Ese día tenía el segundo control de endodoncia,
como me lo recordó la agenda de la aplicación de mi celular cuando me desperté al
amanecer. Decidí ir y volver a la cita en taxi. Con el paso del tiempo me
incomoda más conducir por la ciudad atafagada, cual selva de cemento, contagiada
de nostalgia social, por ende, con cada vez más personas poco y nada civilizadas,
apartadas de la racionalidad de la cual nos ufanamos.
En la esquina del conjunto abordé un taxi. De
ahí al consultorio suelen ser veinte minutos, máximo treinta, según el tráfico.
Puede llegar a ser más, dependiendo del clima social del momento. Por eso iba
con casi dos horas de anticipación.
Por la forma educada como me saludó y preguntó
mi destino, me percaté de que el conductor, bien vestido, era todo un personaje:
«Tal vez por la edad... un poco mayor que yo, y hasta pensionado también debe
ser, por lo que se distrae manejando taxi para no aburrirse en casa...», pensé
con sorna.
—Muy gentil, señor —le respondí mientras me
acomodaba en el asiento posterior, costado derecho, para tener mejor acceso a
la conversación que, con toda seguridad vendría—, me puede llevar a la Clínica
Odontológica de la EPSS Sanamos, por favor.
—Con inmenso placer, caballero, ¿alguna ruta de
su predilección, o nos guiamos por la aplicación?
—¿Cómo está el tráfico?
—Algo complicado, por las lluvias de este
octubre... debido al cambio climático, además del aumento de carros, motos,
ciclas y gente afanada, por demás estresada por todo y por doquier.
—Entonces, por favor, lo que diga la aplicación...
¡para eso existe!
—Eso es verdad —respondió el conductor,
mientras programaba su celular con la información que le suministré.
De ahí al destino y siguiendo la mejor ruta que
arrojó la búsqueda, con atajos y demás trucos que indicó el navegador digital
de su dispositivo, serían treinta y ocho minutos, por lo que el conductor, tal
vez para distraerme y hacer menos tedioso el viaje, me soltó uno tras otro, varios
temas que capturaron mi atención y fascinación. Razón por la cual, apenas
opinaba o respondía con un «¡Ajá!», o un: «¡Muy interesante!», así como con
otras tantas interjecciones que me bulleron durante esos treinta y cinco
minutos que al fin y al cabo duró el recorrido, debido a los charcos, trancones
e indisciplina social subcontinental.
Tal vez por los temas entreverados que me
compartió de manera más que hilada, propio de un experto en cada cosa que
exponía aquel sesentón, solo fue hasta cuando estuve frente a la clínica, ya
con un pie en el piso, mientras le pagaba el servicio, que se me ocurrió
preguntarle por su verdadera profesión. Lo hice, porque su lucidez y dominio al
respecto para nada encajaban con su rol de taxista. Fue cuando me soltó en un
santiamén el atado que impresionó, aún más, mi imaginación literaria.
El primer tema que abordó don Aristóbulo
Roldán, como supe que era su nombre porque así figuraba junto a su foto en la tabla
oficial de tarifas ubicada detrás del asiento delantero del pasajero, fue el
del cambio climático. Aseguró con firmeza y certeza que «Esta solo es una más
de las estrategias de la guerra infame que sufre la humanidad. ¡Confrontación despreciable!
—tildó—, arreciada desde comienzos de esta centuria, por demás convulsionada, por
las mega potencias que se disputan la hegemonía para imponer ¡una dictadura
global sin cortapisas ni oponentes a la vista!, ¡la triste y nueva esclavitud del
hombre del siglo XXI!», dijo, sin perder la compostura ni la atención de la
conducción por entre aquel enjambre caótico de vehículos.
Expuso con cifras, me imagino que son ciertas,
pues citó fuentes, sobre el avance incontenible de la contaminación del agua. Trajo
como ejemplo el pudrimiento paulatino del Mediterráneo y el de otros mares,
ríos y lagos, producto de las toneladas y toneladas que allá son vertidas a diario:
desechos industriales, aguas negras, basuras de toda especie, residuos químicos,
nucleares y, en particular, las descomposiciones del petróleo y sus derivados. Cataclismo
medioambiental propiciado por obra y gracia, en mayor proporción, por las
potencias, por las civilizaciones más avanzados. «Dizque en aras de la economía,
el desarrollo y el bienestar general, cuando lo que están logrando es matar la
vida en las fuentes hídricas y, con esto, acabar con la mayor reserva estratégica
para la humanidad y el equilibrio del planeta... Esto, señor, porque las gotas
que se salven o sean conservadas, serán el botín de guerra para el triste ganador
en unos pocos años...», sentenció.
Con facilidad e ilación saltó de este tema al
de la hambruna generalizada y consecuente mortandad perenne de inermes en buena
parte del mundo, a lo cual llamó: «Esta es la segunda forma vergonzosa de guerra
global por cuenta de los mismos actores: los oscuros amos de las potencias, y con
idéntico objetivo: la dominancia mundial a ultranza...».
Sustentó, también con cifras y fuentes, la
manera como «...la pobreza en la mayoría de los países, a los cuales llaman
eufemísticamente en vías de desarrollo —acentuó—, permite que esas potencias
controlen a su antojo a las poblaciones más necesitadas a punta de migajas y
miedo, no solo para que hagan y piensen como a aquellos más les conviene, sino
en cuanto al número de personas, su ejército de obreros, que los son todos
menos ellos, que es ‘pertinente’ que nazcan, existan, se mantengan, les
produzca, se enfermen y mueran dónde, cómo y cuándo ellos lo determinen. De esa
manera tan cruel engrosan las estadísticas tristes de la miseria humana en cada
una de sus respectivas colonias. Lo que esgrimen, a su vez, como arma de poder
para instar intimidar a la contraparte e infundir más miedo y autoridad impuesta
entre sus vasallos, quienes los terminan idolatrando... ¡Los famélicos entienden
que más vale una miga de pan o un salario de ruina que una muerte pendeja!», manifestó
esto último algo apesadumbrado.
A esta altura del recorrido, casi a mitad de
camino y en medio de un trancón monumental en plena autopista longitudinal que hiere
la ciudad de extremo a extremo, aquel taxista, cual maestro orientando una
cátedra magistral, juntó los dos temas anteriores con el siguiente, también con
fuentes y datos, refiriéndose a este como: «La tercera estrategia de guerra inicua
contra la humanidad inmersa en su marasmo es la capacidad de las potencias de atacar
y controlar a la población con pestes y enfermedades incubadas de manera
periódica, como la actual, lanzadas cuales misiles invisibles contra las
trincheras masivas del rival indefenso alrededor del orbe, por cada una de las
potencias enfrentadas... como si no les bastara la sinfonía de la miseria
interpretada por doquiera para su deleite morboso. Esto lo hacen para
demostrarse entre sí cuál es la más berraca, por ende, sanguinaria.», dejó
escapar un ligero enojo en estas últimas palabras.
Este tema, el de la pandemia, por lo todavía supurante
y amenazante, y tal vez por lo cerca de sus impactos; entre estos, varios
familiares míos recientemente muertos por el virus e incinerados sin siquiera
exequias; a diferencia de los dos primeros que sentía algo lejanos, «¡Problemas
de otros!», solía decirme, me permitió dilucidar un poco mejor su postura e
información que ya me reburujaba la mollera, sin saber lo que me tenía de
colofón.
En ese momento la plataforma de apoyo de su
celular indicó que en siete minutos y catorce segundos llegaríamos al destino, porque
encontró un atajo con menos atascos.
—Sin embargo, señor —dijo una vez revisó la
nueva ruta que aparecía en la pantalla de su celular, encaminándose hacia el
desvío—, la peor de las guerras es esta cuarta: la pérdida de la privacidad y
la esclavitud del ser humano por cuenta de la información que tragan y regurgitan
estos bichos —mostró los cuatro dispositivos colocados de manera improvisada en
el frontal del taxi.
—¿Se refiere, don Aristóbulo, a las redes?
—Es el arma perfecta de las potencias para
atacar, contraatacar e intentar aniquilar al adversario poderoso, lo cual es poco
probable que en el corto plazo suceda, porque cada uno de ellos tiene defensas
y contramaniobras tecnológicas inimaginables para eludir cualquier ciber ataque
y contraatacar a su vez. Por lo que, entonces, las potencias usan su frondío imperio,
además de lo anterior, sobre todo para dominar y someter a sus antojos a las
colonias, donde quiera que estén. Señor, el que controle la información, las
rutinas y los secretos de la gente controla y se convierte en el amo del mundo.
Esas corporaciones, en este momento, de lado y lado, saben todo de nosotros,
mientras que nosotros de ellos casi no sabemos nada, ni siquiera nos importa.
—Eso es verdad —atiné a decir.
—¿Sabía usted, señor, que, por ejemplo, en este
último año de pandemia, mientras la población mundial en general se empobreció,
un buen trecho murió y la que se salvó lisiada quedó, no solo del tuste,
también de sus gónadas, los cuatrocientos más ricos del mundo, de los que se
tiene noticia, casi todos dedicados a la inteligencia artificial, por ende, a
la captura y control de información, aumentaron en más de un cuarenta por
ciento sus fortunas? A tal punto, que se tornaron intocables, inexpugnables.
—Algo escuché al respecto... no con tanta
precisión de datos.
—Por esta razón, señor, si juntamos las cuatro
guerras ajenas en las que está enfrascada la humanidad, que fue de lo que hablamos
en este viaje que ya casi termina, todas al servicio de la sinrazón humana, la
avaricia perpetua y la depredación del pedacito de universo que tenemos
prestado para vivir, me temo que la única conclusión que de esto se puede
sacar, es que estamos condenados a un régimen político universal en el que esa minoría
poderosa, perversa y egocéntrica, ¡enferma del alma!, lo gobernará todo, con poder
inmensurable: ¡el de la información!, sin someterse a ningún tipo de limitación.
Además, esos cuatrocientos, tal vez quinientos ultra mega ricos, tendrán la
facultad de promulgar y modificar leyes a su voluntad, por lo que todo terminará
mal... y más pronto de lo pensado, incluso para ellos, así se escondan en los búnkeres
sofisticados y lujosos que vienen construyendo y dotando o en las cápsulas
espaciales actualmente en prueba.
—«Hemos llegado al destino, a la Clínica
Odontológica de la EPSS Sanamos. La segunda cita de control de endodoncia del
pasajero es a las 9:15 a.m., consultorio 402, con la doctora Ayala. Está dentro
del tiempo, ¡felicitaciones!» —se escuchó la voz femenina de la aplicación.
Me quedé
sin palabras, por lo que solo pude preguntar, antes de disponerme a salir, por el
costo del servicio. Cuando me dijo, abrí mi billetera, extraje algunos billetes
y se los pasé, al tiempo que colocaba un pie en el piso. Fue cuando le
pregunté:
—Disculpe, don Aristóbulo, usted... ¿qué carrera
universitaria estudió y dónde ejerció su profesión?
—Me gradué de economista, hice una maestría en temas
históricos y tengo un costalado de otros tantos pergaminos por ahí. Trabajé
cuarenta años en el Instituto de Ciencias Económicas en el área de historia
aplicada, donde terminé siendo su director, hasta cuando me pensioné...
—Pero —lo interrumpí—, entonces, ¿por qué ahora
maneja taxi?
—Porque la verdadera ciencia económica, la historia
humana y por lo general todas las del área social solo se viven, aprenden y
disfrutan, no solo tras un escritorio o como ratones en una biblioteca, sino
compartiendo con personas comunes y corrientes... como usted. En esto llevo
siete años y lo considero como la investigación de campo del doctorado que
siempre quise hacer sobre el comportamiento inducido de la humanidad y su inapelable
autodestrucción en ciernes.
Anonadado, no solo por la conversación que me hizo ameno el recorrido, sino por su formación, experiencia profesional y la conclusión inusitada que me compartió aquel hombre, le di las gracias, me terminé de bajar, cerré la puerta y volteé para subir al andén. Cuando regresé mi vista con ganas de llevarme en la mente la imagen del taxi que me transportó, tal vez cinco segundos después, la calle esta estaba vacía.
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