miércoles, 31 de marzo de 2021

La promesa

 


Cuarenta y tantos años llevo casado con Eduviges Alcira Dávila. Desconocía, entre otras tantas, esta interesante historia de su bonita infancia, ¡más no por eso fácil! Tal parece que fue una época dura, razón por la cual, quizá, casi nunca me habla de su niñez, mucho menos de las afugias por las que atravesó. Jamás se le hubiese ocurrido contármela de no haber sido por la pataleta que un niño les hizo a sus complacientes y aturdidos padres allá, en el centro comercial donde solemos pasear luego del café en Juan Valdez.

Después de tanto tiempo, de varios hijos, así como nietos, y algunos otros esquivos logros como para mirar y afrontar con algo de menor incertidumbre ¡el tercer tercio de nuestras vidas!, una o dos veces a la semana nos escapamos para ir a tomar un late con café de origen, tras lo cual miramos vitrinas hasta la hora del almuerzo. En ese trajín estábamos cuando pasamos por un amplio pasillo en el que hay un reconocido almacén de bolsos. Al ser temporada escolar, para los de calendario B, el tema de libros, cuadernos, útiles y complementos similares estaban al orden del día por todas partes. Los padres de familia, angustia en cara por los elevados precios de todo, justificado por el Gobierno dizque por la imparable alza del dólar, iban de aquí para allá con listas, paquetes y, desde luego, con sus respectivos muchachitos, quienes la siguiente semana regresarían a las aulas a comenzar un nuevo año escolar.

—Pero, papito —le dijo la joven madre, suplicante, casi llorando, a su encolerizado hijo, tal vez de cinco o seis años. Este, en la puerta del local, se revolcaba en el piso, gritaba y daba puños y patadas, impidiendo el ingreso y salida de clientes—, entiende que ese morral no es para niños, es muy grande para ti…

—¡No!, quiero ese…  ¡o los demando! —sentenció el mocoso.

—Mira, hijo —intervino el joven y aturdido padre, tratando de mediar—, hay unos más acordes con tu edad, estatura, necesidades… ¡y con figuras lindas como para un niño como tú!

—No, ¡quiero el de los invencibles y malvados Superhéroes de las Tinieblas!

—Hijo, ¿y por qué ese? —preguntó alguien del público que se comenzó a juntar alrededor del lugar.

—Porque a esos superhéroes, ¡mis ídolos!, nadie les gana… y tiene bolsillos para ocultar armas secretas con las que puedo aniquilar a la humanidad…

Mi señora y yo decidimos perdernos el final de la historia. Aunque intuíamos que aquellos jóvenes padres terminarían doblegados y haciendo la ‘santa’ voluntad de su crío. Absortos continuamos por el largo pasillo en dirección a la salida dispuestos a refugiarnos en nuestro apartamento ubicado cerca de ahí. Nos fuimos recordando cuando les comprábamos las interminables listas a nuestros hijos.

—Ninguno nos hizo, ¡jamás!, una pataleta similar —atiné a decirle.

—Así nos la hubieran hecho —me respondió—, además de su coscorrón, les hubiese tocado conformarse… como lo hicieron, sin necesidad de pataletas. “El mono sabe en qué palo trepa”, ¿o no, viejo?

—Aunque a veces nos pedían marcas específicas —le respondí.

—Lo hacían, sobre todo las niñas, cuando en el colegio sus compañeras aparecían con tal o cual cuaderno, lápiz, esfero, borrador o cartera, de una u otra marca diferente y más costosa que las normales, de las que casi todas las demás usaban —me respondió Eduviges Alcira—. Al final se les pasaba y terminaban usando lo que les dábamos... como lo hice con mi primera mochila escolar cuando era niña, allá, en mi pueblo.

Entonces, me contó la historia de su primera maleta. Creo que con nadie la compartió antes. Era uno de sus más caros secretos de su infancia y que guardó en su alma por más de cincuenta años con femenino recelo social y afectivo. Quizá el que le marcó su personalidad y destino… tal vez.

—Ese niño me hizo acordar de mi primera mochila cuando fui a la escuela —comenzó a dejar salir tal reminiscencia infantil—. Tenía siete años, casi ocho… en ese entonces solo ponían a estudiar a los niños, si había con qué, «una vez entrados en razón», decía mi papá, según él, tras cumplir los siete.

—Así es, mi amor —le respondí—, en mi pueblo decían que solo después de cumplir esa edad uno adquiría ‘pleno uso de razón’.

—A lo largo de mi vida he visto a muchos que jamás lo adquieren, por más años que cumplan… ni siquiera cuando llegan a viejos y vuelven a ser niños y peores a ese malcriado que acabamos de ver en el almacén de morrales.

—Mujer, por estos torcidos días la humanidad prefiere andar sin luz ni guía, de tumbo en tumbo entre la lobreguez de la ignorancia. Tal vez a los humanos les han cocinado el seso en ese sentido, convirtiéndolos en tristes y alelados subproductos consumistas, y desde la cuna. Pero, bueno —le dije para que continuara con la historia—, entonces…

   —El primer día de clase fui a la escuela con un pedacito de lápiz que mi papá me prestó y un cuaderno usado, con algunas hojas en limpio, que mi tía Encarnación me regaló… los llevaba en la mano. Las otras niñas se aparecieron con más útiles y maletas escolares relucientes. Casi todas iban estrenando zapatos, uniformes, delantales, cuadernos, colores, lápices y, desde luego ¡maletas!

—Y… ¿qué pasó? —le pregunté con un tarugo en la garganta que casi no me dejaba respirar, ni siquiera tragar saliva, a tal punto que la invité a sentarnos en una de las bancas del centro comercial, frente a la heladería de un famoso restaurante nacional con nombre, marca, logotipo y lema en inglés, el cual funcionaba en el primer piso y en donde se hace cola desde temprano para conseguir mesa.

—Como te he contado —me dijo una vez nos sentamos—, mi papá aprendió, además de escribir y leer, sastrería y peluquería durante la prestación del servicio militar. Por esos oficios, cuando regresó al pueblo, ya con libreta de reservista, se convirtió en un gran partido para las jóvenes casaderas, entre las que estaba la que sería mi madre. Ella le ganó la partida a una prima y a otras tantas paisanas… casi todas de la misma edad de mamá: ¡catorce años!

Hizo una larga pausa. Parecía estar mirando hacia el pasado. Por unos segundos guardé silencio. Al notar que seguía absorta fui a la heladería y le compré un delicioso cono con frutos rojos, del que sabía que más le gustaba, y se lo llevé. Al recibirlo, no solo comenzó a degustarlo, compartiéndome entre chupón y chupón, sino que continuó con la remembrada narración.

—Mamá y papá, además de comprar algunos cuadros de tierra en el campo, donde pastaban vacas, cuidaban gallinas y sembraban parte de los productos agrícolas que consumíamos, y algo vendían, pusieron una tienda multifuncional en el pueblo…

—Multifuncional… —la interrumpí. Recordaba, cuando fui a su pueblo a pedirles la mano a sus padres para casarnos, que ese establecimiento era algo menos que una tiendita pueblerina, siendo la alcabalera cerveza el producto de mayor salida, y casi único—. ¿A qué te refieres con esta expresión?

—Fuiste y conociste a mis padres, y la tienda, en un enero; para unas fiestas de Reyes, que también son las patronales… por lo que solo los viste vender cerveza.

—Así fue, amor, del 4 al 7 de enero de 1980 —le confirmé—. Estaban en plena celebración, con corrida de toros. Jamás olvidaré que uno de esos se escapó del encierro y hubo inmenso revuelo por todas las calles… hasta cuando lo enlazaron y llevaron de nuevo al corral.

—Esa vez corriste despavorido y te encerraste en el baño de la tienda…

—Con esa gritería que hubo… estaba en la calle cuando la gente alborotada pasó diciendo: «¡Toro, toro!, ¡ahí viene!, ¡ahí viene!»

—Pero el animal aquel ni siquiera pasó por la calle en donde quedaba la tienda y estabas tú parado en la puerta, antes de emprender carrera rumbo al baño…

—Bueno, lo reconozco: sí, me dio un susto ni el macho… pero, por qué dices que aquella tienda era multifuncional —le insistí para desviar lo de mi penosa anécdota y retomar el hilo inicial.

—Allí funcionaban la panadería de mamá, así como la peluquería y sastrería de papá, además de la venta de cerveza y víveres, que era lo que más consumían mis paisanos los sábados y domingos. Entre semana producían amasijos en un horno de leña, en especial panes de maíz, cucas, galletas y mantecadas, que era lo que más se movía.

—Recuerdo aquel horno… estaba ubicado en el patio trasero de la casa.

—Sí, a mí me tocó, ¡muchas veces!, prender la leña del horno y mantener la brasa, cuando no era con una sopladora de esparto, lo tenía que hacer a punta de pulmón. Por eso debe ser lo de la EPOC, según el médico que me la diagnosticó hace unos años…

—El mismo que te recetó de por vida los inhaladores…

—Sí, dizque para que no me falte el aire cuando me fatigo y evitar problemas serios más tarde… como me lo dijo, ¡muy serio!

—Y es mejor hacerles caso a los matasanos, para eso estudiaron… Pero, bueno, me estabas explicando lo de la tienda multifuncional.

  —Al ser tan poquita la venta de cerveza, víveres y amasijos, y escasos los ingresos, la mayoría al fiado, mi papá, en su máquina Singer, ahí mismo, también hacía costuras, en especial de pantalones y camisas para hombre. Además, peluqueaba y afeitaba a la gente del pueblo, así como a los campesinos. Los sentaba sobre una canasta de cerveza y los motilaba. Tenía una barbera y una tira de cuero que le servía para sacarle filo.

—Ahora capto lo de tienda multifuncional —le manifesté, mientras le dábamos lengüetazos finales a los residuos del cono y mordiscos a su humedecida envoltura de galleta—. Me imagino que todo este rodeo tiene que ver con el tema del lapicito, el cuaderno usado que te regaló la tía Encarnación y tu primera mochila escolar…

—Así es —me confirmó, parándose, una vez desapareció la última borona de la envoltura del cono en su boca—. En mi familia, por lo menos durante mi infancia, sin saberlo a ciencia cierta, y hasta cuando salí a los trece para el internado en el pueblo vecino, la falta de dinero para satisfacer las necesidades básicas estuvo a la orden del día.

También me puse de pie, la tomé de la mano y continuamos el recorrido rumbo a la escalera eléctrica para bajar al primer piso del centro comercial, frente a la entrada número dos, la más cercana al cruce de la inmensa avenida Ecuménica, a cuyo costado occidental queda el conjunto residencial donde vivimos.

—Como te conté un día —prosiguió su narración—, mi papá usaba lápices para tomar las medidas de las costuras que le encargaban, así como para llevar la lista de los clientes que le sacaban fiado. Lo hacía en pedazos de papel que iba amontonando en un cajón del mostrador de la tienda. Arrume que cada vez era más grande…

—Amor, ¿él no usaba cuaderno para llevar esa lista de deudores?

—No, ¡decía que eran muy caros! Motivo por el cual no me quiso… o tal vez no tenía para comprarme uno para que llevara el primer día de clases. Fue cuando apareció mi tía y me regaló aquel pedazo de cuaderno usado que tasé e hice alcanzar por casi medio año…

—Entonces, ¿de dónde salió el lapicito?

—Era el que papá tenía en uso en la tienda… y como las costuras para esos primeros meses del año escaseaban, dijo que me lo prestaba, pero se lo tenía que entregar todas las tardes y los fines de semana, por si llegaba algún trabajo de esos, así como para anotar los fiados del día.

—Dime… ¿cuánto tiempo te duró ese pedacito de lápiz?

—Como a la semana, después de que papá me diseñó y elaboró mi primera maleta, el alcalde les repartió a los pobres unos paquetes escolares con cuadernos, cartillas, colores… Uno de esos lo recibió papá, con la condición, tengo entendido, de que tanto él como mamá y mis tíos tenían que votar por un determinado candidato presidencial.

—Me imagino que ahí sí estrenaste lápiz y le devolviste el pedacito…

—Papá guardó el lápiz nuevo y solo hasta cuando el pedacito se hizo muy pequeño para cogerlo decidió usar el otro… pero lo partió en dos, le sacó punta a una mitad y la otra la volvió a guardar. Esa primera mitad también se hizo muy pequeña después de medio año de uso, entonces, le sacó punta al otro pedazo y me lo dio.

—Espera… espera —la interrumpí, arrobado por la historia. Estábamos parados en el separador de los cuatro carriles mientras el semáforo cambiaba y nos daba paso—.  Para que no se me pase… entendí lo de los lápices, tanto del primer pedacito como del nuevo, ¿dijiste que te diseñó y elaboró tu primer morral escolar?, ¿cómo fue eso?

Pero ella solo reanudó la historia una vez “a salvos” al otro lado de la vía, cuando terminamos de cruzar los otros cuatro carriles vehiculares, y dos más, sobre el andén, estos últimos para bici-usuarios. Cruce obligatorio por la concurrida cebra de la ruidosa y riesgosa avenida Ecuménica. Riesgosa, no solo porque al pasar por ahí, ¡a falta de otra alternativa!, hay que cuidarse de uno que otro conductor de vehículo que suele ‘comerse’ el semáforo en rojo, o hacer el giro prohibido. También, hay que estar al tanto en el andén de algunos más que imprudentes e irresponsables ciclistas, motociclistas y gente en patineta; con estos los peatones tienen que compartir acera. Unos y otros, en sus desaforados afanes citadinos, no les importa llevarse por delante a quien sea, casi siempre a transeúntes desprevenidos. Por supuesto, maniobras todas estas, sin perder de vista a los infaltables amigos de lo ajeno, abundantes y descarados en ese sitio.

    —Como te dije, al contarle a mi papá que las otras niñas de la escuela, casi todas, llevaban sus útiles en maletas, y que la única que no tenía era yo, me dijo que pronto me iba a resolver ese asunto… Yo creí que me iba a comprar una de las que vendían en el almacén y miscelánea de don Paco Huertas; o que la encargaría al pueblo vecino…

—Pero, mucho mejor, te diseñó y elaboró una…

—A esa edad, ¿cómo me iba a imaginar lo que tenía pensado hacer mi amado padre? O no entendí, tal vez, como tampoco nunca le entendí, hasta mucho tiempo después, casi ya una vieja… varios años después de casada contigo, lo que mamá me trataba de decir cuando me enviaba sola del pueblo a la casa de la finca y de regreso, a llevar o traer algo… a casi dos horas de camino por aquellas veredas solitarias, muy poco transitadas.

—Luego, ¿qué te decía?

—Siempre me advertía con estas palabras: «Vaya hasta la finca, lleve esto o traiga aquello… pero, eso sí, por el camino, rapidito, nada de nada con nadie, mucho cuidado con distraerse y resbalarse con cualquier pedazo de palo o roca que se le atraviese por ahí…» Me imaginaba que tenía que ir rápido, sin hablar con nadie ni distraerme en absoluto. Por suerte nunca me pasó nada malo. Ya aquí en la capital, al escuchar noticias de violaciones y otras cosas horribles que les hacen a los niños en este país de enfermos del alma, en especial a las niñas, tanto en ciudades como en pueblos y veredas… vine a descifrar la preocupación y advertencias de mamá. Así me pasó con lo que quiso decir papá cuando anunció que él me iba a resolver ese asunto, el de la falta de maleta…

—Pero, te lo resolvió, ¿o no?

—Además de ingenio, mi papá tenía respuestas y soluciones, como fuera, para todo. Por lo que para lo de la maleta que necesitaba para llevar mis útiles a la escuela echó mano de sus habilidades de sastre, tal y como lo aprendió cuando prestó el servicio militar.

—Me tienes intrigado… ¿qué se le ocurrió?, ¿qué hizo mi suegro?

—Cogió un costal de fique... de esos en los que le llevaban la harina para los amasijos, lo abrió y con el mejor lateral, el menos desurdido, me diseñó una mochila, con tapa y colgaderas que elaboró con cordones gruesos que a la vez hizo con las otras partes del costal.

—Bueno… —intenté decir algo. Pero no me salió nada. De nuevo el bendito tarugo en la garganta, reseco y amargo, así lo sentí, me lo impidió.

En ese momento el portero del conjunto nos abría, con gran diligencia, la puerta para que ingresáramos. Lo saludamos, le dimos las gracias y nos subimos al primer ascensor que llegó. Una vez en su interior ella prosiguió el relato.

—En ese momento me sentí humillada… pero ahí mismo se me pasó.

—Me imagino que la genialidad de tu padre te hizo reaccionar…

—Tal vez no fue eso… ahí descubrí y sentí que éramos pobres… ¡muy pobres! Sí, fue cuando lo entendí. Por lo que se la recibí sonriendo, lo abracé, besé y agradecí. Al siguiente día, orgullosa, la llevé a la escuela, con mis útiles escolares adentro… y a cuanta niña o profesora que me preguntaba por la maleta de costal, la mayoría con intenciones de burlase, le repetía las palabras que mamá me dijo, tal vez a título de consuelo al ver mi primera reacción, o de apoyo para mi papá: «Es un morral exclusivo, ¡único!, que solo usted tiene por aquí». Desde ese momento nadie volvió a molestarme, tampoco a preguntar nada al respecto… algunas compañeritas me pedían que se lo prestara y dejara usar por unos momentos. Tengo entendido que varios papás le solicitaron al mío que les hiciera unos iguales para sus hijas…

—¿Tu papá qué les respondió? —le pregunté, sintiendo que el alma me volvía al cuerpo.

—Muchos años después mi mamá me contó que papá a todos les dijo que ese diseño singular solo era para su amada hija.

Al ingresar al apartamento, en el último piso de aquella torre, no sé por qué, pero me sentí aún más orgulloso de mis suegros, y mucho más tranquilo con el desenlace, hasta ahora, de aquella historia. Incluso olvidé lo del muchachito aquel en la puerta del almacén de morrales en el centro comercial. Me senté en el sofá, con vista espectacular hacia el sur de la inmensa y contaminada metrópolis, mientras ella me sirvió una limonada por la resequedad que me escuchó minutos antes. 

Eduviges Alcira, luego de servirme la bebida, se puso el delantal y comenzó los preparativos para el almuerzo. Mientras deleitaba aquel refresco, sin siquiera pensarlo, quizá por el nefasto efecto adictivo de la desencaminada tecnología, cogí el celular y abrí alguna de sus aplicaciones. Revisé las redes y luego pasé al WhatsApp familiar… para mi sorpresa mayúscula encontré un mensaje de mi hija, la intermedia, con la foto de uno de nuestros nietos. Este llevaba sobre su espalda un inmenso morral que le llegaba hasta las corvas. «Hola, familia… esta es la maleta que Adrián Asdrúbal quiere que alguno de sus tíos o abuelos le regalen para este nuevo año escolar que comienza el próximo lunes. La referencia es: Superhéroes de las Tinieblas…», era parte del mensaje con el que mi hija acompañó la foto de mi nieto. Volví a sentir el mismo tarugo en la garganta, por lo que tragué el último sorbo de limonada y llamé a Eduviges Alcira. Cuando se acercó le pasé el aparato.

Ella, intrigada por la lividez de mi faz, me recibió el celular, fue y buscó sus antiparras, se las colocó, miró y leyó con pasmosa tranquilidad. Luego, clavándome esa mirada con el tácito mensaje de: «lo que dice el viejo siempre es verdad, así a nadie le importe o le hagan caso», me comentó cariñosa, como para darme ánimo y espantar la mortuoria lumbre de mis mejillas:

—Aunque suene a frase de cajón, Pompilio Roberto Andrade, “todo tiempo pasado fue mejor”, ¿no te parece? Tal vez por eso, ahora, después de vieja, solo escucho o le pongo cuidado a lo que me hace feliz —me acarició, devolvió el celular, besó en los labios y se regresó a la cocina para continuar con la preparación del almuerzo casero. Ese, el de la femenina sazón de mujer enamorada que tanto me gusta disfrutar después de pensionado. El mismo que extrañé de lunes a viernes durante casi cuarenta años cuando me tocó remplazarlo por los potajes que compraba en restaurantes cercanos a los sitios donde trabajé y mi juventud y adultez temprana derroché.

—Mujer —le compartí—, tengo que confesarte algo…

—Dime, ¿con qué me vas a salir?

—Ahora, más que nunca, solo me importas tú. A tu lado aprendí, y a diario con agrado lo refuerzo, que la felicidad no depende del material con el que esté hecha la mochila en la cual carguemos los útiles materiales para cumplir con la rutina diaria y los deberes que nos pone la maestra que es la vida, sino en tener una compañía diáfana, sencilla, fiel y alegre como tú; con quien pasé y disfruté los mejores momentos de mi juventud y primera adultez, y con quien tan solo quiero estar, cogiditos de la mano, tomando café, cuando nos llame y lleve a los esteros del olvido el sol de los venados… te lo solicito, y esta es mi promesa, amor.

Ella, en la cocina, me volteó a mirar sonriente, como cuando en un anochecer de agosto del 76 me cautivó al topármela por casualidad en una calle del barrio Santander. Entonces, me dijo:

—También la mía, viejo, también la mía, y tú lo sabes.

Luego, me empacó y envió un beso en las alas de la esquiva coquetería del amor sincero de la vejez, sellando de esa diamantina manera nuestra promesa para cuando nos llegue aquel mágico día, el de los adioses camino al jardín de los olvidos. 

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