Cuando por fin nos encontramos en
aquel Café Valdez y comenzamos a degustar, él su primer tinto americano y yo un
late aderezado con canela molida, soltó sin mayores filtros esta historia, entre
otras tantas que atesora y trae guardadas desde el orto del convulso s. XXI,
allá en los inexpugnables calabozos de su memoria.
Historia que, desde luego, por
seguridad nacional y personal de aquel egregio exfuncionario, también, de mi
pellejo, hice objeto del pincel de la transfiguración literaria subcontinental para
compartirla con ustedes y las futuras generaciones lectoras, de haberlas.
Desde luego que, como esta, en el
piélago histórico de su mágico país que alguna vez lo tuvo todo, menos, amor
patrio, son incontables las que hay por ahí y que muchos como él tienen
refundidas en sus molleras. Todas similares porque, como esta de las casi
noventa resoluciones, trascienden a nostalgia social, fotografía política de un
país simpar, condenado a repetir una, dos, tres y muchas veces su tragicómica historia
política.
—Mire, mi hermano —me dijo—, al
segundo cargo de la Agencia para la Investigación y el Desarrollo Integral del Agro,
la AIDIA, es decir, como subdirector general, llegué para impulsar su misión
social y funciones técnicas y científicas, gracias a mi formación profesional y
posgradual, a mi experiencia, así como a unos amigos de estudios y labores en oficios
anteriores en ese sector. Como te he contado.
—¡Claro!, lo sé.
—La AIDIA fue creada para eso, para
temas técnicos y científicos, en aras de hacer más productivas las tierras del
campo y mejorar los ingresos de los campesinos… no como escampadero ni para dobleces
politiqueros. Mucho menos, mi hermano, para triquiñuelas de papel, lo que
implicaba poner al poco personal de la entidad a cuidar fincas y activos
incautados a los malandros, además de exponer la integridad física y moral de todos.
—Pero ¿qué fue lo que pasó?
—El director de la agencia, unos días
antes de salir en comisión, dizque para asistir a un simposio internacional
agropecuario en África, razón por la cual yo quedaba encargado, me comentó
entre dientes que el alto gobierno estaba pensando en asignarle a la agencia
una función trascendental para el beneficio, no solo del país, en especial, del
sector. Porque, según él… o le dijeron que me dijera, catapultaría la
generación de ingresos agropecuarios, la inversión y la dinámica de la agencia
y del campo y cosas sueltas así.
—Hasta ahí suena interesante el tema.
—Pero nada concreto, hasta ese
momento. El director salió y yo asumí.
—Quedaste encargado. Una bonita
palomita, tal parecía.
—¡Encartado, fue la verdad! Yo asumí
el lunes. Al siguiente martes fui llamado a la casa del gobierno nacional. No
tenía ni idea sobre el tema de la agenda. Solo que tenía que asistir a una
reunión de alto nivel.
—De entrada, me hubiese generado
suspicacia.
—Me la generó, desde luego. Con mayor
razón, cuando al llegar a la sala de juntas, en pleno estaba el comité nacional
de gobierno. Es decir, todos los ministros y directores de las demás agencias.
El único que faltaba, presencialmente, porque estaba al teléfono, en alta voz,
era el presidente.
—Bueno, era de esperar que a
reuniones de ese talante asistirías, y no solo a esa, sino a otras tantas,
mientras estuvieras encargado de la dirección general, supongo.
—Se supone. ¡Pero no que en la
primera me quisieran coger de gancho ciego!
—¿Cómo es eso?, ¿qué paso?
—En síntesis, después de un discurso altisonante
por el altavoz, el presidente me dijo que la AIDIA se haría cargo de casi
noventa grandes propiedades incautadas para ponerlas a producir…
—¡Ah, carajo!
—Las tales propiedades esas fueron
incautadas a los peores criminales de esa época y en los lugares más recónditos
y peligrosos… ¡tierra de nadie!
—Entiendo su expresión de ¡gancho
ciego!
—La orden del presidente era que no
podía salir de esa reunión sin firmar las casi noventa resoluciones que
pusieron en ese momento frente a mí.
—¿Entonces?
—De manera diplomática le comuniqué
al mandatario y a todos que tenía que mirar cada uno de esos actos
administrativos y obtener el respectivo concepto del departamento jurídico de
la agencia, antes de estampar mi firma.
—Me imagino lo que pasó.
—Como era de esperar, el presidente
hizo sus consabidos berrinches, soltó unos cuantos madrazos y amenazas antes de
tirar el teléfono. Luego, fueron las miradas inquisitivas de los ministros y
demás directores de las agencias. De esa reunión salí con las casi noventa
resoluciones y se las pasé a jurídica… Allá estaban, aún, cuando el director,
mi amigo y colega, llegó de África hecho una fiera por haber desobedecido la
orden presidencial y el encargo principal que él me hizo.
—Me imagino, entonces, que él sí firmó
las casi noventa resoluciones.
—No, finalmente el gobierno repartió
las propiedades entre parlamentarios, políticos, amigos de unos y otros…
Algunos murieron o fueron asesinados por esto o aquello. Otros tienen procesos
penales delicados, fuera de los quince que están condenados. Aunque, también es
cierto, que varios se enriquecieron, llegaron a ser magistrados, ministros,
grandes empresarios… en fin, propio del folclor cultural nacional de mi país,
mi hermano.
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