viernes, 18 de diciembre de 2020

Las vacaciones del abuelo

 


Solo con el paso del tiempo se me fue disipando la zozobra por esa frase que me dijo mamá en mi preadolescencia cuando, después de unos días sin volverlo a ver, le pregunté por mi abuelo. Lo recuerdo desde cuando me recogía en el jardín y, siempre de la mano, me contaba historias que me parecían fantásticas. Ya en casa, después de darme onces, ponía música instrumental, según él, para concentrarse y poner en paz su espíritu, sobre todo cuando leía, escribía, meditaba o simplemente descansaba.



Tal vez el día que más feliz lo vi fue cuando al terminar la avena y el pan rollo que me dio la abuela me paré del comedor y le dije:

—Abuelo, por favor, ponga música para concentrarme porque tengo una tarea que me dejó la maestra. Era sobre los planetas, recuerdo.

A diferencia de casi todos los que rodearon mi infancia y temprana juventud, jamás me exigió, mucho menos me obligó a hacer o no alguna labor. Me decía:

—Solo te indico lo que debes hacer o no. Es cosa tuya si lo haces, de tu libre albedrío. Eso sí, hijo, los frutos que coseches en la vida, dulces o amargos, de ahí dependerán.

—Abuelo, ¿qué es libre albedrío? —le pregunté esa vez, así como cada que soltaba una palabra que yo desconocía.

—Libertad para decidir sin presiones, guiado por la inteligencia y los referentes de las personas buenas, siempre evidentes y a la vista de todos, como las flores del jardín y las aves en el cielo, muchachón.

—Entonces, madre —le insistí esa vez—, ¿dónde está el abuelo?

—Hijo, el abuelo se fue de vacaciones… —entonces, soltó el llanto.



Disponible, también, en Revista Latina NC.


lunes, 7 de diciembre de 2020

El día soñado

 

'El día soñado', Séptimo Premio Guka de Microrrelato 2019,

Buenos Aires, Argentina.

 Así, toda vestida de blanco, una vez le avisaron que Efrén ya estaba en el templo, esperándola, se desplazó hacia el atrio, ornado con multicolores flores de la región. Aquella hermosa quinceañera iba del brazo de su orgulloso padre. Una alfombra roja comunicaba desde la entrada hasta el altar, mientras se comenzaban a escuchar los acordes de la marcha nupcial.

—En ese instante mi padre desapareció entre una bruma nocturnal, pero yo seguí mi destino. El prolongado y levitado recorrido lo hice sola. Llegué, por fin, hasta donde él estaba. ¡Qué guapo! ¡Parecía un querubín!

—Efrén Sepúlveda —le preguntó el cura—, ¿acepta por esposa a Ester Julia Liévano Angarita?

—Entonces —preguntó el médico que la iba a operar—, ¿qué pasó?

—Doctor, el sin tantica ese se esfumó —respondió la anciana—, como lo hizo el día soñado, hace sesenta años, cuando ni siquiera llegó a la iglesia… Fue cuando me caí de la cama y desperté con ese dolor tan intenso al fracturarme mi porosa cadera. Por eso jamás me casé, ni tuve hijos, doctor.

Relato disponible en Revista Latina NC