miércoles, 31 de enero de 2024

Colibrí verde esmeralda

 


Desde hace unos quince años, tras cumplir los treinta, opté por ir cada mañana al parque del barrio, de 7 a 8, a dar unas cuantas vueltas al trote. Siempre finalizo con unos minutos de estiramiento en la zona de máquinas. Lo hago con regularidad, excepto cuando amanece lluvioso, tengo algo que hacer ese día o los cólicos me lo impiden.

No hablo con nadie, más allá de un esquivo y obligado «¡Hola!», cuando uno que otro hombre adulto me saluda, quizá por cortesía al coincidir en rutinas y lugares. Tampoco faltan otros que sacan a esa hora a pasear sus perros e intentan ser amables.

Solo durante la pandemia vine a percatarme de aquel… tal vez sesentón, aunque parecía más joven. Quizá se conservaba así por su estricta rutina diaria, me imagino que en ese y en otros lugares circunvecinos, porque no siempre iba al parque que frecuento. Era obvio que hacía ejercicios y estiramientos con regularidad y disciplina. Se le notaba en su contextura física y vigor a la vista.

Me causó femenina curiosidad porque, por algunos de mis evidentes atributos físicos jamás paso desapercibida a la mirada coqueta del común de los hombres, no solo de los que me encuentro en el parque cuando voy con prendas ajustadas que resaltan mis cualidades. Desde joven me sucede por doquiera, vaya vestida como vaya y adonde sea.

La excepción, al parecer, vendría a ser ese conservado y disciplinado sesentón, más cerca de la siguiente década que de la anterior. Llegué a pensar de todo, porque, me parecía que, al pasar por su lado, o él por el mío y así me plantara a unos metros delante suyo a realizar mis estiramientos, como que me ignoraba adrede. ¡Cual, si yo no existiese o estuviese ahí, a pocos metros de él!

Desde luego que no sería yo quien tomara la iniciativa de hablarle… ni siquiera de mirarlo, menos, de saludarlo.

¡Ni más faltaba!

Un día cualquiera, cuando terminé mi rutina y él solo iba por la mitad, como siempre, sin siquiera voltearlo a mirar, me dispuse a retirarme. Fue cuando suspendió el estiramiento, me miró, se acercó y me dijo:

—Disculpé usted, señora.

—¡¿Sí?!

—¿Alguna vez le han dedicado el trino o el canto de un colibrí?

 


—¡¿Disculpe?!

—Por lo general, señora, las personas se dedican canciones o poemas y se regalan flores o chocolates; pero nunca el trino de un pájaro, como el de ese pequeño colibrí verde esmeralda que todas las mañanas, cuando coincidimos en este parque, llega con su pareja y se posa en ese árbol seco o en aquel magnolio, así como lo hacen parejas de mirlas, copetones, tórtolas y otras aves. Este colibrí, cuando no es que le canta a su pareja su melodía de felicidad al seguir vivos, vuela raudo unos metros y caza algo en el aire. Luego, mire, va y se lo entrega en el pico a la colibrí que lo espera en la rama. Esta vuela hacia algún lado, tal vez hacia el nido, para llevarle el desayuno a su polluelo… puedo escuchar su algarabía y contento desde aquí.

—¡Sí! —no salía de mi sorpresa, agigantada por lo que le escuchaba al sesentón.

—Mire, señora, ahí regresó la hembra y el macho volvió a trinar, mientras sus ojos escudriñan el aire en busca de más insectos. ¿Los ve?

—Disculpe… sin gafas, a esa distancia, no alcanzo a ver bien.

—Entiendo… pero, escuche su canto.

—¡Sí!, ahora que pongo más atención… ¡sí, escucho el trino de los dos!


—Señora, excuse mi atrevimiento, le dedico ese trino. Cada vez que lo perciba, aquí o donde sea, tal vez se acuerde de mí.

Desde entonces… aquel agradable sesentón no ha vuelto al parque.

Las fotos de este relato son cortesía de la bióloga Marlene Enciso.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario