martes, 24 de septiembre de 2019

La iluminada muerte de Marco Aurelio Mancipe


"Prólogo
Cuando esta novela con título original “De mala prosapia” llegó a mis manos y leí sus primeras páginas quedé enganchada. Encontré un sabor reminiscente de los grandes de la literatura latinoamericana de fines del siglo pasado que me incitó a continuar leyendo. Sabía que en mis manos tenía un libro de un autor que tal vez era desconocido en ese momento, pero a quien nuestro IV Concurso Internacional de Novela Contacto Latino podría reconocer.
Junto con docenas y docenas de manuscritos, esta novela con auténtico sabor costumbrista colombiano pasó de mis manos a la de los jueces para su evaluación y deliberación. Las palabras de Wilson Rogelio Enciso estaban sueltas en plaza.
A los pocos meses me enteré que el escritor español y juez Luis Miguel Helguera San José valoró esta novela en primer puesto durante la primera ronda de selecciones. Helguera San José escribió al respecto: “Muy buena novela, cerrada y diferente, en la línea del realismo mágico y muy bien narrada, historia familiar de raíces profundas con ecos de Orwell (1984), de misteriosos submundos con una estructura aparentemente sencilla, pero que al acabar la novela se aprecia que está concebida como un todo. Muy buen trabajo”.
“De mala prosapia” no llegó a alcanzar el soñado primer puesto del concurso, pero quedó finalista, y es así como regresó a nuestras manos.
La rebautizamos “La iluminada muerte de Marco Aurelio Mancipe”, un título que honra su estirpe y expresa añoranza de una literatura trabajada palabra por palabra, con manos de artesano, como la que nos regala Wilson Rogelio Enciso.

La idea es sencilla: El abogado Villarte y el curandero Iluminado indio Guarerá fraguan una estrategia para apoderarse del patrimonio del iletrado gamonal Marco Aurelio Mancipe cuando éste, afectado por una sensación de muerte, acude al despacho del jurisconsulto para hacer su testamento. Lo que acontece entre estos tres es lo que lleva a la historia a extremos que parecen tomadura de pelo; pero en el entorno de la novela todo va, y hasta parecería la revancha del universo contra Mancipe, quien además de controlar su región por las buenas o por las malas, ha procreado bajo “contrato” con su padre, y para que él y su díscola esposa recibieran cada vez más grandes y mejores propiedades, cinco engendros; cada cual con monstruosos hábitos y extravagantes prácticas.
Cerrando y apretando cada vez sobre su marca, Mancipe, el Iluminado le hace consumir pútridos brebajes, seguidos de remedios de corta intervención, que lo van matando de a pocos. Asimismo, envía a su pueblo a los inescrupulosos “Servidores de la Iglesia de Dios”, quienes, basándose en la fe y en augurios subcontinentales, no solo hacen que el pueblo acuda al “Templo de Asistencia Espiritual Gratuita” en donde se les alela, sino que tejen una filigrana de rumores sociales que genera anodinos e interminables conflictos.
Nos complace pues presentar al mundo “La iluminada muerte de Marco Aurelio Mancipe”. Esperamos que la disfruten y que su lectura los incite a conocer más acerca de la obra de Wilson Rogelio Enciso."
 Ani Palacios, presidenta Sociedad de Escritores de Columbus, Ohio, Estados Unidos.

Novela disponible para su lectura, sin costo,  en: 

https://www.wattpad.com/user/WilsonRogelioEnciso.

También, en todas las plataformas de Amazon.com, así como impresa por demanda en tiendas en Internet.


miércoles, 11 de septiembre de 2019

Puerto Perdido


Puerto Perdido
Este relato es mera ficción,
aunque parezca sacado de la realidad.




En algún caprichoso recodo, por ahí, a orillas del bravo río de la patria, el tiempo se detuvo... solo la supurante historia nacional de las últimas décadas ulula por doquiera, protegida por un enjambre de insaciables mosquitos, y un calor que seca hasta las lágrimas, incluso antes de que estas se asomen a las ventanas del alma compungida.
Allá, en ese recóndito paraíso de olvido nacional y nostalgia social irredimible, me topé en mi literario andar con una joven estudiante de algún distante colegio público. Odilia del Pilar, por darle nombre, estaba junto a su madre y abuela... mujeres viudas que encarnan épocas e historias de vida tan, pero tan subcontinentales, como ignoradas. O, tal vez: ¡escondidas! Nunca se sabe, aunque todos lo griten en amordazado y cómplice silencio.
Me temo que sus duras vivencias, pinceladas en calendarios diferentes, se repitan una y otra vez, aquí o allá, por obra y gracia de las pasiones inflamadas, los odios sin olvido y los apetitos voraces, ¡insaciables!, de algunos pocos que rigen los destinos de una sociedad movida por fieros resortes invisibles.
En ese alejado paraje ribereño, el cual algún día fue un poblado con un puerto concurrido, el trepidar de las armas y los gritos  de la muerte silenciaron las conciencias de sus habitantes, y hasta del paisaje. A tal extremo, que dejó de ser pueblo, por ende puerto, mucho menos concurrido. El paso del tiempo borró hasta su nombre de los mapas, más no de las molleras de algunos pocos viejos que por ahí subsisten. Pero, ellos prefieren, también, instar hundirlo en el amargo olvido, mientras se escabullen por entre los charrascales que se engullen las derruidas construcciones de antaño. Evitan dejarse ver, con mayor razón: ¡dar declaraciones! Las que hace poco eran más que letalmente comprometedoras, se dijera lo que se dijera. Y, tal vez, todavía los sean, ¡nunca se sabe!
El efluvio de la muerte se agazapa entre la maraña que circunda la vereda, a la espera de una nueva noche de negra gala revestida.
Hoy, solo un batallón de invisibles e infectos zancudos patrulla las altas e intrépidas pasturas, dispuesto a no dejar que nadie entre y se entere de la magenta barbarie que por allí ulula, supurante y lastimera. Visitante que, conmovido, sorprendido u horrorizado, de pronto salga y le cuente al mundo lo que allí pasó. Es un riesgo que no deja de ser incómodo para algunos, todavía. Sobre todo, para ciertos poderosos como enconchados innombrables…
Sí, allá, donde el caluroso entorno de aquel rugiente río nos subyuga con su exótica belleza, prodigio y casi inagotable riqueza natural; donde la bermeja historia reciente se esconde en cada hoja del charrascal, de esas que cuando no es que pican, cortan o laceran la piel del esporádico y arriesgado forastero; allá, en Puerto Perdido, por llamar de alguna manera a ese recóndito edén hundido en lontananza, vive… o, mejor sería decir: ¡sobrevive! aquella dulce joven estudiante; a más de veinte kilómetros de distancia de su colegio; quien solo espera que le permitan edificar una nueva, bonita y prometedora historia. La suya, pero sin ese olor a rabias ni a odios enchipados en cada recodo del majestuoso río, o entre sus guásimos que lo vieron y lo saben todo.
Sí, que le dejen construir a Odilia del Pilar un futuro digno, en paz, sin legadas culpas, sin manchadas como incontrolables ambiciones, las que les son tan tristemente ajenas... y, sin embargo, al parecer, le marcan su destino.
Bella joven esta, heredera de un pasado nacional abyecto, impregnado en su piel canela, así como en esos rizos alborotados que, juvenilmente coquetos, ondean con la brisa del sedimentado río de la patria, testigo de ese acontecer infame, imborrable en los rostros de su abuela y de su madre. Desconocidas, sobrevivientes y valerosas mujeres aquellas, que lo perdieron casi todo durante esa guerra extraña, y con quienes la sociedad tiene una inmensa deuda por pagar. Si es que la ignominia social puede ser redimida alguna vez.


Lágrimas sobre París


Lágrimas sobre París



Varias semanas llevaba sin ver a Gertrudis Magola, unos siete años menor que yo. A ella le incomoda este segundo nombre, como a mí también el Rosana. Somos compañeras de danzas en el salón cultural del barrio desde hace unos tres años cuando ingresó al grupo, nos conocimos e hicimos amigas. Al divisarla a lo lejos, allá, en el centro comercial cercano al cual solemos ir a tomar tinto, y a poner al día la agenda después de cada rumba, otro de nuestros mata tiempos preferidos, recordé que la última vez que nos vimos me dijo que su hijo le pagó un viaje a Europa. Al reconocerme, su rostro desbordó de contento. De inmediato emprendió veloz carrera hacia mí.
—Hola, Amelia ¡Rosana! —me dijo acentuando a propósito el bendito Rosana—, ¡qué alegría verla, amiga querida!
—El gusto es mutuo, Gertrudis ¡Magola! —le devolví el cumplido.
—Usted sabe que odio el ¡Magola! —me reclamó sin perder la satisfacción que le causó el encuentro.
Sabía que estaba que se reventaba por contarme sobre su viaje.
—Como a mí molestarme el ¡Rosana!, y usted también lo sabe —le respondí, correspondiéndole el abrazo y el beso que me estampó en la mejilla.
—Bueno, bueno… mejor te invito a tomar un café, allí, en el Juan Valdez…
—No que ahí son muy caros…
—Pero no tanto como el que me tocó pagar en la terraza de la torre Eiffiel… ¡El café más caro que me he tomado en toda mi vida!: ¡15 euros! —me dijo con un guardado sollozo que no pudo contener, o que no quiso detener por más tiempo en su corazón. Necesitaba desahogarse de algo, presentí.
Mientras nos dirigíamos hacia esa tienda noté que sus ojos se aguaban. Intenté eludir el tema para evitar el seguro baño de lágrimas que vendría, como cuando me contó en versión resumida su vida, recién conocidas. En esa oportunidad, sin poderlo evitar, me dijo, entre gimoteos, que se tuvo que casar al quedar embarazada, muy joven, antes de los dieciocho, con un hombre cercano a la familia. Aquel era mucho mayor, quien en el poco tiempo que vivió con ella le dio muy mala vida. Además, resultó que tenía otra mujer, con más hijos, y desde mucho antes de seducirla y preñarla.
Cuando ella lo descubrió, el hombre se fue y jamás volvió. Ni ella lo buscó. Los padres de Gertrudis, pese a todo, jamás la abandonaron. Siempre la apoyaron, a ella y a su hijo. Sin embargo, desde entonces, y hasta ahora, en especial su papá, nunca dejó de sobreprotegerla, ni de enrostrarle su equivocación al haberse dejado engatusar por aquel.
—Ni siquiera ahora que soy una cincuentona mi viejo me deja tranquila, ¡ni libre! —me confesó esa vez—. Me vigila, sigue tratando y cuidando el rabo como si fuera una niña… ¡su niña! Me ahuyenta de cualquier manera a cuanto pretendiente se me acerca, con buenas o malas intenciones, mija. Jamás puede volver a tener un novio, mucho menos un mozo. ¿Se imagina, amiga?
—Debe ser que su papá en algo se siente culpable por lo que le pasó, ¿no cree?
—No solo se debe sentir culpable: ¡Es culpable! Aquel era su mejor amigo… en el que confiaba a ojo cerrado. Por eso, luego lo ubicó y le hizo darme una pensión, con la cual vivo y me doy mis lujos, con casi todos los juguetes que una pueda necesitar.
—Me imagino que su carro último modelo, en el que se pavonea, también salió de la tal pensión…
—Tiene razón, como también la tiene mi padre, en cuanto a cuidarme, ahora que mencionó lo del carro.
—Ah, sí… ¿y eso por qué?
—Hace poco conocí a un tipo… hasta buena pinta tenía. ¡Muy chusco! Algo mayor que yo. Mi padre nunca supo de él.
—Entonces, ¿qué pasó?
—A menos de ocho días de estarnos viendo, más precisamente en la segunda cita que tuvimos, el hombre me fue pidiendo el carro prestado dizque para ir a hacer una vuelta en otra ciudad.
—Carito que le hubiese salido, Gertrudis.
—Con él pensaba romper el ayuno de besos y caricias… y todo lo demás. Los cuales, desde cuando mi lujo de marido se fue, no volví a tener, ni a sentir.
—Desde entonces, Gertrudis… ¿nada de nada con nadie?
—Así es, Amelia: ¡Nada de nada! Ni un beso he vuelto a recibir. Ya no sé a qué saben los labios de un hombre, como tampoco lo que es sentir el femenino placer de ser excitada…
Mientras nos acomodamos en la mesa, con los dos humosos cafés en nuestras manos, recordé que esa vez me lo dijo con profundo sentimiento. Quizá con la misma desazón con la cual ahora tomaba ese primer sorbo. Pero en esta oportunidad lo hizo para intentar diluir el borbotón de pasiones que le comenzaban a atarugar la garganta, noté, sin siquiera poderme imaginar el motivo.
—Amelia, pensé que lo tenía superado… —me dijo.
Yo preferí callar. Intuí que mi mejor y más oportuno aporte, además de manifestación de solidaridad de género, era quedarme callada y escucharla. Así, tal vez, ella podría evacuar esa represada pena que la erosionaba lenta y dolorosamente, tapada con esa jovialidad, parloteo y estridente risa que la caracterizan, mostrándola como una mujer alegre, feliz, realizada, ¡quien todo lo tiene!
—Necesito decírselo, Amelia… algo cambió en mí desde cuando subí a la torre Eiffel. Allá casi todos van a celebrar amores, amistades, pasiones, triunfos y cuanto sentimiento afectivo existe… ¡Yo  lo hice sola!
Volvió a callar. Volvió a libar otro sorbo de café. La secundé. Ahora quien sentía un nudo en la garganta era yo. No sabía qué carajos hacer, mucho menos qué decirle. Opté por seguirla escuchando. Que era, lo comprendí en ese momento, lo único que ella necesitaba de mí: ¡que la escuchara! Al parecer.
—Allá, arriba, entre tantas parejas y grupos de personas desconocidas, todas alegres, viendo esas espectaculares vistas… esos jardines y la plaza del Trocadero, los Campos Elíseos, la Concordia, el Arco de Triunfo, el río Sena… ¡no pude más, mija! Me sentí inmensamente sola y abandonada. ¡Un abandono represado por más de treinta años!
—Entonces…
—Entonces estallé en estridente llanto y dejé volar mis lágrimas sobre París. No me importó que la gente me viera. Y a la gente no le importó, tampoco, que yo estuviera berreando como una magdalena. Pensarían que lloraba de alegría. Fue cuando encontré un sitio en el cual vendían café… ¡Lo necesitaba! Tenía que tomar algo para desatar el nudo que atenazaba mi corazón a punto de reventar, y, así, poder continuar el recorrido.
—Gertrudis, ¿ese fue el café que le costó 15 euros? —fue lo único que atiné a decir.
—Sí, pero valió la pena la inversión —contestó, volviendo a sonreír—, me supo a patria y me recompuso. De lo contrario me hubiese perdido todo lo que me faltaba por ver, recorrer y disfrutar ahí, en París, así como en el resto de preciosos lugares que visité en Europa, y que le recomiendo que vaya a conocer con su marido, ya que todavía lo tiene, antes de que sea demasiado tarde, Amelia, o el frío del invierno les entumezca el alma, ¡y los huesos!
—Y, dígame: ¿qué fue lo que cambió en usted? —le pregunté, ya que me quedaba la duda.
—Amelia, después del café de los 15 euros repasé aquellas esplendorosas vistas parisinas. Entonces, entendí que el ayer pasó y nada puedo hacer por cambiar las cosas, ni es necesario cambiarlas. Y de tercos es intentarlo o seguir viviendo en la historia. Así mismo, que el mañana viene después del hoy, del ahora, que es todo lo que en verdad existe y por lo cual vale la pena vivir a plenitud cada suspiro del día. Entenderlo así, amiga, es descubrir el secreto de la felicidad, esa que se siente cuando miramos hacia cualquier lado desde lo alto de la torre Eiffel… Mágico instante aquel cuando es imposible contener ese inexorable deseo de llorar, ¡de dicha o de tristeza!, ¡no importa!, en tanto sean sentires humanos. He ahí la sensibilidad, facultad que nos diferencia de los demás seres del universo, la cual ojalá nadie nunca perdiera, pues en su reemplazo siempre aflora la bestia que se agazapa en lo más oscuro de nuestro intelecto… y que tanto daño nos hace.


Sin padre


Sin padre



Como lo hacía todos los días, ese lunes 17 de junio ingresé al gimnasio pasadas las cinco y media de la mañana. Tras saludar a la recepcionista crucé por el torniquete de control biométrico rumbo al vestidor de hombres. Ahí solo estaba Arturo, un fortacho cuarentón quien casi nunca fallaba. Asistía más que regularmente a sus rutinas para mantener en forma la prominente musculatura de sus brazos, pecho y espalda. Solía ir con otros dos conocidos suyos, algo más jóvenes que él, con quienes se complementaban en las series de fortaleza, durante al menos dos horas diarias. Estaba solo. «Tal vez sus coequiperos vienen en camino», pensé.
—Hola, buen día —me dijo sonriente y amistoso, como siempre, estirando su mano derecha empuñada para chocar sus nudillos con los míos, en señal de saludo—, ¿a comenzar semana con la dosis diaria de rutina?
—Así es —le respondí—. Esto del ejercicio es un buen vicio…
—Sí, por lo menos no es tóxico ni perjudicial para la salud… como tantas otras cosas que hay por ahí.
—Bueno —le dije abriendo la puerta del guardarropa para dejar mi morral— ¿Cómo le fue ayer? ¿Usted es papá?
—Bien… —me respondió dubitativo— Sí, soy papá, ¿por qué?
—Me imagino que se lo celebraron…
—Celebrar… ¿qué?
Me desconcertó y llamó la atención la inconfesa conmoción que causaron en aquel fortachón y grandulón, algo menos de veinte años menor que yo, mis triviales preguntas y comentarios.
—Pues… ¡el día del padre, hombre!
—Ah… sí, ¡ayer fue el día del padre! —comentó, evitando mi mirada y dejando entrever incomodidad con su comunicación corporal—. Lo que pasa, mi amigo, es que nosotros no celebramos días comerciales...
—Entiendo… —intenté desviar el tema ante mi involuntaria imprudencia, como me percaté en ese momento.
—Dos de mis tres hijos viven fuera del país… con ellos nos comunicamos el último sábado de cada mes, sin falta; y, estamos a mitad de mes. Mi otra hija es casada y anda siempre muy atareada… ella vive aquí en la ciudad, pero, tiene un cargo de mucha presión y responsabilidad en una multinacional, por lo que los fines de semana se los dedica a su esposo e hijo, ¡mi adorado nieto de siete años!
—Lo entiendo… —fue lo único que me salió por el gaznate, aunque intentaba, sin éxito, sacar otras palabras para trancar el desmoronamiento de sentimientos guardados que mi indiscreta pregunta le generó a Arturo. Para colmo, ahí sí no se aparecía nadie en ese vestuario, a esa hora, normalmente, casi todos los días, con alta afluencia de atléticos clientes—. Entonces, nos vemos más lueguito, en la zona de musculación, después de mis treinta y cinco minutos de caminadora.
Preso de la vergüenza, y sin poderlo voltear a mirar, salí de ahí con un lastre que me hundía los pies en el embaldosado piso y me hacía caminar muy lento. Noté, también, que mi respiración estaba muy agitada. El aire que mis pulmones expiraban sollamaba mis fosas nasales. ¡Qué largo se me hizo el trayecto, de no más de veinte metros, entre el vestidor y la zona de ejercitación cardiovascular!
Ejecuté unos cortos y apresurados estiramientos antes de subirme y programar la caminadora. Cuando esta apenas alcanzó la inclinación dada y comenzó a desplazarse la banda transportadora a la velocidad indicada, lo vi. No lucía su sugestiva indumentaria de entrenamiento ceñida al cuerpo. Iba vestido de calle, como si hubiese terminado el ejercicio. Además, llevaba su morral guindado en su hombro derecho. ¡Qué raro: se iba sin haberse ejercitado! Todo así lo señalaba. Lo comprobé cuando tomó en dirección a la puerta. Parecía que sobre su espalda cargara una de las pesas de mayor kilaje con las que a diario se entrenaba. Le observé perdida su mirada e inseguro su caminar, mientras que la angustia ornaba el contorno de su rostro, por lo general alegre.
Paré la caminadora, me quité el seguro y, sin pensarlo, fui a su encuentro, antes de que alcanzara la puerta principal.
—Mire —le dije al abordarlo, tomándolo de su antebrazo—, ¿me acepta un café de los que venden en la tienda del gimnasio?
Arturo se detuvo. Me miró a los ojos. Fue cuando vi allá, al fondo de sus pupilas, una fantasmagórica y aguada tristeza. Era evidente el esfuerzo que aquel fortachón hacía para impedir que sus lágrimas fluyeran; más, todavía, para que sus agazapados sentimientos no se exteriorizaran y se pusiera en evidencia, a pesar de tal musculatura, su escondida sensibilidad humana. Me sentí culpable. Tragué saliva. Entonces, ante la evidente turbación que aquel hombre percibió, ahora en mí, me tomó del brazo y me dijo:
—A ninguno de los dos nos caería mal, en estos momentos, un buen café con canela molida… Vamos, pero, ¡yo invito!
Mientras degustábamos, sorbo a sorbo, la aromosa, cálida y exquisita bebida, Arturo me sustanció su historia. Comenzó desenfundando y disparando sin conmiseración ninguna esta frase que heló mi sangre:
—Lo que pasa, mi buen amigo, ¡es que soy un hombre sin padre!
Lo dijo sin contemplaciones, seguido por un escurrido suspiro, el cual ahogó con el siguiente sorbo de café. Luego prosiguió. Por supuesto que evité interrumpirlo. O no pude, ante la fulminante e inesperada confesión con la que se había despachado de entrada. Sentí que con tal revelación Arturo se descargó de un gran peso que lo arrobaba. Lo noté algo aligerado después de sacar de su pecho aquella frase. Su cotidiana sonrisa comenzó a reverdecer en su rostro.
—Razón por la cual, fechas como la del día del padre, o la de la madre, o la Navidad, así sean meramente comerciales, y lo sé, desde muy niño, quizá desde cuando tengo uso de razón, me impactan demasiado —me miró a los ojos, como buscando asidero para continuar—. Por lo tanto, prefiero pasarlas por alto… que bien complicado y duro es poderlo hacer… como duro y complicado me fue enseñárselo, y hasta exigírselo, a mis hijos… y, peor, aún, a mi nieto; es decir, que no las celebren en mi presencia… que mejor me ignoren en un día como el de ayer. Como en efecto lo hicieron.
Se apuró otro sorbo de café con canela y volvió a suspirar.
—Ayer —acuñó con un dejo de controlada nostalgia—, ni un saludo recibí de él, ¡de mi nieto del alma!
—Entiendo, por lo que me dijo, que es usted una persona huérfana, por lo menos de padre —atiné a balbucear, buscando cambiarle de dirección al espinoso asunto.
—Nada de eso, amigo —me refutó sonriente, asumiendo su tradicional y amistoso gesto—. Un huérfano es aquel a quien se le ha muerto el padre o la madre, o los dos. Yo soy un hombre sin padre, como le dije. Nunca lo tuve. Nunca lo conocí. Nadie, ni siquiera mi madre, me habló de él. Tampoco le he preguntado, ni le preguntaré, menos ahora que es una anciana. Por lo poco que logré concluir, ella quedó embarazada durante una orgía de guerra… de esas que fueron tan comunes durante la segunda mitad del siglo pasado, sobre todo en campos y veredas, efectuadas por gentes armadas, muy malas… connacionales todos, imbuidos en uno u otro bando político, dentro de esa violencia tan insulsa, bárbara e innecesaria que nos manchó la historia y contaminó el destino.
 No sabía qué decir. Me hubiera gustado desviar, como lo intenté, la conversación hacia otro tema; uno cualquiera. Pero él, ya recobrada su compostura, continuó y concluyó, inmisericorde.
—Muchos de esos hombres, entre ellos algunos de mis posibles progenitores, los actores materiales o los intelectuales de aquellas zarabandas de infausta recordación subcontinental, aún hoy gobiernan o dirigen este atembado país; o quizá sean grandes empresarios, banqueros o industriales… los mismos que promueven fiestas como la que acabó de pasar, la de ayer: ¡la del día del padre!

Elecciones en el gallinero


Elecciones en el gallinero



Érase una vez un gallinero alborotado porque sus integrantes descubrieron que todos, tarde que temprano, serían desplumados. Para calmarlos, la más vieja de las gallinas les insinuó que de manera democrática y civilizada escogieran cuidandero. Les sugirió que se fijaran en las aves que mejores capacidades y actitudes tuvieran para asumir las riendas del trascendental servicio público.
La comunidad aceptó. Sin embargo, tras largas y estériles discusiones internas la discrepancia creció. Se negaban a aceptar que alguno de ellos siquiera se postulara para asumir tal gestión de dirección, protección, seguridad, convivencia pacífica y crecimiento colectivo.
            Enterados los inversionistas y dueños del galpón de las intenciones democráticas de la avícola sociedad, presto llamaron a los emplumados y enfrentados líderes y, no solo les propusieron, sino que le patrocinaron una lista de varios candidatos «avezados en estas lides de la política», les aseguraron. Uno era un esbelto y joven lobo; otro, un mañoso zorro; aquel, un viejo y casi jubilado fara... y así otros colmilludos candidatos similares. Todos, eso sí, antagónicos en sus pelajes y gruñidos, con enjundias, intereses y necesidades comunes, pero no para el beneficio ni la integridad de la suculenta comunidad.
            La avícola población muy pronto fue embebiendo las difundidas y encaminadas propuestas de los candidatos, así como tomando partido por este, por aquel, o por ese otro. Las agrias discusiones en el gallinero dejaron de ser porque todos algún día serían desplumados, cuestión inicial. Ahora se enfrentaban y a pico limpio defendían los engatusadores discursos y posturas de los colmilludos aspirantes, por quienes pronto irían a las urnas para elegir quién de estos sería su salvador y protector.   
            Agripina, una gallina saraviada, volantona, de grandes y gordos perniles, y una de las anteriores lideresas, frente a la aún más agria división en la que entró el gallinero entero, previo al día de la fiesta democrática, fue y le preguntó a Úrsula, a la más vieja, algo ciega, de carnes duras y con incipiente sordera:
—Usted, quien nos metió en esto y lleva más que ninguno de nosotros tras las alambradas, díganos por quién votar.
            Entonces, mientras otros integrantes de la comunidad se acercaban para escuchar la respuesta, Úrsula, imitando el ayaymamero canto del urutaú, esto les cacareó:
—Elijan a quien elijan, la suerte del gallinero está echada.
—Úrsula, por favor —le replicó Agripina, a quien ya la rodeaba la mitad de las encabritadas aves del galpón—, sea más clara y directa, que se trata del bien común y futuro de la sociedad.
—Sí, Úrsula —le replicó Filemón, un fortacho gallo pinto a quien al comienzo daban por seguro salvador y protector, hasta cuando se difundió la lista de los patrocinados por los amos y, entonces, este, Agripina y otros con posibilidades de asumir el delegado poder, quedaron sin respaldo ni respeto de los demás, ni siquiera del propio, el de su libre albedrío; pues creyeron, o se les hizo creer, que carecían de capacidades y habilidades para proteger y gobernar su gallinero—, díganos por cuál nos conviene votar, ya que usted ha enguerado bajo sus alas a más de uno de los aquí presentes; y confianza le tenemos, aunque, por su edad y limitaciones, no podría ser nuestra cuidandera.
—Filemón —dijo alguien entre la multitud—, ¿y si votamos por Úrsula?
—De seguro, si la elegimos —respondió Agripina—, nos impugnan los resultados, y a nuevos comicios nos veríamos abocados.
—Así es —ratificó el gallo pinto—, Úrsula no está legalmente inscrita, ni cuenta con el aval del presidente de los amos de este gallinero.
—Cuando esta gallinácea sociedad se ponga de acuerdo, se organice, se prepare para proteger y mejorar su esencia y patrimonio, y, en particular: cuando cada uno de ustedes crea en lo que es, tiene y de lo que es capaz, tal vez cambie nuestro marcado y sazonado destino —les respondió Úrsula, sin dejar su ayaymamera imitación.
Todos en el gallinero callaron. Hubo tal silencio, que hasta se escuchaba cuando alguna pluma desprendida de sus cuerpos caía al suelo.
—Antes, no —continuó la gallina vieja—. Dentro de estos fabricados como impuestos candidatos, por cualquiera que voten, lo mismo da. Tal vez lo único que cambie, cuando el que gane asuma el poder, sea uno que otro ingrediente para el guiso que usará el cocinero de turno. Pero, ténganlo por seguro: no será la proteína, o sea nuestras rabadillas, piernas, perniles, alas, guargüeros y hasta pezuñas.
La emplumada y encolerizada población no entendió, o no quiso entender, o se le impidió hacerlo, la esencia de lo que la más vieja de las gallinas advirtió. Los colmilludos candidatos la tildaron de senil y pronto todos los congéneres de Úrsula lo dieron por cierto. Con mayor imbuida razón ante la tracalada de mensajes cizañeros que en ese sentido difundieron los amos del galpón. Ese domingo el gallinero fue en masa y con gran algarabía a las urnas.
El ganador fue el esbelto y joven lobo, el candidato impuesto y apoyado abiertamente por el furibundo, voraz y muy acaudalado presidente del sindicato empresarial avícola nacional, el que todo lo controlaba en aquella sociedad de la cual derivaba su incalculable y creciente hacienda.