miércoles, 11 de septiembre de 2019

Sin padre


Sin padre



Como lo hacía todos los días, ese lunes 17 de junio ingresé al gimnasio pasadas las cinco y media de la mañana. Tras saludar a la recepcionista crucé por el torniquete de control biométrico rumbo al vestidor de hombres. Ahí solo estaba Arturo, un fortacho cuarentón quien casi nunca fallaba. Asistía más que regularmente a sus rutinas para mantener en forma la prominente musculatura de sus brazos, pecho y espalda. Solía ir con otros dos conocidos suyos, algo más jóvenes que él, con quienes se complementaban en las series de fortaleza, durante al menos dos horas diarias. Estaba solo. «Tal vez sus coequiperos vienen en camino», pensé.
—Hola, buen día —me dijo sonriente y amistoso, como siempre, estirando su mano derecha empuñada para chocar sus nudillos con los míos, en señal de saludo—, ¿a comenzar semana con la dosis diaria de rutina?
—Así es —le respondí—. Esto del ejercicio es un buen vicio…
—Sí, por lo menos no es tóxico ni perjudicial para la salud… como tantas otras cosas que hay por ahí.
—Bueno —le dije abriendo la puerta del guardarropa para dejar mi morral— ¿Cómo le fue ayer? ¿Usted es papá?
—Bien… —me respondió dubitativo— Sí, soy papá, ¿por qué?
—Me imagino que se lo celebraron…
—Celebrar… ¿qué?
Me desconcertó y llamó la atención la inconfesa conmoción que causaron en aquel fortachón y grandulón, algo menos de veinte años menor que yo, mis triviales preguntas y comentarios.
—Pues… ¡el día del padre, hombre!
—Ah… sí, ¡ayer fue el día del padre! —comentó, evitando mi mirada y dejando entrever incomodidad con su comunicación corporal—. Lo que pasa, mi amigo, es que nosotros no celebramos días comerciales...
—Entiendo… —intenté desviar el tema ante mi involuntaria imprudencia, como me percaté en ese momento.
—Dos de mis tres hijos viven fuera del país… con ellos nos comunicamos el último sábado de cada mes, sin falta; y, estamos a mitad de mes. Mi otra hija es casada y anda siempre muy atareada… ella vive aquí en la ciudad, pero, tiene un cargo de mucha presión y responsabilidad en una multinacional, por lo que los fines de semana se los dedica a su esposo e hijo, ¡mi adorado nieto de siete años!
—Lo entiendo… —fue lo único que me salió por el gaznate, aunque intentaba, sin éxito, sacar otras palabras para trancar el desmoronamiento de sentimientos guardados que mi indiscreta pregunta le generó a Arturo. Para colmo, ahí sí no se aparecía nadie en ese vestuario, a esa hora, normalmente, casi todos los días, con alta afluencia de atléticos clientes—. Entonces, nos vemos más lueguito, en la zona de musculación, después de mis treinta y cinco minutos de caminadora.
Preso de la vergüenza, y sin poderlo voltear a mirar, salí de ahí con un lastre que me hundía los pies en el embaldosado piso y me hacía caminar muy lento. Noté, también, que mi respiración estaba muy agitada. El aire que mis pulmones expiraban sollamaba mis fosas nasales. ¡Qué largo se me hizo el trayecto, de no más de veinte metros, entre el vestidor y la zona de ejercitación cardiovascular!
Ejecuté unos cortos y apresurados estiramientos antes de subirme y programar la caminadora. Cuando esta apenas alcanzó la inclinación dada y comenzó a desplazarse la banda transportadora a la velocidad indicada, lo vi. No lucía su sugestiva indumentaria de entrenamiento ceñida al cuerpo. Iba vestido de calle, como si hubiese terminado el ejercicio. Además, llevaba su morral guindado en su hombro derecho. ¡Qué raro: se iba sin haberse ejercitado! Todo así lo señalaba. Lo comprobé cuando tomó en dirección a la puerta. Parecía que sobre su espalda cargara una de las pesas de mayor kilaje con las que a diario se entrenaba. Le observé perdida su mirada e inseguro su caminar, mientras que la angustia ornaba el contorno de su rostro, por lo general alegre.
Paré la caminadora, me quité el seguro y, sin pensarlo, fui a su encuentro, antes de que alcanzara la puerta principal.
—Mire —le dije al abordarlo, tomándolo de su antebrazo—, ¿me acepta un café de los que venden en la tienda del gimnasio?
Arturo se detuvo. Me miró a los ojos. Fue cuando vi allá, al fondo de sus pupilas, una fantasmagórica y aguada tristeza. Era evidente el esfuerzo que aquel fortachón hacía para impedir que sus lágrimas fluyeran; más, todavía, para que sus agazapados sentimientos no se exteriorizaran y se pusiera en evidencia, a pesar de tal musculatura, su escondida sensibilidad humana. Me sentí culpable. Tragué saliva. Entonces, ante la evidente turbación que aquel hombre percibió, ahora en mí, me tomó del brazo y me dijo:
—A ninguno de los dos nos caería mal, en estos momentos, un buen café con canela molida… Vamos, pero, ¡yo invito!
Mientras degustábamos, sorbo a sorbo, la aromosa, cálida y exquisita bebida, Arturo me sustanció su historia. Comenzó desenfundando y disparando sin conmiseración ninguna esta frase que heló mi sangre:
—Lo que pasa, mi buen amigo, ¡es que soy un hombre sin padre!
Lo dijo sin contemplaciones, seguido por un escurrido suspiro, el cual ahogó con el siguiente sorbo de café. Luego prosiguió. Por supuesto que evité interrumpirlo. O no pude, ante la fulminante e inesperada confesión con la que se había despachado de entrada. Sentí que con tal revelación Arturo se descargó de un gran peso que lo arrobaba. Lo noté algo aligerado después de sacar de su pecho aquella frase. Su cotidiana sonrisa comenzó a reverdecer en su rostro.
—Razón por la cual, fechas como la del día del padre, o la de la madre, o la Navidad, así sean meramente comerciales, y lo sé, desde muy niño, quizá desde cuando tengo uso de razón, me impactan demasiado —me miró a los ojos, como buscando asidero para continuar—. Por lo tanto, prefiero pasarlas por alto… que bien complicado y duro es poderlo hacer… como duro y complicado me fue enseñárselo, y hasta exigírselo, a mis hijos… y, peor, aún, a mi nieto; es decir, que no las celebren en mi presencia… que mejor me ignoren en un día como el de ayer. Como en efecto lo hicieron.
Se apuró otro sorbo de café con canela y volvió a suspirar.
—Ayer —acuñó con un dejo de controlada nostalgia—, ni un saludo recibí de él, ¡de mi nieto del alma!
—Entiendo, por lo que me dijo, que es usted una persona huérfana, por lo menos de padre —atiné a balbucear, buscando cambiarle de dirección al espinoso asunto.
—Nada de eso, amigo —me refutó sonriente, asumiendo su tradicional y amistoso gesto—. Un huérfano es aquel a quien se le ha muerto el padre o la madre, o los dos. Yo soy un hombre sin padre, como le dije. Nunca lo tuve. Nunca lo conocí. Nadie, ni siquiera mi madre, me habló de él. Tampoco le he preguntado, ni le preguntaré, menos ahora que es una anciana. Por lo poco que logré concluir, ella quedó embarazada durante una orgía de guerra… de esas que fueron tan comunes durante la segunda mitad del siglo pasado, sobre todo en campos y veredas, efectuadas por gentes armadas, muy malas… connacionales todos, imbuidos en uno u otro bando político, dentro de esa violencia tan insulsa, bárbara e innecesaria que nos manchó la historia y contaminó el destino.
 No sabía qué decir. Me hubiera gustado desviar, como lo intenté, la conversación hacia otro tema; uno cualquiera. Pero él, ya recobrada su compostura, continuó y concluyó, inmisericorde.
—Muchos de esos hombres, entre ellos algunos de mis posibles progenitores, los actores materiales o los intelectuales de aquellas zarabandas de infausta recordación subcontinental, aún hoy gobiernan o dirigen este atembado país; o quizá sean grandes empresarios, banqueros o industriales… los mismos que promueven fiestas como la que acabó de pasar, la de ayer: ¡la del día del padre!

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