Sin padre
Como lo hacía todos los
días, ese lunes 17 de junio ingresé al gimnasio pasadas las cinco y media de la
mañana. Tras saludar a la recepcionista crucé por el torniquete de control biométrico
rumbo al vestidor de hombres. Ahí solo estaba Arturo, un fortacho cuarentón
quien casi nunca fallaba. Asistía más que regularmente a sus rutinas para
mantener en forma la prominente musculatura de sus brazos, pecho y espalda.
Solía ir con otros dos conocidos suyos, algo más jóvenes que él, con quienes se
complementaban en las series de fortaleza, durante al menos dos horas diarias. Estaba
solo. «Tal vez sus coequiperos vienen en camino», pensé.
—Hola, buen día —me dijo
sonriente y amistoso, como siempre, estirando su mano derecha empuñada para
chocar sus nudillos con los míos, en señal de saludo—, ¿a comenzar semana con
la dosis diaria de rutina?
—Así es —le respondí—.
Esto del ejercicio es un buen vicio…
—Sí, por lo menos no es
tóxico ni perjudicial para la salud… como tantas otras cosas que hay por ahí.
—Bueno —le dije abriendo
la puerta del guardarropa para dejar mi morral— ¿Cómo le fue ayer? ¿Usted es
papá?
—Bien… —me respondió
dubitativo— Sí, soy papá, ¿por qué?
—Me imagino que se lo
celebraron…
—Celebrar… ¿qué?
Me desconcertó y llamó la
atención la inconfesa conmoción que causaron en aquel fortachón y grandulón,
algo menos de veinte años menor que yo, mis triviales preguntas y comentarios.
—Pues… ¡el día del padre,
hombre!
—Ah… sí, ¡ayer fue el día
del padre! —comentó, evitando mi mirada y dejando entrever incomodidad con su
comunicación corporal—. Lo que pasa, mi amigo, es que nosotros no celebramos
días comerciales...
—Entiendo… —intenté
desviar el tema ante mi involuntaria imprudencia, como me percaté en ese
momento.
—Dos de mis tres hijos
viven fuera del país… con ellos nos comunicamos el último sábado de cada mes,
sin falta; y, estamos a mitad de mes. Mi otra hija es casada y anda siempre muy
atareada… ella vive aquí en la ciudad, pero, tiene un cargo de mucha presión y
responsabilidad en una multinacional, por lo que los fines de semana se los
dedica a su esposo e hijo, ¡mi adorado nieto de siete años!
—Lo entiendo… —fue lo
único que me salió por el gaznate, aunque intentaba, sin éxito, sacar otras
palabras para trancar el desmoronamiento de sentimientos guardados que mi
indiscreta pregunta le generó a Arturo. Para colmo, ahí sí no se aparecía nadie
en ese vestuario, a esa hora, normalmente, casi todos los días, con alta
afluencia de atléticos clientes—. Entonces, nos vemos más lueguito, en la zona
de musculación, después de mis treinta y cinco minutos de caminadora.
Preso de la vergüenza, y sin
poderlo voltear a mirar, salí de ahí con un lastre que me hundía los pies en el
embaldosado piso y me hacía caminar muy lento. Noté, también, que mi
respiración estaba muy agitada. El aire que mis pulmones expiraban sollamaba
mis fosas nasales. ¡Qué largo se me hizo el trayecto, de no más de veinte
metros, entre el vestidor y la zona de ejercitación cardiovascular!
Ejecuté unos cortos y
apresurados estiramientos antes de subirme y programar la caminadora. Cuando
esta apenas alcanzó la inclinación dada y comenzó a desplazarse la banda
transportadora a la velocidad indicada, lo vi. No lucía su sugestiva
indumentaria de entrenamiento ceñida al cuerpo. Iba vestido de calle, como si
hubiese terminado el ejercicio. Además, llevaba su morral guindado en su hombro
derecho. ¡Qué raro: se iba sin haberse ejercitado! Todo así lo señalaba. Lo
comprobé cuando tomó en dirección a la puerta. Parecía que sobre su espalda
cargara una de las pesas de mayor kilaje con las que a diario se entrenaba. Le
observé perdida su mirada e inseguro su caminar, mientras que la angustia
ornaba el contorno de su rostro, por lo general alegre.
Paré la caminadora, me
quité el seguro y, sin pensarlo, fui a su encuentro, antes de que alcanzara la puerta
principal.
—Mire —le dije al
abordarlo, tomándolo de su antebrazo—, ¿me acepta un café de los que venden en
la tienda del gimnasio?
Arturo se detuvo. Me miró
a los ojos. Fue cuando vi allá, al fondo de sus pupilas, una fantasmagórica y
aguada tristeza. Era evidente el esfuerzo que aquel fortachón hacía para
impedir que sus lágrimas fluyeran; más, todavía, para que sus agazapados
sentimientos no se exteriorizaran y se pusiera en evidencia, a pesar de tal musculatura,
su escondida sensibilidad humana. Me sentí culpable. Tragué saliva. Entonces,
ante la evidente turbación que aquel hombre percibió, ahora en mí, me tomó del
brazo y me dijo:
—A ninguno de los dos nos
caería mal, en estos momentos, un buen café con canela molida… Vamos, pero, ¡yo
invito!
Mientras degustábamos,
sorbo a sorbo, la aromosa, cálida y exquisita bebida, Arturo me sustanció su
historia. Comenzó desenfundando y disparando sin conmiseración ninguna esta
frase que heló mi sangre:
—Lo que pasa, mi buen
amigo, ¡es que soy un hombre sin padre!
Lo dijo sin
contemplaciones, seguido por un escurrido suspiro, el cual ahogó con el
siguiente sorbo de café. Luego prosiguió. Por supuesto que evité interrumpirlo.
O no pude, ante la fulminante e inesperada confesión con la que se había
despachado de entrada. Sentí que con tal revelación Arturo se descargó de un
gran peso que lo arrobaba. Lo noté algo aligerado después de sacar de su pecho
aquella frase. Su cotidiana sonrisa comenzó a reverdecer en su rostro.
—Razón por la cual, fechas
como la del día del padre, o la de la madre, o la Navidad, así sean meramente
comerciales, y lo sé, desde muy niño, quizá desde cuando tengo uso de razón, me
impactan demasiado —me miró a los ojos, como buscando asidero para continuar—. Por
lo tanto, prefiero pasarlas por alto… que bien complicado y duro es poderlo
hacer… como duro y complicado me fue enseñárselo, y hasta exigírselo, a mis
hijos… y, peor, aún, a mi nieto; es decir, que no las celebren en mi presencia…
que mejor me ignoren en un día como el de ayer. Como en efecto lo hicieron.
Se apuró otro sorbo de
café con canela y volvió a suspirar.
—Ayer —acuñó con un dejo
de controlada nostalgia—, ni un saludo recibí de él, ¡de mi nieto del alma!
—Entiendo, por lo que me
dijo, que es usted una persona huérfana, por lo menos de padre —atiné a
balbucear, buscando cambiarle de dirección al espinoso asunto.
—Nada de eso, amigo —me
refutó sonriente, asumiendo su tradicional y amistoso gesto—. Un huérfano es
aquel a quien se le ha muerto el padre o la madre, o los dos. Yo soy un hombre
sin padre, como le dije. Nunca lo tuve. Nunca lo conocí. Nadie, ni siquiera mi
madre, me habló de él. Tampoco le he preguntado, ni le preguntaré, menos ahora
que es una anciana. Por lo poco que logré concluir, ella quedó embarazada
durante una orgía de guerra… de esas que fueron tan comunes durante la segunda
mitad del siglo pasado, sobre todo en campos y veredas, efectuadas por gentes
armadas, muy malas… connacionales todos, imbuidos en uno u otro bando político,
dentro de esa violencia tan insulsa, bárbara e innecesaria que nos manchó la
historia y contaminó el destino.
No sabía qué decir. Me hubiera gustado desviar,
como lo intenté, la conversación hacia otro tema; uno cualquiera. Pero él, ya
recobrada su compostura, continuó y concluyó, inmisericorde.
—Muchos de esos hombres, entre
ellos algunos de mis posibles progenitores, los actores materiales o los
intelectuales de aquellas zarabandas de infausta recordación subcontinental, aún
hoy gobiernan o dirigen este atembado país; o quizá sean grandes empresarios,
banqueros o industriales… los mismos que promueven fiestas como la que acabó de
pasar, la de ayer: ¡la del día del padre!
Léalo, también, en: https://www.revistalatinanc.com/2019/06/30/cafe-y-besos/
No hay comentarios.:
Publicar un comentario