lunes, 3 de julio de 2023

La sombra del encino

 

Imposible saber con precisión si la situación inverosímil que vivió Hortensia del Perpetuo Socorro Sánchez García en Santafé durante aquel periodo obligado de vacaciones hubiese sido igual o al menos parecido en cualquiera otra parte del mundo. Como le ocurrió esa vez a donde la llevaron su mente atafagada y ‘pasos cansados de luchar por nada’, como en privado se recriminaba y fustigaba el alma.

Doctora Sánchez —le manifestó la jefa de Recursos Humanos de la Agencia Logística Internacional (ALI) donde trabajaba desde hacía más de veinte años—, por órdenes de la junta directiva y del presidente general no puede seguir aplazando y acumulando vacaciones. Hace poco cumplió un nuevo periodo. Con este sobrepasó de lejos el límite permitido por la ley, el reglamento interno de trabajo de esta compañía y la capacidad de aguante de cualquier persona… incluso la suya, doctora.

—Así es, otro año más de trabajo, Gladys, ¿entonces?

—Tiene que salir siquiera tres semanas, ojalá fueran cuatro o seis. De esta manera, doctora, si toma las tres, disminuye a doce las acumuladas, incluidas las de este nuevo periodo. El siguiente año debe hacer lo mismo y así hasta cuando se ponga al día.

Cada año solía pedir tan solo unos días de descanso, nunca más de tres. A veces regresaba al segundo día.

—Lo hago por responsabilidad laboral —argüía—. No puedo dejar tiradas las cosas así no más. Nadie hace el trabajo como debe ser. Luego, cuando regrese… a remendar los daños que habría evitado estando al frente, como siempre.

Cuando se enfermaba soslayaba como fuera la ida al médico. Decía que el mejor remedio era estar ocupada y jamás darles importancia a las dolamas. Mucho menos visitaría a un sicólogo y ni pensar en siquiatría, aunque sabía que algo adentro suyo de tiempo atrás con ferocidad a diario la mordía.

—Esta vez y en lo sucesivo le toca, doctora. Salga, viaje, ojalá lejos y diviértase en algún país interesante… no olvide traernos recuerdos de por allá.

Gladys lo pensó y le hubiera querido decir que aprovechara para, de pronto, conseguir pareja o ‘echarse una canita al aire’. Pero se abstuvo. En la compañía sabían que ese era un tema más que vedado en su presencia. Para la doctora Sánchez García el amor, casarse, tener familia, mucho menos enfrascarse en aventuras pasajeras estaba descartado desde joven. Al parecer, cuando en la universidad tuvo un amorío desafortunado que le marcaría la vida. Desde aquella época optó por refugiarse en el estudio, al comienzo, luego, por completo en el trabajo. En estos era aventajada, exitosa y enfermizamente responsable.

Dejó de plano, incluso, la relación y el contacto con sus padres y hermanos. Ninguno de ellos la entendió ni apoyó cuando su novio Misael González Michelsen, el hijo menor de una de las familias más acaudaladas de su país, para sorprenderla y comprometerla públicamente le propuso matrimonio en todos los medios y redes a su largo alcance. Ella lo rechazó sin miramiento alguno.

Misael se prendó de Hortensia, no solo por su belleza, escultural cuerpo y jovialidad contagiosa. Se le habría acercado y conquistado, aún lo tenía guardado en su mente la altiva y atractiva directora, por su talento y lo aplicada que era en todo; además del apoyo cómplice que ella le brindó durante buena parte de la carrera haciéndole sus deberes estudiantiles. Todos sabían de su reiterada inasistencia a clases sin que ningún maestro o directivo le dijera nada al ser el cuba de la epónima familia González Michelsen. También, que era Hortensia la que le hacía y entregaba sus deberes. Él y la academia eran poco compatibles. Cuestión que tampoco le importaba al delfín, ni a nadie, en aquella sociedad de la mentira.

En Misael era más la indisciplina y el atufo del poder de su familia que la carencia de actitudes para el estudio o el trabajo. Sabía quién era y cuánta fortuna lo rodeaba y rodearía, podría decirse que para siempre.

—Hortensia —le dijo un día—, con el patrimonio familiar que me corresponde puedo vivir cuatro y hasta cinco vidas más en la opulencia sin mover un solo dedo. Entonces, ¿qué me puede importar el estudio y las preocupaciones que carga a cuestas la mayoría de la gente misérrima y servil de este país subcontinental?

—Misael, la mente ocupada evita que el hombre se descarrile en la vida, por más dinero que tenga. La mente ociosa corrompe el alma. Las ocupaciones sanas drenan las angustias y las malas intenciones, así como las gamas de hacerles más daño y quitarles hasta lo que no tienen o puedan conseguir mañana los sin nada, que es la mayoría en este país.

—Eso aplica para los vaciados… no para los González Michelsen que lo tenemos todo y mucho más, por lo que no hay nada que no podamos comprar, tener o cambiar a nuestro antojo, incluida la ley y las costumbres para que siempre giren a muestro favor.

—Algún día le escuché a mi padre: “Las mascotas y los humanos tienen en común, especialmente, que son fieles y mansos mientras haya un amo que les llene el buche; cuando aparece otro con bocados mejores o más olorosos suelen largarse tras este”.

—En mi caso el amo soy yo y con mi riqueza tendré por siempre mascotas más que sumisas, aunque sean ladinas. Si quieren seguir teniendo la barriga llena, la propia y la de sus familias, no le deben ladrar al dueño, así les pise el cuello o les haga daño.   

Las cosas de novios marcharon relativamente bien al principio, excepto en dos aspectos que Hortensia jamás compartió, ni siquiera con sus padres, hermanos y primos, quienes se hacían cruces cuando les comunicó que le rechazó su petición matrimonial, por ende, que rompió relaciones con Misael y toda su acaudalada familia, de quienes no quería saber nunca más. Desde entonces, decidió eludir y rechazar cualquier tentativa relacionada con propósitos afectivos.

Rompió con aquel prometedor como engreído delfín de emporio, no solo porque en la intimidad él era perversamente ambiguo y cada vez más complicado e intolerable, además de no compartir su filosofía social, mucho menos su concepción económica. Tomó la decisión al corroborar su incoada sospecha de que su papel como esposa sería secundario, intrascendente, finalmente desafortunado y hasta trágico.

Misael y su familia la querían por sus dotes, no tanto las físicas, sino por sus capacidades y potencialidades profesionales y gerenciales. Le quedó claro que la utilizarían para consolidar los negocios de los González Michelsen, en plena expansión gracias al difundido, en ese entonces, libre mercado en cuanto país subcontinental existía y contaba con recursos de fácil apañamiento y extracción con ínfimo costo, por ende, con gobernantes, políticos y empresarios avaros, indelicados e inequitativos.

Hortensia entendió que sería desechada luego de ser exprimida. Era lo más seguro. Aquella poderosa familia tenía historia al respecto; al menos desde el bisabuelo, los tíos abuelos, primos y hasta los hermanos mayores de Misael. Ninguna de las esposas de estos patriarcas y sus descendientes, casi todas con su perfil, terminó bien, mucho menos al lado de su respectivo socio conyugal. Tres de ellas fueron a dar a reclusorios mentales. Otra desapareció y a nadie, al parecer, le importó, mucho menos la buscaron. Todas quedaron en la inopia, sin siquiera el patrimonio de antes del fastuoso casorio.

Al llegar el momento, cuando la esposa envejecida dejaba de ser pieza útil o rentable para el negocio, su respectivo marido, poderoso y engreído, aparecía con alguna guapa joven universitaria o recién graduada con honores. En consecuencia, ante los obvios reclamos conyugales, no solo llegaban las amenazas y la demanda de divorcio. Entonces, dejaba de hacer parte de la familia y figurar en nómina. Hasta sus respectivos hijos, empachados de poder, poco les importaba la suerte de su progenitora caída en desgracia y a quien los González Michelsen y su horda de medios solían montarle unas cuantas historias truculentas y desvergonzadas que manchaban por siempre su existencia.

Los González Michelsen lo controlaban todo en aquel alelado país. Su fabricada imagen ante el vulgo era de prestigio, poder y bondad. Característica, esta última, mediáticamente maquillada cual sepulcro nacional. Hortensia vendría a corroborar sus sospechas con una prima lejana de la esposa desparecida de uno de ellos. Esta se le acercó y le advirtió, precisamente cuando en los medios se difundió la noticia de petición de compromiso del cuba de aquel emporio a la magister Sánchez García, graduada con máximos honores en cada ocasión.  

El destino que escogió Hortensia para ir de vacaciones fue porque alguna vez le escuchó a un subalterno que él la pasó de maravillas por allá. En particular, en su agitada megaciudad. Mejor, todavía, en el sureño sector donde cerca encontraba todo, incluso, un parque excepcional.

Compró tiquetes, hizo reservaciones en un hotel sobre la avenida Santafé. Averiguó en Google todo lo que consideró que debía saber: lugares interesantes, riesgos posibles, restaurantes, tipos de comida, formas de movilizarse con seguridad, horarios, costumbres y terminología para comunicarse con los lugareños y evitar pasar ratos incómodos.  

A la pregunta: ¿Qué ropa usar? La plataforma le respondió: “Debido a su clima agradable durante casi todo el año en la mayor parte del país, lo más recomendable es que lleves ropa de algodón cómoda, camisetas y pantalones frescos. Recuerda llevar bañador y chanclas si vas a visitar zonas de costa.” En otras páginas le sugirieron vestuario de color blanco o crema. También, bloqueador, gafas oscuras, sandalias, zapatillas o chanclas, según las actividades a realizar.

Caminaré por donde vea que puedo hacerlo y pediré Uber para recorridos por la ciudad —se dijo cuando revisó que toda la documentación estaba en orden: pasaporte, tiquetes de vuelos, reserva hotelera, registros previos de migración y tarjetas bancarias.

Durante su carrera como profesional en Negocios Internacionales, su maestría en Economías Globales y otra más en Logística Integral, luego, al vincularse a la ALI y hasta alcanzar el cargo que ocupaba desde hacía diez años como Directora General de Operaciones de Importaciones y Exportaciones estudió, investigó y trabajó de sol a sol. Comprendió o quiso creer que así, manteniéndose siempre ocupada, el que manejaría su vida sería su cerebro, no su corazón, del cual desconfiaba, pero intentaba mantener a raya con su actitud evasiva y tajante al respecto y trabajo al máximo.

Sabía que esto la enfermaba, sobre todo de inconfesable nostalgia afectiva. Pero se hacía la fuerte y proyectaba hacia su exterior que nada ni nadie la afectaba.

Por tal concepción de vida, quizá desde cuando rompió con Misael, evitaba tratar con quien fuese temas distintos a lo pertinente. Era inútil para sus subalternos, compañeros directivos, clientes y conocidos, no tenía amigos y toda su familia dejó de hablarle por no aceptar la propuesta de matrimonio, incluir en sus conversaciones aspectos diferentes a los establecidos en su siempre apretadísima agenda. Con mayor razón, si estos se relacionaban con ‘chismes’, como calificaba a todo aquello inherente a política, religión, deportes, farándula y demás cosas improductivas; con mayor razón cuestiones amorosas. Con solo pensar en estas la descompensaban.

Desde cuando ascendió a la dirección general ni siquiera permitía en sus conversaciones los asuntos que por esos días calentaban las noticias: ¡medio ambiente! Aunque, por la esencia de su trabajo, ella lo sabía, las operaciones de negocios que dirigía de una u otra manera tenían que ver con la agudización de la situación climática orbital.

Señor director general le manifestó a su jefe inmediato cuando algo al respecto este le dijo sobre tener en cuenta las limitaciones y condiciones que algunas organizaciones ambientales estaban imponiendo en varias partes, si la ALI se detiene en nimiedades, los negocios que siempre nos han encargado los clientes de este y de un gran número de países alrededor del mundo, los hará con gusto la competencia, que no es poca, sin que su directivos consideren o piensen en la huella de carbón, el deshielo del Ártico, la ola de calor en Europa o las sequías incendiarias en California, Australia y muchos más lugares cuando entra el verano. Esta compañía cumple y cumplirá siempre su misión dentro de la norma: Facilitar y agilizar los negocios internacionales del cliente. Para esto, especialmente, doctor Pinilla, me contrataron y lo he cumplido a pie juntillas.

Quizá por este último inconfeso motivo ambiental desde cuando fue nombrada directora trasladó su vivienda cerca de la sede principal ubicada en la zona franca de la fría capital de su país subcontinental. Probable, también, la razón para vender su carro y devolver la camioneta que le asignó la empresa. Decidió seguir la sugerencia de la alcaldía mayor de desplazarse a pie o en bicicleta. Cuando llovía o tenía que ir lejos pedía el servicio de Uber ecológico.

Cuando llegó la pandemia y la mayoría de los empleados del área administrativa y gerencial fueron enviados a sus casas para que atendieran desde allá sus obligaciones, Hortensia prefirió seguir en su oficina. Al fin y al cabo, al ser la ALI una empresa relacionada con la cadena logística estaba exonerada de la restricción gubernamental que paró gran parte de la economía nacional y mundial.

No solo la ALI, un buen número de empresas alrededor del mundo encontró en el teletrabajo una fortuna al ahorrarse gran parte de sus costos fijos de funcionamiento, ahora trasladados jurídica y artificiosamente a los empleados con un adosado otrosí al contrato laboral. A estos, o a la mayoría, se les ‘vendió’ la idea de la autonomía, la libertad y el mayor tiempo en sus respectivas casas. En adelante convertidas en improvisadas e incómodas oficinas que se robaron, no solo los espacios, sino la tranquilidad y la paz del hogar. También, consecuencia lógica, aumentaron las tarifas de servicios, nuevos gastos, las fricciones y reyertas familiares. Entre otras buenas razones, porque comedores, alcobas, salas y hasta cocinas pasaron a ser, antes que, para lo inherente y elemental, para la sagrada generación de ingresos laborales.

Pasada la pandemia y ante la disminución de costos empresariales e incremento en la rentabilidad y utilidades de las firmas, amén del silencio de sobrevivencia laboral del ejército mundial de empleados y sus familiares afectados, el teletrabajo se convirtió en una constante obligada.

—‘La peor consecuencia que dejó el incubado virus, el que enriqueció a los más ricos, mientras empobreció y supeditó para siempre al resto del mundo’ —solía pensar al respecto.

Hortensia del Perpetuo Socorro avizoró estas y otras implicaciones del teletrabajo. Pero tampoco se opuso a ello en cuanto quienes lo tuviesen que padecer fuesen sus subalternos. Hasta celebró que desde entonces la Dirección General Central y otras tantas dependencias permaneciesen casi vacías; amén del sin número de oficinas en arriendo que entregaron a sus encartados propietarios. Mejoró su ambiente de trabajo sin tanta gente incómoda: empleados y clientes, ahora conectados a toda hora del día y la noche, gracias a la telaraña mundial de comunicaciones que despersonificó las reuniones y la gestión laboral administrativa. Le encantó no tener que interceder en persona sino con algunos diez, casi todos directivos, quienes tampoco quisieron aprovechar las bondades del teletrabajo, ni se les impuso. Eran los jefes.

 Nada grato fue el proceso de ingreso en el aeropuerto inmerso en la megaciudad que escogió para pasar poco más de una de las tres semanas de vacaciones forzadas. Impase que se le presentó, pese a tener todos los documentos en regla y estar acreditada como directiva de una multinacional dedicada al comercio internacional. Al parecer, nunca le comunicaron los motivos, pero la demoraron más de lo que hubiese querido, quizá porque la razón del viaje era por turismo, además de viajar sola. Las autoridades de migración se cuidaban al extremo con turistas del centro y sur del continente. Para estos hasta una sala especial tenían donde les practicaban el ominoso proceso selectivo.

Esto se debe, señora —tres horas después de aterrizar le comunicó el conductor que envió el hotel para recogerla, una vez salieron del aeropuerto y subieron a una camioneta Suburban último modelo—, por la cantidad de personas que vienen de por allá, cuando no es para quedarse de ilegales lo hacen para intentar llegar al norte. De todas maneras, en nombre de mi país, no solo le presento disculpas, sino que le doy la bienvenida. Aquí la pasará de padre y madre.

Hortensia escuchó varias veces que casos similares y peores, con repatriaciones injustificadas, solían pasar casi a diario algunos turistas provenientes de la mayoría de los países subcontinentales. Nunca se imaginó estar cerca de ser uno de ellos. Le dio escalofrió cuando el amistoso conductor le comentó:

Por lo general, una vez los de la migra le echan el ojo a alguien, sobre todo a personas solas o que tengan una u otra característica en particular, si pasan más de ocho minutos en el proceso de registro sin que le visen el pasaporte, es candidato a regreso forzado… y sin ninguna explicación. Ni siquiera dejan que la persona llame o use su celular.

El proceso con ella tardó mucho más de ese tiempo porque, hasta donde entendió, estaban confirmando la reserva en el hotel, donde al parecer no contestaban. Sintió que sus esfínteres casi le fallan cuando el conductor le dijo que durante todo ese tiempo no permitían el uso de celular.

—Señor…

—Horacio Ternera, señora, para servirle. No más mande.

—Gracias, Horacio. A mí me pasó algo similar. Al intentar llamar al hotel, mientras la funcionaria que me atendió se paró con mis papeles en la mano y se dirigió a una oficina, de inmediato otra que estaba atenta se acercó y me dijo que ahí estaba prohibido el uso de celulares. Que lo guardara de inmediato, me ordenó.

—¡Ah, caray!

—Allá estuve por largo rato hasta cuando la otra funcionaria regresó y me preguntó que, si mi vuelo de regreso era para el 20 del siguiente mes, habiéndole dicho y mostrado tres veces el tiquete donde aparece que la fecha de regreso es para el 5.

—La sacó barata, señora —agregó el conductor, encaminando la camioneta hacia su lejano destino—. Por lo general, una vez la persona de la migra se levanta de su asiento con los papeles del viajero, con destino a la oficina que dice… la suerte está echada. De ahí lo que sigue, por lo que me han contado, es el mismísimo Calvario que termina en crucifixión para el viajero.

—Bueno, en mi caso… no sé qué pasó.

—Es probable, señora, que de algo sirvió la llamada que hice una vez salieron los primeros viajeros de su vuelo y usted, siendo VIP, se demoró más de lo normal.

—¿Qué llamada?, ¿a dónde?

—Al hotel, señora, usted es una huésped ilustre. Yo tenía instrucciones precisas al respecto en caso de demorarse en salir. Seguramente, de allá llamaron a cancillería y… tema resuelto.

El aire acondicionado, los vidrios polarizados y el confort al interior de la lujosa camioneta menguaban el impacto del sol inclemente y la temperatura exterior. Esta, cerca de 32 °C, como nunca en aquella megalópolis con viaductos de dos, tres y hasta cuatro niveles. Algunos de estos cruzan la extendida urbe en todos sus sentidos. Por debajo de una de estas gigantescas como intrincadas moles de concreto en ese momento pasaba la camioneta, acomodándose al vaivén parsimonioso del complejo y azaroso tráfico que Horacio conocía y sabía sortear... o soportar cuando se le agotaban las alternativas.

—Parece que afuera el sofoco no da tregua. Además, hacia donde se mire y alcanza la visa… ni una nube se logra ver.

—En esta ciudad hay smog por todo lado, sobre todo allá arriba, por esto el calor pega más duro aquí que en otra parte. Dicen en noticias, señora, que esta temperatura en constante ascenso será en adelante la normal, más en verano. Cosas del calentamiento global, según los que saben de esto. Nos fritaremos en nuestra propia manteca, como dicen en mi pueblo.

—Espero que para donde vamos… sea algo más fresco, por lo que averigüé en la Internet.

—Muy poco. De pronto algo más de brisa, pero el sofoco, como dice usted, durante gran parte del día es casi el mismo. Mire no más, señora, que por allá hasta los árboles gritan del calor y los transeúntes claman por su sombra esquiva…

—¿Qué árboles? —lo interrumpió Hortensia.

—Pues los que vienen sembrando desde hace unos veinticinco años cuando unos inversionistas muy ricos decidieron convertir el antiguo botadero municipal en la zona de mayor valorización residencial y corporativa de la ciudad… como lo es hoy. Allá el metro cuadrado es el más costoso del país y solo vive gente rica, corporativos de muchos países y turistas de clase como usted. Por fortuna para personas como yo, por la oferta laboral que todo esto genera.

—Es bueno saber que hay árboles… me imagino que en los andenes.

—Por toda parte: en las alamedas, en las redondas, mejor, todavía, en su inmenso parque donde hay senderos como el de los encinos… que, aunque apenas en crecimiento, hasta historias cada uno tiene o esconde bajo sus incipientes brotes.

—Bueno saberlo… ¿a qué historias se refiere?

—Ese parque, por lo general, es visitado a diario por tres tipos de personas, fuera de los trabajadores que lo cuidan y mantienen y los de varios restaurantes, constructoras y otros negocios que hay... la mayoría son testigos de lo que allá pasa a diario.

—A ver, lo escucho, que me picó la curiosidad. Dijo tres tipos de personas… ¿qué es lo que pasa por allá?

—Según el Waze, estamos a menos de veinte minutos del destino, por lo que me daré prisa para contarle algo.

—Adelante.

—Ese inmenso larguero de parque, con lagos, fuentes, senderillos de agua para su oxigenación, enmarcado por rascacielos con formas poco convencionales, al cual más caprichosas, es visitado especialmente por turistas. Me imagino que usted lo tiene en su agenda para pasear, sobre todo en la tarde y mejor al anochecer. También, se puede comer en sus restaurantes de primera clase o hacer deporte. Si no lo tiene incluido, se lo recomiendo. El segundo grupo de personas son habitantes que hacen lo mismo que los turistas, más el paseo obligado con el perro. Esto, porque la mayoría viven solos o con pareja, pero sin hijos, por lo que las mascotas hacen parte fundamental de la familia. Tras la pandemia y la llegada del teletrabajo el perro es la disculpa perfecta para salir y estirar las piernas.

—En la mayoría de las ciudades grandes hay lugares como el que me describe y personas con roles y situaciones similares, incluidas las mascotas.

—Sí, casi todos los turistas que transporto dicen lo mismo. Pero, en lo que sí es único el parque es en el tercer grupo de clientes.

—Que son… ¿quiénes?

—Todos aquellos que tengan raspones en el corazón, dudas en sus sentimientos afectivos, intenciones de amar, encontrar pareja, necesidad de consejo o ideas encontradas, sean habitantes de la zona o de otras parte de la ciudad, también empleados y últimamente turistas.

—Entiendo… es decir: ¡enamorados!

—No sé si ese adjetivo sea el que mejor califique la situación, señora.

—¿A qué se refiere?

—El parque, en cada caso y de diferente manera, busca la forma de comunicarse con el individuo que necesita oír su voz, así este no la pida o busque. Entonces, el parque le indica, según el raspón que este tenga en el corazón o en la mente, el sendero que debe seguir… pero que pocos le hacen caso, por lo que despuesito… ¡purrundún!, tome por zopilote.

—Disculpe, Horacio, suena a realismo mágico eso de que el parque busca la forma de comunicarse con sus visitantes, especialmente los que tienen raspones en el corazón o en la mente, como usted dice. ¿Cómo es que lo hace y qué evidencia hay al respecto?

—Señora, a la gente que le pasa casi nunca lo comenta, excepto cuando se toma sus copitas de mezcal o lo deja en sus cartas de despedida.

—Entiendo, pero insisto: ¡no deja de ser realismo mágico!

—Realismo mágico o no, en mi caso, que soy parte de la evidencia, señora, me pasó con la Lupe. Chinita que traje del pueblo y aquí, cuando le crecieron las alas… voló y voló, como ‘La calandria’. Yo tenía mis dudas, por lo que, en una de mis tardes libres me fui para el parque y bajo un encino joven escuché que alguien me dijo que cuidara mejor lo que tenía en casa…

—Entonces, ¡¿qué pasó?!

—Pues, órale, ¡qué le iba a hacer caso! A poco rato la bandida se largó con un trailero que le ofreció pasarla al otro lado de la frontera… Por allá está presa porque el tipejo ese le dio un paquete que le cogió la migra.

—¡Lo siento, Horacio! Entiendo aquello de los raspones, como caracterizó a los del tercer grupo de visitantes del parque…

—No se preocupe, que ya se me está pasando el arañazo. Pero ahí no queda por completo definido este tercer grupo.

—¿Entonces?

—Como es tan grande y largo, algunos solitarios van a meditar, otros a pedir ayuda o a confesarle al silencio triste lo que de pronto piensan hacer. Las parejitas se citan o van a retozar bajo sus árboles en crecimiento. Cuentan que cuando están allá, alguna voz o señal les pregona lo que será de ellos y qué camino deben coger. Casi ninguno le hace caso, como tampoco lo hacen los amantes dispares que se citan en sus restaurantes, sobre todo los domingos al anochecer… hasta cuando el anuncio trágico presenta credenciales. Mire, señora, pasando esta caseta con pago encontramos el centro comercial y de ahí a la torre del hotel es cuestión de tres o cuatro minutos. En este grupo también caben las personas solas que no se atreven a contar su historia ni a pedirle consejo a nadie, así el corazón lo grite por los ojos. Por lo general, siempre bajo la frágil sombra de algún árbol, especialmente los ubicados al lado y lado del Paseo de los encinos, unos y otros escuchan o ven la senda que han de seguir o evitar… pero que pocos siguen ni evitan. Al contrario, más se empecinan. Señora, no hay peor terco que aquel que sabiendo por donde debe o no coger, se lleva la contraria y después se lamenta por los corotos rotos.

—¡Historias increíbles, Horacio, me despachó en poco tiempo! Por favor, para no quedarme con la espina… ¿a qué se refiere cuando habla de amantes dispares?

—Son aquellas relaciones prohibidas y en las cuales hay diferencias grandes de edad y de estatus económico entre los implicados. Sucede, especialmente, entre un hombre adinerado y viejo con alguna jovencita bonita de bajos recursos, por lo general, empleada de este o subalterna donde trabajan. También suele pasar, pero, al contrario: viejona forrada con muchacho bonito, pobre o vividor. Sé de varios casos en los cuales los encinos del parque les anunciaron con voces, vientos y hasta sombras, sobre todo a los viejones enamorados, más tercos y necios estando en esas, que esa relación los destruiría, no solo a ellos, también, inexorable, a sus familias. Como en efecto sucede poco tiempo después. ¡Llegamos, es en esta torre color crema, con centro naranja! El botones la espera en la entrada. No lo olvide, detrás de este edificio hay una redonda. Sobre la otra calzada de la avenida encuentra, de lado y lado, restaurantes excelentes con todo tipo de comida y… una cuadra más allá, la entrada norte del parque.

Por el cansancio que le produjo el vuelo y el impase en el aeropuerto con su demora al pasar el filtro de migración, esa media tarde Hortensia decidió, una vez sola en su habitación cómoda y con vistas maravillosas, era en el piso 32, darse una ducha y luego recostarse en una poltrona ubicada en la sala contigua a la alcoba. Desde ahí observaba hacia la bien planificada avenida, con edificios, como le dijo Horacio, al lado y lado y con formas caprichosas. El sol vespertino daba de costado. Afuera la temperatura era elevada, mientras en el firmamento azul, con una bruma gris visible a lo lejos, la ausencia de nubes impresionaba y castigaba la retina.

Revisó en su celular y se sorprendió al ver el reporte de la temperatura: 34 °C, con pronóstico invariable hasta las 19 horas, cuando comenzaría a menguar en algo. La información que tenía sobre el clima de esa megaciudad, según lo averiguó en Google cuando decidió hacer el viaje y para esa temporada que incluía el solsticio de verano, era en promedio de 25 °C durante gran parte del día y fresco en la noche. Entonces, recordó las palabras de Horacio al respecto:

—Este bochorno se debe a un golpe de calor. Peor es más al norte en donde por estos días llegó a los cuarenta. Dicen que en julio la cosa se pondrá más fea. Tal vez, porque, al decir de algunos, que por allá tumbaron toditos los bosques para sembrar aguacate, agave y maguey… ¡eso dicen!

Hortensia decidió recostarse y evitar salir a la calle. A esa hora eran pocos los transeúntes visibles desde el ventanal. Estos iban de prisa eludiendo el inclemente rayo de sol y el sofoco. La mayoría llevaban sombrillas, gorras o cachuchas. Minutos después se quedó profunda. Solo la despertó el rugir de una moto desbocada en alguna parte. Eran más de las seis de la tarde. Sin embargo, tal parecía que el Sol no daba tregua y el calor exterior tampoco. La bruma gris parecía cada vez más cerca y densa. La ausencia de nubes en el firmamento le produjo un extraño sentimiento que, en ese momento, no pudo diferenciar si era miedo, presagio o tristeza.

Recordó que Horacio le dijo que, cerca, pasando la avenida, encontraría restaurantes. Se decidió: iría, conocería y comería. Tenía hambre. Se cambió. Se colocó ropa fresca, gafas oscuras y una pava. Le pareció curioso usarlas a esa hora. En su ciudad, con solo 375 metros de mayor altura sobre el nivel del mar en relación con esta, a esa hora comenzaba el anochecer y tendría que salir bien abrigada, sin gafas ni cubrecabeza.

Al lado y lado de la bonita y planificada avenida encontró restaurantes lujosos con menús para todos los gustos; también, establecimientos comerciales de alta gama. Unos y otros localizados en los primeros y segundos niveles de cada edificio. Estas elevadas moles parecían obras de arte arquitectónica en permanente exhibición. Le causó curiosidad que algunas exhibían en sus bahías monumentos, pinturas, retratos y otras expresiones plásticas ‘nostálgicas y con tendencia a la desesperación’, pensó. En especial, por aquellas tres desmembradas manos gigantes de cemento, como queriendo alcanzar con desespero algo perdido que en su momento no pudieron retener... ¡o tener! O por aquellas caras cúbicas incompletas con miradas escondidas en el imposible olvido. Más, todavía, por esa pintura del segundo piso de un rostro en frenesí que, al verlo de lejos por entre el marco metálico bermejo ubicado frente al siguiente rascacielos, le generó a Hortensia la sensación de estar tras las rejas de la angustia en plena calle.

Durante ese primer rodeo que hizo a lo largo de cuatro o cinco cuadras, de ida y regreso, conociendo y tomando fotos, buscó la sombra de los edificios y de los árboles. Ahí la temperatura era inferior a los 27 o 29 °C que le indicaba el celular.

—‘Clima desbocado como airado que castiga por sus pecados ambientales a la humanidad deschavetada’ —pensó.

Tenía decidido ir al parque. Un gruñido estomacal le advirtió que desde el emparedado y el café que tomó antes de abordar el vuelo esa mañana no había probado bocado, ni siquiera en el avión. Estaba parada ante un restaurante atractivo donde su administrador, Eloy, como le dijo que era su nombre, por demás atento, la invitó a seguir.

     —Bienvenida a Giornale. Contamos con un menú internacional que satisfará, no solo su paladar y apetito, también, aquí la paz del alma le llegará al ratito.

Decidió ingresar llevada por el hambre que la acosaba y atrapada por la gentileza de Eloy, lo impecable del lugar y un vaso cafetero publicitario de casi tres metros de alto ubicado a la entrada. Este tenía un mensaje sugestivo: “¿Ya sonreíste hoy?”. Entró y solicitó el recomendado del día.

—Sin picante alguno, por favor.

Mientras le servían y llevaban revisó el menú. Le pareció que ese lugar sería el indicado para desayunar y cenar todos los días. Además, los precios eran justos. No solo esto, el restaurante quedaba camino al parque, donde, sin explicárselo por completo hasta ahora, quería pasar gran parte de su descanso en esa ciudad. En ese momento decidió que no iría a otro lugar.

—‘Viene a descansar, a pasarla bien y esta zona me parece la indicada’ —pensó y se justificó.

Tomó fotos del lugar, congenió con el mesero, el administrador y el metre. Gustosos con la comensal extranjera, quien, además de atractiva y afable, era generosa. Incluyó una propina del 30 %. Pagó, se despidió y encaminó, tomando fotos de cuanto veía interesante, hacia donde el administrador le indicó que quedaba la entrada norte del parque.

Cuando llegó a la inmensa entrada norte, además de fotos, tomó aire profundamente y suspiró. La vista, hacia donde la dirigiera, subyugaba, sobre todo a los sensibles del alma, cada vez menos en el mundo.

—‘Si me lo contaran o alguien me describiera este lugar… no lo creería’ —se dijo y volvió a suspirar, sin parar de tomar fotos, aprovechando la luz del atardecer entrado en taciturno como caluroso anochecer.

Eran las 7:30 p.m., lo observó en su reloj.

Recorrió el parque de ida hasta la entrada sur y se regresó en busca de la norte. Estaba fatigada, no solo por el ajetreo del viaje, el impase en migración, en especial, por la ola de calor que se negaba a dar tregua. Su ropa estaba empapada y quería regresar al hotel para bañarse y acostarse. En ese momento observó que en un edificio cercano quedaba una cafetería. Era Le Pain Quotidien. Se decidió y entró al elegante establecimiento ubicado en la rotonda comercial. El mesero que la atendió, de nombre Alan, por el letrero en su pecho, le ofreció para la sed y el cansancio agua fresca de flor de jamaica con frutos rojos y chía.

 —Señora, esta bebida, además de exquisita —le dijo el joven mesero cuando se la llevó—, no solo le calmará la sed que produce este golpe de calor que nos azota por estos días, también, y como la vi venir del parque, le suele calmar los nervios a todos aquellos que, por alguna razón, lleguen a escuchar el grito de los encinos y los magnolios en flor, condenados a dar refugio con su sombra a quien pase por sus senderos y lo necesite, así no lo pida. Casi siempre sin agradecimiento ni reconocimiento alguno.

El mesero se retiró y Hortensia, libando despacio, se quedó pensativa y reflexionando sobre lo curioso del comentario. Pronto lo olvidó… o hizo caso omiso. Al terminar de disfrutar el refresco pidió la cuenta, canceló y se encaminó rumbo al hotel, diagonal a esa cafetería.

A las 9:17 p.m., tras una refrescante ducha y colocarse ropa ligera para dormir, decidió revisar en su tableta las fotos que tomó con su celular. Cada una le parecía que contaba una historia.

—Historias que nada tienen que ver conmigo —se dijo.

Historias de aquella megaciudad, en especial, de la modernísima y cosmopolita zona corporativa y que, según los titulares de noticias que le llegaban al celular, esta y toda la región era afectada por una intensa ola de calor jamás vivida.

—‘Historias que tal vez a nadie le contaré y que una vez regrese a la ALI y me refugie de nuevo en mi trabajo, ¡mi cómplice y codena en vida!, quizá olvidaré o de vez en cuando recordaré’.

Eso era lo que pensaba a medida que avanzaban las fotos en la pantalla, hasta cuando apareció la número 7.

No recordaba haberla tomado. Estaba segura de no haber sido ella.

—Tal vez toqué el botón sin darme cuenta cuando el foco estaba en dirección al piso —se dijo para tratar, más que de explicarse, tranquilizarse.

La foto era dramáticamente nítida y mostraba el piso en granito de uno de los senderos del parque. En esta, junto a su sombra, que era su sombra porque reconoció su silueta, la parte del vestuario y las sandalias que llevaba, además de saber que ese era su pie y uña, casi pegada a la de ella había otra sombra. Parecía ser la de un hombre caminando a su lado, hombro a hombro, como si conversaran amistosamente.

—¡Imposible! Esto pasó de castaño oscuro —casi grita para cerciorarse de que no era un sueño.

Entonces, cerró la tableta, sacó un refresco de la nevera, se lo tomó despacio, apagó la luz y se acostó. El sueño se fugó porque su mente estaba obsesionada. Trataba de encontrar una explicación lógica. Cuando le fue imposible, rendida, casi al amanecer y tras decidir que ese día regresaría al mismo lugar donde posiblemente ocurrió, logró cerrar los ojos.

Antes de las nueve de la mañana, en sudadera, tenis y con cachucha, tras desayunar en Giornale, volvió al parque, como lo hizo durante los siguientes seis días de su estadía en Santafé, mañana, tarde y noche, antes de regresar a su país. Tomó cuantas fotos pudo. Estuvo atenta para evitar fotos involuntarias. Esta vez, así como en los siguientes seis días, en ese y otros lugares, bajo la sombra de algún encino incipiente, una voz romántica que nunca supo de donde salía, o no le importó saber, siempre le decía:

—El remedio para su mal de amor está en su corazón. Permítale la entrada a la persona que aparece en el sendero de la premonición. De lo contrario, la tristeza le contagiará por completo la razón.

Luego de cada recorrido pasaba por Le Pain Quotidien donde Alan, al verla acercarse le servía el agua fresca de flor de jamaica con chía. De ahí, rauda se dirigía a la alcoba en el piso 32 de su hotel para revisar las fotos tomadas. Siempre en la número 7 y siguientes aparecían las dos siluetas humanas, cada vez más cerca y junto a la sombra del encino.

Un día antes de su regreso al país, tras volver del parque y pasar por donde Alan, por fin el cielo tuvo la caricia de las nubes y el fresco se hizo notar en el ambiente. Salió a la avenida y tomó la última foto de aquella galería arquitectónica.

—Debe ser una señal de cambio —se dijo, encaminándose a su hotel.

Una vez en la soledad de su refugio, desde donde capturó casi todas sus vistas, se sentó en el sofá y revisó las fotos de ese día. En especial, las que ella nunca tomó, pero que ahí estaban. Le causó angustia notar, o querer notar, que en algunas de estas las sombras humanas parecían irse degradando, como si los cuerpos de sus quiméricos proyectantes se desvanecieran poco a poco en un adiós de angustia que ella no sabía si quería propiciar, evitar… o, tal vez, como siempre, ignorar; pese a la fatalidad que esto implicaba, según Horacio, Eloy y Alan. Los únicos con quienes habló de este asunto durante esa semana de obligado descanso mágico en Santafé.

Relato disponible en Revista Latina NC

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