Con eso del cambio climático, la contaminación
ambiental, así como para evitar en cualquier momento otro periodo infernal de
cuarentena encerrado entre cuatro paredes en un conglomerado residencial, y una
vez la pandemia pareció dar tregua, decidí buscar un cuadro de tierra en un
pueblo algo cerca de la capital para construir una cabaña e irme a vivir allá
de manera alternativa. La idea no era desconectarme del todo de la vida
citadina, por lo del trabajo y los asuntos médicos y asistenciales que en el
campo suelen ser restringidos, complejos, cuando no inexistentes en algunos
casos. Por lo que para estos y otros menesteres es imperioso el vínculo y la cercanía
con la urbe.
Busqué, entonces, un pueblo en ladera, a menos de dos
horas del límite capitalino. Chirataura, nombre del villorrio al que fui a dar,
tiene la mayoría de los pisos térmicos tropicales. Desde el brumoso páramo, el
recalcitrante y quemante frío, el inconstante templado y hasta el huraño semi cálido.
Por lo que, como es obvio, goza de una variedad de tierras dedicadas a la explotación
de diversos renglones agropecuarios y últimamente a la vivienda suburbana,
¡casas dormitorio! Este uso es quizá el de mayor y dramática proyección en los
municipios ubicados en las inmediaciones de las grandes como atestadas metrópolis.
Pese al incremento del precio de la tierra, antes dedicadas solo a labores agrarias, que comenzó desde unos años antes de la pandemia y que se desenfrenó durante esta, y hasta ahora, me atrajo la oferta de un lote grande de casi cinco hectáreas, con un monto algo cómodo, a quince minutos abajo del poblado. Lo compré. Hasta entonces, como me dijo el vendedor y luego averigüé, allá solo cultivaban productos de la región, ni siquiera casa habitable tenía... aunque sí unas vistas espectaculares, tanto en los amaneceres como en los atardeceres, amén de ser paso y anidación de un sinnúmero de aves migratorias. Que fue lo que más me sedujo, fuera de la ganga en cuanto al precio.
Era el sitio perfecto para hacer la cabaña en un alto.
Pensé desde ese momento sembrarle árboles, jardines y huertos, así como trazar senderos
ecológicos para el avistamiento de aves en el resto del predio que, tiempo
atrás, fue deforestado casi en su totalidad para darle espacio a los
sembradíos. Aún eran evidentes las heridas que sufrió el que antaño fue un bosque
nativo que llegó a cubrir la ladera de aquel municipio, por ende, gran parte del
retazo de tierra que adquirí.
En mi pedazo de loma aún quedaba uno que otro árbol,
así como una mata de monte que persistía al fondo, en la parte más lejana, entre
peñascos, hondonadas y límite con otras propiedades. Pensé, cuando fui la
primera vez a negociar el lote, que la motosierra no llegó hasta ese lejano montecito
porque, al ser lo más quebrado, empinado y apartado del predio, era difícil y
nada atractivo, ni rentable, sembrar y luego cosechar algo por allá.
No estaba del todo equivocado en cuanto a la pervivencia
de aquella mata de monte. Por allá solo me asomé hasta cuando tuve las
escrituras a mi nombre y llevé a un ingeniero para que hiciera los trámites
respectivos para la licencia de construcción de la vivienda... mi añorada
cabaña campestre.
A diferencia de lo que pasa en la gran parte de la descapotada ladera, todavía más en los predios alrededor del mío, la mayoría todavía dedicados a la producción agropecuaria, la arbolada del risco de mi cuadro de tierra permanece fresca, no solo en invierno cuando es esplendorosa, también lo hace durante el atosigante verano... aunque bajo un atufo que acongoja mi hastiado espíritu citadino desde cuando me tropecé con la tan subcontinental razón de su verdor perenne.
Chirataura y toda aquella región es objeto inexorable
de los embates del clima extremo, más ahora que antes. Durante cerca de seis
meses hay lluvias copiosas que lo inundan y desbarrancan todo, además de
amenazar las cada vez más endebles y expuestas infraestructuras rurales, tanto las
públicas como las privadas. Todavía así, estos torrenciales son propicios y esperados
para los cultivos, ganadería y vida bucólica entre neblina, razón por la cual
los moradores soportan y capotean a su manera los embates del invierno y le
sacan beneficio.
Otra cosa es durante el duro verano, el resto del año.
Es cuando la tierra se cuartea y con ella los bolsillos campesinos flaquean ante
la insuficiencia del líquido vital. ¡Bendita agua!, chorrito disminuido que
dejan escurrir del páramo y que las autoridades, mediante el acueducto,
priorizan para el consumo humano, el doméstico. Por lo tanto, el agua para el
ganado y el regadío de los cultivos y las tareas de limpieza asociadas... sería
lo de mayor afectación, de no ser por la capacidad de sobreponerse a puño que
tienen los chiratauros.
A la salida del casco urbano, casi dos kilómetros arriba
de mi cuadro de tierra, las aguas residuales del pueblo son canalizadas a cielo
abierto por entre los linderos de los predios rurales. Un ramal de esa cloaca
nutre y ‘perfuma’ mi mata de monte en lo alto del risco.
—Desde ahí, patrón, por ser el borde de la pendiente —me dijeron informalmente cuando protesté ante las autoridades municipales de Chirataura por tal situación—, sus vecinos de las fincas de abajo hacen pocetas y conectan las mangueras que llevan esa sopa de agua hasta los sembradíos, no solo para irrigar las matas y limpiarle el barro a la papa que nos comemos y a la capital llevamos; también la usan para todo lo que se produce, sea menester y mueva la economía en las inmediaciones de su finca... Permiso que, de tiempo atrás, todos los dueños anteriores han permitido en aras del beneficio colectivo.
Mi pedazo de loma ahora está en proceso de lenta reforestación
en torno a la cabaña bonita que edifiqué en uno de sus altos. Desde su terraza panorámica,
en las tardes, no solo teletrabajo, también oteo el sol de los venados mientras
escucho entre los nuevos jardines y senderos la tonada del viento de oriente que
acompasa el romance de los pájaros, a la vez que saludo a los vecinos que entran
a mi finca, rumbo a la frondosa arbolada del risco. Lo hacen a diario para ir y
destapar las olorosas pocetas bocatomas y acomodar las mangueras aquellas, de
tal manera que durante el inclemente verano no les falte el insumo vital y
orgánico para los menesteres propios de sus cultivos y ganados, evitando, así,
que la economía lugareña flaquee y a todos nos afecte... ¡aún más!
El texto de este relato
de ficción social subcontinental está incluido en:
‘Canto Planetario Hermandad en la Tierra’
compilación de Carlos
Jarquín, páginas 170-173, volumen I,
HC Editores, Amazon.com,
2023.
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