viernes, 1 de diciembre de 2023

Casi noventa resoluciones

 

Cuando por fin nos encontramos en aquel Café Valdez y comenzamos a degustar, él su primer tinto americano y yo un late aderezado con canela molida, soltó sin mayores filtros esta historia, entre otras tantas que atesora y trae guardadas desde el orto del convulso s. XXI, allá en los inexpugnables calabozos de su memoria.

Historia que, desde luego, por seguridad nacional y personal de aquel egregio exfuncionario, también, de mi pellejo, hice objeto del pincel de la transfiguración literaria subcontinental para compartirla con ustedes y las futuras generaciones lectoras, de haberlas.

Desde luego que, como esta, en el piélago histórico de su mágico país que alguna vez lo tuvo todo, menos, amor patrio, son incontables las que hay por ahí y que muchos como él tienen refundidas en sus molleras. Todas similares porque, como esta de las casi noventa resoluciones, trascienden a nostalgia social, fotografía política de un país simpar, condenado a repetir una, dos, tres y muchas veces su tragicómica historia política.

—Mire, mi hermano —me dijo—, al segundo cargo de la Agencia para la Investigación y el Desarrollo Integral del Agro, la AIDIA, es decir, como subdirector general, llegué para impulsar su misión social y funciones técnicas y científicas, gracias a mi formación profesional y posgradual, a mi experiencia, así como a unos amigos de estudios y labores en oficios anteriores en ese sector. Como te he contado.

—¡Claro!, lo sé.

—La AIDIA fue creada para eso, para temas técnicos y científicos, en aras de hacer más productivas las tierras del campo y mejorar los ingresos de los campesinos… no como escampadero ni para dobleces politiqueros. Mucho menos, mi hermano, para triquiñuelas de papel, lo que implicaba poner al poco personal de la entidad a cuidar fincas y activos incautados a los malandros, además de exponer la integridad física y moral de todos.

—Pero ¿qué fue lo que pasó?

—El director de la agencia, unos días antes de salir en comisión, dizque para asistir a un simposio internacional agropecuario en África, razón por la cual yo quedaba encargado, me comentó entre dientes que el alto gobierno estaba pensando en asignarle a la agencia una función trascendental para el beneficio, no solo del país, en especial, del sector. Porque, según él… o le dijeron que me dijera, catapultaría la generación de ingresos agropecuarios, la inversión y la dinámica de la agencia y del campo y cosas sueltas así.

—Hasta ahí suena interesante el tema.

—Pero nada concreto, hasta ese momento. El director salió y yo asumí.

—Quedaste encargado. Una bonita palomita, tal parecía.

—¡Encartado, fue la verdad! Yo asumí el lunes. Al siguiente martes fui llamado a la casa del gobierno nacional. No tenía ni idea sobre el tema de la agenda. Solo que tenía que asistir a una reunión de alto nivel.

—De entrada, me hubiese generado suspicacia.

—Me la generó, desde luego. Con mayor razón, cuando al llegar a la sala de juntas, en pleno estaba el comité nacional de gobierno. Es decir, todos los ministros y directores de las demás agencias. El único que faltaba, presencialmente, porque estaba al teléfono, en alta voz, era el presidente.

—Bueno, era de esperar que a reuniones de ese talante asistirías, y no solo a esa, sino a otras tantas, mientras estuvieras encargado de la dirección general, supongo.

—Se supone. ¡Pero no que en la primera me quisieran coger de gancho ciego!

—¿Cómo es eso?, ¿qué paso?

—En síntesis, después de un discurso altisonante por el altavoz, el presidente me dijo que la AIDIA se haría cargo de casi noventa grandes propiedades incautadas para ponerlas a producir…

—¡Ah, carajo!

—Las tales propiedades esas fueron incautadas a los peores criminales de esa época y en los lugares más recónditos y peligrosos… ¡tierra de nadie!

—Entiendo su expresión de ¡gancho ciego!

—La orden del presidente era que no podía salir de esa reunión sin firmar las casi noventa resoluciones que pusieron en ese momento frente a mí.

—¿Entonces?

—De manera diplomática le comuniqué al mandatario y a todos que tenía que mirar cada uno de esos actos administrativos y obtener el respectivo concepto del departamento jurídico de la agencia, antes de estampar mi firma.

—Me imagino lo que pasó.

—Como era de esperar, el presidente hizo sus consabidos berrinches, soltó unos cuantos madrazos y amenazas antes de tirar el teléfono. Luego, fueron las miradas inquisitivas de los ministros y demás directores de las agencias. De esa reunión salí con las casi noventa resoluciones y se las pasé a jurídica… Allá estaban, aún, cuando el director, mi amigo y colega, llegó de África hecho una fiera por haber desobedecido la orden presidencial y el encargo principal que él me hizo.

—Me imagino, entonces, que él sí firmó las casi noventa resoluciones.

—No, finalmente el gobierno repartió las propiedades entre parlamentarios, políticos, amigos de unos y otros… Algunos murieron o fueron asesinados por esto o aquello. Otros tienen procesos penales delicados, fuera de los quince que están condenados. Aunque, también es cierto, que varios se enriquecieron, llegaron a ser magistrados, ministros, grandes empresarios… en fin, propio del folclor cultural nacional de mi país, mi hermano.

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