lunes, 23 de diciembre de 2019

Cuatro doctores y un campesino



Tras casi cincuenta años de asfixiantes trabajos forzados en la atafagada ciudad capital de aquel país subcontinental, en vías de desarrollo desde hace más de doscientos años, y único en el planeta tierra, cuatro prestigiosos profesionales de diversas disciplinas decidieron refundirse, de manera parcial, en compañía de sus respectivas parejas. Para tal sosegado retiro coincidieron, sin haberse puesto de acuerdo, en una zona rural, un poco menos contaminada y estresante en relación con el atosigado hábitat en el cual vivieron su niñez, juventud y adultez temprana; y en donde “triunfaron” en sus respectivas carreras, ellos, y ellas en su rol de abnegadas, fieles y por siempre felices esposas… al parecer.
Todos buscaban un lugar tranquilo para pasar el tercer tercio de sus azarosas vidas.
—Y… ¿qué mejor que el campo, amada mía? —le sustentó el doctor Ulises a su esposa Etelvina cuando él decidió hacerlo tras cuarenta y seis años de servicio médico-asistencial en el principal periódico del país.
Rotativo que quince años antes se amplió con un canal de televisión al cambiar de inversionistas, por primera vez, después de más de un siglo en manos de una icónica familia capitalina. Al llegar el poderoso y nuevo inversor ordenó salir de casi todos los empleados antiguos. «Para facilitar la implantación de los formatos informativos acordes con la tecnología y las audiencias actuales», justificaron los nuevos directivos que impuso el intocable patrón. Y así lo hicieron. A Ulises, por lo antiguo y servicial que fue, le negociaron su salida, incluida una aceptable pensión.
—La finca que compremos tiene que estar cerca de la ciudad capital, a no más de una hora y media —solía decirle Ferney Vidales Ascencio a su consorte María Adelaida cuando inició el proceso de búsqueda de predios rurales, una vez se retiró de la Dirección Presupuestal de la Nación—. Por aquello de los servicios médicos, el contacto con el resto de la familia, alguna diligencia urgente que haya que hacer…
Y otros tantos entuertos acomodaticios que los cuatro jubilados, y sus cónyuges, estaban dispuestos a mantener, a seguir teniendo a la mano, sobre todo al comienzo. La abrasiva huella citadina la llevaban grabada en sus costumbres y cansada cotidianidad.
Para tal retiro coincidieron en motivos, fechas y sitio, tal vez por tener casi la misma sesentena y algo más de años, así como ese halo de nostalgia social que por doquiera corroía el apego patrio y la solidaridad nacional de los habitantes de aquel país, privilegiado como ninguno por su posición geoestratégica, así como por la infinidad de recursos naturales que por doquiera existían. Hacienda que al parecer a la mayoría, a los que menos o nada poseían, los sin nada, importarle poco parecía que una minoría, los de siempre, a favor propio y de foráneos, a diario feriaban tal alcancía; cuando no era que la desperdiciaban con descarada algarabía. A estos pocos acomodados parecía que por sus venas lo único que corría era una infecta sangre fría, amén de una inmensa antipatía, precisamente por los que ni siquiera sueños tenían, mucho menos libre albedrío; arbitrio que estos a aquellos también se lo debían, y de por vida.
Similares y afanosos motivos embargaban a los cuatro jubilados profesionales. Algunos eran de público conocimiento y abiertos comentarios. Los demás, los que ululaban en las catatumbas de sus curtidas molleras, los mantenían guardados, callados, mordidos y amarrados. Sentires, recuerdos e inconfesos como ambiguos resentimientos, en especial de orden social, laboral, económico y, por ende, político. Tarugos atragantados y disimulados con sus camaleónicos procederes en lo laboral, también en lo social; lo cuales, pese a todo, soportaron con simulada angustia durante su alquilada vida. Al hacerlo de esa ladina forma, sabiendo que les constreñía la voluntad y les enfermaba el alma, aseguraron algo de pagado (caro) prestigio, comprada estabilidad laboral, suplicados salarios y remendadas prestaciones, así como deletéreas relaciones sociales… hasta jubilarse. Lamentable actitud, permisiva compostura, eso sí, inexorables garantes de aquellas carrasposas dispensas, y de cierta indemnidad judicial de la cual gozaron, hasta envejecer, cuando sus cargos debieron a otros entregar.
—Esa vital y cara seguridad jurídica —solía compartir en círculos muy cerrados y de suma confianza el abogado Cipriano Angulo Rojas—, sin la cual un parroquiano de a pie, o sin mayores alcances, con suma dificultad lograría evitar aparecer en autos, de un momento a otro, ¡y gratis!; por causa de un muerto ajeno, u otros crímenes por los cuales en este sacro país, en un abrir y cerrar de ojos suelen señalar, enjuiciar y condenar a cualquier sin nada; eso sí, mediante un abreviado y efectivo proceso, del cual casi nunca el “afortunado” sale ileso, o vivo.
El doctor Cipriano era otro de los que ahora vivían en El Mirador, allá, en el piedemonte paramuno, con vista al boquerón que le da entrada a los Llanos de Oriente. Se desempeñó como abogado por más de tres décadas en la Agencia de Seguridad Jurídica del Estado (A.S.J.E.), hasta cuando por edad de retiro forzoso se pensionó. Entonces, fue y compró esa parcela. Como abogado siempre cumplió, no tanto el mandato de los códigos, sino las órdenes de sus superiores administrativos y jerarcas políticos; las que jamás dudó en hacer aparecer como legales, cuando no lo eran, casi siempre.
—El jefe es jefe así sea iletrado, lerdo o feo —era una de sus frases de cajón y mandamiento preferido. Proclividad funcional que le sirvió para aguantar en la administración pública cerca de cuarenta años. Al comienzo, levantando muertos, como auxiliar judicial. Luego, tras obtener el título de abogado, se vinculó con la A.S.J.E., donde se jubiló. Siempre trabajó esgrimiendo normas a las que solía, cuando tocaba, muy seguido: «torcerles el pescuezo», como decía.    
Aquellos cuatro doctores también coincidían en decir, a su manera; tanto antes llegar a ese bucólico y edénico paraje, como un tiempo después de cohabitar en la apacible y paramuna comarca, con inmejorable y relajante vista hacia aquella interminable y prolija llanura; que lo que ahora buscaban era paz, soledad y aire puro. Sin embargo, otra cosa rumiaba Leovigildo Contreras Rozo, ancestral habitante de aquellas ventiladas tierras heredadas de sus padres, las que les fue vendiendo a los cuatro doctores por parcelas cuando la negra y densa nube del libre mercado ahogó la producción nacional e hizo inviable todo tipo de actividad agropecuaria a lo largo y ancho del país. Y así se lo dijo un día a su esposa Emperatriz Rubiano cuando negoció el último retazo de su finca con el médico Ulises Urrutia Martínez:
—Mija, tanto este como los otros tres compradores vienen es huyéndole a las afugias que produce la gigantesca y gris ciudad; o mordidos por el asfixiante modernismo que empobrece el alma. Tal vez se cansaron de esperar las mieles del crecimiento económico, tantas veces cacaraqueado y prometido a rabiar por los políticos; o la cosecha del hace mucho tiempo anunciado desarrollo del país…
—Si no es que tienen deudas o guardados por ahí —le respondió la todavía guapetona Emperatriz—. A mí me parece que vienen es a esconderse por aquí.
—Es muy probable, mija —complementó Leovigildo—, vaya uno a saber qué mortango hace más pesada cada una de sus maletas, cuando no de infinitas tristezas, de vergüenzas forradas... tal parece.
La vocación natural de toda la paramuna comarca era esa, la agropecuaria: agricultura, ganadería y afines. Como lo fue hasta finales del siglo XX, el de la ignominia nacional, incluso durante los primeros seis u ocho años del atropellador XXI. Las de por allí eran gentes de campo, de labranza, laboriosas, como los padres y los abuelos de Leovigildo, y él mismo. Gentes de campo y labranza hasta cuando, después del 2010, casi todas perdieron varias millonarias cosechas, así como grandes cantidades de leche y otros tantos productos. No solo por los prolongados paros agrarios en rechazo por las indiscriminadas y gigantescas importaciones, también, como lo decía con infinita rabia aquel rudo y grueso campesino a su mujer:
—Emperatriz, toca perderlos antes que venderlos a esos precios de miseria que ofrece el intermediario venido de la capital…
Por tal motivo, en especial, decidió hacerle caso a un familiar instruido en la universidad que fue un día a visitarlo. Este, al ver la hecatombe agrícola por la que pasaba la comarca entera, con productos perdiéndose en casi todas las fincas, ante la mirada indolente y despectiva del Gobierno, así como ante el pagado y controlado mutismo de la ambidiestra prensa, siempre bajo la pauta y el cobijo del mejor árbol, le dijo:
—Mire, Leovigildo, si lo que le voy a decir lo hiciera en calidad de funcionario del Ministerio de Agricultura me costaría mi empleo y la reputación de economista especializado en agro… ¡no me la perdonarían! —le enfatizó—. Esto debe quedar entre parientes que somos: parcele estas casi treinta y seis fanegadas y véndalas, que así le saca más provecho a su tierra. De lo contrario, en pocos años usted y toda su hacienda se van a pique. Con eso de los tratados de libre comercio, actuales y en camino, propiciados por los importadores y banqueros, quienes son los mismos que gobiernan y deciden la suerte de este país, siempre con ventaja y con solo beneficios para ellos, ningún agricultor pequeño o mediano tiene futuro. Todos sus productos: papa, cebolla, cereales, frutas, leche, carne, huevos…, están condenados a lo que está viendo ahora: que se pudran en las eras, los caminos, los nidos, y la leche en las cantinas, o sea vertida en las quebradas; como me dice que le ha tocado hacer varias veces.
Lo de parcelar y vender le pareció bien. Tal vez era su única salida. Igual, así lo estaban haciendo en otras fincas, ahí y en muchas otras partes del país. Aunque le parecía triste y catastrófico, era evidente el cambio de uso de la tierra agropecuaria de las fincas no masificadas ni industrializadas. Con velocidad angustiante se pasaba de zona rural a urbana. Pastizales y siembras eran remplazados por casas de descanso y recreo para citadinos. Leovigildo, en menos de tres años, además de realizar los trámites ante planeación municipal, vendió a buen precio cada retazo de su finca. Dejó uno para él, el más pequeño, en el que estaba ubicado el viejo casarón de sus padres, antes de sus abuelos. Allí nacieron y criaron a sus cuatro hijos, y murieron todos sus antepasados.
Para cuando despedazó y vendió su hacienda, allá solo habitaban él y su mujer. Sus hijos, en su momento, se marcharon para la ciudad capital. Estos, al irse graduando, decidieron que jamás volverían a oler boñiga. Se apartaron por completo de las semillas, de los insecticidas, de todo tipo de matas y arados… en sí, de todas esas cosas entre las que crecieron. A tres de ellos hasta les daba pena hablar de sus orígenes campesinos, por lo que rara vez, ya en la universidad, con mayor razón después de graduarse, volvieron por el páramo. Sin dejar, eso sí, de exigir su mesada, incluso, luego de emplearse y comenzar a devengar por su cuenta.
Los citadinos compradores de los otros retazos de aquella hacienda muy rápido construyeron en cada lote, de entre seis y ocho fanegadas, sus respectivas viviendas campestres. Desde entonces aquel iletrado campesino se dedicó a vivir, en parte, con los intereses del dinero de esas ventas, así como con los jornales que les cobrara por los inagotables y permanente oficios de arreglos de jardines, huertas, prados y otros menesteres que requerían las campestres propiedades de tan ilustres y recientes habitantes. Parejas solas, ya sin hijos, pues estos muy rara vez iban a visitarlos «por allá entre el monte, la soledad y el aburrimiento», como a veces les contestaban cuando algunos de sus viejos les insinuaban para que fueran a verlos.
Leovigildo, además de sus bien remunerados servicios que les prestaba, con sus nuevos vecinos entabló buenas y cordiales relaciones. Motivo por el cual era invitado a las reuniones y charlas que solían hacer, al menos una vez a la semana, y cada vez en una casa diferente, aquellos «señores doctores», como les comenzaron a decir en todo el pueblo y la comarca al irse conociendo quiénes eran... o lo fueron en la vecina ciudad capital del país.
—Entonces, Ferney, ¿es cierto que durante los dos gobiernos de Uribia Morales usted tenía que dormir con un ojo abierto y el celular en la mano? —le preguntó Ulises, durante una de esas reuniones, al exdirector presupuestal de la nación, otro de los habitantes de El Mirador, como se siguió llamando el ahora medio urbanizado sector después de la parcelación y ventas que hicieron Leovigildo y otros cuantos propietarios de tierras paramunas aledañas.
—Así fue, mi querido doctor Urrutia Martínez —le respondió el aludido contador público, quien estuvo al servicio del Estado en esa alta función de manejo financiero y presupuestal, y en otros cargos similares, por casi treinta y cinco años—. Con esa ‘perla’, entre muchas otras, me tocó lidiar durante sus dos periodos presidenciales consecutivos… y durante tres más por interpuesto mandatario, o mandadero, hasta el día que por fin resolví lo de mi pensión, que casi me embolatan; luego sí me retiré —asentó, tras lo cual bebió un sorbo de güisqui, libación imitada por los otros cuatro contertulios en esa apacible tarde sabatina paramuna.
—Sí, escuché que el doctor Abelardo Uribia Morales trabajaba hasta tarde y se despertaba muy temprano, siempre disparando órdenes a diestra y siniestra —comentó Ubaldo Rosero Frías, quien ese día parecía más pensativo y absorto que de costumbre.
Rosero Frías era filósofo de profesión y fue catedrático de una prestigiosa universidad pública hasta cuando también le tocó retirarse, desde luego, con algo de pensión. También asistía a esa reunión de vecinos, la que por turno ese día le correspondió atender en su casa al abogado Angulo.
—Eso es verdad, aunque Uribia Morales tiraba, y tira, más hacia su diestra que hacia la siniestra —apuntó Cipriano—. Me consta en carne propia lo del viejito cascarrabias ese que tuvimos como presidente directo durante dos periodos, y otros tres por extensión…. ¡y sin saber por cuánto tiempo más!
Leovigildo solo se dedicaba a escuchar, como casi siempre lo hacía en esas reuniones de gente tan, según él: «encopetada y erudita». Poco comentaba, a no ser que le preguntaran, o que el tema tuviera que ver con su  incumbencia o experiencia de campesino agricultor y ganadero. Lo hacía, también, cuando le solicitaban que tocara su requinto, que trovara o repentizara. Entonces, ahí era cuando abordaba con ingenio asuntos de incisiva y sarcástica picardía social, política, religiosa y hasta moral. Su habilidad en tales rupestres artes era reconocida en todo el páramo.
—Leovigildo —solía decirle el profesor Rosero—, solo el requinto logra sacarle a ese contestatario que lleva enchipado en su corazón. 
Por su parte, lo propio hacían las cinco mujeres de aquellos sexagenarios en franco retiro funcional, todas menores que ellos, no por mucho. Ellas también se reunían en otra habitación, o en la cocina, mientras sus esposos hablaban, discutían y bebían finos y siempre extranjeros licores en la sala, o en los aleros. Estancias todas con vista hacia el mágico cañón que le da paso a los Llanos de Oriente. «Vamos a tratar de arreglar el país», les decían y sostenían con sorna a sus consortes, para buscar que estas los dejaran solos mientras bebían. «Lo cual jamás les importó, ni hicieron nada por él cuando estuvieron activos, y algo podían haber aportado», les reprochaban ellas, antes de emprender la huida hacia su respectivo refugio.  «Quizá por estar tratando de sobrevivir salarialmente para darles lo que se merecían y asegurar un futuro algo digno para cuando viejos, como ahora», solían justificase ante ellas, y ante sus vecinos, después de dos o tres botellas del amarillento e importado combustible.
En esas reuniones el tema principal, el plato fuerte de las féminas, y sobre todo el ají, el carburante de sus lenguas, no tanto era el licor de los aguados cocteles, tampoco la suculenta parrillada sabatina que ellas mismas preparaban, con el sinigual guiso que le ponía Emperatriz. Para las cinco, en esos encuentros semanales, lo que más apreciaban y esperaban con pasión era ¡la hora del chisme! De esta picante habilidad comunicacional femenina sus trajinados y cansados maridos nunca se escapaban. Sin que ellos lo supieran, intuyeran… o tal vez para entonces no les importaba, ¡quizá!, el postre casi siempre eran ellos. Y se retaban entre ellas para hablar «a calzón quitado», en principio de las  íntimas debilidades, de las perdidas capacidades masculinas y de las abandonadas batallas sexuales de aquellos. Se compartían con infinita picardía y deleite esas privadas menudencias, prometiendo secreto y silencio, garantizado y sellado con la solidaridad de género y edad. Como lo exigían cada vez, haciéndolo jurar: Eleonor Merchán y Ester Julia Santacruz, las esposas del abogado y el filósofo, respectivamente. Sobre todo cuando, poco después, comenzaron a contarse sobre sus más que guardadas: ¡gozadas infidelidades!, de las que, hasta entonces, casi nadie sabía, solo ellas; al parecer.
—Aunque, en mi caso —dijo un día María Adelaida, cuando le tocó el turno—, a veces mi marido, creo, que se enteró de una que otra de mis siete aventuras consumadas… pero, al parecer, por estar al tanto de las órdenes del presidente, o no tenía cabeza para reclamarme… o no le importaba. Me imagino que él sabía que yo también le conocía algunas de sus andanzas... y jamás chisté palabra alguna.
—Algo parecido me pasaba con Ulises —afianzó Etelvina—. Pero él, atareado en la nueva invención que tenía que comunicarle al país para anestesiarlo ante la siguiente reforma pensional… sí, para que se comieran el cuento del fabricado aumento de la esperanza de vida, ordenada por el gran jefe, o se hacía el de la vista gorda… o me permitía mis deslices, ¡once en total!, los recuerdo muy bien. Se hacía ‘el oreja mocha’, quizá, para compensar las más que reiteradas aventurillas que él mantenía con una y otra amiguita. 
A estas veteranas como reposadas esposas poco y nada ya les impactaba e interesaba; como sí cuando fueron llegando a su nueva casa paramuna, se conocieron y reunían los sábados en la tarde; las reiteradas historias, mucho menos las inauditas justificaciones de Cipriano en cuanto a las indelicadezas jurídicas administrativas en las que incurrió, a favor de quien detentara en su debido momento el poder, siempre en contra del erario. Ni las de Ferney en cuanto a los más que irregulares y descarados situados presupuestales que el doctor Uribia Morales le exigió hacer para favorecer a sus copartidarios, compinches o patrocinadores de sus campañas y frondías causas. Tampoco, lo de las cátedras manipuladoras de Ubaldo para que, a orden de las directivas universitarias (y de sus respectivos jefes políticos en las correspondientes entidades) que le patrocinaban sus onerosos estudios de maestrías y doctorados, y su abultado sueldo, moldeara el pensamiento de los estudiantes de aquella universidad pública, sobre todo el de los más quisquillosos, «encaminándolos por la senda correcta, la obediencia debida y el acatamiento de la autoridad; ¡hacia el respeto del statu quo!… o nos mantengas informados de lo que traen en mente», le reiteraban y exigían sus académicos jefes al profesor Rosero.
Mucho menos, casi un año después de llegar al páramo, les interesaba a estas veteranas las inocuas justificaciones de Ulises. Él, por mucho tiempo y mediante sus columnas y programas en televisión y radio a nivel nacional, sobre orientación médica, le fue haciendo creer a la gente del común, en especial a los trabajadores de bajos ingresos, entre un torzal de encaminadas informaciones, que el país era el más feliz del mundo, con una esperanza de vida cada vez mayor, más allá de los setenta. Esto, concomitante con las seguidas reformas laborales que alargaban y alargaban los tiempos de cotización y la edad de jubilación. Y todo, porque el canal y el periódico en los que él trabajaba eran de propiedad del más poderoso y extractivo grupo económico nacional. Conglomerado empresarial que a su vez dominaba el negocio financiero, los seguros, los fondos de pensiones privados, las comunicaciones, la salud, y hasta una infinidad de juegos de azar. Además, era el mayor aportante en todas las campañas políticas, en todo nivel y orden en el país, por lo que tenía casi que en exclusividad cuanto contrato público significativo había, como los de obras, concesiones, servicios y suministros.
Sí, antes de un año de estar habitando en El Mirador, estas damas se volvieron tan insensibles ante las explicaciones inocuas de sus maridos, en las que podían durar horas y horas discutiendo, que ni siquiera eran conmovidas, y por ende tampoco les llamaba la atención, las de Leovigildo, por haber vendido por lotes la más productiva de las tierras de aquel páramo y piedemonte llanero. O las razones de índole económica  que alguna vez intentó explicar, sin éxito, cuando Ubaldo lo increpó por el uso de insecticidas sobre los alimentos que sacaba al mercado, con los cuales, según aquel reputado filósofo:
—Leovigildo, ¡nos fuiste envenenando de a poco, allá, en la ciudad, donde nos comíamos tus productos que rociabas con sustancias tóxicas para matarles los bichos!
—Sí, doctor Rosero, es probable que así haya sido —le respondió esa vez el campesino—. Me disculpo por eso con todos ustedes, señores doctores… Sin embargo, esos productos de la tierra que los campesinos cultivábamos y les llevamos a sus mesas, así, fumigados con esas sustancias, las únicas que teníamos para garantizar cosecha, recuperar algo de inversión, ¡y que nos vendían con el aval del Gobierno!, ¡esos sí eran naturales!
—Hombre —terció el médico—, debiste actualizarte con producción orgánica, la que está conquistando los más finos paladares en todo el mundo…
 —Señor doctor —lo interrumpió Leovigildo—, el costo y riesgo para los productos verdaderamente orgánicos eran, y son, muy altos. Por lo que más de uno de esos que salen con tal etiqueta, me consta, tienen más veneno que los demás. Por eso, si nosotros, los del campo, no lo hubiéramos hecho así, fumigando la papita y el cilantro con los insecticidas avalados, que tan poco eran baratos, ustedes, allá en la ciudad, desde hace mucho tiempo que les hubiese tocado consumir, comprados a más inflado precio, y del extranjero, estos que ahora inundan el mercado y que producen sin matas, sin tierra, sin ubres de vaca… y que al cocinarlos y probarlos huelen y saben a todo menos a bueno, ni a sano.
 Para entonces, ni las trovas, ni las coplas, tan poco los acordes del requinto que tocaba el repentista campesino conmovían a las cinco veteranas esposas. Ni siquiera a Etelvina, con las que él la enamoró, cuarenta y seis años atrás. Ella, cuando le tocaba el turno de contarles a sus nuevas vecinas sus siete gozadas ‘compensaciones’, como todas terminaron diciéndoles a sus aventuras extramatrimoniales, hacía que las otras cuatro vibraran de emoción y picardía ante el ingenio usado y el disfrute que decía haber alcanzado en cada loca ocasión, allá, entre sembradíos, bosques y quebradas, y siempre con un semental diferente.
Al parecer, lo único que les llamaba la atención, y que las motivaba a ir con sus maridos a las respectivas reuniones sociales de cada sábado en la tarde, cada vez en una casa diferente, allá, en El Mirador, era eso: ¡el chisme! Sazonado, tanto con lo inherente a sus calladas y más que gozadas aventuras, como con las últimamente vergonzosas y escondidizas historias de disfunción varonil de sus maridos. Estos ni se imaginaban el porqué del gusto de sus mujeres cuando ahora llegaba cada sábado.
Historias femeninas al parecer de nunca acabar, como las de ellos de índole político, social y laboral, dizque para arreglar el país. A las falencias propias del desgaste, la edad y otras variables inexorables en la contienda humana en la cual aquellos cuatro exitosos doctores y el recio campesino consumieron su mayor capital: juventud y salud; sus respectivas cinco féminas les fueron adicionando, a su acomodo, encrespado rencor y folclor, lo de su propia y añeja vendimia. Así acaecía cada sábado entre aguados cocteles y parrilladas. Chismería que en parte les mejoró a estas un sinnúmero de achaques reumáticos y de otras índoles con los que llegaron al paramuno piedemonte llanero.
Eleonor, Emperatriz, Etelvina, María Adelaida y Ester Julia aderezaban, al cual más, cada historia con el producto salido de su desbordada fantasía, de su ahincada imaginación tropical. Al parecer, fuera de la mutua compañía que se profesaban, y necesitaban, el despotricar de ellos era el único verdadero placer que sus viejos maridos ahora les propiciaban… Atrás quedaron, guindados en el femenino olvido del desquite, cuando recién casados, así como pocos años después, las emociones que estos les propiciaron, algunas de las cuales solían terminar en esquivos orgasmos, o al menos en electrizantes sensaciones de efervescencia y derroche de vida.
Lejana sensación humana esta, en algo parecida e intensa, guardadas las proporciones, como la que ahora percibían aquellas sesentonas mujeres tras cada tanda de sofocantes chismes, observando de soslayo, desde aquel semiurbano paraje campesino, los arreboles sobre el boquerón, camino a los Llanos de Oriente. Anaranjados girones de cielo, acuarelas de cambiantes nubes en el horizonte que les anunciaban la inexorable y cercana llegada del atardecer, el de cada una de ellas, así como el de sus, a pesar de todo: amados y arrugados maridos, con quienes estaban dispuestas a morir en senectud, ojalá una sabatina tarde como aquella, contemplando juntos el sol de los venados.


sábado, 2 de noviembre de 2019

La casa de Víctor



Todavía estoy en duda. Quizá fue un sueño prolongado el que tuve aquella sabatina tarde septembrina… o una de esas historias que suelo imaginarme, producto de mi calenturiento pensamiento literario. Haya sido lo que haya sido, me impactó hondo, ¡muy hondo!, y marcó mi vida y sentimientos, ¡sensibles de por sí!, por el resto de los inciertos días que me queden de existencia.
Cuando llegamos a ese mágico lugar, sobre una disimulada y encantadora hondonada de la respingada y briznosa montaña, seguía sin reponerme de la doble y agridulce sorpresa que tuve en el casco urbano del pueblo durante esa mañana. Minutos antes de concluir el encuentro de escritores, evento al que fui invitado por incidencia de la maestra y poetisa Carmen Julia, se me acercó el señor alcalde, muy sonriente. Venía en compañía de un hombre, casi de mi edad, muy parecido a mi progenitor, por ende a mí. Al llegar a mi lado, me dijo el mandatario:
—Señor escritor, ¡le presento a su primo!
Detrás de ellos venían cuatro personas más, tres hombres y una mujer, todos con rasgos físicos similares a uno de mis tíos paternos. Muy pronto, estos me contaron que hacía cinco años que mi padre había muerto. De estos primos tenía un recuerdo algo difuso. Por lo menos pasaron cincuenta años desde la última vez que vi a los mayores, contemporáneos míos. A los más jóvenes ni siquiera los conocía. De mi progenitor tan solo sabía que vivía en la ciudad capital; pero… ¡no que hubiese fallecido! A él poco y nada le gustaba, ni aceptaba, desde cuando tengo memoria, que fuéramos a verlo. Por tal razón, a una de mis hermanas siempre le escuché decir: «Para mí, ¡ese señor está muerto!». Hacía casi treinta años que no sabía de él. En lo más recóndito de mí daba por sentado el pensamiento y profecía de mi hermana. Hasta lo disfrutaba.
No obstante, de vez en cuando lo añoraba y me agradaba escucharle a mamá contar cosas de él; hasta cuando a mi viejita la memoria se le hizo esquiva, cuando no, regresiva, y terminó por dejarla varada en su precaria y difícil infancia. A veces pienso que mamá lo hizo, refugiarse en su infantil pasado remoto, como último recurso para instar huir (sin lograrlo), quizá, así lo siento, de la ignominiosa y triste soledad y abandono durante su senectud. Oxidada reja tras la cual cayó presa del destino, así como de las injustificables justificaciones circunstanciales de nosotros, sus adustos hijos.
Sin entender el inefable y picudo sentimiento que se hospedó en mi corazón saber sobre la obvia partida del viejo; aunque, para esa fecha, de estar con vida, rondaría los casi noventa; opté por disimularlo y dedicarles unos minutos a mis alegres primos. Muy rápido compartí con ellos algunos recuerdos y añoranzas, hasta cuando el alcalde llamó para clausurar el evento literario.
Picor, desazón que aún no se me quita, lo confieso. Y creo que no se me va a quitar, lo presiento; como tampoco la congoja que se me enchipó tras la destripada de la pequeña culebra coral, esa misma tarde, a media loma.
—Querido escritor, me alegró mucho ver ese inesperado encuentro que tuvo con sus primos —me dijo tiernamente al oído la maestra Carmen Julia, gestora cultural del municipio, antes de ubicarnos para las palabras de cierre del evento por parte del alcalde, quien ya estaba en la tarima, micrófono en mano—. Esa escena me transportó, por lo menos, cincuenta años atrás, cuando todos ustedes eran solo unos niños.
Clausurado el encuentro de escritores en la plazuela, bajo la pródiga sombra del viejo samán de aquel pintoresco y caluroso municipio; otrora tiempos objeto de la más agria de las nostalgias sociales subcontinentales, esa que aún se empecina en agazaparse en algunas de sus calles y caminos, así como en la ortodoxa mente de uno que otro de sus habitantes; decidí ir con Víctor al lugar de su residencia. Este octogenario vate, durante el encuentro, me comentó que vivía a unos cuantos kilómetros del casco urbano, ¡en unas condiciones inimaginables! Esa misma tarde, tras almorzar, salimos con él y Delfín, otro de los poetas asistentes, del taciturno poblado por el carreteable principal que conduce a la ciudad capital. Vía de la cual, cuarenta minutos después, nos desviamos por una vereda hasta llegar a un punto en donde dejamos el carro y seguimos a pie por una empinada y fatigosa loma, durante al menos media hora, hasta alcanzar el filo. Ahí una vaca topa carinegra nos esperaba, muy mansita y de retraída como triste mirada. Esta no dejó de rumiar ni de observarnos desde cuando iniciamos la ardua subida. Luego, tras ser acariciados por el paisaje, descendimos trescientos metros hasta llegar al destino; no sin antes, casi sobre la cima, toparnos con una atractiva y colorida bebé coral, de gráciles, sedantes y ondulados movimientos, de algunos treintaicinco centímetros de larga, muy delgada, quizá por su tierna edad.
—Maestros, ¡cuidado!, es una víbora de la especie matagatos, ¡muy venenosa! —nos advirtió y precisó Víctor, procediendo de forma instintiva, rápida y sin miramiento alguno a pisarle su frágil cabeza con el tacón de su zapato derecho, así como a partirle el cuerpo en tres, ante nuestro estupor; remplazo del miedo y la sorpresa que nos causó el inesperado ofídico encuentro, amén de la impresión indescriptible de ver que cada separado pedazo de esta, al menos durante treinta segundos más, se seguía convulsionando entre la amarillenta tierra del camino.
—Culebra pequeña que un hombre se tope y viva la deje, cuando grande, esta lo busca, lo pica y su sangre se bebe —nos respondió ante las miradas que Delfín y yo le hicimos, con angustia y, en parte, como silente rechazo por su certera y destripadora acción.
Del todo no quedamos satisfechos con la rimada respuesta de aquel viejo poeta del monte, tampoco con su agorera justificación. «Sus razones tendrá para actuar así frente a riesgosas situaciones como esta. El haber pasado gran parte de su vida en estos parajes, le debió granjear experiencia, aval para su sobrevivencia», pensé, y hasta lo justifiqué. Me imagino que algo así también tuvo que haberse imaginado Delfín, el otro vate que nos acompañaba; un cincuentón de tierras lejanas, con color, sabor y olor a brisa marina. A él también, por  separado, Víctor, algo, durante esa semana, le refirió sobre el lugar que habitaba. Descarnado e increíble relato que despertó en nosotros esa particular inquietud literaria por evidenciarlo. Más, todavía, siendo este uno de los escritores más viejos entre los participantes. Estaría montado en los ochenta. Sin embargo, lo caracterizaba una inagotable jovialidad y afabilidad, además de poseer gran talento, tratándose de componer y recitar sus versos y coplas; todas revestidas, eso sí, de verde campo, canto de turpiales y azucenas silvestres, así como del rumor nostálgico del viento escupido por los enormes peñascos que protegen y esconden aquel taciturno municipio, de panche y mitológico nombre.
Contada por ese recio y viejo poeta, su historia parecía de fantasía; «producto, quizá, de su prolija imaginación bucólica; de curtido hombre campesino», pensamos cuando nos la compartió, por separado, en La Posada de la Abuela, en el casco urbano del pueblo, diagonal al inmenso y viejo templo, aún sin la mayoría de sus vitrales, los que prometió traer de Italia el gamonal Bernardo Mencino, casi un siglo atrás.
El inesperado suceso con la pequeña serpiente me hizo recordar, no sé la razón, la luctuosa noticia sobre mi padre. Además, me incentivó ese incómodo picor en el pecho, ahora acompañado con una sensación de falta de aire en los pulmones. Pero, tampoco lo compartí con ellos. Me lo guardé, como suelo hacer con cada cosa que me pasa, sobre todo las difíciles, los fracasos, las maluquezas, las vergüenzas y las desilusiones. ¡Son mías!, por lo que a nadie se las digo. En ese momento justifiqué aquella creciente molestia por el esfuerzo de la subida, a pleno rayo de sol y con muy poca agua para hidratación. Circunstancias estas que casi hacen que Delfín, antes de la mitad de la loma, desistiera de llegar a la cima. Y eso que ni él ni yo llevábamos carga física alguna, más que las de nuestras propias agobiadas almas. Pero, me interesaba, y necesitaba conocer el sitio aquel, por lo que lo animé y seguimos al paso que, cargado con un inmenso y pesado morral al hombro, dos chuspas de fique terciadas, con una jícara guarapera, hecha de totumo, colgando de una de ellas, y varios paquetes en las manos, marcaba el rudo compositor campesino; consciente de tener que hacerlo a nuestro ritmo y endeble físico citadino; y no al de él, acostumbrado a lidiar con esa dura loma y las arduas condiciones e inesperadas vicisitudes que su entorno implican.    
Pero, el esfuerzo por la subida sí que valió la pena, con el sobresalto por el encuentro con la desafortunada víbora en crecimiento incluido. Primero fue el exclusivo premio y el majestuoso saludo de un sureño y refrescante céfiro proveniente del inmenso valle del gran río de la patria, el que se nos abrió de par en par, haciendo que nuestras miradas se perdieran en su prolongada hermosura, imposible de describir por completo. Collado este, la base de la cordillera vecina que culmina en varios escabrosos penachos de algodón, dos de ellos humeantes de vez en cuando, algunas veces con saldo trágico. Desde aquel filo de montaña al que llegamos, río, valle, la otra cordillera y sus eruptivos nevados, eran casi palmarios, a pocos kilómetros, muy cercanos, parecían.
Y no solo fue ese sureño y embrujador panorama. Al coronar la fatigosa loma, además de la mansa vaca topa carinegra de mirada triste que nos atisbaba desde cuando iniciamos el ascenso, nos tropezamos con otras tantas vistas espectaculares. Estaban por doquier, hacia donde se mirase, incluida la del cielo. Este, «vestido de azul pasión y dispersas nubes coquetas, las cuales, de un momento a otro, suelen convertirse en nubarrones fieros, cuando no en aguaceros interminables, sobre todo en ciertas noches de nostalgias y recuerdos idos», nos complementó Víctor. También, la del fértil y amarillento suelo, aunque debajo suyo duermen codiciados tesoros naturales; todos inventariados y bajo la extractiva y depredadora mira de foráneas ambiciones, alcahueteadas por insanos e ignaros intereses endógenos: elemental tesis del subdesarrollo subcontinental: riqueza para unos pocos, pobreza para la atolondrada mayoría, los sin nada.
Al otear hacia el poniente divisamos verdes laderas que albergan, además de la esencia agrícola municipal, el pequeño manchón del caso urbano. Allá sobresalen las dos imponentes torres blancas de la vieja iglesia que anuncian, desde muy lejos, la bucólica y taciturna existencia de un poblado, como perdido en el tiempo, difuso en el recuerdo, escondido en la rural nostalgia, sin embargo, de imposible olvido, así se quiera por cualquier motivo. Despensa agrícola, como todas en el país, y en el subcontinente, amenazada de muerte por los deletéreos giros del libre mercado y sus plastificadas, indiscriminadas y desaforadas importaciones. Volteamos, luego, muy lento, hacia el norte. Entonces, nuestras miradas se estrellaron con inaccesibles copetes cordilleranos, lamidos por el viento; fábricas de agua y génesis de mitológicas leyendas, así como de historias tristes y evidencias sobre la absurda, inacabable (por lo rentable) y mutante guerra connacional. Prolongado armando enfrentamiento entre desarrapados hermanos pobres, al mal pagado y casi siempre obligado servicio, unos y otros, del esquivo como volátil poder, ahincado por el acíbar del capitán dinero en manos de personas enfermas del alma, ¡presas y corroídas por la incurable ambición y la tristeza humana en su máxima y degradada expresión!
—Allá, en donde aparece semejante mordida —nos dijo Víctor, indicándonos un inmenso, feo y algo reciente boquete en la cordillera, se notaba la evidente nostalgia que lo embargaba al recordarlo, todavía más, al contárnoslo—, tenían sus cuarteles de mando y operaciones dos temibles frentes rebeldes que hacían de las suyas en esta zona. Por ahí fue que tuvieron a ese periodista famoso que secuestraron en la ciudad capital… no recuerdo su nombre ahora.
—Sí, el que después fue presidente, como antes su padre —le precisé.
—Sí, a ese, y a muchos más, los trajeron y tuvieron por esos riscos, mientras pagaron…  o negociaron, o lograron el golpe de opinión que buscaban, como pasó con el periodista. Otros tantos no corrieron con la misma suerte, ni salieron jamás de allá… Una noche la aviación militar bombardeó la zona y causó ese derrumbe, visible desde muy lejos, ¡mordieron casi media loma!
—Dígame una cosa —intervino conmovido Delfín—, pero, ¿por qué el derrumbe en toda esa ladera?
—Esa vez la aviación usó muchas bombas, de gran tamaño. Cada vez que caían y estallaban, el ruido y el chispero eran infernales. En el pueblo, y en casi todas las veredas, incluso en las más lejanas, el bombardeo se escuchó y se vio, durante las más de cinco horas continuas que duró… Esa noche, ¡ese pedazo de montaña parecía el mismo infierno, con unos diablos adentro quemándose y otros afuera atizando!
El viejo poeta hizo un breve receso. Tal vez estaba leyendo en nuestras miradas y mustios rostros las inquietudes y preguntas que nos embargaban al respecto, pero que, por algún motivo, evitábamos hacer, quizá para esquivar las obvias y tristes respuestas.
—Me imagino que se estarán preguntando el motivo por el cual la aviación arremetió de esa manera…
—Así es —atiné a decir, secundado por un gesto afirmativo que hizo Delfín.
—De todos era sabido que los insurgentes se escondían entre túneles que tenían en la montaña… era una verdadera ciudadela subterránea —prosiguió el viejo poeta de aquellos montes—. No había otra forma de llegar a ellos. Desde ahí repelían feroz y tácticamente cualquier ataque terrestre, o de infantería y artillería, como dicen los expertos en milicia. El risco y la dificultad de acceso eran sus más seguras y efectivas defensas. Al parecer, esa noche allá murieron más de dos mil personas, entre insurgentes, secuestrados y uno que otro infiltrado… La mayoría yace sepultada entre el derrumbe, y dicen que hay, también, cualquier cantidad de caletas con dinero, ¡con dólares!, armamento ligero, mediano y hasta pesado, y muchas más cosas. Nadie se atreve a ir por allá, y no solo por lo difícil que es llegar…
Al seguir la vista hacia la derecha nos encontramos con espesos montes y sembradíos, limítrofes con el pueblo vecino. Verde naturaleza que cada mañana, no solo despierta y saluda al sol, sino que le permite emerger entre el espesor de sus hirsutas ramas.
Sí, creí haber llegado al paraíso; o al menos a sus estribaciones. Me pareció que ese era el más que refundido y protegido escondite-dormitorio de las musas del Olimpo. Divinidades inspiradoras de todas las artes, quienes, al atardecer de los venados desvisten sus celestiales cuerpos para entregarse al retozo con los traslúcidos dioses de la inspiración. Refugio merecedor, no solo de ser descrito en gráciles versos y finas letras con olor a romero fresco y mango pintón acaramelado, como lo hacen Víctor, Carmen Julia y tantos otros poetas de aquel taciturno villorrio, sino de ser adoptado como el hábitat idílico para componer la obra maestra que todo artesano literario quisiera inmortalizar. Me alegré por haber ido esa tarde septembrina hasta ese fantástico lugar. Sentí, como nunca, perdidas las riendas de mi díscola imaginación y de nuevo desenchipado el ensueño.
—Bueno, Víctor, ¿dónde queda tu morada? —preguntó Delfín, recuperado el resuello tras la acalorada y dura escalada, bebiendo un sorbo de agua de la botella que le compartí, única que llevamos, y luego de echar, como el otro vate y yo, esa mirada omnidireccional al impresionante e impactante paisaje, y a sus recuerdos e historias.
Nuestras gargantas estaban resecas. El agua de la primera botella era ya muy poca, y había que dosificarla. Las otras dos las dejamos en el carro. No nos imaginábamos semejante travesía, mucho menos el desgate físico que implicaba llegar a tan sinigual mirador, así como el requerimiento hídrico para contrarrestar la apanada y espinuda sed que nos estrechaba el guargüero.
—Sí, maestros, es aquí no más —nos dijo Víctor, señalando hacia el sur, hacia una bonita hondonada, a unos casi trescientos metros.
Allá se entre asomaba, con timidez para la vista del caminante desprevenido, algo parecido a un pedazo extendido de grueso plástico tostado por el sol. Luego me percaté de que era la cubierta del improvisado y enclenque refugio, el objetivo de nuestro ‘paseo’. Estaba adherido, por un costado, a una inmensa piedra que le daba albergue a tres árboles de capé, uno mediano y dos bastante grandes; y con parales de troncos de por ahí, para darle sustento por los costados descubiertos. Los capés, alimentados y asidos de la piedra, a su vez mimetizaban, todavía más, el lugar, rodeado por dispersas matas de plátano y arbustos silvestres de café, la mayoría en flor. Ese cuadro de tierra era custodiado a su alrededor por un concierto arbóreo, con predominancia de arrayanes de diversas especies, cauchos, magnolios, saucos, magueyes, cítricos, infinidad de sapanes, y otras tantas que no recordaba, o no conocía. Bosquecillo que se extendía más allá y abajo de la hondonada, camino al valle del gran río. Los matojos de sapanes llamaron mi atención por sus hojas en forma de mano humana, de colores variados: violeta, ocre, anaranjado y gris; nunca los había visto, o tal vez notado.
Esa edénica visión me causó un sentimiento transversal, ahondado por un sedante compás sinfónico producido por la prístina naturaleza, bajo el majestuoso, elevado y calmo vuelo de bandadas de galembos, a la siga del penetrante y difuso perfume de su exhalada subsistencia, en algún lugar, o lugares, de aquel embriagante hábitat. No sabría describir con precisión tal sensación, pero se me atravesó en la cabeza... y aún pernocta ahí; y tal vez marque el desenlace de mi vida, si es que no me llega a faltar el valor para emprenderlo, tal y como se me enchipó en el alma en ese momento.
Recuperado, casi por completo, del agite de la subida y del desasosiego de la muerte de la infantil criatura de víbora coral, Delfín, emocionado por el manjar paisajístico que nos ofrendaba la prolífera hondonada, se aventuró a encaminar con prisa sus pasos hacia aquel lugar por entre lo que parecía ser el camino, seguido por Víctor, a quien secundé de inmediato, también preñado de nostálgica emoción. La carrera nos llevó ‘al patio de entrada de la morada’. Cuatro canes salieron a recibir a su amo, ausente durante esa semana que duró el encuentro literario. Aquellos no paraban de olerlo, de batirle la cola en señal de grato y fiel saludo, de saltar a su alrededor, con infinita y sincera amistosa alegría. Rex, al parecer el macho alfa, le besaba las manos y la cara. Lupita, una perra que otrora tiempos debió ser de gran abolengo, recién parida, dejó de amamantar a sus tres cachorros. Ella también corrió a saludarlo, demostrando inmenso y sumiso afecto.
—Esta perrita —nos explicó Víctor mientras la mimaba—, está así, toda chirosa, perdió gran parte de su pelaje, como lo pueden ver, por efectos de la dura gestación y el complicado parto que tuvo, y que atendí en difíciles condiciones durante una noche de tormenta.
‘El Chester’ y Venus, la otra pareja de perros, un poco menos efusivos que los primeros, también lo saludaron y estaban al tanto de lo que, con toda seguridad, les traía Víctor en alguna de aquellas alforjas. El apoteósico espectáculo amoroso del reencuentro entre aquellos fieles gozques y la desbordada sensibilidad de su amo, casi nos impide observar la perpleja singularidad social del lugar.
Al quitar la vista de la escena canina que nos la capturó al finalizar el caminillo, nos topamos con un árbol de limón-mandarino, de casi cuatro metros de altura, cargado de insinuantes frutos del tamaño y el color de las mandarinas maduras, pero con el sabor propio del limón, «incluso más ácido», nos precisó el anfitrión. Este enmarcaba la entrada y daba la bienvenida al plastificado y empalizado refugio… un cambuche sobre una enorme roca, pero más pequeña de la ubicada al frente de esta, a la derecha, tres metros al norte, y tal vez cuatro veces el tamaño de la usada para tan particular, improvisado y precario habitáculo. Unas varas de guadua hacían de cerca, como para demarcar y encerrar la “propiedad” por aquel costado oriental, por el que llegamos. Un cucharo, dos arrayanes, uno blanco y el otro rosa negra, así como varios sietecueros le servían de postes a la cerca, la cual, por invitación de Víctor, cruzamos por encima, como lo hizo él, apoyados en las piedras, más pequeñas que  las dos soberanas; sin embargo, también de gran tamaño, y que por doquiera había. Estas, aunque aparentemente inmóviles, parecían intimidantes ojos centinelas, como si un ejército de guardianes invisibles patrullara el rico subsuelo de aquel edén.
Atrás, hacia el sur, al finalizar ese peñasco, casi por completo cubierto con plásticos y ‘polisombras’, una hirsuta mata de monte servía de blindaje al refugio, prolongándose hondonada abajo. Hacia el suroccidente, además de una inmejorable vista de ciento ochenta grados, apareció una corta planada, espacio de verde pasto tapizado, y como patio usado por los dos habitantes del lugar. Ahí funcionaba, además de un molino para hacer harina de plátano para la sopa de los perros, la “zona social y recreativa”, exhibiendo, al parecer, el máximo activo a la vista: dos hamacas guindadas a un joven arrayán blanco, al lado sur, y al otro extremo, amarradas a dos troncos de guásimo, una en cada uno, separados entre sí por unos cuatro metros. Al concluir el pequeño patio continuaba la extendida hondonada que, tal parecía, iba a morir al valle del río de la patria. Fiques espinosos, sietecueros, almendros, capés y bellas parásitas adheridas a los árboles de mayor sombrío ornaban el entorno, cual paradisíaco jardín; mientras que de la espesura del bosque emergía una perenne y casi visible sinfonía rural. Hechicera tonada sin comienzo, sin fin y sin atada ni muchos menos escrita partitura. El viento, los dos peñascos, las mustias piedras de la guardia (los ojos de los invisibles centinelas del subsuelo), las ramas de los árboles, las orquídeas, los quiches, las bromelias, los azahares, los pájaros, las chicharas y una infinidad de seres imperceptibles fungían como sus mágicos y talentosos intérpretes, unas veces; como sus improvisados y afinados instrumentos, en otras tantas.
El contraste a tan hiriente beldad de la naturaleza prístina, si es que a eso se le puede llamar contraste, era la presencia invasiva de la connacional nostalgia social de aquel plastificado refugio en donde vivían Rafael, «compadre Rafael», como lo llamó Delfín tan pronto se presentaron, y Víctor, nuestro compañero de versos y pasiones literarias. Viejo cantautor y poeta repentista campesino este, quien, además, a nadie le llevaba la contraria; sin embargo, al escucharle o leerle sus tonadas, ahí uno se topaba y desarropaba al contestatario social que en verdad por dentro suyo cabalgaba.
Era un improvisado y pobrísimo cambuche, con dos habitáculos independientes, con un camastro y enseres misérrimos en cada uno; una cocina pegada al costado noroccidente de la piedra, esta ennegrecida por el hollín de la arcaica estufa a leña; y una especie de sala a la vista, toda en tierra, con tablas de roble sobre troncos enterrados a baja altura como bancas. Al parecer, y como algo nos comentó Víctor en su momento, antes de ir a constatarlo, «es un lugar a propósito diseñado y mantenido de esa aventurada y singular manera». Evitamos, Delfín y yo, no solo cuando nos lo contó alguna noche en el encuentro, sino durante la visita que le hicimos, preguntarle, por ende a Rafael, las razones que tuvieron, y tenían, para vivir ahí, y bajo esas difíciles y precarias condiciones. Por lo menos, y como lo leí en la postura corporal y en la comunicación espiritual de cada uno de ellos, la perversa y solapada civilidad en general que les tocó aguantar durante su niñez, juventud y adultez temprana, así como cada una de las dolorosas pasiones afectivas enquistadas en el recuerdo; esas que laceran a todo instante el alma, esas que no se van, pero que no se quieren dejar ir, que no se pueden dejar partir; constituían las razones de sus propiciados autoaislamientos y enmontadas, casi a la intemperie. «Debió ser que el esquivo e infiel amor los golpeó, de muerte la enferma sociedad los hirió, mientras que la vida terminó por derrotarlos y de las ruidosas calles, para siempre, alejarlos», me dije, y me imagino que algo así tuvo que pensar Delfín. Al menos eso fue lo que le leí en los ojos a este otro jovial poeta caribeño.
Lecturas y percepciones que parecían correctas. Más, todavía, al ser reforzadas por las tres tristísimas rancheras mexicanas que, una tras otra, en una vetusta grabadora colocó y tarareó Rafael, además, con hondo sentimiento… Nos quería decir, y compartir, de esa gritada y musical manera, lo que en su pecho ardía. Cuando aquel casi parapléjico hombre musitó algunas estrofas de La retirada, bolero ranchero de José Alfredo Jiménez, similar nostalgia, aunque a fuerza controlada, alcanzó a asomársele a la envejecida cara de Víctor, incluso, a las humedecidas pupilas de sus vivaces ojos de almendra.
Durante el breve lapso que estuvimos en el refugio con ellos, se mostraron sonrientes, atentos y alegres por nuestra visita. En sus rostros, al parecer, no se asomaba dejo alguno de tristezas, dolencias, rabias ni melancolías, excepto cuando sonaron las rancheras. Lo poco que hablamos con palabras; pues fue mucho más expedito y sincero nuestro callado diálogo de gestos y posturas, así como de mensajes enviados y recibidos por las atentas pupilas de los cuatro; fue siempre cordial, de satisfacción y tranquilidad, por parte de ellos, y de reconocimiento por su valentía y bonito hábitat en el que vivían, en cuanto a nosotros. Sin embargo, al llegar el momento de la rápida despedida, se hacía tarde y teníamos que viajar hacia la capital, a los cuatro, al unísono, se nos quebró el alma, haciendo añicos el represado cántaro de nuestra humana sensibilidad… esa que tanto evitamos dejar ver, mucho menos escapar, sin importar el daño que nos causemos, y que causamos, ¡y todos lo sabemos!        
Cuando me fui a despedir del «compadre Rafael, quien ahora es nuestro hermano y amigo», como le manifestó varias veces Delfín durante la visita, mi alma estaba anegada de llanto, cada vez más difícil de aguantar por dentro. Mi vano orgullo de hombre le impedía a ese torrente asomarse por alguna de mis ventanas externas. Pero, noté que aquel tierno y desvalido personaje, sentado ahora en su humilde hamaca, sí lo estaba haciendo: ¡lloraba! Sus lágrimas salían y recorrían serpenteantes su bronceada tez, reseca por la exposición continua al viento y al sol de la montaña. Él sí dejó fluir y exteriorizó la tristeza que le causaba nuestra inminente partida, tras la efímera visita. Ahogados sentimientos dibujados, evidentes en el ajetreado lienzo de su tierno rostro, con expresión casi infantil. Estuve a punto de dejar salir un borbotón de lágrimas, ¡y casi grito por el dolor de patria que me embargó, espinándome las vísceras! Pero, de nuevo me contuve. Mejor lo abracé y apreté muy fuerte. No recuerdo qué le dije, o si le dije algo. Estrujé su frágil y delgada humanidad entre mis brazos. Fue, además, un pretexto. Necesitaba desahogarme, no solo por aquel paisaje social de humana miseria, tan subcontinental, herencia del bicentenario, imbuido y sostenido subdesarrollo, sino por ese reconcomio hecho hormigueo en mi pecho, picadura de áspid, y esa extraña sensación que me atragantaba e impedía respirar por completo desde cuando supe la noticia del fallecimiento de mi distante padre… Aflicción empeorada con la trágica suerte que tuvo esa pequeña coral que Víctor destripó en el camino con el tacón de su zapato derecho. Creo que mi mirada, en ese álgido momento, debió parecerse a la de aquella mansa vaca topa carinegra que nos encontramos en el filo de la loma. Cuando nos soltamos, pues Rafael respondió a mi abrazo y fuerte apretón, contagiándome de su nostalgia social, volteé a mirar hacia donde, en una escena igual, o tal vez más conmovedora, Víctor y Delfín se abrazaban, ¡y casi que lloraban!
Necesitaba salir de ahí, no podía más. Entonces, fui y abracé a Víctor, aún con más vigor como lo hice segundos antes con su casi inválido compañero de enmontada. Algo le dije, tampoco recuerdo, o tal vez no quiero recordar, o contar. Lo propio hizo Delfín con Rafael. En ese momento; pese a la aparente rudeza de aquel espigado, viejo y curtido hombre de campo, amante de la copla y la poesía improvisada; así como a la encanijada y huraña actitud citadina de nosotros, los escritores visitantes, sin poderlo evitar, secundamos a Rafael: ¡al unísono estallamos en llanto! ¡Los cuatro comenzamos a llorar como niños desconsolados!
Cuatro hombres adultos, ¡casi mayores todos!, llorábamos al cual más en aquel monte perdido en lontananza. Se nos quebró el alma, y allá se nos quedó, y para siempre. Los cuatro perros adultos, todos entristecidos, con sus cabezas metidas entre sus patas delanteras, observándonos, parecían entender y compartir aquel humano trance. La sinfonía de la naturaleza, en ese momento, después fue que caí en cuenta, también le dio paso al llanto del silencio. Hasta los galembos, con su majestuoso y calmo vuelo, descendieron a constatar que seguíamos vivos, que aún no era momento de incluirnos en su dieta.
Pocos minutos después, en sepulcral mudez, Delfín y yo estábamos subiendo hacia el filo de la montaña para emprender el largo descenso hasta la vereda en donde nos esperaba el carro que nos llevaría a la ciudad capital. Creo que uno y otro sentíamos lo mismo: que las palabras y el alma se nos habían quebrado y quedado en ese rancho, en la casa de Víctor. Solo fue hasta cuando, a media ladera, luego de pasar por el lugar en donde yacía la destripada coral, me di cuenta de que Delfín, como yo, por fin había dejado de llorar, entonces, le pregunté:
—Bueno, ¿cómo te parece?
—Maestro, esto, ¡en pleno siglo XXI!, es inverosímil; y tan cerca de la supuesta civilización, del ‘desarrollo’ y del ‘progreso’. ¡Hay que hacer algo!
—Así es: ¡inverosímil y conmovedor! —complementé—. Por mi parte, me comprometo, en principio, a escribir un relato que publicaré para que el mundo se entere… no importa qué suceda después.
—Si es que al mundo, hoy por hoy, algo así le importa, o lo conmueve.
—Sí, tienes razón, maestro Delfín. Tal vez hoy, nada a nadie conmueva, dada la insensibilidad reinante, acompasada con la lacerante insolidaridad que arropa a la fría humanidad. Esta, una especie fallida desde su esencia, y más peligrosa que la pequeña víbora con letal potencial que aplastó Víctor en el camino.
—Maestro, ¿por qué lo dices? —me preguntó Delfín.
—Porque el colmillo humano, entre más adulto es este, casi siempre lo que inyecta es veneno social, producto del egoísmo, la avaricia y el desenfreno que corren sin brida por sus venas… Al irse el hombre envejeciendo, sin necesitarlas siquiera, ni poderlas usar todas, más cosas ambiciona y atesora, y hace lo inimaginable con tal de que otros tengan menos, o no tengan nada; pues ha perdido por completo: templanza, solidaridad, escrúpulos… y, lo más terrible, el concepto y la práctica del amor sincero, así como de lo que implica el verdadero humanismo, en cuanto a darle un sentido lógico a la vida.
Delfín se quedó callado. No quise interrumpirle su mutismo. Al llegar al carro sacamos las dos botellas de agua y nos hidratamos con ansia y suficiencia, antes de emprender el viaje de regreso. Solo volvimos a cruzar algunas palabras, sobre otras cosas diferentes a nuestra impactante experiencia en la loma, cuando enrumbamos por la carretera principal hacia la ciudad capital, a menos de tres horas de aquel mágico paraje, el hábitat de esos dos particulares y humildes seres humanos, sin parangón, al menos por mí conocidos, sin más riqueza o pertrechos que sus atragantados amores, los recuerdos de toda una vida de esfuerzos y trabajos, así como de un sosegado refugio en el cual encontrase consigo mismo y su pasado.
De no haber ido, de no haberlos visto en su singular, improvisado y plastificado habitáculo… si tal vez me lo contaran, o lo leyera en alguna parte, me resistiría a creer de la existencia y peculiar como pacífica subsistencia terminal de aquel par de viejos enmontados.
Quizá esta experiencia, aunada con la intempestiva noticia de la muerte de mi padre (aunque siempre ausente y distante desde mi primera infancia), la dramática destripada de la peligrosa serpiente bebé y la sumatoria de las calladas y guardadas circunstancias que acumulo desde niño, incubaron en mí, esa sabatina tarde septembrina, una feliz como traviesa, ¡atrevida! idea. Se me encajó en la mollera que en un lugar así, en esas mismas, o tal vez con más precarias sociales condiciones, con solo el prístino paisaje aquel, unos cuantos fieles perros de compañía, y hasta con un par de vecinos similares a esos dos viejos connacionales enmontados, pensando y escribiendo, como lo hace Víctor, escuchando rancheras, como lo hace Rafael, y contemplando el paisaje, como lo disfrutan los dos, quisiera pasar mis últimos años de vida. Tal vez así podría desintoxicar mi existencia de esa atrofiada civilidad subcontinental que me subyuga el alma.
Me preocupa, y entristece, que me falte valor para llevarlo a efecto, como lo hicieron ellos en su momento. Que me falte coraje para dejar de lado la cara, asfixiante y lograda mínima comodidad de la que ahora supuestamente gozo, producto de mis efímeras tenencias materiales, esculpidas sobre el pedestal de mis pesares, múltiples privaciones, abandonados sueños, asesinadas pasiones y dolorosos sacrificios hechos a lo largo de mi ardua vida… o que me acobarde al momento de tener que acomodarme y pernoctar, junto a un par de perros fieles, en una casa como la de Víctor, allá, tan cerca del paraíso.


sábado, 26 de octubre de 2019

Un galardón resbaloso - microrrelato

Sinopsis


Microrrelato finalista en el Premio Bookers 2019

Un premio literario en Los Ángeles es declarado desierto. A uno de los finalistas, ausente en la ceremonia, pues es de otro país y no pudo viajar, le conceden un galardón de consolación. Ahí comienza el drama porque el envío al destinatario, quien lo espera con ansia, por parte de la persona que lo recibió en su nombre, se vuelve una verdadera odisea al viajar este a su ciudad de origen: Washintong D.C. Luego viene la remisión por correo postal del paquete a Nueva York. Encomienda que le debe llegar en una fecha específica a una tercera persona, de paso por esa ciudad, quien lo recogerá, si le llega a tiempo, de lo contrario, el riesgo de perderse es muy alto.

Historia narrada en versión microrrelato, ¡en solo cien palabras!

Disponible en: https://bookers-app.com/book/0336dcbab05b9d5ad24f4333c7658a0e. En esta plataforma podrá acceder a infinidad de libros para leerlos gratis, además, de ser escritor, podrá publicar sus obras. Anímese, un abrazo literario.
Gracias.

miércoles, 2 de octubre de 2019

El frío del olvido, reseña de Revista Latina NC

"El frío del olvido es una novela de ficción histórica que abarca el periodo de 1886 a 2007, en cuanto a los hechos ahí desarrollados. Sin embargo, cual premonición, se prolonga en el tiempo al menos por dos o tres periodos de idéntica duración al que el cura párroco de Oroguaní predijo, a partir del Sábado Santo de 1918, cuando imprecó a toda la sociedad Mencino.
es precisamente Olegario Arturo Mencino quien antes de cumplir la media centuria de años decidió investigar la razón por la cual su vida ha sido difícil y sin logros significativos, pese a sus denodados esfuerzos. Para ello encontró en Gilda, su desvalida progenitora, una fuente de información que le permitió reconstruir, con fantástica metodología, fundada en el deseo y el desamor, no solo su comprometedora historia familiar, sino la de todo un país sumido en un apabullante letargo económico, moral y político (nostalgia social). Aciago destino propiciado, al parecer, por álgidos y fieros egocentrismos e intestinas idolatrías, rivalidades y guerras partidistas iniciadas desde la mitad del siglo IXX; aún vigentes, aunque mutadas; así como por la acción de la fatal imprecación de aquel ortodoxo cura de Oroguaní, a comienzos del siglo XX, el de la ignominia nacional. Centuria durante la cual casi toda su población se enfermó del alma.
El padre Sarmiento, párroco municipal, al ser objeto de una pesada burla dirigida por Bernardo Mencino, un poderoso y malcriado delfín político liberal oriundo de aquel pueblo, y bisabuelo de Olegario Arturo, le impartió a este la Triada Maldita del Poderoso Tres, con implicaciones sobre su inmediata descendencia y, al menos, hasta el tercer nivel de su influencia política, social y económica.
 Maldición con tendencia pandémica esta que, como lo sentenció ese sacerdote, una vez finalizado el plazo inicial de la imprecación, se repitió y es probable que se repita, no una, sino varias veces, y con mayor desolación, dependiendo de las condiciones morales de la sociedad de cada entonces, cada vez peores, como lo describe y presagia numéricamente el autor.
La historia se desarrolla en su primera parte en Oroguaní, un bucólico pero convulso municipio ubicado al occidente del departamento Central, a orillas del Magdala, el río de la patria, la segunda concluye en la fría y caótica ciudad capital de un país subcontinental, como es citado en la obra. Tiene como hilo conductor, en cada momento histórico de aquella sociedad, los amores y desamores, las penurias y dificultades, así como los odios, egoísmos e incomprensiones de los protagonistas: los marcados Mencino. Todos, con un común denominador: el romanticismo fraguado con la penuria asistencial. Rasgos y características con los cuales cada uno de ellos nace, vive, ama e inexorablemente ofrenda su vida… ¡Todos condenados a morir en el frío del olvido y la inasistencia familiar, social y estatal!
 Marcada fatalidad nacional esta, pese a estar “parados” y tener ancestrales derechos sobre una inmensa y sin igual riqueza vernácula, poco a poco extraída y aprovechada por ávidos foráneos, auspiciados por rapaces gobernantes, tocados funcionarios y avaros connacionales, al cual más, contagiados con la maldición del Poderoso Tres, la Triada Maldita con la que desde el Sábado Santo de 1919 el padre Sarmiento imprecó al gamonal Bernardo Mencino, luego de que este, para vengarse, a su vez, de aquel párroco español, y sentar un precedente de su poderío político, económico y social, amenazado por el reverendo, le hizo una horrenda broma llamada El Grito del Diablo.
Puede decirse que esta es una narración romántica que explica con burlona picardía retrospectiva y preocupante pronóstico, a través de sus paradójicos y desesperados personajes, las posibles razones por las cuales una nación entera, con tendencia subcontinental y presa de nostalgia social: enferma del alma, estaría condenada a reproducir una y otra vez su calamitosa historia, sin posibilidad, quizá, de remediar o salir de la encrucijada; pese a tener a lo largo y ancho de su tropical geografía inmensos e incalculables recursos de toda índole, en particular, de orden natural, geoestratégicos, incluso humanos.


Esta cuarta novela que publica Wilson Rogelio Enciso encaja literariamente con las tres anteriores: La iluminada muerte de Marco Aurelio Mancipe, finalista en el IV Premio Internacional de Novela Contacto Latino (2016) y segundo puesto como mejor novela de ficción histórica en el Premio Internacional del Libro Latino – ILBA – (2019), Con derrotero incierto (2016)Enfermos del alma (2018). Incluso, en parte también encaja con su compilación de narraciones románticas: Amé en silencio, y en silencio muero (2017). Es decir, se aprecia en esta, en El frío del olvido, la continuación de la saga, de doce novelas en total que tiene escritas (ocho inéditas), sobre la historia política novelada, trasfigurada con el pincel de su aguda y afilada narrativa, de un país único en el mundo, pero sumido en su marasmo; en donde sus dispares habitantes, la mayoría sin nada, aunque siempre “felices” y en perenne jolgorio, pese a tenerlo todo, de todo carecen, excepto de imbuido desamor patrio y odio fraterno; sin saber a ciencia cierta la razón del uno, menos del otro. Lo cual, tampoco les importa de manera alguna, así sientan que los afectan y arrastran hacia la anunciada y patrocinada hecatombe nacional; de la que solo unos pocos, los de siempre, han sacado, sacan y sacarán hostigosos beneficios.
Hecatombe social, tal y como la anunció el doctor Uribia Morales, personaje itinerante en todas las novelas de Wilson Rogelio Enciso, y a quien en esta, en El frío del olvido, también se le anuncia que le pasará lo que le tiene que pasar, precisamente durante la elevación en una misa de Estado...
Esencia y temas literarios estos de Wilson Rogelio Enciso que son evidentes y recurrentes, no solo en sus novelas, también, en cada uno de los cuentos, historias y relatos que tiene publicados, entre estos, cinco en Revista latina NC: “Puerto perdido” (mayo, 2019), “Sin padre” (junio, 2019), "Lágrimas sobre París", (Julio 2019), "Elecciones en el gallinero" (agosto 2019) y "Con la esperanza viva" (septiembre 2019), otros tantos en wapttpad.com:  (https://www.wattpad.com/user/WilsonRogelioEnciso) y en Contacto Latino Comunidad Artística: https://www.contacto-latino.com/.

Hay que mencionar que el prólogo de El frío del olvido es una bella pieza poética en prosa impregnada con la magia de la literatura latinoamericana. Este lo escribió Jorge Mario Camacho Sarmiento, galardonado poeta, escritor y periodista colombiano. Ahí el poeta logró hacer una sinopsis muy completa de cada una de las dos partes de la obra: La rural, con sabor a nostalgia campesina y aromoso café, titulada: “Orquídeas en el paraíso”, y la de la fría y caótica penumbra citadina: “Orquídeas en el asfalto”.
La ingente labor de edición y publicación corrió a cargo de Ani Palacios Mc Bride, presidenta de Pukiyari Editores y Contacto Latino, en Columbus, Ohio; prolija escritora peruana varias veces ganadora del ILBA.
Todas las obras del Wilson Rogelio Enciso, y desde luego esta nueva: El frío del olvidoque Revista Latina NC recomienda de manera muy especial, están disponibles en Amazon.com, en todas sus plataformas: Libro de bolsillo (tapa dura), e-Book y Kindle.
El enlace para solicitarlas es el siguiente, recomendando que se afilien a la Biblioteca Kindle de Amazon.com, lo cual les da derecho a leer, sin costos adicionales, no solo las obras de este autor, sino muchas más:
Quienes quieran contactarse con el autor lo pueden hacer por correo a: wrenciso@yahoo.com, mediante sus páginas: wrenciso.com y  https://sites.google.com/site/wilsonrogelioenciso/home o en redes sociales: @wrenciso."

Reseña literaria publicada por Revista Latina NC, Agosto 2019.