Tras casi cincuenta años de asfixiantes
trabajos forzados en la atafagada ciudad capital de aquel país subcontinental, en
vías de desarrollo desde hace más de doscientos años, y único en el planeta
tierra, cuatro prestigiosos profesionales de diversas disciplinas decidieron
refundirse, de manera parcial, en compañía de sus respectivas parejas. Para tal
sosegado retiro coincidieron, sin haberse puesto de acuerdo, en una zona rural,
un poco menos contaminada y estresante en relación con el atosigado hábitat en
el cual vivieron su niñez, juventud y adultez temprana; y en donde “triunfaron”
en sus respectivas carreras, ellos, y ellas en su rol de abnegadas, fieles y
por siempre felices esposas… al parecer.
Todos buscaban un lugar tranquilo para pasar
el tercer tercio de sus azarosas vidas.
—Y… ¿qué mejor que el campo, amada mía? —le
sustentó el doctor Ulises a su esposa Etelvina cuando él decidió hacerlo tras
cuarenta y seis años de servicio médico-asistencial en el principal periódico
del país.
Rotativo que quince años antes se amplió con un
canal de televisión al cambiar de inversionistas, por primera vez, después de
más de un siglo en manos de una icónica familia capitalina. Al llegar el
poderoso y nuevo inversor ordenó salir de casi todos los empleados antiguos. «Para
facilitar la implantación de los formatos informativos acordes con la
tecnología y las audiencias actuales», justificaron los nuevos directivos que
impuso el intocable patrón. Y así lo hicieron. A Ulises, por lo antiguo y
servicial que fue, le negociaron su salida, incluida una aceptable pensión.
—La finca que compremos tiene que estar cerca
de la ciudad capital, a no más de una hora y media —solía decirle Ferney
Vidales Ascencio a su consorte María Adelaida cuando inició el proceso de
búsqueda de predios rurales, una vez se retiró de la Dirección Presupuestal de
la Nación—. Por aquello de los servicios médicos, el contacto con el resto de la
familia, alguna diligencia urgente que haya que hacer…
Y otros tantos entuertos acomodaticios que los
cuatro jubilados, y sus cónyuges, estaban dispuestos a mantener, a seguir
teniendo a la mano, sobre todo al comienzo. La abrasiva huella citadina la
llevaban grabada en sus costumbres y cansada cotidianidad.
Para tal retiro coincidieron en motivos, fechas
y sitio, tal vez por tener casi la misma sesentena y algo más de años, así como
ese halo de nostalgia social que por doquiera corroía el apego patrio y la solidaridad
nacional de los habitantes de aquel país, privilegiado como ninguno por su
posición geoestratégica, así como por la infinidad de recursos naturales que
por doquiera existían. Hacienda que al parecer a la mayoría, a los que menos o
nada poseían, los sin nada, importarle poco parecía que una minoría, los de
siempre, a favor propio y de foráneos, a diario feriaban tal alcancía; cuando
no era que la desperdiciaban con descarada algarabía. A estos pocos acomodados parecía
que por sus venas lo único que corría era una infecta sangre fría, amén de una
inmensa antipatía, precisamente por los que ni siquiera sueños tenían, mucho
menos libre albedrío; arbitrio que estos a aquellos también se lo debían, y de
por vida.
Similares y afanosos motivos embargaban a los
cuatro jubilados profesionales. Algunos eran de público conocimiento y abiertos
comentarios. Los demás, los que ululaban en las catatumbas de sus curtidas
molleras, los mantenían guardados, callados, mordidos y amarrados. Sentires,
recuerdos e inconfesos como ambiguos resentimientos, en especial de orden
social, laboral, económico y, por ende, político. Tarugos atragantados y
disimulados con sus camaleónicos procederes en lo laboral, también en lo social;
lo cuales, pese a todo, soportaron con simulada angustia durante su alquilada vida.
Al hacerlo de esa ladina forma, sabiendo que les constreñía la voluntad y les
enfermaba el alma, aseguraron algo de pagado (caro) prestigio, comprada estabilidad
laboral, suplicados salarios y remendadas prestaciones, así como deletéreas
relaciones sociales… hasta jubilarse. Lamentable actitud, permisiva compostura,
eso sí, inexorables garantes de aquellas carrasposas dispensas, y de cierta
indemnidad judicial de la cual gozaron, hasta envejecer, cuando sus cargos
debieron a otros entregar.
—Esa vital y cara seguridad jurídica —solía
compartir en círculos muy cerrados y de suma confianza el abogado Cipriano
Angulo Rojas—, sin la cual un parroquiano de a pie, o sin mayores alcances, con
suma dificultad lograría evitar aparecer en autos, de un momento a otro, ¡y
gratis!; por causa de un muerto ajeno, u otros crímenes por los cuales en este
sacro país, en un abrir y cerrar de ojos suelen señalar, enjuiciar y condenar a
cualquier sin nada; eso sí, mediante un abreviado y efectivo proceso, del cual
casi nunca el “afortunado” sale ileso, o vivo.
El doctor Cipriano era otro de los que ahora
vivían en El Mirador, allá, en el piedemonte paramuno, con vista al boquerón
que le da entrada a los Llanos de Oriente. Se desempeñó como abogado por más de
tres décadas en la Agencia de Seguridad Jurídica del Estado (A.S.J.E.), hasta
cuando por edad de retiro forzoso se pensionó. Entonces, fue y compró esa
parcela. Como abogado siempre cumplió, no tanto el mandato de los códigos, sino
las órdenes de sus superiores administrativos y jerarcas políticos; las que jamás
dudó en hacer aparecer como legales, cuando no lo eran, casi siempre.
—El jefe es jefe así sea iletrado, lerdo o
feo —era una de sus frases de cajón y mandamiento preferido. Proclividad funcional
que le sirvió para aguantar en la administración pública cerca de cuarenta años.
Al comienzo, levantando muertos, como auxiliar judicial. Luego, tras obtener el
título de abogado, se vinculó con la A.S.J.E., donde se jubiló. Siempre trabajó
esgrimiendo normas a las que solía, cuando tocaba, muy seguido: «torcerles el
pescuezo», como decía.
Aquellos cuatro doctores también coincidían
en decir, a su manera; tanto antes llegar a ese bucólico y edénico paraje, como
un tiempo después de cohabitar en la apacible y paramuna comarca, con
inmejorable y relajante vista hacia aquella interminable y prolija llanura; que
lo que ahora buscaban era paz, soledad y aire puro. Sin embargo, otra cosa
rumiaba Leovigildo Contreras Rozo, ancestral habitante de aquellas ventiladas tierras
heredadas de sus padres, las que les fue vendiendo a los cuatro doctores por
parcelas cuando la negra y densa nube del libre mercado ahogó la producción
nacional e hizo inviable todo tipo de actividad agropecuaria a lo largo y ancho
del país. Y así se lo dijo un día a su esposa Emperatriz Rubiano cuando negoció
el último retazo de su finca con el médico Ulises Urrutia Martínez:
—Mija, tanto este como los otros tres
compradores vienen es huyéndole a las afugias que produce la gigantesca y gris
ciudad; o mordidos por el asfixiante modernismo que empobrece el alma. Tal vez
se cansaron de esperar las mieles del crecimiento económico, tantas veces
cacaraqueado y prometido a rabiar por los políticos; o la cosecha del hace
mucho tiempo anunciado desarrollo del país…
—Si no es que tienen deudas o guardados por
ahí —le respondió la todavía guapetona Emperatriz—. A mí me parece que vienen es
a esconderse por aquí.
—Es muy probable, mija —complementó
Leovigildo—, vaya uno a saber qué mortango hace más pesada cada una de sus
maletas, cuando no de infinitas tristezas, de vergüenzas forradas... tal
parece.
La vocación natural de toda la paramuna
comarca era esa, la agropecuaria: agricultura, ganadería y afines. Como lo fue
hasta finales del siglo XX, el de la ignominia nacional, incluso durante los
primeros seis u ocho años del atropellador XXI. Las de por allí eran gentes de
campo, de labranza, laboriosas, como los padres y los abuelos de Leovigildo, y él
mismo. Gentes de campo y labranza hasta cuando, después del 2010, casi todas perdieron
varias millonarias cosechas, así como grandes cantidades de leche y otros
tantos productos. No solo por los prolongados paros agrarios en rechazo por las
indiscriminadas y gigantescas importaciones, también, como lo decía con infinita
rabia aquel rudo y grueso campesino a su mujer:
—Emperatriz, toca perderlos antes que
venderlos a esos precios de miseria que ofrece el intermediario venido de la
capital…
Por tal motivo, en especial, decidió hacerle
caso a un familiar instruido en la universidad que fue un día a visitarlo.
Este, al ver la hecatombe agrícola por la que pasaba la comarca entera, con productos
perdiéndose en casi todas las fincas, ante la mirada indolente y despectiva del
Gobierno, así como ante el pagado y controlado mutismo de la ambidiestra prensa,
siempre bajo la pauta y el cobijo del mejor árbol, le dijo:
—Mire, Leovigildo, si lo que le voy a decir
lo hiciera en calidad de funcionario del Ministerio de Agricultura me costaría
mi empleo y la reputación de economista especializado en agro… ¡no me la
perdonarían! —le enfatizó—. Esto debe quedar entre parientes que somos: parcele
estas casi treinta y seis fanegadas y véndalas, que así le saca más provecho a
su tierra. De lo contrario, en pocos años usted y toda su hacienda se van a
pique. Con eso de los tratados de libre comercio, actuales y en camino, propiciados
por los importadores y banqueros, quienes son los mismos que gobiernan y
deciden la suerte de este país, siempre con ventaja y con solo beneficios para
ellos, ningún agricultor pequeño o mediano tiene futuro. Todos sus productos:
papa, cebolla, cereales, frutas, leche, carne, huevos…, están condenados a lo
que está viendo ahora: que se pudran en las eras, los caminos, los nidos, y la
leche en las cantinas, o sea vertida en las quebradas; como me dice que le ha
tocado hacer varias veces.
Lo de parcelar y vender le pareció bien. Tal
vez era su única salida. Igual, así lo estaban haciendo en otras fincas, ahí y en
muchas otras partes del país. Aunque le parecía triste y catastrófico, era
evidente el cambio de uso de la tierra agropecuaria de las fincas no masificadas
ni industrializadas. Con velocidad angustiante se pasaba de zona rural a urbana.
Pastizales y siembras eran remplazados por casas de descanso y recreo para
citadinos. Leovigildo, en menos de tres años, además de realizar los trámites
ante planeación municipal, vendió a buen precio cada retazo de su finca. Dejó
uno para él, el más pequeño, en el que estaba ubicado el viejo casarón de sus padres,
antes de sus abuelos. Allí nacieron y criaron a sus cuatro hijos, y murieron
todos sus antepasados.
Para cuando despedazó y vendió su hacienda,
allá solo habitaban él y su mujer. Sus hijos, en su momento, se marcharon para la
ciudad capital. Estos, al irse graduando, decidieron que jamás volverían a oler
boñiga. Se apartaron por completo de las semillas, de los insecticidas, de todo
tipo de matas y arados… en sí, de todas esas cosas entre las que crecieron. A tres
de ellos hasta les daba pena hablar de sus orígenes campesinos, por lo que rara
vez, ya en la universidad, con mayor razón después de graduarse, volvieron por
el páramo. Sin dejar, eso sí, de exigir su mesada, incluso, luego de emplearse
y comenzar a devengar por su cuenta.
Los citadinos compradores de los otros
retazos de aquella hacienda muy rápido construyeron en cada lote, de entre seis
y ocho fanegadas, sus respectivas viviendas campestres. Desde entonces aquel iletrado
campesino se dedicó a vivir, en parte, con los intereses del dinero de esas
ventas, así como con los jornales que les cobrara por los inagotables y permanente
oficios de arreglos de jardines, huertas, prados y otros menesteres que requerían
las campestres propiedades de tan ilustres y recientes habitantes. Parejas
solas, ya sin hijos, pues estos muy rara vez iban a visitarlos «por allá entre
el monte, la soledad y el aburrimiento», como a veces les contestaban cuando
algunos de sus viejos les insinuaban para que fueran a verlos.
Leovigildo, además de sus bien remunerados
servicios que les prestaba, con sus nuevos vecinos entabló buenas y cordiales
relaciones. Motivo por el cual era invitado a las reuniones y charlas que
solían hacer, al menos una vez a la semana, y cada vez en una casa diferente, aquellos
«señores doctores», como les comenzaron a decir en todo el pueblo y la comarca
al irse conociendo quiénes eran... o lo fueron en la vecina ciudad capital del
país.
—Entonces, Ferney, ¿es cierto que durante los
dos gobiernos de Uribia Morales usted tenía que dormir con un ojo abierto y el
celular en la mano? —le preguntó Ulises, durante una de esas reuniones, al
exdirector presupuestal de la nación, otro de los habitantes de El Mirador,
como se siguió llamando el ahora medio urbanizado sector después de la
parcelación y ventas que hicieron Leovigildo y otros cuantos propietarios de
tierras paramunas aledañas.
—Así fue, mi querido doctor Urrutia Martínez
—le respondió el aludido contador público, quien estuvo al servicio del Estado
en esa alta función de manejo financiero y presupuestal, y en otros cargos similares,
por casi treinta y cinco años—. Con esa ‘perla’, entre muchas otras, me tocó lidiar
durante sus dos periodos presidenciales consecutivos… y durante tres más por
interpuesto mandatario, o mandadero, hasta el día que por fin resolví lo de mi
pensión, que casi me embolatan; luego sí me retiré —asentó, tras lo cual bebió
un sorbo de güisqui, libación imitada por los otros cuatro contertulios en esa apacible
tarde sabatina paramuna.
—Sí, escuché que el doctor Abelardo Uribia
Morales trabajaba hasta tarde y se despertaba muy temprano, siempre disparando
órdenes a diestra y siniestra —comentó Ubaldo Rosero Frías, quien ese día
parecía más pensativo y absorto que de costumbre.
Rosero Frías era filósofo de profesión y fue catedrático
de una prestigiosa universidad pública hasta cuando también le tocó retirarse, desde
luego, con algo de pensión. También asistía a esa reunión de vecinos, la que
por turno ese día le correspondió atender en su casa al abogado Angulo.
—Eso es verdad, aunque Uribia Morales tiraba,
y tira, más hacia su diestra que hacia la siniestra —apuntó Cipriano—. Me
consta en carne propia lo del viejito cascarrabias ese que tuvimos como
presidente directo durante dos periodos, y otros tres por extensión…. ¡y sin
saber por cuánto tiempo más!
Leovigildo solo se dedicaba a escuchar, como
casi siempre lo hacía en esas reuniones de gente tan, según él: «encopetada y erudita».
Poco comentaba, a no ser que le preguntaran, o que el tema tuviera que ver con
su incumbencia o experiencia de
campesino agricultor y ganadero. Lo hacía, también, cuando le solicitaban que tocara
su requinto, que trovara o repentizara. Entonces, ahí era cuando abordaba con
ingenio asuntos de incisiva y sarcástica picardía social, política, religiosa y
hasta moral. Su habilidad en tales rupestres artes era reconocida en todo el páramo.
—Leovigildo —solía decirle el profesor Rosero—,
solo el requinto logra sacarle a ese contestatario que lleva enchipado en su
corazón.
Por su parte, lo propio hacían las cinco
mujeres de aquellos sexagenarios en franco retiro funcional, todas menores que
ellos, no por mucho. Ellas también se reunían en otra habitación, o en la
cocina, mientras sus esposos hablaban, discutían y bebían finos y siempre
extranjeros licores en la sala, o en los aleros. Estancias todas con vista
hacia el mágico cañón que le da paso a los Llanos de Oriente. «Vamos a tratar
de arreglar el país», les decían y sostenían con sorna a sus consortes, para
buscar que estas los dejaran solos mientras bebían. «Lo cual jamás les importó,
ni hicieron nada por él cuando estuvieron activos, y algo podían haber aportado»,
les reprochaban ellas, antes de emprender la huida hacia su respectivo refugio.
«Quizá por estar tratando de sobrevivir
salarialmente para darles lo que se merecían y asegurar un futuro algo digno
para cuando viejos, como ahora», solían justificase ante ellas, y ante sus
vecinos, después de dos o tres botellas del amarillento e importado combustible.
En esas reuniones el tema principal, el plato
fuerte de las féminas, y sobre todo el ají, el carburante de sus lenguas, no
tanto era el licor de los aguados cocteles, tampoco la suculenta parrillada
sabatina que ellas mismas preparaban, con el sinigual guiso que le ponía
Emperatriz. Para las cinco, en esos encuentros semanales, lo que más apreciaban
y esperaban con pasión era ¡la hora del chisme! De esta picante habilidad
comunicacional femenina sus trajinados y cansados maridos nunca se escapaban. Sin
que ellos lo supieran, intuyeran… o tal vez para entonces no les importaba, ¡quizá!,
el postre casi siempre eran ellos. Y se retaban entre ellas para hablar «a
calzón quitado», en principio de las íntimas debilidades, de las perdidas
capacidades masculinas y de las abandonadas batallas sexuales de aquellos. Se
compartían con infinita picardía y deleite esas privadas menudencias, prometiendo
secreto y silencio, garantizado y sellado con la solidaridad de género y edad.
Como lo exigían cada vez, haciéndolo jurar: Eleonor Merchán y Ester Julia
Santacruz, las esposas del abogado y el filósofo, respectivamente. Sobre todo
cuando, poco después, comenzaron a contarse sobre sus más que guardadas:
¡gozadas infidelidades!, de las que, hasta entonces, casi nadie sabía, solo
ellas; al parecer.
—Aunque, en mi caso —dijo un día María
Adelaida, cuando le tocó el turno—, a veces mi marido, creo, que se enteró de
una que otra de mis siete aventuras consumadas… pero, al parecer, por estar al
tanto de las órdenes del presidente, o no tenía cabeza para reclamarme… o no le
importaba. Me imagino que él sabía que yo también le conocía algunas de sus
andanzas... y jamás chisté palabra alguna.
—Algo parecido me pasaba con Ulises —afianzó
Etelvina—. Pero él, atareado en la nueva invención que tenía que comunicarle al
país para anestesiarlo ante la siguiente reforma pensional… sí, para que se
comieran el cuento del fabricado aumento de la esperanza de vida, ordenada por
el gran jefe, o se hacía el de la vista gorda… o me permitía mis deslices,
¡once en total!, los recuerdo muy bien. Se hacía ‘el oreja mocha’, quizá, para compensar
las más que reiteradas aventurillas que él mantenía con una y otra amiguita.
A estas veteranas como reposadas esposas poco
y nada ya les impactaba e interesaba; como sí cuando fueron llegando a su nueva
casa paramuna, se conocieron y reunían los sábados en la tarde; las reiteradas
historias, mucho menos las inauditas justificaciones de Cipriano en cuanto a
las indelicadezas jurídicas administrativas en las que incurrió, a favor de
quien detentara en su debido momento el poder, siempre en contra del erario. Ni
las de Ferney en cuanto a los más que irregulares y descarados situados
presupuestales que el doctor Uribia Morales le exigió hacer para favorecer a
sus copartidarios, compinches o patrocinadores de sus campañas y frondías causas.
Tampoco, lo de las cátedras manipuladoras de Ubaldo para que, a orden de las
directivas universitarias (y de sus respectivos jefes políticos en las
correspondientes entidades) que le patrocinaban sus onerosos estudios de
maestrías y doctorados, y su abultado sueldo, moldeara el pensamiento de los
estudiantes de aquella universidad pública, sobre todo el de los más
quisquillosos, «encaminándolos por la senda correcta, la obediencia debida y el
acatamiento de la autoridad; ¡hacia el respeto del statu quo!… o nos mantengas informados de lo que traen en mente»,
le reiteraban y exigían sus académicos jefes al profesor Rosero.
Mucho menos, casi un año después de llegar al
páramo, les interesaba a estas veteranas las inocuas justificaciones de Ulises.
Él, por mucho tiempo y mediante sus columnas y programas en televisión y radio
a nivel nacional, sobre orientación médica, le fue haciendo creer a la gente
del común, en especial a los trabajadores de bajos ingresos, entre un torzal de
encaminadas informaciones, que el país era el más feliz del mundo, con una
esperanza de vida cada vez mayor, más allá de los setenta. Esto, concomitante
con las seguidas reformas laborales que alargaban y alargaban los tiempos de
cotización y la edad de jubilación. Y todo, porque el canal y el periódico en
los que él trabajaba eran de propiedad del más poderoso y extractivo grupo
económico nacional. Conglomerado empresarial que a su vez dominaba el negocio
financiero, los seguros, los fondos de pensiones privados, las comunicaciones,
la salud, y hasta una infinidad de juegos de azar. Además, era el mayor
aportante en todas las campañas políticas, en todo nivel y orden en el país,
por lo que tenía casi que en exclusividad cuanto contrato público significativo
había, como los de obras, concesiones, servicios y suministros.
Sí, antes de un año de estar habitando en El
Mirador, estas damas se volvieron tan insensibles ante las explicaciones
inocuas de sus maridos, en las que podían durar horas y horas discutiendo, que
ni siquiera eran conmovidas, y por ende tampoco les llamaba la atención, las de
Leovigildo, por haber vendido por lotes la más productiva de las tierras de
aquel páramo y piedemonte llanero. O las razones de índole económica que alguna vez intentó explicar, sin éxito,
cuando Ubaldo lo increpó por el uso de insecticidas sobre los alimentos que
sacaba al mercado, con los cuales, según aquel reputado filósofo:
—Leovigildo, ¡nos fuiste envenenando de a poco,
allá, en la ciudad, donde nos comíamos tus productos que rociabas con
sustancias tóxicas para matarles los bichos!
—Sí, doctor Rosero, es probable que así haya
sido —le respondió esa vez el campesino—. Me disculpo por eso con todos ustedes,
señores doctores… Sin embargo, esos productos de la tierra que los campesinos cultivábamos
y les llevamos a sus mesas, así, fumigados con esas sustancias, las únicas que
teníamos para garantizar cosecha, recuperar algo de inversión, ¡y que nos
vendían con el aval del Gobierno!, ¡esos sí eran naturales!
—Hombre —terció el médico—, debiste
actualizarte con producción orgánica, la que está conquistando los más finos
paladares en todo el mundo…
—Señor
doctor —lo interrumpió Leovigildo—, el costo y riesgo para los productos
verdaderamente orgánicos eran, y son, muy altos. Por lo que más de uno de esos
que salen con tal etiqueta, me consta, tienen más veneno que los demás. Por
eso, si nosotros, los del campo, no lo hubiéramos hecho así, fumigando la
papita y el cilantro con los insecticidas avalados, que tan poco eran baratos,
ustedes, allá en la ciudad, desde hace mucho tiempo que les hubiese tocado
consumir, comprados a más inflado precio, y del extranjero, estos que ahora
inundan el mercado y que producen sin matas, sin tierra, sin ubres de vaca… y que
al cocinarlos y probarlos huelen y saben a todo menos a bueno, ni a sano.
Para
entonces, ni las trovas, ni las coplas, tan poco los acordes del requinto que
tocaba el repentista campesino conmovían a las cinco veteranas esposas. Ni
siquiera a Etelvina, con las que él la enamoró, cuarenta y seis años atrás.
Ella, cuando le tocaba el turno de contarles a sus nuevas vecinas sus siete gozadas
‘compensaciones’, como todas terminaron diciéndoles a sus aventuras
extramatrimoniales, hacía que las otras cuatro vibraran de emoción y picardía
ante el ingenio usado y el disfrute que decía haber alcanzado en cada loca ocasión,
allá, entre sembradíos, bosques y quebradas, y siempre con un semental diferente.
Al parecer, lo único que les llamaba la
atención, y que las motivaba a ir con sus maridos a las respectivas reuniones
sociales de cada sábado en la tarde, cada vez en una casa diferente, allá, en El
Mirador, era eso: ¡el chisme! Sazonado, tanto con lo inherente a sus calladas y
más que gozadas aventuras, como con las últimamente vergonzosas y escondidizas
historias de disfunción varonil de sus maridos. Estos ni se imaginaban el
porqué del gusto de sus mujeres cuando ahora llegaba cada sábado.
Historias femeninas al parecer de nunca acabar,
como las de ellos de índole político, social y laboral, dizque para arreglar el
país. A las falencias propias del desgaste, la edad y otras variables
inexorables en la contienda humana en la cual aquellos cuatro exitosos doctores
y el recio campesino consumieron su mayor capital: juventud y salud; sus
respectivas cinco féminas les fueron adicionando, a su acomodo, encrespado
rencor y folclor, lo de su propia y añeja vendimia. Así acaecía cada sábado
entre aguados cocteles y parrilladas. Chismería que en parte les mejoró a estas
un sinnúmero de achaques reumáticos y de otras índoles con los que llegaron al
paramuno piedemonte llanero.
Eleonor, Emperatriz, Etelvina, María Adelaida
y Ester Julia aderezaban, al cual más, cada historia con el producto salido de
su desbordada fantasía, de su ahincada imaginación tropical. Al parecer, fuera
de la mutua compañía que se profesaban, y necesitaban, el despotricar de ellos
era el único verdadero placer que sus viejos maridos ahora les propiciaban… Atrás
quedaron, guindados en el femenino olvido del desquite, cuando recién casados,
así como pocos años después, las emociones que estos les propiciaron, algunas
de las cuales solían terminar en esquivos orgasmos, o al menos en electrizantes
sensaciones de efervescencia y derroche de vida.
Lejana sensación humana esta, en algo parecida
e intensa, guardadas las proporciones, como la que ahora percibían aquellas sesentonas
mujeres tras cada tanda de sofocantes chismes, observando de soslayo, desde
aquel semiurbano paraje campesino, los arreboles sobre el boquerón, camino a
los Llanos de Oriente. Anaranjados girones de cielo, acuarelas de cambiantes nubes
en el horizonte que les anunciaban la inexorable y cercana llegada del
atardecer, el de cada una de ellas, así como el de sus, a pesar de todo: amados
y arrugados maridos, con quienes estaban dispuestas a morir en senectud, ojalá
una sabatina tarde como aquella, contemplando juntos el sol de los venados.
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