Hace algo más de media
centuria, en pleno centro de Bogotá, en un triángulo formado entre la carrera
9° con calle 17 (la oficina del maestro), la carrera 13 con calle 14 (la
emisora Radio Santafé) y la calle 17 con la misma carrera 13 (la pastelería
Tony), fui testigo exclusivo: vi, sentí y disfruté varios momentos cuando
el maestro José Alejandro Morales López estaba componiendo la canción: Me
volví viejo.
Oficina y pastelería ya no
existen. La emisora se trasladó de sede.
Por aquellas calendas
trabajaba con el insigne compositor Morales, el mismo de Pueblito viejo,
Campesina santandereana, Yo también tuve veinte años y otras
doscientas diez canciones más.
Mi principal obligación
laboral con él era casi periodística, tangencialmente literaria. Me
correspondía ir a recoger los comunicados de prensa del Palacio de San Carlos,
en ese entonces la sede del Gobierno nacional colombiano, ubicado en la calle
10 con carrera 5, dos cuadras arriba de la Plaza de Bolívar. De ahí, y de otros
medios, el maestro montaba las noticias que difundía en un espacio noticioso
(una de sus fuentes de ingresos, con lo que me pagaba) que tenía en la emisora
Radio Santafé.
El resto de tiempo lo
dedicaba a redactar y revisar sus composiciones, ahí, en su oficina. Por tal
razón, en un pequeño escritorio ubicado cerca del suyo, a menos de dos metros,
fui testigo privilegiado: lo escuché tararear la naciente canción, así como
maldecir, refunfuñar, corregir y vuelva a corregir en las amarillentas hojas de
un block aquellas inmortales estrofas, ¡toda una elegía a la vida!
Varias veces recogí del cesto
de la basura hojas arrugadas, desechadas, con bellos versos que nunca fueron.
Pero que, a mí, al leerlos, me parecían fascinantes… ¡obras maestras!
Fueron momentos inolvidables,
indescriptibles y literariamente contagiosos, lo reconozco, y se lo agradezco,
maestro Morales. Su fugaz e invaluable presencia en mi temprana juventud
apalancó mi espíritu de escritor. Esos pocos meses bajo sus austeras órdenes, y
esta sentida canción en especial: Me volví viejo, entre todas sus
mágicas composiciones, marcaron mi derrotero. En especial ahora, en mi vida
adulta, más de media centuria después.
En las noches, luego de
terminar el radio periódico, solía encontrase con el prodigioso maestro Jaime
Llano González en la pastelería Tony. Establecimiento de propiedad de un
paisano suyo, algo mayor que él. Era don Antonio Moreno, quien, por encargo (de
esto no estoy seguro, no lo pude comprobar) le habría pedido que escribiera y
grabara ese tema para una dedicación. Don Antonio tenía una hermosa novia, la
señorita Necha, unos veinte años, o tal vez más, menor que él. Pero ella
como que no se decidía a formalizar la relación… «¡Tal vez por lo viejo!», le
escuché alguna vez al novio decírselo a su paisano y contertulio. Lo
cierto fue que aquella bella dama nunca se fue a vivir con él, nunca se decidió.
El enamorado murió solo, sin ella, poco después de hacerlo el maestro Morales
el 22 de septiembre de 1978.
Para cuando acaeció la
irreparable pérdida del egregio compositor, yo estaba en las huestes del Estado,
a su servicio, más precisamente en la Fuerza Aérea Colombiana, en el grupo
de los Aeroamigos 52-22.
Laboré con el maestro Morales,
pues mi madre, a su vez, era la repostera de la Tony, por lo que lo
conocía y le solicitó trabajo para mí. Como mi jornada terminaba a las 6 de la
tarde, siempre me dirigía hacia la pastelería, a cinco cuadras de la oficina, a
esperarla. Ella salía sobre las 7:30 pm.
Por ello, en ese lugar fui
disimulado testigo de otras tantas infidencias inherentes a la composición de
esa canción. Tan pronto terminaba el radio periódico, sobre las 6:45 p.m., el
maestro Morales solía ir a encontrarse con su paisano y amigo en la
cercana pastelería Tony. Allá, junto con el gran e irrepetible Jaime Llano
González, dueño de unas virtuosas manos con las que interpretaba el
piano, hablaban del avance de la canción, discutían, le hacían
correcciones, ajustes musicales… Los que, al siguiente día, en su oficina, y
conmigo como mudo, único e imperceptible testigo, volvía a tararear,
maldecir, tachar, borrar, corregir, arrugar hojas y botar. Y yo a recogerlas, a
desarrugarlas, a leerlas con avidez literaria y a guardarlas dentro de un
cuaderno, como un tesoro, una vez él salía y se iba.
Creo que una veintena de esas
amarillentas hojas las cargué, al menos durante diez años, hasta cuando en
algún trasteo se esfumaron. Por lo que solo me quedó aquel perfume de flor
de cera impregnado en las fosas nasales de mi inspiración.
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