Dibujo de Ana Suárez |
Hermano, la
historia que le vengo contando a retazos es algo larga, pero trataré de
abreviarla para que la ordene, le ponga gracia y se la relate al mundo, por
favor.
En las pocas
veces que nos hemos reunido, en especial durante los esporádicos encuentros de
Aeroamigos, entre tanta talla de un lado y garladera por el otro, amén de la
tragadera de achiras, nunca nos queda tiempo para que le termine de echar y
emparejar el cuento, que es todo un cuento... y que le pido que lo escriba y lo
cuente para que no pase al olvido.
Por eso, y
teniendo en cuenta que la vaina es tan enredada y quimérica… venga y le muestro
unos apuntes que tengo, antes de que nos interrumpan, porque veo que llegó a la
reunión Eliberto, quien acaba de superar en el hospital otra terrible crisis,
de esas que solo él sabe aguantar y ganar.
Mire,
hermano, opté por comenzar a escribir algunas ideas en este cuaderno para
evitar que se me escapen los detalles, pues hasta yo me pierdo a veces en la
historia. También, le voy a enviar mensajes de voz por WhatsApp, porque a ratos me da jartera escribir. Sé que usted, como
sea, le va a coger rápido el hilo, eso espero, para que la publique y dé a
conocer, no me falle.
Lo que hay en torno a este Cessna 208 Caravan es único, casi
irreal. Le aseguro que esto solo puede pasar en este país. Es tan autóctono
como lo de la izada de Eliberto, el día que nos fuimos para Panamá, en el 79. O
lo de Jorge cuando le salvó la vida a Ernesto Samper en el Aeropuerto
Internacional El Dorado. Tan mágico como lo de la guala premonitoria que
persigue por doquiera a Mauricio. Qué me dice de la redentora aparición de la
mamá de Eduardo en el momento que él ya daba todo por perdido durante el
accidente del DC-6, allá, en la cabecera de la pista de Apiay. Historias de
vida solo posibles en esta amada patria nuestra, se lo aseguro.
Usted cree que, en algún otro lugar del
mundo, por ejemplo, una misma aeronave se la roben varias veces. Es más, que la
rescaten de manera inverosímil como ingeniosa en cada una de esas ocasiones… y
que siga volando, no sin antes ser rebautizada con diferente matrícula, para
distinto usuario y tenedor, así como para, a mi modo de ver, destinaciones discordantes.
Esto en cuanto a este avión que tiene una
historia inverosímil, no menos lo es la que rodea a los que, de alguna forma
hemos estado relacionados con sus peripecias aeronáuticas… al menos en cuanto a
los que tuve la oportunidad de conocer.
Quiere que le diga algo súper secreto…
aunque hoy, tras tantos años, ¡qué secreto va a ser! Sin embargo, no se lo
puedo afirmar, como tampoco revelar ciertas vainas. Al parecer, todavía,
algunos prefieren que eso se mantenga como leyenda o mito.
Cuando le secuestraron este avión a Satena
todo indica que fue para movilizar a Jacobo Arenas, del Secretariado de las
FARC. Ese señor, para esa época, estaba grave y al poco tiempo murió… Más
adelante le preciso algunos datos sobre este tema, hermano.
El Cargomaster,
como es conocido ese monomotor turbohélice, en particular, fue robado,
secuestrado, incautado y vuelto a robar en otros países, específicamente en
Venezuela y Bolivia. Hechos, al parecer, todos relacionados con el
narcotráfico. En Colombia fue incautado en la pista clandestina Yaguara1, en el
Caquetá, y se le entregó en custodia a la empresa estatal de aviación Satena.
El 7 de septiembre de 1991 unos supuestos
delegados del Ministerio de Educación Nacional solicitaron y contrataron un
vuelo chárter para 4 pasajeros. Irían de Bogotá a San José del Guaviare, con
regreso el mismo día, a llevar de regalo unos libros y textos escolares para
las escuelas de esa ciudad. Sabían que Satena, para tales requerimientos,
disponía de aquel monomotor, el Cessna
208 Caravan, para entonces rematriculado con el número de cola 1120. Es decir,
que el avión que les programarían sería este, el decomisado al narcotráfico,
con capacidad hasta para catorce pasajeros, acondicionado, tipo ejecutivo, para
llevar cómodamente a nueve.
Por supuesto, también conocían la
“versatilidad” de la empresa en cuanto a la tripulación para dicha aeronave. Lo
tenían claro. Para esos vuelos la tripulación la conformaban un piloto y un
copiloto multifuncional… Lo que significaba que el copiloto tenía que hacer las
veces de despachador, auxiliar, técnico de vuelo y copiloto. Temas de costo,
¡economía de guerra!
Ese día, el 7 de septiembre del 91, a las
nueve de la mañana, dos tripulantes y cuatro pasajeros partimos con destino a
San José del Guaviare. Iniciamos el rodamiento en busca de la cabecera 1-2, en
El Dorado. Casi veinte minutos después decolamos sin ninguna novedad.
Recuerdo que, tal vez como le pasó a
Mauricio Triviño antes de su paseo en moto a Soacha, al iniciar el ascenso, ya
sobre la Avenida Boyacá, observé, a lo lejos, una bandada de buitres que volaban
en formación, tipo cuña, intercambiando posición. Iban rumbo al sur.
En ese momento por mi mente no pasó
ninguna idea, mucho menos premonición alguna. Diferente al presentimiento, a la
mala señal que tuve cuando, unos diez minutos después repartí el servicio de
abordo. La mayoría de los pasajeros, tan pronto lo reciben, de inmediato lo
abren y se lo comen. Estos no lo hicieron así. Los cuatro recibieron los
paquetes y, sin dar las gracias siquiera, de forma maquinal, los colocaron a un
lado.
Mala señal que tuve. Sin embargo, hice
caso omiso. Ni siquiera se lo dije al capitán de la aeronave. Él era ¡muy
particular! Tal vez por su abolengo. Se trataba de un joven piloto con padres
muy prestigiosos, de la vida pública nacional y quienes ocupaban importantes
cargos en el Estado. Razón, quizá, por la cual se consideraba autosuficiente en
todo. Volar con él era monótono. Además de casi no hablar, no permitía que el
copiloto lo asistiera durante el vuelo. Por ello, tan pronto repartí el
servicio de abordo me acomodé de nuevo en mi silla, me puse los auriculares,
sintonicé una emisora y, siempre atento a los instrumentos, además de la
visual, me dispuse a escuchar música.
A las 9:40, cuando íbamos a casi catorce
mil pies, los cuatro pasajeros, revólver en mano, nos sorprendieron. Volábamos
sobre la majestuosa cordillera Oriental, la cual, en ese lugar, alcanza los
doce mil pies.
Nos encañonaron y gritaron que se trataba
de un secuestro para recuperar su avión, porque ellos eran sus verdaderos
dueños, aseguraron. La confusión, el revuelo, los nervios, el pánico eran los
protagonistas de la apremiante escena subcontinental, hasta cuando sonó un
disparo.
Hermano, instantes antes vi de reojo que
al piloto le estaban apuntando a la cabeza, por lo que me imaginé lo peor, que
lo habían matado, que le habían destrozado el cráneo. Por lo que, aterrado, no
pude evitarlo, volteé a mirarlo… No, estaba bien, vivo. Lo escuché suplicar por
su vida, que no lo mataran, decía.
A mí me tenían encañonado. Uno me colocó
el revólver pegado a la cien. El otro acariciaba mi nuca con la golosa boca del
revólver.
Cuando volví a mirar el tablero me di
cuenta de que el avión había perdido su centro de gravedad, se corrió…
¡descendíamos a 1500 pies por minuto! Por instinto, asumiendo el riesgo de que
me dispararan, pues desde el comienzo del jaleo decían que mantuviéramos las
manos lejos de los controles, donde ellos las pudieran ver, cogí el timón para
nivelar la aeronave.
En su desespero los secuestradores
agravaron la situación. Me gritaban que soltara el timón, de lo contrario, ahí
mismo me mataban. Que ellos sabían lo que hacían, dizque porque también eran
pilotos, vociferaban.
Tratando de mantener el control, tanto en
mis movimientos como en mis palabras, les dije que íbamos en descenso, que si
no recuperaba de inmediato... nos íbamos a matar en cuestión de segundos.
Entonces, les propuse que me dejaran hacerlo. Que iba a nivelar el avión usando
solo el dedo meñique de mi mano derecha.
Gracias a Dios entendieron la gravedad e
inminencia del asunto y me lo permitieron. En efecto, con mi dedo meñique logré
nivelar el vuelo, sin que los dos que me estaban apuntando lo dejaran de hacer,
cada vez con mayor presión y frenesí sobre mi cien y nunca. Podía sentir su
nerviosismo en el tremor de las boquillas frías de sus dos armas besando, para
ese momento, mi piel sudorosa.
Ya
nivelado el vuelo, como pudieron sacaron al piloto de su silla. Estaba herido
en una de sus piernas. Uno de ellos se sentó en su lugar y comenzó a maniobrar.
Me quitó el mando de la aeronave y ordenó que me saliera, pero muy despacio y
sin hacer nada que ameritara que me pegaran un tiro. Las dos armas seguían
adheridas, con inefable pasión, a mi cien y nuca.
Para lograr salir de mi silla tenía que quitar
el seguro, además de correrla hacia atrás, por lo que bajé mis manos en busca
de los respectivos mecanismos. Acción que disparó de nuevo la paranoia de los
secuestradores que, aún más nerviosos y trémulos, me apuntaban amenazantes.
Pensaron que iba a sacar algún arma para atacarlos, por lo que, de nuevo, me
hicieron levantar las manos, ordenándome que me parara y saliera sin más
dilación.
Con la tranquilidad que creía que
mantenía, les expliqué cómo era que funcionaba aquella silla, así como la forma
de salir. Entonces, me autorizaron para que bajara las manos y lo hiciera. Una
vez me quité los seguros del cinturón y la logré correr hacia atrás pude
pararme y dejarla libre.
Las dos boquillas de las armas seguían
pegadas a mi humanidad, embriagadas con las feromonas que comencé a expeler,
mientras que los nerviosos secuestradores me reiteraban que no fuera a realizar
nada estúpido; mejor, que me diera prisa para dejar la cabina.
Desde el primer momento de la incursión
pensé que debía mantener la calma, hacer lo que tenía que hacer con
tranquilidad. Estaba seguro de que lo había logrado. De hecho, creía que
gracias a mi autocontrol salvé mi vida y la de todos al nivelar a tiempo el
avión y evitar su precipitación sobre aquellas montañas.
Sensación de tranquilidad que solo era eso, una sensación. Tan pronto me
puse de pie, mis piernas, y todo mi cuerpo, comenzaron a temblar como una
gelatina. Mi ropa interior, la camisa y el pantalón, en su totalidad, estaban
empapados en sudor.
Una vez estuve fuera de la cabina uno de
los secuestradores ocupó mi lugar y los otros dos me llevaron a la de pasajeros
y me hicieron sentar en una de las sillas de la primera fila. Vi al piloto
tirado en la parte trasera del avión, en la última fila. Estaba ebúrneo y como
ido, miraba sin mirar, parecía no respirar. Supe que estaba vivo porque no
dejaba de mover sus dedos de las manos sobre las rodillas, donde las tenía
apoyadas.
Luego, me ataron las manos atrás. Uno de
ellos me esculcó y sacó mi billetera. Ahí solo tenía doscientos pesos, en
sencillo, para los transportes.
Este individuo me seguía apuntando a la
cabeza. Como noté que su temblor iba en aumento le dije que guardara el arma,
porque de pronto se le disparaba. Le justifiqué que no representaba ningún
peligro para el rescate de su avión, porque estaba atado. El secuestrador
guardó el arma, pero se me sentó en las piernas, dizque para asegurar mi
inmovilización, me dijo, mientras me vendaba los ojos con mi pañuelo.
Mientras tanto, los pilotos empezaron a
llamar a la torre de Villavicencio para pedir la frecuencia del VOR de San José
del Guaviare. El piloto de un avión Casa, de la Fuerza Aérea, al escuchar la
inusual solicitud les llamó la atención. Era inaudito que la tripulación de una
línea de aviación nacional, con prelación en cuanto a itinerarios en los
Territorios Nacionales, no supiera de memoria esa frecuencia.
El vuelo siguió por espacio de unos
cuarenta minutos antes de comenzar a descender. Proceso que dejó en evidencia
la falta de pericia de la tripulación, ya que maniobraban con brusquedad, por
lo que comencé a sentir afectación en los oídos.
Si el descenso fue azaroso, más lo fueron
las veces que intentaron aterrizar. La impericia de aquellos supuestos pilotos
era obvia. Además, se peleaban entre sí, en especial por la velocidad con la
cual tenían que aterrizar. Al escucharlos y sentir crujir la estructura del
avión les propuse que yo hacía el aterrizaje. Sin embargo, me respondieron con
altanería y reiteraron que ellos también eran pilotos.
Tal vez en el octavo o décimo intento, con
mucha brega, hicieron un aterrizaje muy forzado. Todos lo sentimos. Carretearon
hasta llegar, quizá, a la cabecera de la pista, luego giraron y nos dijeron que
nos bajáramos. No sé en qué momento lo hizo el piloto. Me levanté, a tientas
conté las sillas, giré a la izquierda, alcancé la puerta, comencé a descender,
conté los cuatro pasos de la escalinata hasta tocar el piso. Entonces, corrí
hacia la derecha y caí al ir vendado y por un terreno disparejo.
De inmediato sentí la aceleración
desbocada del motor, seguida por el lacónico y lejano despegue. Aeronáutico
sonido imperceptible, refundido en la creciente distancia, con respecto al
lugar en el cual me dejaron, tal vez en compañía del piloto, ojalá, pensé con
angustia y esperanza de que así hubiera sido.
Tras la caída quedé de medio lado, por lo
que era hora de sentarme, así lo hice. Mi siguiente acibarada sensación fue la
de no saber en qué lugar me encontraba. Desorientación agravada al no poder ver
nada, por la venda en mis ojos. Busqué con mi boca, específicamente con la
lengua, una de las puntas del pañuelo que usaron para taparme, pues la sentía
acariciar la comisura de mis labios. Cuando logré asir la tela entre mis
dientes me la empecé a comer.
Telar ingesta que duró, tal vez, doce o
quince minutos, pero que me permitió destapar por completo mis ojos. Lo primero
que vi fue la imagen del piloto, mi compañero. Estaba sentado en el piso, sin
vendajes en los ojos, pero con las manos, como yo, atadas a la espalda. Tenía
cara de asombro y me dijo que aquellos no tenían experiencia de vuelo, porque:
—Despegaron vertucheados (desnivelados).
Le pregunté si se podía parar. Me contestó
que sí. Nos pusimos de pie y nos acercamos. En ese momento verifiqué que lo que
ataba nuestras manos era esparadrapo.
Por lo que le dije que intentara desatarme. Él observó los nudos y me
respondió que era muy difícil hacerlo.
Al no haber otra opción le dije que lo iba a desatar, que tuviera fe,
que subiera la moral.
Con gran esfuerzo y sin perder el
objetivo, ni mi actitud, casi media hora después el piloto tenía las manos
sueltas. Le dije que ahora le tocaba hacer lo mismo conmigo.
Aquel hombre estaba casi al borde del
colapso. Al parecer, la herida en su pierna, causada por el tiro que recibió
durante el asalto en la cabina, con algo de pérdida de sangre, lo estaba
haciendo delirar. Disparo que solo rozó su pierna y se incrustó en la caja de
porta fusibles del avión.
Lo animé. Buscaba distraerlo del dolor,
del impacto del balazo y del secuestro del avión. Al cabo de casi un cuarto de
hora al fin desató la parte más álgida del nudo, lo que me permitió mover mis
manos y terminar de zafarme del esparadrapo.
Sabíamos que estábamos en alguna parte de
los Llanos, en medio de unos inmensos y calurosos sabanales, más: ¡nada! El
lugar exacto en el que nos dejaron era desconocido para los dos. Tal vez
habríamos pasado muchas veces por ahí. Desde arriba, con una visual a tres, cinco,
diez, doce, quince mil o más pies de altura es maravillosa, poética y pacífica,
la mayoría de las veces. Pero, ahí, a ras de piso, y en esas condiciones, la
cosa era a otro precio. Además, sin instrumentos, ¡a mera visual y a pie
limpio!… y el piloto con una herida de bala en su pierna: ¡la hecatombe!
Para colmo, por un momento pensé que,
además de una pierna herida, también tenía su moímora descuadrada,
porque, sin estárselo preguntando me dijo que dos muchachos, en una bicicleta destartalada,
se acercaron. Sin embargo, que tan pronto nos vieron, preciso en el momento
cuando me estaba comiendo el pañuelo para lograr destapar mis ojos, se echaron
la cicla al hombro y salieron despavoridos, cual alma huyendo del purgatorio,
pues tanto en el cielo como en el infierno la situación está definida, no hay
incertidumbre. Sí, pensé que el piloto se había vuelto loco.
En ese momento decidí que nos teníamos que
mover de aquel sitio, pero no sin antes echar un vistazo alrededor. Estábamos
en la cabecera de una pista improvisada, en regular estado. Al fondo vimos una
casa y al lado un camión. Pensé que ahí estaba la salvación, que podíamos pedir
que nos llevaran o que nos lo alquilaran para salir.
Con las dificultades y limitaciones
propias de una persona con una pierna herida nos desplazamos por entre
matorrales, charcos y pastizales, casi kilómetro y medio, al rayo del sol y
bajo el incesante ataque de insectos, tanto por vía aérea como terrestre y
fluvial.
Cuando, por fin llegamos a la casa, nos
encontramos con una pareja de adultos, en compañía de dos muchachos, al parecer
sus hijos. Saludamos, sin obtener respuesta. Nos miraban con cierto grado de
desconfianza, temor y asombro.
Les pregunté por el lugar en donde nos
encontrábamos. El hombre me respondió que en la hacienda Las Malvinas, Campo
Rubiales. Insistí para que me precisaran cuál era la población más cercana. El
mismo señor me respondió que era Puerto Gaitán, como a seis horas en carro.
Con tal información supe que estaba al
sureste de los Llanos Orientales, en el departamento del Meta, muy distante de
cualquier posible sitio como para intentar comunicar y reportar con facilidad y
rapidez nuestra situación y ubicación, me imaginé.
Intentando ser los más cordial y amistoso
posible le solicité al señor que nos indicara la forma más expedita para salir
de ahí. Menos tensos, todos sonrieron ante mi pregunta, fue cuando el hombre
nos dijo que cada ocho días, más o menos, solía pasar por esos parajes un
carro. Pero, que no era seguro, que dependía, no solo del clima, sino de las
“circunstancias”.
No me atreví a preguntar a qué se refería
con eso de las “circunstancias”. El hombre lo dijo con ese gaje autóctono de
subcontinental premonición que, a cualquiera, no solo a los colombianos, les
genera escalofríos internos el solo escuchar el nombre de esta vasta y rica
como contradictoria y socialmente ardorosa región. El mapa geopolítico que mi
mente elaboró en fracción de segundos me dio, no solo una, sino infinidad de respuestas
agoreras que, pese a no quererlas tener ahí adentro, me era imposible sacarlas
del pensamiento.
Procedí, entonces, a usar mi segunda
carta. Les dije que si era posible que nos alquilaran el camión que estaba a un
lado de la casa. Que éramos los pilotos del avión que con toda seguridad ellos
vieron aterrizar y despegar hacía poco. Les insistí en decir que fuimos
víctimas de un secuestro en pleno vuelo, tras lo cual nos hicieron bajar en la
cabecera de la pista.
Me escucharon atentos y respetuosos.
Cuando se dieron cuenta que terminé mi explicación, lacónicamente me respondió
el mismo señor que ese camión estaba sin motor desde hacía más de dos años.
Comentario que complementó la señora, una vez su marido terminó, diciéndonos
que los muchachos, sus hijos, al ver aterrizar el avión, creyendo que eran los
patrones de la hacienda, fueron en bicicleta hasta la cabecera a recibirlos, ya
que, además, llevaban un buen tiempo sin ninguna provisión ni víveres. Sin
embargo, que al ver que estaban “botando gente”, se echaron la cicla al hombre
y salieron corriendo, asustados, hacia la casa.
Entrados en más confianza nos hicieron
seguir, momento que aproveché para decirles que el piloto estaba herido en una
pierna, que le dolía mucho, por lo cual rengueaba. La señora, conmovida,
manifestó que solo tenía, por ahí guardada, una pastilla de Ponstan de 500 mg.
Me acordé, cuando me operaron de una hernia, que tal medicamento me lo dio el
médico para contrarrestar el dolor, por lo que le dije a la señora que se lo
agradecía, que nos la facilitara para calmarle la dolama al piloto, quien a
regañadientes se la tomó.
Una vez el quisquilloso piloto ingirió la
pastilla, le pregunté a la amable señora que si tenía jabón para limpiar la
herida. Ella me contestó que solo tenía menos de media barra de jabón Rey, la
que usaba para lavar ropa. Le dije que ese jabón era curativo. En mi casa, y en
muchas partes del Huila, y en otros lugares, escuché, que no solo lo usaban
para ese menester, sino para limpiar y desinfectar heridas, con excelentes y
comprobados resultados.
Soberbio, el piloto no quiso que le
limpiara la herida con aquel jabón. Que prefería jabón de olor, vociferó.
Entrados en más confianza consideré
oportuno preguntar por la posibilidad de comunicarme con Bogotá para informar
la situación e indicar el lugar en donde los secuestradores nos dejaron. Ante
lo cual, el hombre de la casa me explicó que lo más cercano quedaba a unas dos
horas en carro, en un sitio llamado El Salado. La cuestión era, reiteró, que no
había transporte para emprender el viaje.
Recordé la bicicleta de los dos muchachos,
por lo que les propuse que me permitieran aquel medio para ir y volver con
alguno de ellos para que me guiara. Me respondieron que esa cicla era
“turismera”, de las de parrilla, que no aguantaba el viaje de ida y de regreso
con dos a costas. Que había otra cicla, pero que en ese momento la tenía otro
de sus hijos, quien estaba haciendo un mandado. Que tan pronto llegara verían
si organizaban el desplazamiento.
El otro joven, el mayor de los tres,
llegó, efectivamente, en una bicicleta de semicarreras. Eran las 12:30 del
mediodía. Apurado, le dije a uno de los que estaba desde por la mañana con
nosotros que fuéramos hasta El Salado. Con algo de pereza, y ante mi
insistencia, logramos salir, yo en la “turismera” y él en la de semicarreras.
El joven arrancó primero, lo seguí y poco
más adelante, no solo lo alcancé, sino que lo sobrepasé. Yo iba “a toda
máquina”, a buen paso, mi hermano, la vaina era de vida o muerte. Tenía que
avisar dónde estábamos para que nos vinieran a rescatar lo más pronto posible.
Sentía que no debíamos permanecer mucho tiempo por ahí. Algo me lo decía.
Tal vez a los quince o veinte minutos de
estar pedaleando por aquella polvorienta carretera, con el iracundo y
deshidratante sol sobre nuestros cuerpos, entre el fantasmagórico efluvio del
camino apareció un camión. Le hice pare.
La mirada de aquel hombre, del conductor,
de inmediato, cual señal de buena suerte, me contagió de confianza. Aún no sé
la razón, tal vez fue la transparencia de sus cansados ojos de llanero
sobreviviente y persona sana.
Entonces, le dije, sin ambages, que
necesitaba ayuda, que tenía que llegar lo más pronto posible a Puerto Gaitán.
Nuestra comunicación gestual fue más
elocuente que la verbal.
Me miró y me dijo que subiéramos las
bicicletas en la parte de atrás, donde también se subiría el joven. Que yo me
fuera con él en la cabina. Lo dijo casi como una orden, de esas que usted no
discute, simplemente cumple o se jode.
Una vez en marcha, de regreso a la
hacienda, me preguntó que quién era yo. Le resumí la historia, ante lo cual me
dijo que si sabía en qué lugar nos habían dejado los secuestradores. Le
contesté que, en las Malvinas, cerca de Campo Rubiales. Me miro, muy serio, y
me precisó:
—No, señor, ustedes están en la boca del
lobo. Este sitio es pura guerrilla, zona de dominio del Frente 19 de las FARC,
comandado por Walter.
Aunque por el mapa geopolítico mental que
elaboré tan pronto me dijeron en Las Malvinas aproximadamente el sector en el
que nos botaron intuía el peligro en el que estábamos. Percibía en mi boca y
nariz el acíbar del riesgo letal en el cual nos encontrábamos. Motivos que
impulsaban mi afán de avisar de inmediato nuestra ubicación y situación para
que coordinaran la misión de rescate. Me sentía, no solo en la boca del lobo,
sino como bocado de pirañas.
El conductor del camión, ante la evidente
zozobra que me causó su información, me dijo que él nos sacaba de la zona, que
confiara en él. Sin embargo, que tenía que ir primero a cargar un viaje de
madera, llano adentro. Además, fue enfático, persuasivamente enfático, en
decirme que nos aconsejaba que siguiéramos con él.
A renglón seguido apuntó que, con esa
pinta, se refería al uniforme de vuelo de la tripulación, era muy fácilmente
identificable y oloroso para los “chulos”. Entonces, casi como una orden militar
me dijo que me quitara la camisa y me quedara en camiseta, que no me iba a
resfriar, se me burló.
Al regresar al sitio donde estaba el
piloto le dije que nos íbamos.
—¿Para dónde? —preguntó escéptico.
—Aquí no nos podemos quedar toda la vida,
tenemos que salir —le respondí.
Aquella humilde familia de cuidanderos me
ofreció de almuerzo lo único que les quedaba: un huevo cocido y medio vaso de
leche. Comí medio huevo y un sorbo de leche y le pasé al piloto para que él
también almorzara. Me rechazó las viandas y me dijo que él ya había comido lo
mismo.
Esas personas, por darnos lo último que
les quedaba, no comieron nada. Tenían fincada su esperanza en que sus patrones
tenían que ir y llevarles provisiones muy pronto, esa tarde o máximo al
siguiente día.
Nos despedimos, les agradecimos y
abordamos el camión. Le dije al piloto que confiáramos en ese señor. Que
nuestras vidas estaban en sus manos, ya que toda la zona estaba cundida de
guerrilla. De hecho, le enfaticé, que muy cerca quedaba un campamento, uno de
sus lugares de concentración. Incrédulo, autosuficiente, intentó quedarse, ante
lo cual le dije que yo me iba. Entonces, al ver mi resolución, y que en efecto
yo confiaba en aquel desconocido, obedeció y nos siguió.
El conductor arrancó, internándonos, aún
más, llano adentro, en sentido contrario a Puerto Gaitán. De vez en cuando
cruzábamos palabras, sin lograr entablar un diálogo fluido o coherente.
Buen tiempo después divisé, en la
efervescente y fantasmal bruma de la carretera, un carro campero carpado,
cabina verde. Era muy lujoso y bien cuidado como para estar en aquellos lejanos
parajes, pensé. Al acercarnos más, lo pude identificar con precisión, se
trataba de una Nissan Patrol King.
El conductor del camión nos dijo que
nosotros éramos muy de buenas, ya que por aquellos parajes casi nunca se veían
vehículos familiares, y menos de ese corte. Nos prometió que les iba a decir
que nos llevaran a Puerto Gaitán, o al menos que nos sacara de aquellas
lejanías.
Ante su comentario, y como confiaba plenamente
en él, pensé que en esa camioneta iríamos mejor y llegaríamos más rápido…
preciso en el momento cuando unos pájaros negros coliblancos, calculo que eran
por lo menos doce, irrumpieron y oscurecieron, con carnavalesca algarabía, el
mágico y multicolor atardecer llanero.
Iban rumbo al sur, por donde se perdieron
al cabo de unos minutos.
El conductor del camión tan pronto avizoró
la bandada paró mientras esta pasó. Entre tanto nos dijo:
—Son paujiles… y algo nos quieren decir.
No hay que ignorarlos, es La Voz del Llano.
Hermano, para que lo escriba literal, se lo
pido:
—No entendí un carajo, sin embargo, no sé
por qué, casi me hago entre los chiros. En ese momento, menos que antes, no lo
iba a contradecir, tampoco a desobedecer. Él era el baquiano. Nosotros tan solo
unos tripulantes desafortunados, unos citadinos perdidos en aquella región enmarañada
y exuberante, plagada de costumbres vernáculas. Él estaba en su hábitat, en su
elemento natural, nosotros no.
Al volver a mirar hacia la Nissan Patrol, a unos trescientos o
cuatrocientos metros al frente, me di cuenta de que también se detuvieron ante
el desfile aéreo de los paujiles. Pero, no entendí la razón, en lugar de seguir
hacia nosotros, que era el derrotero que traían antes de aparecer las aves
aquellas, tomaron, muy de prisa, hacia el monte, como por entre una trocha
camuflada…
—¡Menos mal, ese es Walter, el comandante
del Frente 19! —, nos dijo el conductor del camión, reanudando la marcha
normal. Luego entró en un largo silencio.
Creo que lo alcancé a ver. Aquel
comandante guerrillero iba muy bien vestido, teniendo en cuenta el lugar.
Además, llevaba, incluido el conductor, como cinco escoltas, todos armados
hasta los dientes. Mi cabeza me daba vueltas. Sin embargo, pensé que era
inoportuno interrumpir el mutismo del conductor. Quería saber qué había pasado,
qué significaba la cosa con los paujiles, aves que hasta ese momento
desconocía. Igual, la razón por la cual aquel comandante guerrillero, de quien
solía oír historias terroríficas, así como toda su escolta fuertemente armada,
salieron despavoridos, como huyendo, por entre una trocha, buscando el monte.
Tal vez media hora después fue el mismo
conductor quien espontánea y locuazmente nos respondió, sin siquiera haberle
preguntado, todas y cada una de mis inquietudes, y las del piloto, como muchos
años después este me lo reconoció, ya en la ciudad capital.
El conductor nos explicó que aquella ave,
además de exótica y de ser una especie altamente amenazada, en vías de
extinción, allá en los Llanos Orientales, y entre más adentro con mayor razón,
gozaba de varias y muy populares supersticiones. Muy arraigadas, en especial en
los grupos al margen de la ley, por ende, en la guerrilla, los paramilitares y
las bandas de delincuencia común.
Historias, según nos dijo, al menos
acuñadas desde los años cincuenta, por la época de Guadalupe Salcedo, el
guerrillero liberal. Cuentan, nos dijo, que, al parecer, tras la amnistía de
aquel entonces, Guadalupe no le hizo caso a la Voz del Llano, es decir, al vuelo
agorero en bandada de los paujiles, la tarde antes de viajar hacia a Bogotá, en
donde lo emboscaron y mataron, según se especuló entonces, por orden del mismo
Gobierno.
Pero, que ese no había sido el único caso,
nos siguió contando aquel hombre de facciones rudas y ademanes vigorosos.
Enfatizó en que se rumoran muchos más episodios de esa naturaleza por aquellas
tierras, todos, eso sí, con las mismas tres características en cuanto a la
persona involucrada: estar al margen de la ley, en rebeldía o desacuerdo con el
sistema, haber visto en contravía el vuelo ruidoso de los paujiles, sin acatarlos,
con la consecuente muerte de alguno, o algunos, de los que vieron y desoyeron
su advertencia.
Nos detalló, mientras enfilaba su rumbo
llano adentro, enfrentando el horizonte ya vestido de poesía, nostalgia del
atardecer tropical, que el paujil, de por sí, poco volaba, menos en bandada y
tampoco con algarabía. Que cuando lo hacía su vuelo era bajo, de corta duración
y en forma horizontal. Enfatizó que aquellas aves solían estar solas, excepto
en épocas secas cuando se congregaban hasta con otras doce o quince para
apoyarse o, según la leyenda, para cuando era menester emprender su vuelo ruidoso
y premonitorio, que muy pocos, por aquellos sabanales, se atrevían a ignorar.
Por lo que, en las escazas oportunidades que se veían bandadas como esas, las
que se popularizaron con el nombre de: “La voz del Llano”, todo el mundo, no
solo le ponía cuidado, sino que seguía sus lineamientos. Que, por esa razón,
explicó aquel conductor de camión, Walter y su séquito de escoltas hicieron lo
que hicieron frente a nuestros ojos: Quedarse quietos durante el inesperado
desfile aéreo de paujiles, observar la dirección que estos llevaban, compararla
con la propia y, como era contraria a la de ellos, una vez dejaron de escuchar
su algarabía, girar a su izquierda y desaparecer. Que muy seguramente iban a
suspender lo que durante las siguientes horas tuvieran pensado o planeado hacer
por fuera de la ley, con rebeldía o desacato a la autoridad del sistema.
Concluyó el conductor que:
—De no haber sido por esta tan llanera
como oportuna aparición, los tres, en estos momentos, o no estaríamos contando
el cuento, o iríamos monte adentro cabresteados por la gente de Walter.
A
mí el tema ese me quedó claro, hermano. Nosotros pudimos seguir, toda vez que,
en primer lugar, los pájaros esos llevaban nuestro mismo rumbo: norte a sur, no
íbamos en su contra. Tan pronto los oímos y escuchamos nos quedamos quietos
hasta perderlos de vista. Además, no estábamos por fuera de la ley, mucho menos
en rebeldía. Nuestro pensamiento y único plan era ser rescatados, nosotros, y
el conductor: apoyarnos. En ese caso, esa vaina de La Voz del Llano sí que
funcionó, desde entonces me marcó. Aunque nunca más he vuelto a ver paujiles,
mucho menos en bandada.
Superado el susto seguimos llano adentro
hasta llegar a una casa en la cual el conductor se detuvo, les llevaba un litro
de Coca Cola y una bolsa con pan. Prosiguió, y tal vez unas tres casas más
adelante, finalizando un caserío, se encontró con un joven robusto y quien llevaba
un hacha al hombro. El conductor le dijo que le ayudara a cargar una madera. El
joven accedió, se subió al camión y se sentó a su costado izquierdo.
En señal de agradecimiento, solidaridad y
reciprocidad le dije al conductor que contara conmigo para cargar la madera. Me
miró y me respondió que tranquilo, que ellos lo hacían.
Eran la cuatro de la tarde cuando llegamos
a una casa. Mandó a hacer comida y salimos a buscar el primer montón de madera.
Aquel joven, el del hacha, de unos diecinueve años, movió unos bloques de
madera con gran facilidad. Intenté hacer lo mismo, pero no pude. El bloque que
menos pesaba era de 6 arrobas. Peso difícil de levantar para un tripulante de
avión, capaz sí de controlar una nave con el meñique de su mano derecha para
evitar una tragedia, con pérdida de vidas, incluida la propia.
El conductor, al comprobar mi imposible
deseo de apoyarlo, me dijo que no me preocupara, que me quedara tranquilo y
cogiera fuerzas para el regreso. Que en cuanto a la cargada de la madera ellos
lo hacían, que ese era su trabajo.
Además de recompensar el favor, mi
intención era agilizar el regreso.
En ese ejercicio de cargar la madera en el
camión nos dio más de las ocho y media de la noche. Al terminar fuimos a comer
y arrancamos, al fin, pasadas las nueve, rumbo a Puerto Gaitán, por la misma
vía que llegamos... Bueno, en parte.
Todos los caminos del llano son parecidos,
casi iguales, pero cada uno tiene un destino especial y diferente, por lo que
equivocarse, que es muy fácil, lo puede terminar llevando a donde usted ni se
imagina, o espera, o lo esperan.
De regreso nos encontramos un broche en la
carretera. Este tenía, sobre uno de los maderos que sostenían los alambres de
púas, un platón de aluminio. Por lo que le dije al conductor que aquella cerca
tenía parabólica incorporada, además, que por ahí no habíamos pasado de ida. El
conductor, sin asombro, sorpresa ni emoción distinta, se limitó a decirme:
—¡Es verdad!, pero continuemos.
Avanzamos y llegamos a una casa. Golpeó y
pidió agua para limpiar las farolas del camión. Estaban opacas por el polvo.
Luego, preguntó que por dónde era la vía principal. ¡Estaba perdido, hermano!
Le dieron algunas indicaciones que solo él entendió. Dio reversa y pronto
estábamos en lo que, supuestamente, esa sí era la principal, que, a mi juicio,
en nada se diferenciaba con las múltiples alternas que por todo lado abundan en
aquellos parajes, pero que, como ya le dije, hermano, solo ellos las conocen o
saben diferenciar.
De nuevo sobre la principal continuamos
hasta llegar a la primera vivienda en la que de ida les regaló la bolsa con pan
y una gaseosa. Escuché que la señora le dijo que, si se había encontrado con
Walter, quien andaba por esos lados. Le respondió que no, gracias a que se
habían perdido y desviado del camino.
—Menos mal, porque hace poco pasó por acá
y partió hacia allá, por donde ustedes llegaron… y anda como embrujado porque
dice que vio el vuelo de los paujiles, que volaban en su contra—, manifestó la
señora.
Cuando regresó al camión me preguntó si
había escuchado. Le respondí que sí.
—Dos disparos a quema ropa, y el mismo
día, por fortuna se les mojó la pólvora… Cero y van dos, ustedes están muy de
buenas, gracias a Dios—, afirmó.
A las doce de la noche estábamos pasando
por la casa, al lado de la pista en la que nos dejaron los secuestradores. A
las dos de la mañana cruzamos por El Salado. A las tres divisamos, lejos, los
reflejos de Puerto Gaitán.
Sentí una inefable sensación de melancolía
social. Suspiré profundo para disiparla, pero más se me aferró. Entonces, para
instar sacarla de mi alma acudí a la estrategia de distraerla con palabras. Le
pregunté al conductor que si ya estábamos cerca. Su respuesta fue:
—No, señor, queda todavía terreno por
devorar, pero mucho menos del que le faltaría si hubiera seguido en bicicleta.
El avance se hacía cada vez más lento por
las precarias condiciones de la vía, el peso del camión y su carga. Los
reflejos de las luces de Puerto Gaitán, me parecía, se iban alejando a medida
que avanzamos. El conductor me explicó que era por el trazado de la carretera,
ya que había que dar un inmenso rodeo para sortear ríos, montañas y, en
particular, fincas gigantescas, latifundios de algunos “amos de la patria” que
no dejaban pasar la arteria principal por sus tierras colonizadas.
En un momento mi mapa mental me hizo
sentir más cerca de Puerto López que de Puerto Gaitán. Así se lo compartí al
conductor, quien me respondió que eso era relativo, como en la teoría de
Einstein.
Cuando por fin llegamos al área urbana de
Puerto Gaitán el conductor nos llevó directo al batallón del Ejército. En la
guardia de aquella unidad militar les dijo a los centinelas:
—Aquí les traigo a unos aviadores que
fueron secuestrados en un avión y abandonados en la mitad de la nada.
Literal, mi hermano, literal, como puede
imaginarse. Nos dejaron en la mitad de la nada y a merced de La Voz del Llano.
Una vez nos bajamos del camión, aquel
conductor desapareció en cuestión de segundos. Algo mágico… o, quizá, producto
del cansancio acumulado, amangualado con la bendita ansiedad que nos hace ver y
hacer cosas extrañas. Desapareció tan pronto nos recibieron y se alertó al
comandante. Me hubiera gustado haberle agradecido ese mismo día por lo que hizo
con nosotros: ¡Salvarnos la vida!
De él, tiempo después, no solo supe que se
llamaba Luis, sino que la mamá del piloto, doña Rosa, lo ubicó y le obsequió,
durante un almuerzo, un fino y hermoso reloj. Por mi parte, durante un viaje
que hice a Villavicencio, logré hacerle llegar la caja de transmisión para su
camión, de tal manera que pudiera seguir trabajando por más tiempo. Esa vez él
me contó que muchos años atrás había sido agente de la policía.
Avisado el comandante del batallón de
Puerto Gaitán de la llegada de la tripulación del avión desaparecido se levantó
alarmado. Él, desde por la mañana, tenía la consigna de la pérdida del avión,
pero no la reportó a sus subalternos… me imagino, por cuestiones militares.
Pero, eso sí, y como dato chistoso, hizo que se levantaran casi veinte soldados
para que nos custodiaran y brindaran máxima seguridad, cuando ya estábamos a
salvo, y al interior de una unidad militar.
Solicité que lleváramos al piloto a
sanidad para que le atendieran la herida. Lo hizo un médico costeño. Cuando lo
vio, preguntó:
—Eche, no joda, ¿qué le pasó?
—Me pegaron un tiro — respondió el piloto.
—No joda, y esa vaina —replicó el galeno.
—En un secuestro.
Una vez curado el herido pedí un radio de
frecuencia variable para reportar la novedad a la capital. No hubo respuesta.
Llamé a la brigada de Villavicencio para que por microondas hicieran el enlace.
Necesitaba informar que estábamos en Puerto Gaitán. Sin embargo, por aquellas
cosas de los protocolos militares, me imagino, un mayor empezó a interrogarme
vía radio. Le dije que solo necesitaba que informaran sobre nuestra ubicación.
Cambié una y otra vez de frecuencia hasta
que, como a las seis de la mañana, logré enlazarme con el piloto del otro
Caravan de la misma empresa estatal de aviación. Por casualidad de la vida esa
aeronave también le fue decomisada a Rodríguez Gacha, El Mexicano, y entregada
bajo custodia a la empresa.
La misión de la tripulación de aquel
segundo Caravan, para ese día, desde las seis de la mañana, era salir a
buscarnos, encontrarnos y rescatarnos vivos o muertos. Les informé donde
estábamos y la condición médica del piloto. Luego, coordinamos para que nos
rescataran del batallón con sede en Puerto Gaitán.
Al llegar la comisión de rescate vinieron
los engorrosos procedimientos de demanda, situaciones legales y, posteriormente
en Bogotá, enfrentar al comité de recepción, a los inquisitivos periodistas, a
los amigos, a los familiares… Todos, sin excepción, nos miraban, nos veían y
tocaban como bichos raros.
Hermano, pero si usted creía que aquí
terminaba la aventura, se equivocó. Hay más.
El 20 de septiembre de ese mismo año,
1991, le avisaron a la empresa que el avión secuestrado fue visto en una pista
clandestina, en un sitio llamado El Dorado, área del Carurú. Por casualidades
de la vida yo estaba disponible ese día, por lo cual fui incluido en la
comisión de verificación y recuperación. No recuerdo con precisión quien me
dijo:
—Gilbert, al rescate.
Esta tripulación la integrábamos el piloto
y yo como copiloto multifuncional, aunque esta vez sin pasajeros. Nosotros
fuimos los que volamos de pasajeros entre El Aeropuerto Internacional El Dorado
y la base de Apiay. De ahí salimos escoltados por helicópteros Black Hawk hasta Granada, en el Meta.
Recuerdo que la tripulación de aquellas aeronaves artilladas estaba comandada
por un Capitán de apellido Gordo.
En Granada recibimos instrucciones para la
ejecución del operativo por parte de un coronel del Ejército. Una vez
informados y entrenados para la acción y el rescate, salimos rumbo a El Dorado,
en el Carurú.
Cuando llegamos se puso en marcha el
operativo: grupo avanzado de ablandamiento, penetración en el área, toma y
custodia de esta. Asegurada el área, el helicóptero en el que íbamos los de la
tripulación de rescate aterrizó.
Una vez en tierra fuimos a revisar el
avión. En efecto, era el 1120, aunque ya no tenía ese número de cola. Fue
pintado de blanco y estaba full de
combustible. Era evidente que había volado, y bastante, como lo verifiqué en la
lectura del horómetro y otros instrumentos que me lo dijeron.
Hermano, lo único que le digo es que voló
la cantidad de horas suficientes para los desplazamientos entre el lugar donde
se sabía que estaba Jacobo Arenas antes de morir y en donde se dice que murió…
Pero, le insisto, eso es ficción, lo que por ahí se escucha. ¡Habladuría de
gente sin oficio!
Al avión lo tenían fuera de la pista,
debajo de unos árboles talados. Teníamos que sacarlo de ahí. Como había llovido
durante la noche todo estaba enfangado. Factores que dificultaban moverlo con
motor prendido. Nos tocó apagarlo y empujar con el apoyo de unos soldados. Sin
embargo, como los tanques de combustible estaban llenos, sacarlo de allí, así
de pesado, era casi imposible.
Los helicópteros de vigilancia acosaban
por la demora. Estos se estaban quedando sin combustible, lo que implicaría
abortar la misión y regresar. Sin esa escolta era inseguro e inconducente
continuar con el rescate. Como último recurso, para poderlo empujar, decidí
quitarle peso botando buena parte de su combustible. En algo disminuyó la
carga.
Tras mucha diligencia y arrojo de los
soldados logramos ubicar el avión algo cerca de la cabecera de la pista. Nos
fue imposible poder llegar al final, por los pantanos que eran enormes, en los
cuales se enterraban las ruedas del tren de aterrizaje.
Sabíamos que necesitábamos más pista para
decolar, pero, ante los avisos de los pilotos de los helicópteros que
manifestaban estar al límite del combustible, decidimos hacerlo desde ahí.
Abordamos, lista de chequeo muy rápido, potencia al máximo…
El movimiento era lento como para alcanzar
velocidad de sustentación. Tocó sacarlo a las malas con toda la potencia
posible. Sin embargo, alcanzamos a rozar las copas de varios árboles.
Le cuento, hermano: “Se me subieron a la
garganta”. Qué situación tan difícil y peligrosa cuando vi que lo árboles se
nos venían encima. Pensé que no los íbamos a sobrepasar. Esa vez me dio más
miedo que el día del secuestro.
Ya en el aire, superado el inimaginable
despegue, mucho menos repetible, miré al piloto. Estaba pálido. Creo que yo
estaba peor. Pero, pensé: «Él al menos sintió en sus manos el rendimiento del
avión». Sabía, de alguna manera, que lo iba a lograr. En cambio, yo… eso de
solo ver y sentir la poca velocidad del avión, mientras que la maraña de monte
se nos aproximaba vertiginosamente… esa vaina, lo que sentí, no sé, hermano, si
usted lo pueda describir, porque yo no, solo lo sentí, solo lo viví... la
sangre hirvió en mis venas y el aire de mis pulmones quemaba mis fosas nasales.
Esa maniobra fue más jodida que lo que
experimenté el día del vuelo de los paujiles, los pajarracos que nos salvaron
de un encuentro inexorable y letal con alias Walter, allá, llano adentro.
Por fin, ruedas en el aire, comunicación
con los dos helicópteros de custodia…
Pero, no, ahí no terminó la zozobra.
Al revisar los instrumentos de navegación
verifiqué que estaban desfasados, como locos. La brújula magnética, por un
lado, giraba con movimientos desorientados. El RMI lo hacía a gran velocidad en
torno a los 360 grados. ADF no teníamos por la distancia a la que estábamos con
respecto a la radio ayuda más cercana. Le comuniqué la situación al piloto,
quien me dijo:
—Tranquilo, Gilbert, lo peor ya pasó, y
estamos vivos.
Para intentar calmarme me manifestó que
los helicópteros que nos escoltaban tenían sistemas poderosos y radares
mediante los cuales nos podían guiar, con seguridad, durante todo el camino.
Para probarlo, se comunicó con el líder de la escolta, con el capitán Gordo, y
le preguntó que si nos tenían ubicados. Respondió que sí, que nosotros íbamos
adelante de ellos.
Entonces, como ese era mi función, entré
en acción y les dije que en dónde, pues no los veía, además, estábamos atravesando
una nube muy densa. Les solicité que me ubicaran, fue cuando el líder nos dijo
que su equipo no servía, que él iba kavok
(visual), que había buen tiempo, con visibilidad limitada, pero, en
general, en condiciones para volar sin instrumentos…
Hermano, ¡nos habían pedido! Ninguno de
los dos helicópteros nos tenía ubicados. Nuestro equipo de aeronavegación
estaba fuera de servicio. Tocaba vuelo visual o visual… pero ¿entre nubes?, ¡tenaz!
Tocaba seguir volando, no había otra, y
agudizar la vista.
Seguimos hasta cuando vimos una carretera.
Abrí comunicación con el líder de los helicópteros de la escolta y le dije:
—Capitán, a la vista una carretera.
—Sígala ——respondió de inmediato—, que a
alguna parte los tendrá llevar.
La seguimos hasta llegar a un poblado. Lo
más visible e identificable era la torre de la iglesia. Se lo reportamos y
describimos al líder de la escolta. Nos preguntó que si la carretera pasaba por
un lado del caserío. Observamos y en efecto así era, por lo que se lo
confirmamos.
—Están sobre Calamar —nos dijo—, sigan la
carretera hacia el norte, esa los llevará a San José del Guaviare.
A San José del Guaviare, ¡qué casualidad!,
el destino de aquel 7 de septiembre, 13 días antes, en ese mismo avión, cuando
los secuestradores nos impidieron llegar.
Una vez aterrizados en San José del
Guaviare, escala técnica, ajuste de instrumentos, con inmediato decolaje rumbo
a la base cerca de Villavicencio.
A las cinco y media de la tarde, una vez
tocamos tierra, le dije al piloto:
—Hoy, pase lo que pase, no vuelo más. Tan
pronto me baje del avión me voy para el casino, pido una habitación en una de
sus barracas y ahí me quedo a dormir hasta mañana.
Así lo hice, parcialmente, salvo que, en
lugar de solicitar una habitación, tomé un taxi y me fui para Villavicencio.
Una vez en aquella ciudad busqué un hotel para quedarme esa noche.
Sabía que, si me encontraban, la orden era
llevar el avión a Bogotá. Había que mostrarle resultados a la prensa y al país.
Tal vez la fatiga, el desgaste y las condiciones de su tripulación eran
secundarios, intrascendentes.
En efecto, la orden era hacer escala en
Apiay y continuar hacia El Dorado, en Bogotá, en donde estaba preparada la
rueda de prensa. Al no ser encontrado esa noche, todo se pospuso para el
siguiente día.
A las ocho en punto de la mañana decolamos
hacia la capital.
Ese avión, el 1120, y otro similar,
también decomisado al narcotráfico, fueron entregados días después a la Fuerza
Aérea para mejorar la calidad y seguridad de su custodia, y así evitar
contratiempos como el de aquel 7 de septiembre de 1991, fue la justificación.
El nuevo número de cola que le asignaron
al 1120 fue el 5050. Yo fui a la entrega de esas dos aeronaves, uno en la base
de Melgar, Tolima, el otro en la de Rionegro, Antioquia.
Después de casi veintiséis años, los que
recuerdan el episodio, sin excepción, me miran… algunos aún me tocan como bicho
raro, además de preguntarme, cuando cuento la historia o se enteran de ella por
otras fuentes:
—¿Todo eso sí fue verdad?
Pregunta que me hace reflexionar, hermano.
Todavía más cuando me pongo a revisar las historias de vida, tanto la mías como
la Eduardo en el DC-6 en Apiay, la de Mauricio con sus inseparables amigas, la
del finado Varguitas en el F28 en Florencia Caquetá, la aún más cercana del
también finado Israel López en La Dorada, la del mismo Jorge con lo de Samper
en El Dorado, o las de Eliberto, con su tenacidad que le ha permitido vencer
todas las adversidades ensañadas contra sus vísceras… dándonos a cada momento
ejemplos de valentía, gallardía y coraje... y las de muchos más.
Entonces, mi hermano, pienso que lo que me
pasó, y a todos Los Aeroamigos, son retazos de la historia nacional. Historias
de vida vistas y sentidas hoy por el común de la gente tal vez solo como unas
fotos envejecidas del paisaje socio político de este país. Hechos aislados,
acaecidos allá… en esa lejana época, pero no por ello dejan de ser artera y
convulsionada verdad. Imágenes cada día más borrosas y raídas por su
manipulación y el consuetudinario olvido patrio, como el vuelo del paujil…
Este relato está disponible en Revista Latina NC
Relato entre la artera realidad nacional
y la fantasía de un pueblo que lo trastoca y olvida
todo,
basado en apuntes que me compartió Gilbert Trujillo
para que escribiera la historia y la publicara.