lunes, 10 de mayo de 2021

El vuelo del paujil

 

Dibujo de Ana Suárez


Hermano, la historia que le vengo contando a retazos es algo larga, pero trataré de abreviarla para que la ordene, le ponga gracia y se la relate al mundo, por favor.

En las pocas veces que nos hemos reunido, en especial durante los esporádicos encuentros de Aeroamigos, entre tanta talla de un lado y garladera por el otro, amén de la tragadera de achiras, nunca nos queda tiempo para que le termine de echar y emparejar el cuento, que es todo un cuento... y que le pido que lo escriba y lo cuente para que no pase al olvido.

Por eso, y teniendo en cuenta que la vaina es tan enredada y quimérica… venga y le muestro unos apuntes que tengo, antes de que nos interrumpan, porque veo que llegó a la reunión Eliberto, quien acaba de superar en el hospital otra terrible crisis, de esas que solo él sabe aguantar y ganar.

Mire, hermano, opté por comenzar a escribir algunas ideas en este cuaderno para evitar que se me escapen los detalles, pues hasta yo me pierdo a veces en la historia. También, le voy a enviar mensajes de voz por WhatsApp, porque a ratos me da jartera escribir. Sé que usted, como sea, le va a coger rápido el hilo, eso espero, para que la publique y dé a conocer, no me falle.

Lo que hay en torno a este Cessna 208 Caravan es único, casi irreal. Le aseguro que esto solo puede pasar en este país. Es tan autóctono como lo de la izada de Eliberto, el día que nos fuimos para Panamá, en el 79. O lo de Jorge cuando le salvó la vida a Ernesto Samper en el Aeropuerto Internacional El Dorado. Tan mágico como lo de la guala premonitoria que persigue por doquiera a Mauricio. Qué me dice de la redentora aparición de la mamá de Eduardo en el momento que él ya daba todo por perdido durante el accidente del DC-6, allá, en la cabecera de la pista de Apiay. Historias de vida solo posibles en esta amada patria nuestra, se lo aseguro.

Usted cree que, en algún otro lugar del mundo, por ejemplo, una misma aeronave se la roben varias veces. Es más, que la rescaten de manera inverosímil como ingeniosa en cada una de esas ocasiones… y que siga volando, no sin antes ser rebautizada con diferente matrícula, para distinto usuario y tenedor, así como para, a mi modo de ver, destinaciones discordantes.

Esto en cuanto a este avión que tiene una historia inverosímil, no menos lo es la que rodea a los que, de alguna forma hemos estado relacionados con sus peripecias aeronáuticas… al menos en cuanto a los que tuve la oportunidad de conocer.

Quiere que le diga algo súper secreto… aunque hoy, tras tantos años, ¡qué secreto va a ser! Sin embargo, no se lo puedo afirmar, como tampoco revelar ciertas vainas. Al parecer, todavía, algunos prefieren que eso se mantenga como leyenda o mito.

Cuando le secuestraron este avión a Satena todo indica que fue para movilizar a Jacobo Arenas, del Secretariado de las FARC. Ese señor, para esa época, estaba grave y al poco tiempo murió… Más adelante le preciso algunos datos sobre este tema, hermano. 

El Cargomaster, como es conocido ese monomotor turbohélice, en particular, fue robado, secuestrado, incautado y vuelto a robar en otros países, específicamente en Venezuela y Bolivia. Hechos, al parecer, todos relacionados con el narcotráfico. En Colombia fue incautado en la pista clandestina Yaguara1, en el Caquetá, y se le entregó en custodia a la empresa estatal de aviación Satena.

El 7 de septiembre de 1991 unos supuestos delegados del Ministerio de Educación Nacional solicitaron y contrataron un vuelo chárter para 4 pasajeros. Irían de Bogotá a San José del Guaviare, con regreso el mismo día, a llevar de regalo unos libros y textos escolares para las escuelas de esa ciudad. Sabían que Satena, para tales requerimientos, disponía de aquel monomotor, el Cessna 208 Caravan, para entonces rematriculado con el número de cola 1120. Es decir, que el avión que les programarían sería este, el decomisado al narcotráfico, con capacidad hasta para catorce pasajeros, acondicionado, tipo ejecutivo, para llevar cómodamente a nueve.

Por supuesto, también conocían la “versatilidad” de la empresa en cuanto a la tripulación para dicha aeronave. Lo tenían claro. Para esos vuelos la tripulación la conformaban un piloto y un copiloto multifuncional… Lo que significaba que el copiloto tenía que hacer las veces de despachador, auxiliar, técnico de vuelo y copiloto. Temas de costo, ¡economía de guerra!

Ese día, el 7 de septiembre del 91, a las nueve de la mañana, dos tripulantes y cuatro pasajeros partimos con destino a San José del Guaviare. Iniciamos el rodamiento en busca de la cabecera 1-2, en El Dorado. Casi veinte minutos después decolamos sin ninguna novedad.

Recuerdo que, tal vez como le pasó a Mauricio Triviño antes de su paseo en moto a Soacha, al iniciar el ascenso, ya sobre la Avenida Boyacá, observé, a lo lejos, una bandada de buitres que volaban en formación, tipo cuña, intercambiando posición. Iban rumbo al sur.

En ese momento por mi mente no pasó ninguna idea, mucho menos premonición alguna. Diferente al presentimiento, a la mala señal que tuve cuando, unos diez minutos después repartí el servicio de abordo. La mayoría de los pasajeros, tan pronto lo reciben, de inmediato lo abren y se lo comen. Estos no lo hicieron así. Los cuatro recibieron los paquetes y, sin dar las gracias siquiera, de forma maquinal, los colocaron a un lado.

Mala señal que tuve. Sin embargo, hice caso omiso. Ni siquiera se lo dije al capitán de la aeronave. Él era ¡muy particular! Tal vez por su abolengo. Se trataba de un joven piloto con padres muy prestigiosos, de la vida pública nacional y quienes ocupaban importantes cargos en el Estado. Razón, quizá, por la cual se consideraba autosuficiente en todo. Volar con él era monótono. Además de casi no hablar, no permitía que el copiloto lo asistiera durante el vuelo. Por ello, tan pronto repartí el servicio de abordo me acomodé de nuevo en mi silla, me puse los auriculares, sintonicé una emisora y, siempre atento a los instrumentos, además de la visual, me dispuse a escuchar música.    

A las 9:40, cuando íbamos a casi catorce mil pies, los cuatro pasajeros, revólver en mano, nos sorprendieron. Volábamos sobre la majestuosa cordillera Oriental, la cual, en ese lugar, alcanza los doce mil pies.

Nos encañonaron y gritaron que se trataba de un secuestro para recuperar su avión, porque ellos eran sus verdaderos dueños, aseguraron. La confusión, el revuelo, los nervios, el pánico eran los protagonistas de la apremiante escena subcontinental, hasta cuando sonó un disparo.

Hermano, instantes antes vi de reojo que al piloto le estaban apuntando a la cabeza, por lo que me imaginé lo peor, que lo habían matado, que le habían destrozado el cráneo. Por lo que, aterrado, no pude evitarlo, volteé a mirarlo… No, estaba bien, vivo. Lo escuché suplicar por su vida, que no lo mataran, decía.

A mí me tenían encañonado. Uno me colocó el revólver pegado a la cien. El otro acariciaba mi nuca con la golosa boca del revólver.

Cuando volví a mirar el tablero me di cuenta de que el avión había perdido su centro de gravedad, se corrió… ¡descendíamos a 1500 pies por minuto! Por instinto, asumiendo el riesgo de que me dispararan, pues desde el comienzo del jaleo decían que mantuviéramos las manos lejos de los controles, donde ellos las pudieran ver, cogí el timón para nivelar la aeronave. 

En su desespero los secuestradores agravaron la situación. Me gritaban que soltara el timón, de lo contrario, ahí mismo me mataban. Que ellos sabían lo que hacían, dizque porque también eran pilotos, vociferaban.

Tratando de mantener el control, tanto en mis movimientos como en mis palabras, les dije que íbamos en descenso, que si no recuperaba de inmediato... nos íbamos a matar en cuestión de segundos. Entonces, les propuse que me dejaran hacerlo. Que iba a nivelar el avión usando solo el dedo meñique de mi mano derecha.

Gracias a Dios entendieron la gravedad e inminencia del asunto y me lo permitieron. En efecto, con mi dedo meñique logré nivelar el vuelo, sin que los dos que me estaban apuntando lo dejaran de hacer, cada vez con mayor presión y frenesí sobre mi cien y nunca. Podía sentir su nerviosismo en el tremor de las boquillas frías de sus dos armas besando, para ese momento, mi piel sudorosa.   

  Ya nivelado el vuelo, como pudieron sacaron al piloto de su silla. Estaba herido en una de sus piernas. Uno de ellos se sentó en su lugar y comenzó a maniobrar. Me quitó el mando de la aeronave y ordenó que me saliera, pero muy despacio y sin hacer nada que ameritara que me pegaran un tiro. Las dos armas seguían adheridas, con inefable pasión, a mi cien y nuca.

 Para lograr salir de mi silla tenía que quitar el seguro, además de correrla hacia atrás, por lo que bajé mis manos en busca de los respectivos mecanismos. Acción que disparó de nuevo la paranoia de los secuestradores que, aún más nerviosos y trémulos, me apuntaban amenazantes. Pensaron que iba a sacar algún arma para atacarlos, por lo que, de nuevo, me hicieron levantar las manos, ordenándome que me parara y saliera sin más dilación.

Con la tranquilidad que creía que mantenía, les expliqué cómo era que funcionaba aquella silla, así como la forma de salir. Entonces, me autorizaron para que bajara las manos y lo hiciera. Una vez me quité los seguros del cinturón y la logré correr hacia atrás pude pararme y dejarla libre.

Las dos boquillas de las armas seguían pegadas a mi humanidad, embriagadas con las feromonas que comencé a expeler, mientras que los nerviosos secuestradores me reiteraban que no fuera a realizar nada estúpido; mejor, que me diera prisa para dejar la cabina.

Desde el primer momento de la incursión pensé que debía mantener la calma, hacer lo que tenía que hacer con tranquilidad. Estaba seguro de que lo había logrado. De hecho, creía que gracias a mi autocontrol salvé mi vida y la de todos al nivelar a tiempo el avión y evitar su precipitación sobre aquellas montañas.

  Sensación de tranquilidad que solo era eso, una sensación. Tan pronto me puse de pie, mis piernas, y todo mi cuerpo, comenzaron a temblar como una gelatina. Mi ropa interior, la camisa y el pantalón, en su totalidad, estaban empapados en sudor.

Una vez estuve fuera de la cabina uno de los secuestradores ocupó mi lugar y los otros dos me llevaron a la de pasajeros y me hicieron sentar en una de las sillas de la primera fila. Vi al piloto tirado en la parte trasera del avión, en la última fila. Estaba ebúrneo y como ido, miraba sin mirar, parecía no respirar. Supe que estaba vivo porque no dejaba de mover sus dedos de las manos sobre las rodillas, donde las tenía apoyadas.

Luego, me ataron las manos atrás. Uno de ellos me esculcó y sacó mi billetera. Ahí solo tenía doscientos pesos, en sencillo, para los transportes.

Este individuo me seguía apuntando a la cabeza. Como noté que su temblor iba en aumento le dije que guardara el arma, porque de pronto se le disparaba. Le justifiqué que no representaba ningún peligro para el rescate de su avión, porque estaba atado. El secuestrador guardó el arma, pero se me sentó en las piernas, dizque para asegurar mi inmovilización, me dijo, mientras me vendaba los ojos con mi pañuelo.

Mientras tanto, los pilotos empezaron a llamar a la torre de Villavicencio para pedir la frecuencia del VOR de San José del Guaviare. El piloto de un avión Casa, de la Fuerza Aérea, al escuchar la inusual solicitud les llamó la atención. Era inaudito que la tripulación de una línea de aviación nacional, con prelación en cuanto a itinerarios en los Territorios Nacionales, no supiera de memoria esa frecuencia.

El vuelo siguió por espacio de unos cuarenta minutos antes de comenzar a descender. Proceso que dejó en evidencia la falta de pericia de la tripulación, ya que maniobraban con brusquedad, por lo que comencé a sentir afectación en los oídos.

Si el descenso fue azaroso, más lo fueron las veces que intentaron aterrizar. La impericia de aquellos supuestos pilotos era obvia. Además, se peleaban entre sí, en especial por la velocidad con la cual tenían que aterrizar. Al escucharlos y sentir crujir la estructura del avión les propuse que yo hacía el aterrizaje. Sin embargo, me respondieron con altanería y reiteraron que ellos también eran pilotos.

Tal vez en el octavo o décimo intento, con mucha brega, hicieron un aterrizaje muy forzado. Todos lo sentimos. Carretearon hasta llegar, quizá, a la cabecera de la pista, luego giraron y nos dijeron que nos bajáramos. No sé en qué momento lo hizo el piloto. Me levanté, a tientas conté las sillas, giré a la izquierda, alcancé la puerta, comencé a descender, conté los cuatro pasos de la escalinata hasta tocar el piso. Entonces, corrí hacia la derecha y caí al ir vendado y por un terreno disparejo.

De inmediato sentí la aceleración desbocada del motor, seguida por el lacónico y lejano despegue. Aeronáutico sonido imperceptible, refundido en la creciente distancia, con respecto al lugar en el cual me dejaron, tal vez en compañía del piloto, ojalá, pensé con angustia y esperanza de que así hubiera sido.

Tras la caída quedé de medio lado, por lo que era hora de sentarme, así lo hice. Mi siguiente acibarada sensación fue la de no saber en qué lugar me encontraba. Desorientación agravada al no poder ver nada, por la venda en mis ojos. Busqué con mi boca, específicamente con la lengua, una de las puntas del pañuelo que usaron para taparme, pues la sentía acariciar la comisura de mis labios. Cuando logré asir la tela entre mis dientes me la empecé a comer.

Telar ingesta que duró, tal vez, doce o quince minutos, pero que me permitió destapar por completo mis ojos. Lo primero que vi fue la imagen del piloto, mi compañero. Estaba sentado en el piso, sin vendajes en los ojos, pero con las manos, como yo, atadas a la espalda. Tenía cara de asombro y me dijo que aquellos no tenían experiencia de vuelo, porque:

—Despegaron vertucheados (desnivelados).

Le pregunté si se podía parar. Me contestó que sí. Nos pusimos de pie y nos acercamos. En ese momento verifiqué que lo que ataba nuestras manos era esparadrapo.  Por lo que le dije que intentara desatarme. Él observó los nudos y me respondió que era muy difícil hacerlo.  Al no haber otra opción le dije que lo iba a desatar, que tuviera fe, que subiera la moral. 

Con gran esfuerzo y sin perder el objetivo, ni mi actitud, casi media hora después el piloto tenía las manos sueltas. Le dije que ahora le tocaba hacer lo mismo conmigo.

Aquel hombre estaba casi al borde del colapso. Al parecer, la herida en su pierna, causada por el tiro que recibió durante el asalto en la cabina, con algo de pérdida de sangre, lo estaba haciendo delirar. Disparo que solo rozó su pierna y se incrustó en la caja de porta fusibles del avión.

Lo animé. Buscaba distraerlo del dolor, del impacto del balazo y del secuestro del avión. Al cabo de casi un cuarto de hora al fin desató la parte más álgida del nudo, lo que me permitió mover mis manos y terminar de zafarme del esparadrapo.

Sabíamos que estábamos en alguna parte de los Llanos, en medio de unos inmensos y calurosos sabanales, más: ¡nada! El lugar exacto en el que nos dejaron era desconocido para los dos. Tal vez habríamos pasado muchas veces por ahí. Desde arriba, con una visual a tres, cinco, diez, doce, quince mil o más pies de altura es maravillosa, poética y pacífica, la mayoría de las veces. Pero, ahí, a ras de piso, y en esas condiciones, la cosa era a otro precio. Además, sin instrumentos, ¡a mera visual y a pie limpio!… y el piloto con una herida de bala en su pierna: ¡la hecatombe!

Para colmo, por un momento pensé que, además de una pierna herida, también tenía su moímora descuadrada, porque, sin estárselo preguntando me dijo que dos muchachos, en una bicicleta destartalada, se acercaron. Sin embargo, que tan pronto nos vieron, preciso en el momento cuando me estaba comiendo el pañuelo para lograr destapar mis ojos, se echaron la cicla al hombro y salieron despavoridos, cual alma huyendo del purgatorio, pues tanto en el cielo como en el infierno la situación está definida, no hay incertidumbre. Sí, pensé que el piloto se había vuelto loco.

En ese momento decidí que nos teníamos que mover de aquel sitio, pero no sin antes echar un vistazo alrededor. Estábamos en la cabecera de una pista improvisada, en regular estado. Al fondo vimos una casa y al lado un camión. Pensé que ahí estaba la salvación, que podíamos pedir que nos llevaran o que nos lo alquilaran para salir.

Con las dificultades y limitaciones propias de una persona con una pierna herida nos desplazamos por entre matorrales, charcos y pastizales, casi kilómetro y medio, al rayo del sol y bajo el incesante ataque de insectos, tanto por vía aérea como terrestre y fluvial.

Cuando, por fin llegamos a la casa, nos encontramos con una pareja de adultos, en compañía de dos muchachos, al parecer sus hijos. Saludamos, sin obtener respuesta. Nos miraban con cierto grado de desconfianza, temor y asombro.

Les pregunté por el lugar en donde nos encontrábamos. El hombre me respondió que en la hacienda Las Malvinas, Campo Rubiales. Insistí para que me precisaran cuál era la población más cercana. El mismo señor me respondió que era Puerto Gaitán, como a seis horas en carro.

Con tal información supe que estaba al sureste de los Llanos Orientales, en el departamento del Meta, muy distante de cualquier posible sitio como para intentar comunicar y reportar con facilidad y rapidez nuestra situación y ubicación, me imaginé.

Intentando ser los más cordial y amistoso posible le solicité al señor que nos indicara la forma más expedita para salir de ahí. Menos tensos, todos sonrieron ante mi pregunta, fue cuando el hombre nos dijo que cada ocho días, más o menos, solía pasar por esos parajes un carro. Pero, que no era seguro, que dependía, no solo del clima, sino de las “circunstancias”.

No me atreví a preguntar a qué se refería con eso de las “circunstancias”. El hombre lo dijo con ese gaje autóctono de subcontinental premonición que, a cualquiera, no solo a los colombianos, les genera escalofríos internos el solo escuchar el nombre de esta vasta y rica como contradictoria y socialmente ardorosa región. El mapa geopolítico que mi mente elaboró en fracción de segundos me dio, no solo una, sino infinidad de respuestas agoreras que, pese a no quererlas tener ahí adentro, me era imposible sacarlas del pensamiento.

Procedí, entonces, a usar mi segunda carta. Les dije que si era posible que nos alquilaran el camión que estaba a un lado de la casa. Que éramos los pilotos del avión que con toda seguridad ellos vieron aterrizar y despegar hacía poco. Les insistí en decir que fuimos víctimas de un secuestro en pleno vuelo, tras lo cual nos hicieron bajar en la cabecera de la pista.

Me escucharon atentos y respetuosos. Cuando se dieron cuenta que terminé mi explicación, lacónicamente me respondió el mismo señor que ese camión estaba sin motor desde hacía más de dos años. Comentario que complementó la señora, una vez su marido terminó, diciéndonos que los muchachos, sus hijos, al ver aterrizar el avión, creyendo que eran los patrones de la hacienda, fueron en bicicleta hasta la cabecera a recibirlos, ya que, además, llevaban un buen tiempo sin ninguna provisión ni víveres. Sin embargo, que al ver que estaban “botando gente”, se echaron la cicla al hombre y salieron corriendo, asustados, hacia la casa.   

Entrados en más confianza nos hicieron seguir, momento que aproveché para decirles que el piloto estaba herido en una pierna, que le dolía mucho, por lo cual rengueaba. La señora, conmovida, manifestó que solo tenía, por ahí guardada, una pastilla de Ponstan de 500 mg. Me acordé, cuando me operaron de una hernia, que tal medicamento me lo dio el médico para contrarrestar el dolor, por lo que le dije a la señora que se lo agradecía, que nos la facilitara para calmarle la dolama al piloto, quien a regañadientes se la tomó.

Una vez el quisquilloso piloto ingirió la pastilla, le pregunté a la amable señora que si tenía jabón para limpiar la herida. Ella me contestó que solo tenía menos de media barra de jabón Rey, la que usaba para lavar ropa. Le dije que ese jabón era curativo. En mi casa, y en muchas partes del Huila, y en otros lugares, escuché, que no solo lo usaban para ese menester, sino para limpiar y desinfectar heridas, con excelentes y comprobados resultados.

Soberbio, el piloto no quiso que le limpiara la herida con aquel jabón. Que prefería jabón de olor, vociferó.

Entrados en más confianza consideré oportuno preguntar por la posibilidad de comunicarme con Bogotá para informar la situación e indicar el lugar en donde los secuestradores nos dejaron. Ante lo cual, el hombre de la casa me explicó que lo más cercano quedaba a unas dos horas en carro, en un sitio llamado El Salado. La cuestión era, reiteró, que no había transporte para emprender el viaje.

Recordé la bicicleta de los dos muchachos, por lo que les propuse que me permitieran aquel medio para ir y volver con alguno de ellos para que me guiara. Me respondieron que esa cicla era “turismera”, de las de parrilla, que no aguantaba el viaje de ida y de regreso con dos a costas. Que había otra cicla, pero que en ese momento la tenía otro de sus hijos, quien estaba haciendo un mandado. Que tan pronto llegara verían si organizaban el desplazamiento.

El otro joven, el mayor de los tres, llegó, efectivamente, en una bicicleta de semicarreras. Eran las 12:30 del mediodía. Apurado, le dije a uno de los que estaba desde por la mañana con nosotros que fuéramos hasta El Salado. Con algo de pereza, y ante mi insistencia, logramos salir, yo en la “turismera” y él en la de semicarreras.

El joven arrancó primero, lo seguí y poco más adelante, no solo lo alcancé, sino que lo sobrepasé. Yo iba “a toda máquina”, a buen paso, mi hermano, la vaina era de vida o muerte. Tenía que avisar dónde estábamos para que nos vinieran a rescatar lo más pronto posible. Sentía que no debíamos permanecer mucho tiempo por ahí. Algo me lo decía.

Tal vez a los quince o veinte minutos de estar pedaleando por aquella polvorienta carretera, con el iracundo y deshidratante sol sobre nuestros cuerpos, entre el fantasmagórico efluvio del camino apareció un camión. Le hice pare.

La mirada de aquel hombre, del conductor, de inmediato, cual señal de buena suerte, me contagió de confianza. Aún no sé la razón, tal vez fue la transparencia de sus cansados ojos de llanero sobreviviente y persona sana.

Entonces, le dije, sin ambages, que necesitaba ayuda, que tenía que llegar lo más pronto posible a Puerto Gaitán.

Nuestra comunicación gestual fue más elocuente que la verbal.

Me miró y me dijo que subiéramos las bicicletas en la parte de atrás, donde también se subiría el joven. Que yo me fuera con él en la cabina. Lo dijo casi como una orden, de esas que usted no discute, simplemente cumple o se jode.

Una vez en marcha, de regreso a la hacienda, me preguntó que quién era yo. Le resumí la historia, ante lo cual me dijo que si sabía en qué lugar nos habían dejado los secuestradores. Le contesté que, en las Malvinas, cerca de Campo Rubiales. Me miro, muy serio, y me precisó:

—No, señor, ustedes están en la boca del lobo. Este sitio es pura guerrilla, zona de dominio del Frente 19 de las FARC, comandado por Walter.

Aunque por el mapa geopolítico mental que elaboré tan pronto me dijeron en Las Malvinas aproximadamente el sector en el que nos botaron intuía el peligro en el que estábamos. Percibía en mi boca y nariz el acíbar del riesgo letal en el cual nos encontrábamos. Motivos que impulsaban mi afán de avisar de inmediato nuestra ubicación y situación para que coordinaran la misión de rescate. Me sentía, no solo en la boca del lobo, sino como bocado de pirañas.

El conductor del camión, ante la evidente zozobra que me causó su información, me dijo que él nos sacaba de la zona, que confiara en él. Sin embargo, que tenía que ir primero a cargar un viaje de madera, llano adentro. Además, fue enfático, persuasivamente enfático, en decirme que nos aconsejaba que siguiéramos con él.

A renglón seguido apuntó que, con esa pinta, se refería al uniforme de vuelo de la tripulación, era muy fácilmente identificable y oloroso para los “chulos”. Entonces, casi como una orden militar me dijo que me quitara la camisa y me quedara en camiseta, que no me iba a resfriar, se me burló.

Al regresar al sitio donde estaba el piloto le dije que nos íbamos.

—¿Para dónde? —preguntó escéptico. 

—Aquí no nos podemos quedar toda la vida, tenemos que salir —le respondí.

Aquella humilde familia de cuidanderos me ofreció de almuerzo lo único que les quedaba: un huevo cocido y medio vaso de leche. Comí medio huevo y un sorbo de leche y le pasé al piloto para que él también almorzara. Me rechazó las viandas y me dijo que él ya había comido lo mismo.

Esas personas, por darnos lo último que les quedaba, no comieron nada. Tenían fincada su esperanza en que sus patrones tenían que ir y llevarles provisiones muy pronto, esa tarde o máximo al siguiente día. 

Nos despedimos, les agradecimos y abordamos el camión. Le dije al piloto que confiáramos en ese señor. Que nuestras vidas estaban en sus manos, ya que toda la zona estaba cundida de guerrilla. De hecho, le enfaticé, que muy cerca quedaba un campamento, uno de sus lugares de concentración. Incrédulo, autosuficiente, intentó quedarse, ante lo cual le dije que yo me iba. Entonces, al ver mi resolución, y que en efecto yo confiaba en aquel desconocido, obedeció y nos siguió.

El conductor arrancó, internándonos, aún más, llano adentro, en sentido contrario a Puerto Gaitán. De vez en cuando cruzábamos palabras, sin lograr entablar un diálogo fluido o coherente.

Buen tiempo después divisé, en la efervescente y fantasmal bruma de la carretera, un carro campero carpado, cabina verde. Era muy lujoso y bien cuidado como para estar en aquellos lejanos parajes, pensé. Al acercarnos más, lo pude identificar con precisión, se trataba de una Nissan Patrol King.

El conductor del camión nos dijo que nosotros éramos muy de buenas, ya que por aquellos parajes casi nunca se veían vehículos familiares, y menos de ese corte. Nos prometió que les iba a decir que nos llevaran a Puerto Gaitán, o al menos que nos sacara de aquellas lejanías.

Ante su comentario, y como confiaba plenamente en él, pensé que en esa camioneta iríamos mejor y llegaríamos más rápido… preciso en el momento cuando unos pájaros negros coliblancos, calculo que eran por lo menos doce, irrumpieron y oscurecieron, con carnavalesca algarabía, el mágico y multicolor atardecer llanero.

Iban rumbo al sur, por donde se perdieron al cabo de unos minutos.

El conductor del camión tan pronto avizoró la bandada paró mientras esta pasó. Entre tanto nos dijo:

—Son paujiles… y algo nos quieren decir. No hay que ignorarlos, es La Voz del Llano.

 Hermano, para que lo escriba literal, se lo pido:

—No entendí un carajo, sin embargo, no sé por qué, casi me hago entre los chiros. En ese momento, menos que antes, no lo iba a contradecir, tampoco a desobedecer. Él era el baquiano. Nosotros tan solo unos tripulantes desafortunados, unos citadinos perdidos en aquella región enmarañada y exuberante, plagada de costumbres vernáculas. Él estaba en su hábitat, en su elemento natural, nosotros no.

Al volver a mirar hacia la Nissan Patrol, a unos trescientos o cuatrocientos metros al frente, me di cuenta de que también se detuvieron ante el desfile aéreo de los paujiles. Pero, no entendí la razón, en lugar de seguir hacia nosotros, que era el derrotero que traían antes de aparecer las aves aquellas, tomaron, muy de prisa, hacia el monte, como por entre una trocha camuflada…  

—¡Menos mal, ese es Walter, el comandante del Frente 19! —, nos dijo el conductor del camión, reanudando la marcha normal. Luego entró en un largo silencio.

Creo que lo alcancé a ver. Aquel comandante guerrillero iba muy bien vestido, teniendo en cuenta el lugar. Además, llevaba, incluido el conductor, como cinco escoltas, todos armados hasta los dientes. Mi cabeza me daba vueltas. Sin embargo, pensé que era inoportuno interrumpir el mutismo del conductor. Quería saber qué había pasado, qué significaba la cosa con los paujiles, aves que hasta ese momento desconocía. Igual, la razón por la cual aquel comandante guerrillero, de quien solía oír historias terroríficas, así como toda su escolta fuertemente armada, salieron despavoridos, como huyendo, por entre una trocha, buscando el monte.

Tal vez media hora después fue el mismo conductor quien espontánea y locuazmente nos respondió, sin siquiera haberle preguntado, todas y cada una de mis inquietudes, y las del piloto, como muchos años después este me lo reconoció, ya en la ciudad capital.

El conductor nos explicó que aquella ave, además de exótica y de ser una especie altamente amenazada, en vías de extinción, allá en los Llanos Orientales, y entre más adentro con mayor razón, gozaba de varias y muy populares supersticiones. Muy arraigadas, en especial en los grupos al margen de la ley, por ende, en la guerrilla, los paramilitares y las bandas de delincuencia común.

Historias, según nos dijo, al menos acuñadas desde los años cincuenta, por la época de Guadalupe Salcedo, el guerrillero liberal. Cuentan, nos dijo, que, al parecer, tras la amnistía de aquel entonces, Guadalupe no le hizo caso a la Voz del Llano, es decir, al vuelo agorero en bandada de los paujiles, la tarde antes de viajar hacia a Bogotá, en donde lo emboscaron y mataron, según se especuló entonces, por orden del mismo Gobierno.

Pero, que ese no había sido el único caso, nos siguió contando aquel hombre de facciones rudas y ademanes vigorosos. Enfatizó en que se rumoran muchos más episodios de esa naturaleza por aquellas tierras, todos, eso sí, con las mismas tres características en cuanto a la persona involucrada: estar al margen de la ley, en rebeldía o desacuerdo con el sistema, haber visto en contravía el vuelo ruidoso de los paujiles, sin acatarlos, con la consecuente muerte de alguno, o algunos, de los que vieron y desoyeron su advertencia.

Nos detalló, mientras enfilaba su rumbo llano adentro, enfrentando el horizonte ya vestido de poesía, nostalgia del atardecer tropical, que el paujil, de por sí, poco volaba, menos en bandada y tampoco con algarabía. Que cuando lo hacía su vuelo era bajo, de corta duración y en forma horizontal. Enfatizó que aquellas aves solían estar solas, excepto en épocas secas cuando se congregaban hasta con otras doce o quince para apoyarse o, según la leyenda, para cuando era menester emprender su vuelo ruidoso y premonitorio, que muy pocos, por aquellos sabanales, se atrevían a ignorar. Por lo que, en las escazas oportunidades que se veían bandadas como esas, las que se popularizaron con el nombre de: “La voz del Llano”, todo el mundo, no solo le ponía cuidado, sino que seguía sus lineamientos. Que, por esa razón, explicó aquel conductor de camión, Walter y su séquito de escoltas hicieron lo que hicieron frente a nuestros ojos: Quedarse quietos durante el inesperado desfile aéreo de paujiles, observar la dirección que estos llevaban, compararla con la propia y, como era contraria a la de ellos, una vez dejaron de escuchar su algarabía, girar a su izquierda y desaparecer. Que muy seguramente iban a suspender lo que durante las siguientes horas tuvieran pensado o planeado hacer por fuera de la ley, con rebeldía o desacato a la autoridad del sistema.

Concluyó el conductor que:

—De no haber sido por esta tan llanera como oportuna aparición, los tres, en estos momentos, o no estaríamos contando el cuento, o iríamos monte adentro cabresteados por la gente de Walter.

 A mí el tema ese me quedó claro, hermano. Nosotros pudimos seguir, toda vez que, en primer lugar, los pájaros esos llevaban nuestro mismo rumbo: norte a sur, no íbamos en su contra. Tan pronto los oímos y escuchamos nos quedamos quietos hasta perderlos de vista. Además, no estábamos por fuera de la ley, mucho menos en rebeldía. Nuestro pensamiento y único plan era ser rescatados, nosotros, y el conductor: apoyarnos. En ese caso, esa vaina de La Voz del Llano sí que funcionó, desde entonces me marcó. Aunque nunca más he vuelto a ver paujiles, mucho menos en bandada.

Superado el susto seguimos llano adentro hasta llegar a una casa en la cual el conductor se detuvo, les llevaba un litro de Coca Cola y una bolsa con pan. Prosiguió, y tal vez unas tres casas más adelante, finalizando un caserío, se encontró con un joven robusto y quien llevaba un hacha al hombro. El conductor le dijo que le ayudara a cargar una madera. El joven accedió, se subió al camión y se sentó a su costado izquierdo.

En señal de agradecimiento, solidaridad y reciprocidad le dije al conductor que contara conmigo para cargar la madera. Me miró y me respondió que tranquilo, que ellos lo hacían.

Eran la cuatro de la tarde cuando llegamos a una casa. Mandó a hacer comida y salimos a buscar el primer montón de madera. Aquel joven, el del hacha, de unos diecinueve años, movió unos bloques de madera con gran facilidad. Intenté hacer lo mismo, pero no pude. El bloque que menos pesaba era de 6 arrobas. Peso difícil de levantar para un tripulante de avión, capaz sí de controlar una nave con el meñique de su mano derecha para evitar una tragedia, con pérdida de vidas, incluida la propia.

El conductor, al comprobar mi imposible deseo de apoyarlo, me dijo que no me preocupara, que me quedara tranquilo y cogiera fuerzas para el regreso. Que en cuanto a la cargada de la madera ellos lo hacían, que ese era su trabajo.

Además de recompensar el favor, mi intención era agilizar el regreso.

En ese ejercicio de cargar la madera en el camión nos dio más de las ocho y media de la noche. Al terminar fuimos a comer y arrancamos, al fin, pasadas las nueve, rumbo a Puerto Gaitán, por la misma vía que llegamos... Bueno, en parte.

Todos los caminos del llano son parecidos, casi iguales, pero cada uno tiene un destino especial y diferente, por lo que equivocarse, que es muy fácil, lo puede terminar llevando a donde usted ni se imagina, o espera, o lo esperan.

De regreso nos encontramos un broche en la carretera. Este tenía, sobre uno de los maderos que sostenían los alambres de púas, un platón de aluminio. Por lo que le dije al conductor que aquella cerca tenía parabólica incorporada, además, que por ahí no habíamos pasado de ida. El conductor, sin asombro, sorpresa ni emoción distinta, se limitó a decirme:

—¡Es verdad!, pero continuemos.

Avanzamos y llegamos a una casa. Golpeó y pidió agua para limpiar las farolas del camión. Estaban opacas por el polvo. Luego, preguntó que por dónde era la vía principal. ¡Estaba perdido, hermano! Le dieron algunas indicaciones que solo él entendió. Dio reversa y pronto estábamos en lo que, supuestamente, esa sí era la principal, que, a mi juicio, en nada se diferenciaba con las múltiples alternas que por todo lado abundan en aquellos parajes, pero que, como ya le dije, hermano, solo ellos las conocen o saben diferenciar.

De nuevo sobre la principal continuamos hasta llegar a la primera vivienda en la que de ida les regaló la bolsa con pan y una gaseosa. Escuché que la señora le dijo que, si se había encontrado con Walter, quien andaba por esos lados. Le respondió que no, gracias a que se habían perdido y desviado del camino.

—Menos mal, porque hace poco pasó por acá y partió hacia allá, por donde ustedes llegaron… y anda como embrujado porque dice que vio el vuelo de los paujiles, que volaban en su contra—, manifestó la señora.

Cuando regresó al camión me preguntó si había escuchado. Le respondí que sí.

—Dos disparos a quema ropa, y el mismo día, por fortuna se les mojó la pólvora… Cero y van dos, ustedes están muy de buenas, gracias a Dios—, afirmó.

A las doce de la noche estábamos pasando por la casa, al lado de la pista en la que nos dejaron los secuestradores. A las dos de la mañana cruzamos por El Salado. A las tres divisamos, lejos, los reflejos de Puerto Gaitán.

Sentí una inefable sensación de melancolía social. Suspiré profundo para disiparla, pero más se me aferró. Entonces, para instar sacarla de mi alma acudí a la estrategia de distraerla con palabras. Le pregunté al conductor que si ya estábamos cerca. Su respuesta fue:

—No, señor, queda todavía terreno por devorar, pero mucho menos del que le faltaría si hubiera seguido en bicicleta.

El avance se hacía cada vez más lento por las precarias condiciones de la vía, el peso del camión y su carga. Los reflejos de las luces de Puerto Gaitán, me parecía, se iban alejando a medida que avanzamos. El conductor me explicó que era por el trazado de la carretera, ya que había que dar un inmenso rodeo para sortear ríos, montañas y, en particular, fincas gigantescas, latifundios de algunos “amos de la patria” que no dejaban pasar la arteria principal por sus tierras colonizadas.

En un momento mi mapa mental me hizo sentir más cerca de Puerto López que de Puerto Gaitán. Así se lo compartí al conductor, quien me respondió que eso era relativo, como en la teoría de Einstein.

Cuando por fin llegamos al área urbana de Puerto Gaitán el conductor nos llevó directo al batallón del Ejército. En la guardia de aquella unidad militar les dijo a los centinelas:

—Aquí les traigo a unos aviadores que fueron secuestrados en un avión y abandonados en la mitad de la nada.

Literal, mi hermano, literal, como puede imaginarse. Nos dejaron en la mitad de la nada y a merced de La Voz del Llano.

Una vez nos bajamos del camión, aquel conductor desapareció en cuestión de segundos. Algo mágico… o, quizá, producto del cansancio acumulado, amangualado con la bendita ansiedad que nos hace ver y hacer cosas extrañas. Desapareció tan pronto nos recibieron y se alertó al comandante. Me hubiera gustado haberle agradecido ese mismo día por lo que hizo con nosotros: ¡Salvarnos la vida!

De él, tiempo después, no solo supe que se llamaba Luis, sino que la mamá del piloto, doña Rosa, lo ubicó y le obsequió, durante un almuerzo, un fino y hermoso reloj. Por mi parte, durante un viaje que hice a Villavicencio, logré hacerle llegar la caja de transmisión para su camión, de tal manera que pudiera seguir trabajando por más tiempo. Esa vez él me contó que muchos años atrás había sido agente de la policía.

Avisado el comandante del batallón de Puerto Gaitán de la llegada de la tripulación del avión desaparecido se levantó alarmado. Él, desde por la mañana, tenía la consigna de la pérdida del avión, pero no la reportó a sus subalternos… me imagino, por cuestiones militares. Pero, eso sí, y como dato chistoso, hizo que se levantaran casi veinte soldados para que nos custodiaran y brindaran máxima seguridad, cuando ya estábamos a salvo, y al interior de una unidad militar.

Solicité que lleváramos al piloto a sanidad para que le atendieran la herida. Lo hizo un médico costeño. Cuando lo vio, preguntó:

—Eche, no joda, ¿qué le pasó?

—Me pegaron un tiro — respondió el piloto.

—No joda, y esa vaina —replicó el galeno.

—En un secuestro.

Una vez curado el herido pedí un radio de frecuencia variable para reportar la novedad a la capital. No hubo respuesta. Llamé a la brigada de Villavicencio para que por microondas hicieran el enlace. Necesitaba informar que estábamos en Puerto Gaitán. Sin embargo, por aquellas cosas de los protocolos militares, me imagino, un mayor empezó a interrogarme vía radio. Le dije que solo necesitaba que informaran sobre nuestra ubicación.

Cambié una y otra vez de frecuencia hasta que, como a las seis de la mañana, logré enlazarme con el piloto del otro Caravan de la misma empresa estatal de aviación. Por casualidad de la vida esa aeronave también le fue decomisada a Rodríguez Gacha, El Mexicano, y entregada bajo custodia a la empresa.

La misión de la tripulación de aquel segundo Caravan, para ese día, desde las seis de la mañana, era salir a buscarnos, encontrarnos y rescatarnos vivos o muertos. Les informé donde estábamos y la condición médica del piloto. Luego, coordinamos para que nos rescataran del batallón con sede en Puerto Gaitán.

Al llegar la comisión de rescate vinieron los engorrosos procedimientos de demanda, situaciones legales y, posteriormente en Bogotá, enfrentar al comité de recepción, a los inquisitivos periodistas, a los amigos, a los familiares… Todos, sin excepción, nos miraban, nos veían y tocaban como bichos raros.

Hermano, pero si usted creía que aquí terminaba la aventura, se equivocó. Hay más.

El 20 de septiembre de ese mismo año, 1991, le avisaron a la empresa que el avión secuestrado fue visto en una pista clandestina, en un sitio llamado El Dorado, área del Carurú. Por casualidades de la vida yo estaba disponible ese día, por lo cual fui incluido en la comisión de verificación y recuperación. No recuerdo con precisión quien me dijo:

—Gilbert, al rescate.

Esta tripulación la integrábamos el piloto y yo como copiloto multifuncional, aunque esta vez sin pasajeros. Nosotros fuimos los que volamos de pasajeros entre El Aeropuerto Internacional El Dorado y la base de Apiay. De ahí salimos escoltados por helicópteros Black Hawk hasta Granada, en el Meta. Recuerdo que la tripulación de aquellas aeronaves artilladas estaba comandada por un Capitán de apellido Gordo.

En Granada recibimos instrucciones para la ejecución del operativo por parte de un coronel del Ejército. Una vez informados y entrenados para la acción y el rescate, salimos rumbo a El Dorado, en el Carurú.

Cuando llegamos se puso en marcha el operativo: grupo avanzado de ablandamiento, penetración en el área, toma y custodia de esta. Asegurada el área, el helicóptero en el que íbamos los de la tripulación de rescate aterrizó.

Una vez en tierra fuimos a revisar el avión. En efecto, era el 1120, aunque ya no tenía ese número de cola. Fue pintado de blanco y estaba full de combustible. Era evidente que había volado, y bastante, como lo verifiqué en la lectura del horómetro y otros instrumentos que me lo dijeron.

Hermano, lo único que le digo es que voló la cantidad de horas suficientes para los desplazamientos entre el lugar donde se sabía que estaba Jacobo Arenas antes de morir y en donde se dice que murió… Pero, le insisto, eso es ficción, lo que por ahí se escucha. ¡Habladuría de gente sin oficio!

Al avión lo tenían fuera de la pista, debajo de unos árboles talados. Teníamos que sacarlo de ahí. Como había llovido durante la noche todo estaba enfangado. Factores que dificultaban moverlo con motor prendido. Nos tocó apagarlo y empujar con el apoyo de unos soldados. Sin embargo, como los tanques de combustible estaban llenos, sacarlo de allí, así de pesado, era casi imposible.

Los helicópteros de vigilancia acosaban por la demora. Estos se estaban quedando sin combustible, lo que implicaría abortar la misión y regresar. Sin esa escolta era inseguro e inconducente continuar con el rescate. Como último recurso, para poderlo empujar, decidí quitarle peso botando buena parte de su combustible. En algo disminuyó la carga.

Tras mucha diligencia y arrojo de los soldados logramos ubicar el avión algo cerca de la cabecera de la pista. Nos fue imposible poder llegar al final, por los pantanos que eran enormes, en los cuales se enterraban las ruedas del tren de aterrizaje.

Sabíamos que necesitábamos más pista para decolar, pero, ante los avisos de los pilotos de los helicópteros que manifestaban estar al límite del combustible, decidimos hacerlo desde ahí. Abordamos, lista de chequeo muy rápido, potencia al máximo…

El movimiento era lento como para alcanzar velocidad de sustentación. Tocó sacarlo a las malas con toda la potencia posible. Sin embargo, alcanzamos a rozar las copas de varios árboles.

Le cuento, hermano: “Se me subieron a la garganta”. Qué situación tan difícil y peligrosa cuando vi que lo árboles se nos venían encima. Pensé que no los íbamos a sobrepasar. Esa vez me dio más miedo que el día del secuestro.

Ya en el aire, superado el inimaginable despegue, mucho menos repetible, miré al piloto. Estaba pálido. Creo que yo estaba peor. Pero, pensé: «Él al menos sintió en sus manos el rendimiento del avión». Sabía, de alguna manera, que lo iba a lograr. En cambio, yo… eso de solo ver y sentir la poca velocidad del avión, mientras que la maraña de monte se nos aproximaba vertiginosamente… esa vaina, lo que sentí, no sé, hermano, si usted lo pueda describir, porque yo no, solo lo sentí, solo lo viví... la sangre hirvió en mis venas y el aire de mis pulmones quemaba mis fosas nasales.

Esa maniobra fue más jodida que lo que experimenté el día del vuelo de los paujiles, los pajarracos que nos salvaron de un encuentro inexorable y letal con alias Walter, allá, llano adentro.

Por fin, ruedas en el aire, comunicación con los dos helicópteros de custodia…

Pero, no, ahí no terminó la zozobra.

Al revisar los instrumentos de navegación verifiqué que estaban desfasados, como locos. La brújula magnética, por un lado, giraba con movimientos desorientados. El RMI lo hacía a gran velocidad en torno a los 360 grados. ADF no teníamos por la distancia a la que estábamos con respecto a la radio ayuda más cercana. Le comuniqué la situación al piloto, quien me dijo:

—Tranquilo, Gilbert, lo peor ya pasó, y estamos vivos.

Para intentar calmarme me manifestó que los helicópteros que nos escoltaban tenían sistemas poderosos y radares mediante los cuales nos podían guiar, con seguridad, durante todo el camino. Para probarlo, se comunicó con el líder de la escolta, con el capitán Gordo, y le preguntó que si nos tenían ubicados. Respondió que sí, que nosotros íbamos adelante de ellos.

Entonces, como ese era mi función, entré en acción y les dije que en dónde, pues no los veía, además, estábamos atravesando una nube muy densa. Les solicité que me ubicaran, fue cuando el líder nos dijo que su equipo no servía, que él iba kavok (visual), que había buen tiempo, con visibilidad limitada, pero, en general, en condiciones para volar sin instrumentos…

Hermano, ¡nos habían pedido! Ninguno de los dos helicópteros nos tenía ubicados. Nuestro equipo de aeronavegación estaba fuera de servicio. Tocaba vuelo visual o visual… pero ¿entre nubes?, ¡tenaz!

Tocaba seguir volando, no había otra, y agudizar la vista.

Seguimos hasta cuando vimos una carretera. Abrí comunicación con el líder de los helicópteros de la escolta y le dije:

—Capitán, a la vista una carretera.

—Sígala ——respondió de inmediato—, que a alguna parte los tendrá llevar.

La seguimos hasta llegar a un poblado. Lo más visible e identificable era la torre de la iglesia. Se lo reportamos y describimos al líder de la escolta. Nos preguntó que si la carretera pasaba por un lado del caserío. Observamos y en efecto así era, por lo que se lo confirmamos.

—Están sobre Calamar —nos dijo—, sigan la carretera hacia el norte, esa los llevará a San José del Guaviare.

A San José del Guaviare, ¡qué casualidad!, el destino de aquel 7 de septiembre, 13 días antes, en ese mismo avión, cuando los secuestradores nos impidieron llegar.

Una vez aterrizados en San José del Guaviare, escala técnica, ajuste de instrumentos, con inmediato decolaje rumbo a la base cerca de Villavicencio.

A las cinco y media de la tarde, una vez tocamos tierra, le dije al piloto:

—Hoy, pase lo que pase, no vuelo más. Tan pronto me baje del avión me voy para el casino, pido una habitación en una de sus barracas y ahí me quedo a dormir hasta mañana.

Así lo hice, parcialmente, salvo que, en lugar de solicitar una habitación, tomé un taxi y me fui para Villavicencio. Una vez en aquella ciudad busqué un hotel para quedarme esa noche.

Sabía que, si me encontraban, la orden era llevar el avión a Bogotá. Había que mostrarle resultados a la prensa y al país. Tal vez la fatiga, el desgaste y las condiciones de su tripulación eran secundarios, intrascendentes.

En efecto, la orden era hacer escala en Apiay y continuar hacia El Dorado, en Bogotá, en donde estaba preparada la rueda de prensa. Al no ser encontrado esa noche, todo se pospuso para el siguiente día.

A las ocho en punto de la mañana decolamos hacia la capital.

Ese avión, el 1120, y otro similar, también decomisado al narcotráfico, fueron entregados días después a la Fuerza Aérea para mejorar la calidad y seguridad de su custodia, y así evitar contratiempos como el de aquel 7 de septiembre de 1991, fue la justificación.

El nuevo número de cola que le asignaron al 1120 fue el 5050. Yo fui a la entrega de esas dos aeronaves, uno en la base de Melgar, Tolima, el otro en la de Rionegro, Antioquia.

Después de casi veintiséis años, los que recuerdan el episodio, sin excepción, me miran… algunos aún me tocan como bicho raro, además de preguntarme, cuando cuento la historia o se enteran de ella por otras fuentes:

—¿Todo eso sí fue verdad?

Pregunta que me hace reflexionar, hermano. Todavía más cuando me pongo a revisar las historias de vida, tanto la mías como la Eduardo en el DC-6 en Apiay, la de Mauricio con sus inseparables amigas, la del finado Varguitas en el F28 en Florencia Caquetá, la aún más cercana del también finado Israel López en La Dorada, la del mismo Jorge con lo de Samper en El Dorado, o las de Eliberto, con su tenacidad que le ha permitido vencer todas las adversidades ensañadas contra sus vísceras… dándonos a cada momento ejemplos de valentía, gallardía y coraje... y las de muchos más.

Entonces, mi hermano, pienso que lo que me pasó, y a todos Los Aeroamigos, son retazos de la historia nacional. Historias de vida vistas y sentidas hoy por el común de la gente tal vez solo como unas fotos envejecidas del paisaje socio político de este país. Hechos aislados, acaecidos allá… en esa lejana época, pero no por ello dejan de ser artera y convulsionada verdad. Imágenes cada día más borrosas y raídas por su manipulación y el consuetudinario olvido patrio, como el vuelo del paujil…

Este relato está disponible en Revista Latina NC

Relato entre la artera realidad nacional

y la fantasía de un pueblo que lo trastoca y olvida todo,

basado en apuntes que me compartió Gilbert Trujillo

para que escribiera la historia y la publicara.