allá, en los albores de la vida de cada uno. Bordecillo del cual ninguna de sus caras se podrá zafar y que, ¡inexorable!, guiará la moneda en su perenne rodar por la vida, unas veces mostrando esta faz, en otras, sin aparente explicación lógica, se encaprichará exhibiendo la sollozante contrafaz.

—Es cierto, paisano —me dijo mientras le explicaba el tema y su azaroso proceder haciendo girar varias veces sobre la mesa una moneda de cien pesos—. Ese nudillo se forma desde la cuna y antes.

—Así es, Fili, en la cuna, en la niñez, así como en la briosa juventud… pero insisto, más en la infancia que en las otras etapas de la vida —le enfaticé, que era hacia donde quería enfilar la conversación.

—Si lo recuerda, mi hermano —me miró fijo a los ojos y me soltó sin ambages el complemento—, ¡en nuestra época nadie tuvo niñez! A todos nos tocó ser adultos desde al menos los cuatro o cinco años. En mi caso, tras cumplir los tres, que es desde cuando recuerdo que corté cogollo… aquí tengo las cicatrices en mi mano, mire. Por eso le traje a colación la canción de los regalos.

 Necesitaba ahondar en la génesis del nudillo de mí paisano, más ahora que el lado de la moneda que comenzaba a ser más visible en él, sin que lo pudiese evitar o seguir conteniendo, era ese que, sin siquiera darse cuenta, instó ocultar toda la vida, ¡desde niño y a punta de trabajo ingente! Así lo dejó entrever con esta última y por demás diciente proposición y su reiteración del tema musical de los juguetes que nunca le llevó el Niño Dios, como en esa canción donde aquella atribulada madre intenta a toda costa justificarle a su hijo lo injustificable: la miseria.  

 En ese momento caí en cuenta que tenía que dejar en remojo lo de esta canción que escuchábamos en el billar de Rogelio Pérez Santamaría. Además, lejos estaba de ser el inicio de la historia de mi paisano ilustre. Ese solo era un corte, según mis cuentas, un poco después de la mitad de su infancia. Entonces, intentaría hacer que retomara su relato en el orden cronológico. Buscaría, además, evitar involucrarme. Esta no era mi intención. El protagonista era mi paisano ilustre, ¡solo él!

 ¡Eso creía!

 —Mira, Filiberto, mi propósito, como te lo expuse en los mensajes, es hacerte con palabras un retrato de infancia… si me lo permites, desde luego. Disculpa la alegoría con tu oficio profesional.

—Claro, paisano. Usted me dirá qué necesita que le cuente.

 Además de los tantos y tantos mensajes ocultos que Filiberto deja en cada capítulo de su rollo, sobre todo los inherentes a su difícil niñez, dramática partida y evocación de su pueblo, sabía que en la insondable profundidad de su alma había algo más… ¡Mucho más! Para el ojo de un lector de historias humanas calladas es inocultable esa agazapada nostalgia que en cada programa y producto suyo se le cuela, cuando no es entre las frases breves que amordaza con silencios introspectivos, casi imperceptibles suspiros mordidos, miradas ausentes, aunque siempre a la siga de objetivos para su lente, lo deja evidente y exterioriza de manera estrepitosa en su postura corporal, así como en la temática y magistral encuadre de sus retratos. Melancolía inocultable que estalla a gritos mudos en sus ojos, así como en los involuntarios gestos de su curtida faz cuando está frente a frente con alguien que le genere confianza.

 —Fili, creo entender lo de la ausencia de niñez en nuestra época…

—Nos la robó la historia del país de entonces cuando ni monedas había para unas morcillas con papas… por eso salí de Chaguaní, a mis trece años, Rogelio. Tenía la necesidad de conseguir plata, lo que por allá era imposible y hasta peligroso intentarlo.

—Entiendo, pero me ubicas a los trece, cuando saliste del pueblo. Me gustaría comenzar el retrato mucho antes, desde cuando recuerdes. Luego, si te parece, enfatizaremos en lo de tu partida en busca de tu destino, como te escuché hace rato.

—Me causa piquiña cuando escucho sobre gente desplazada y la actual situación social… que también es complicada, por lo que respeto su dolor y me duele igual semejante injusticia que no debiera ser y castigo merece quien la propicia, se beneficia o ejecuta a orden y salario. Sin embargo, esta crisis, tal vez, es algo menos difícil, quizá con un uno que otro disminuido céntimo en relación con la historia que padecí en la niñez que me robaron, ¡que nos robaron, Rogelio!, por lo que nos tocó ser adultos como desde los cuatro o antes. Capítulo social que, entiendo, es el que quiere escuchar, paisano. Aunque usted sabe que ese lapso está impregnado con la sangre y la ignominia del cruento desplazamiento nacional iniciado a mediados del siglo pasado y que derivó de adosada manera en el actual. Ese que heredamos de nuestros padres, nosotros a nuestros hijos, estos a los suyos y a los siguientes. Como hace rato lo dijo, Rogelio, ¡cuales deudas del alma!

 Casi sin pestañar y al calor de un segundo tinto me compartió que él no era propiamente de Chaguaní, al menos de nacimiento, pero sí de sentimiento y agradecimiento. Su abuelo compró la finca San Antonio setentaicinco años atrás. Lo hizo al salir desplazado de su terruño natal en Santander, por esas cosas entre liberales y conservadores, más en concreto por los enfrentamientos entre los habitantes de Jordán Bajo y los de su contraparte en Jordán Alto, quienes hasta evidenciaban sus alebrestadas diferencias políticas pintando las fachadas de sus casas de azul unos y rojo los otros. Fue cuando alguien le dijo que Chaguaní era un sitio bueno para el cultivo de la caña y la ganadería.

 —Por allá, por las bravas tierras de Santander, como lo escribió Jorge Villamil, por la muerte de un conservador por parte de… ¡nunca se supo quién lo hizo!, a mi abuelo y a mi padre los amarraron sin camisa en la plaza pública del Socorro, les dieron fuete y los desterraron. Por eso él fue a dar a Chaguaní, a El Pedregal. Mi papá y mi mamá se quedaron en Bogotá, en una casa del barrio Quiroga que María Eugenia Rojas de Moreno le hizo adjudicar a un familiar por parte del Instituto de Crédito Territorial. Allá nací y a los tres años, por la situación económica… ¡éramos catorce hermanos!, nos fuimos para la finca de mi abuelo.

—¿Recuerdas la dirección de la casa del Quiroga?

—Esa casa queda en la calle 32 sur con carrera 18, ¿por qué, paisano?

—Bueno, porque en el 69, por cosas del destino, que es travieso y caprichoso, mi familia y yo llegamos bajo el estigma del desplazamiento social a ese barrio, a la casa de una tía… en la carrera 20 con calle 31 C sur, por ahí cerca. Yo solo tenía once años… Pero estamos haciendo el retrato escrito de tu infancia, no el mío. Por favor, prosigue. Llegaste a Chaguaní de tres años cumplidos y me dices que desde entonces sientes que te robaron la niñez y te tocó ser adulto a punta de brega, hambre y necesidad.

—Vea, pues, mi hermano, las coincidencias del destino inquieto. Sí, al llegar a esa finca todo era trabajo y más trabajo, así como incomodidad, cerca de la precariedad. Recuerdo que a la semana ya iba a jornalear con una rula a los cortes de caña y durante las moliendas a la sacada del bagazo, corte de bore para las bestias y otros oficios iguales o más duros, todavía. No era mucho lo que hacía, tampoco lo que recibía, pero de algo servía para comprar la sal y el pan de cada día.

—La imagen de esa época dura quedó enfocada y clara para mi próximo relato. ¿Cuándo entras a estudiar y dónde?

—Por algunas circunstancias de la violencia que por allá tampoco faltó… con Sangre Negra merodeando por Melgas, Montefrío, La Polonia y otras veredas, o eso decían algunos para echarles la culpa de sus crímenes a los del monte, que a veces pienso que ni siquiera estarían por ahí, hubo épocas que nos fuimos a vivir al caso urbano, arribita de la iglesia, en el alto y otras veces en otra casa abajo del palo de mango frente a la esquinera de los Rivera. Allá íbamos a ver televisión.

—Recuerdo esa casa… con el paso del tiempo y del barniz sociopolítico que maquilló la región, la casa de los Rivera quedó abandona hasta que se cayó a pedazos. Hoy solo queda el lote.

—Eso es verdad, paisano. Recuerdo, también, antes de contarle lo de mi primaria en la Escuela Urbana de Varones San Agustín, que para que nos dejaran entrar a ver la televisión le teníamos que comprar un helado a la dueña de casa.

—Eran de pura fruta, los probé varias veces… mi abuela y mi madre solían ir de visita a esa casa, antes de nuestro destierro social en el 69. En ese televisor vi la llegada de Pablo VI a Bogotá, un año antes. Ahora, por favor, ¿cómo fue lo de la escuela?

—Mi mamá, como pudo, me matriculó y se rebuscó lo necesario para que yo ingresara a estudiar cuando cumplí la edad reglamentaria: ¡los siete! Allá hice hasta quinto… seis años, en total, porque por razones que no son del caso publicar el segundo me tocó perderlo para evitar algunos contratiempos.

—Escuché en uno de tus programas, el que más me gusta porque lo dedicaste a Chaguaní, que no pudiste ir a recibir el diploma de primaria.

—El profesor Moscoso nos dijo días antes de la clausura: En la puerta del horno se quema el pan, a la clausura deben llegar a tiempo, bien vestidos y ojalá con zapatos buenos.

—Entonces, ¡¿qué pasó?!

—Mire, Rogelio, no tengo amigos, nunca los he tenido y tal vez nunca los tenga. Sin embargo, ¡pese a todo!, el único que encajó en esa definición fue mi padre. ¡Fue mi único amigo!

—¡¿Pese a todo?!

—Sí, porque él fue mi padre, lo amé y respeté toda la vida. De él aprendí casi todo lo que necesité. Además, le hago una confidencia, Rogelio…

—Adelante.

—Por su manera de ser con nosotros, y conmigo en especial, mi padre se convirtió en la causa motivacional para salir de Chaguaní y emprender la búsqueda de mi progreso en Bogotá, aunque nunca estuvo de acuerdo, ni se enteró cuando salí de casa para jamás volver.

—¡¿Pese a todo?! —reiteré.

—En Chaguaní por todo y en todo él fue una persona… bastante alegre, por usar este adjetivo. Tuvo muchos amigos y apoyó a medio pueblo. Mientras tanto, mi madre y mis hermanos la pasábamos no tan bien… de haber querido él lo hubiese evitado. Pero lo entiendo y le respeto su forma de pensar y ser.

—Volviendo a la clausura y a la entrega del diploma...

—Años, pero años después el rector del colegio en el que se convirtió aquella escuela se enteró que por no tener zapatos buenos para ese día no fui a la clausura y jamás reclamé el diploma.

—¡Qué historia!

—Rogelio, desde el cuarto de la pieza donde vivíamos, arriba de la iglesia, escuchaba por el altavoz que el profesor Moscoso durante la clausura y entrega de diplomas mencionó tres veces mi nombre para que fuera y lo recibiera, junto con la libreta de mis calificaciones.

En ese momento, pese a conocer parcialmente esa historia que Fili contó a medias en uno de sus programas, sentado en una de las aulas donde hizo quinto, la misma donde, tal vez por ser de familia pobre o por no asimilar bien eso de las fracciones, ¡nunca lo sabré!, el profesor Flaminio Vásquez, a quien mamá le lavaba la ropa y yo se la llevaba a su casa blanca de la esquina, me reprobó mi primer tercero de primaria en 1967.

Mientras escuchaba a Fili y le escudriñaba su postura, sentí hormiguear las piernas, así como otro tarugo en la garganta. El hormigueo me impidió pararme para ir y abrazarlo, pues volvió a humedecer sus ojos y empañar el cristal de sus gafas traslúcidas. El tarugo se tragó mis palabras.

—Ese diploma y esa libreta, Rogelio, que recibí tantos años después, ya cuando triunfé en el quisquilloso y para nada fácil oficio de la fotografía digital, en medio de tantos y tantos que, sin decirme nada con palabras, mas no así con su energía y miradas inquisitivas, son los más valiosos galardones de mi vida. Para mí estos valen más que cualesquiera. Por encima de los de muchos reputados señores de este país.

Durante esa mañana y parte de la tarde, tras varios cafés, Fili me compartió los pormenores de cómo fue esa lucha tenaz una vez dejó su casa a los 13 años con solo $72 pesos que ahorró cortando caña en una finca vecina. Capital que aumentó a un poco más de cien mediante un habilidoso préstamo de treinta pesos más con cargo a su padre en una tienda del pueblo.

A Fili lo guiaban las enseñanzas del macho Moro, integrante de la recua de la finca en El Pedregal que le heredó su abuelo a su padre. Aquel terco semoviente siempre fue el primero en cada viaje que emprendía. Por más que lo colocaran de último al inicio de la travesía, se daba sus mañas para llegar de primero al pueblo. Lo hacía sin pisar ni empujar a nadie. Aprovechaba los laditos y cuando las otras bestias aminoraban el paso o la cuesta se ponía difícil. De su padre escuchó algún día que quien quisiera ser alguien en la vida tenía que hacer la diferencia donde quiera que fuera o estuviera.

 —Rogelio, así lo hice siempre, marqué la diferencia, no solo calladito, como el macho Moro, por los laditos y sin pisar a nadie. No necesité de doctorados, solo lo que aprendí en esos cinco años en la escuela… bueno, seis con el segundo que me hicieron perder.

—Entonces, Fili, ¿podríamos decir que eres un hombre agradecido, realizado y feliz?

—Agradecido… ¡Si! De hecho, la gratitud es mi compañera y ahora le retribuyo a la sociedad lo que está a mi alcance, como con mis clases gratuitas de fotografía, con las cuales hasta le he salvado la vida a varias personas que, de no haber sido por esos cursos, posiblemente se habrían suicidado, como dos de ellos me dijeron.

—En cuanto a lo realizado y feliz…

—¡No! —respondió tajante y con la mirada de nuevo ensombrecida.

—¿Puedo saber el porqué de tu respuesta categórica?

—Paisano, lo que busca desde cuando se le metió en la cabeza la idea de entrevistarme para escribir uno de sus relatos lo planteó cuando me habló de las dos caras de la moneda.

—Entiendo…

—La mayoría de la gente que me conoce solo mira la cara del Filiberto Pinzón Acosta exitoso en el mundo de la fotografía digital. Pocos, como usted, se fijan en el reverso de la moneda, donde está el retazo triste mi vida afectiva… esa parte que sufro en silencio, Rogelio.

La humedad del alma volvió a presentar sus credenciales en sus apretados ojos que insistían inútilmente en detenerla. De nuevo la mordida de sus dientes y contracción instintiva de su mandíbula buscaban impedir la fuga de lo que en su pecho ardía desde niño.

 —Para concretar mi respuesta seca, mi hermano, vuelvo a la radiola del café de Rogelio Pérez Santamaría cuando siendo muchacho pasaba por frente y, no solo era la canción esa de los juguetes la que me entristecía y estrujaba, también, otra que se me enchipó en el alma y jamás salió de allá.

—¡¿Cuál, si puedo saber?!

—Un bolero de Héctor Ulloa, El Chinche: Cinco centavitos de felicidad. Si bien es cierto que he logrado grandes triunfos laborales, el lado de la moneda más conocida, Rogelio, le confieso…

—Adelante, te escucho, Fili —apuré a decirle, dándole tiempo para que se secara las lágrimas que serpentearon por algunas de las huellas de la edad incipientes en sus mejillas.

—Solo hasta llegar a este morro arrevesado se sabe y se comprende lo que pesan los años.

—Muy cierto, Fili, sobre todo, cuando en el costal cargamos más tristezas que alegrías.

—Mi hermano, desde cuando tengo memoria mendigué aquí y allá esos más que esquivos Cinco centavitos de felicidad… los que siempre me negó la vida… y desde pequeño cuando la sociedad de mi país me robó la niñez, ese tesoro fugaz que jamás volverá. Ahora, creo, que, si me los encuentro por el camino, tal vez ni los reciba…

—Pero… ¿por qué?

—Porque, ahora solo quiero…

—¡Sí!

—Rogelio, porque ahora solo necesito y quiero poder sonreír y ser feliz al menos una vez antes de morir. ¿Será mucho pedir?

 Tras escuchar la síntesis de su vida afectivo-familiar, me fue imposible detener la humedad de mi alma, también, ahora presente en mis ojos. Igual le pasó a Fili. Entonces, nos abrazamos y buscamos una excusa apresurada para terminar aquellas tres horas de encuentro. No sé si él, creo que también, yo necesitaba un espacio para llorar a solas.

Que, ¿por qué?, amigo lector, donde quiera que se tope su persona, porque de una u otra forma, guardadas cercanías y diferencias propias de nuestras vidas, la suya era como la mía: una fotografía de la Colombia de finales del convulso siglo XX y tres primeras décadas del desequilibrado como incierto XXI.

 De pie, instantes antes de marcharnos, decidí hacerle una confidencia.

 —Filiberto, te tengo que decir algo.

—Adelante.

—Rogelio Pérez Santamaría, el del billar y la radiola en la esquina del parque, donde no solo tú, sino todo el pueblo escuchaba esas canciones y muchas más, ¡era mi padre!

—¡¿Cómo así?! ¡¡No puede ser!!

—¡Adiós!

—Adiós, paisano…


lunes, 1 de mayo de 2023

Tráfico de órganos

 

Me pasó cuando llegué a la capital, al barrio Quiroga. Tenía 11 años. Mi tía Cecilia me mandó a comprar el pan a la esquina, a menos de dos cuadras de la casa. A mi primo Álvaro, un poco mayor que yo, le gustaba hacer los mandados porque la ventera siempre le daba vendaje.

Cuando salí por el encargo él se quedó mirando por la ventana. Me esperaría a que regresara y antes de que yo entrara saldría a mi encuentro:

—¡Para que me dé lo mío! —Me advirtió desde la primera vez y lo reiteraba en cada ocasión.

 Salí feliz. Compré el pan y recibí el vendaje: un pirulí que guardé en la bolsa.

Al salir de la tienda un señor bien vestido, con corbata, me dijo:

—Joven, de su pueblo le enviaron una encomienda a su mamá.

—¿Para mamá…?, ¿quién?, ¿dónde está? —pregunté entre sorprendido y contento; nada desconfiado pese a las consabidas advertencias.

—¡Un paisano!; la tengo allí, cerca de aquí. ¡Acompáñeme!

Con la inocencia de un joven pueblerino recién llegado a la ciudad, ¡ingenuo!, lo seguí.

Mi primo, al verme coger hacia otro lado, tras un desconocido, salió corriendo. Pronto nos alcanzó y me llamó a gritos.

El hombre desapareció mientras volteé a mirar.

Jamás supe para dónde cogió.

Los regaños y coscorrones de la tía, mi mamá y el primo, a él solo le preocupaba ¡el pirulí!, fueron menos impactantes y dolorosos que las noticias:

 Esta tarde un hombre bien vestido, de corbata, secuestró a un joven en el barrio Quiroga...

Pero, no tanto como el titular del siguiente día:

Encontraron entre un costal al joven secuestrado al sur de la ciudad… ¡Apareció sin órganos vitales ni ojos!

Microrrelato disponible en inglés y audio en Revista Latina NC