Celebrándole el cumpleaños a un
familiar en su casa de campo, otro de los invitados, de voz en cuello, contó varias
historias en menos de cuarenta minutos. Todas, al cual más, me parecieron
interesantes, aunque propias de sociedades subcontinentales, como esta en la
cual, en suerte, nos tocó vivir.
Cuando se despachó con la quinta
estaba dispuesto, por cortesía citadina, a escucharle esta y no más. Tenía
pensado, una vez aquel terminara, pararme y decirles a los anfitriones que
tenía que regresar temprano a la capital, antes de entrada la noche.
Nos contó que un paisano suyo trabajó
toda la vida de sol a sol, como una mula. Enfatizó en que aquel hombre, aunque
antes de los cincuenta tenía una inmensa fortuna, representadas en empresas,
fincas agrícolas, camiones y otras inversiones, jamás disfrutó la vida, casi
que ni salió del pueblo, por lo que no viajó ni se dio gusto alguno, diferente
a ver crecer su patrimonio.
—Todo para él fue mero trabajo. Ni
siquiera descansó los domingos ni días festivos, mucho menos, que se sepa,
celebró su cumpleaños ni los de nadie. Ni siquiera los de doña Julia, su mujer,
diez años menor que él. Todo lo que producía lo atesoraba e invertía para que
le diera mayor rendimiento.
—¿Tuvo hijos? —preguntó alguien.
—Dicen que cuando era joven a don
Pancracio lo pateó una mula en sus partes nobles —respondió el anfitrión del
ágape y paisano del narrador.
—Ella, durante los treinta años de casados,
pese a que su marido era el más acaudalado de la región —continuó el narrador—,
apenas tenía para comer y comprarse uno que otro chiro para Semana Santa,
cuando don Pancracio, hombre de fe y camándula, al fin se dignaba y le daba
unos reales para que ella estrenara el Viernes Santo. Él tampoco era mucha la
ropa que estrenaba y ni siquiera gastaba en médicos, menos, en remedios, cuando
le comenzó la maluquera que al fin se lo llevó.
—¡Increíble que ni para el médico ni las
medicinas gastara! —se me salió.
—Así fue, amigo —me respondió el
narrador—. Fue amarrado hasta cuando entendió que le quedaba poco tiempo de
vida, por lo cual, sabiendo que su mujer, no solo de verdad lo amaba, sino que
era al extremo católica y sumisa, la llamó y le compartió su última voluntad.
—Ni me la quiero imaginar —atiné a
decir—. Esta, ¿en qué consistió?
—Le dijo cuando sintió que se le
escapaba la vida: «Mujer, mi última voluntad es que en mi cajón me eche toda la
plata, hasta el último centavo. Me quiero llevar para el otro toldo todo lo mío
para tenerlo disponible. ¡Es mi última voluntad, Julia!». Al poco tiempo el
viejo estiró la pata.
—¡Inaudita la petición que le hizo su
marido! —dije, tomando partido, poco común en mí—. ¡Qué señor tan tacaño!
—Lo era, amigo, lo era. El viejo
sabía que su mujer, piadosa y obediente, además de sugestionada por su última voluntad,
se la cumpliría.
—Entonces, ¿la señora cumplió con la
última voluntad del difunto? ¡Inadmisible!
—Piadosa, obediente y sumisa, por su
puesto, vendió todo y se la cumplió… el único problema fue que, cuando tuvo
todo el dineral a su disposición se dio cuenta de que este no le cabría en el
cajón de su difunto y amado esposo.
—¡Obvio!, ¿entonces?
—Entonces, piadosa, obediente y
sumisa consignó toda la plata en una cuenta y pidió una tarjeta débito
compartida a nombre de don Pancracio.
—Disculpe, no entiendo... es decir, ¿le
incumplió la promesa de echarle toda su plata en el cajón?
—Nada de eso, mi amigo, en el cementerio, antes de bajar el cajón al hueco, la señora Julia lo hizo abrir, le puso la tarjeta en la mano del difunto y le dijo: «Mijo, con esta tarjeta, cuando por allá quieras efectivo, puedes retirar lo que sea y gastar lo que necesites.». Como puede ver, amigo, ella le cumplió la última voluntad al difunto.
Relato disponible en Revista Latina NC y en Vitrina de Libros Virtuales
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