Me pasó cuando llegué a la capital, al barrio Quiroga.
Tenía 11 años. Mi tía Cecilia me mandó a comprar el pan a la esquina, a menos
de dos cuadras de la casa. A mi primo Álvaro, un poco mayor que yo, le gustaba
hacer los mandados porque la ventera siempre le daba vendaje.
Cuando salí por el encargo él se quedó mirando
por la ventana. Me esperaría a que regresara y antes de que yo entrara saldría
a mi encuentro:
—¡Para que me dé lo mío! —Me advirtió desde la
primera vez y lo reiteraba en cada ocasión.
Salí
feliz. Compré el pan y recibí el vendaje: un pirulí que guardé en la bolsa.
Al salir de la tienda un señor bien vestido, con
corbata, me dijo:
—Joven, de su pueblo le enviaron una encomienda a su mamá.
—¿Para mamá…?, ¿quién?, ¿dónde está? —pregunté entre sorprendido y contento; nada desconfiado pese a las consabidas advertencias.
—¡Un paisano!; la tengo allí, cerca de aquí.
¡Acompáñeme!
Con la inocencia de un joven pueblerino recién
llegado a la ciudad, ¡ingenuo!, lo seguí.
Mi primo, al verme coger hacia otro lado, tras
un desconocido, salió corriendo. Pronto nos alcanzó y me llamó a gritos.
El hombre desapareció mientras volteé a mirar.
Jamás supe para dónde cogió.
Los regaños y coscorrones de la tía, mi mamá y el
primo, a él solo le preocupaba ¡el pirulí!, fueron menos impactantes y
dolorosos que las noticias:
Esta
tarde un hombre bien vestido, de corbata, secuestró a un joven en el barrio
Quiroga...
Pero, no tanto como el titular del siguiente día:
Encontraron entre un costal al joven
secuestrado al sur de la ciudad… ¡Apareció sin órganos vitales ni ojos!
Microrrelato disponible en inglés y audio en Revista Latina NC
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