Hay algo que quiero
complementarle, hermano, antes de iniciar con lo mío. Es en relación con lo que
usted dijo en alguno de sus relatos anteriores. No solo el tiempo es, hoy por
hoy, nuestro mayor y más caro activo. Tal vez, igual de valiosas, quizá más,
son nuestras experiencias. Así como la infinidad de aportes que en silencio le
hemos hecho a este bello país… y en la alborotada época cuando lo hicimos: último
cuarto del siglo XX y primera década del XXI.
Experiencias, logros y errores
que hay que compartir para que el mundo los conozca y la juventud saque de ahí
los frutos que a bien tenga. Son tantas las historias de este grupo de
viejones, como usted nos dice, que vale la pena que las escuche y las cuente
todas. Por ejemplo, entre tantas, las del viejo Gordillo. Esas sí que son
interesantes y merecedoras de elogios para que no sucumban en el olvido de la
historia patria. Porque él sí que cogió a pecho aquello de que: “…llegado el
caso, morir por defenderla”.
Bueno, ahora sí, a lo que
vinimos y gracias por escucharme, aún más, por escribir la parte de mi vida que
le voy a contar.
Aquellas aves negras que por
doquiera que huela a muerto sobrevuelan y aterrizan con certeza sobre la carroña,
guiadas por una más grande, siempre me parecieron, además de feas y sucias, de
mal agüero. Aunque, según dicen por ahí, su sangre fresca es un prodigio para
curar el cáncer.
Le confieso, hermano, que con
nadie he compartido estas sensaciones. Hoy lo hago con usted porque me lo
pregunta, para que las escriba, si así lo quiere y las dé a conocer, que, si a
alguien le pueden ayudar, servir de algo, que así sea. Estoy seguro de que no
soy el único supersticioso en este país, por aquí todos somos agoreros. Lo que
pasa es que, como muchas otras cosas no las reconocemos, las escondemos por
vergüenza, por el qué dirán, queriendo sacarlas a grito herido.
En estas subcontinentales
tierras muchos llevamos adentro aquello de que al levantarnos el primer pie que
hay que colocar en el piso es el derecho. O esa vaina de no pasar por debajo de
una escalera y nada que ver con el número trece, mucho menos si se conjuga con
un viernes. Ni qué decir respecto a ver un gato negro, que se nos rompa un
espejo o que se le apague el cirio a la novia durante el casorio, entre un
centenar de creencias macondianas por el estilo.
Por eso quiero iniciar contándole
sobre la aparición que por desobediente tuve de niño por allá en La Vega, el
pueblo de mis padres. Vivencia que iré hilvanando a lo largo de mi relato. ¿Sabe
qué, hermano?, hoy, al atar cabos y sargentos, encuentro claro el sentido
premonitorio del asunto. Recapitulando, pienso que si en cada momento
particular de mi vida les hubiese dado mayor importancia a esas señales… las
cosas, tal vez, hubiesen salido diferentes.
Pero para que la gracia sea registrada
como milagro alguien se lo tuvo que pedir antes a un santo o candidato a serlo.
Si esta se da sin oración o petición anticipada solo se queda a título de casualidad,
suerte o predisposición.
Por lo tanto, en cuanto a mi
suerte, lo que fue, fue. Como lo acuñó mi compañero “El Grillo” en su
impactante relato que usted le escribió, relacionado con su viaje a Panamá en agosto
del 79.
Lo cierto es que esa aparición agorera, en
forma de guala gigante, del tamaño de una persona adulta, de cuyos efectos aún
no me libro, estuvo en mi mente antes y después de cada vicisitud que se me
presentó en la vida. Me imagino y espero que ahí vaya a estar en las que faltan
por llegar.
En mi cabeza pernocta desde
aquel atardecer cuando, de regreso del paseo que con mis padres hicimos a la
Laguna el Tabacal, por el camino real, decidí correr para ser el primero en
llegar al pueblo. Mi madre gritó que me devolviera, que aún faltaba trecho. Aunque
la escuché con nitidez la desobedecí. Más rápido seguí hasta una revuelta, a
menos de trescientos metros de la entrada al cementerio en donde, sobre la copa
de un guásimo, una guala abrió sus alas enormes.
Aquella aparición era
intimidante, me generó miedo y me hizo parar la carrera. Volteé a mirar para
sentir la protección familiar. Imposible, porque la curva del camino que nos
separaba impedía vernos. Sentí que mi cuerpo comenzaba a ser objeto de un
inevitable tremor, sin embargo, en lugar de retroceder avancé. Aún no sé por
qué lo hice. ¡Cosas de chino, me imagino!
En respuesta a mi decisión de
seguir, la aparición comenzó a crecer, aún más, a la vez que fue tomando la
forma de una mujer, ¡de una bruja! que de una sola zancada llegó al piso,
cerca, muy cerca, tal vez, de donde yo quedé paralizado y sin sentido. Cuando
lo recuperé, el médico del centro de salud me estaba haciendo oler algo, tal
vez era alcohol.
Mis padres nunca me dijeron si
cuando me hallaron aún estaba la guala. Tampoco les pregunté ni les dije nada
cuando me insistieron en que les contara qué pasó. Atiné a inventar que me
resbalé y caí, nada más. Para entonces iba a cumplir los siete años y como me
lo repetía todo el mundo comenzaría a tener uso de razón, por lo que, al
siguiente febrero, ingresaría a la escuela primaria.
Hermano, esa misma sensación
de vértigo la volví a experimentar, muchos años después, en el 79, durante el
receso de mis estudios con motivo de la Semana Santa, a un año de lograr el
título de especialista en seguridad de instalaciones aéreas. Desazón momentánea
e inesperado recuerdo que tuve allá, en mi casa del barrio Muzú.
Esa vez, hermano, también hice
omiso caso de tal premonición.
Eran las 10:30 de la mañana cuando
un amigo de infancia llegó en moto y me invitó a dar una vuelta por los
alrededores. Aún tenía la sensación de desvanecimiento percibida minutos antes
al evocar, como cada que algo me suele pasar, la imagen de la guala en el guásimo
del cementerio de La Vega. Sin embargo, por ese imparable motor interno que nos
desboca me encaramé de pato en la moto y partimos.
Durante el recorrido nos
encontramos con uno de los hermanos de aquel amigo, así como con otros conocidos
suyos, todos en moto. En la que iba, fuera del que la conducía, en medio se
acomodó su hermano.
Alguien, no recuerdo con
precisión quién, habló de ir a un pueblo vecino a comer nada más ni nada menos
que la irresistible morcilla rellena. Invitación que mejoró cuando dijo que la
acompañaríamos con chicha. Viandas estas tradicionales y famosas de aquel
municipio ubicado en las goteras sureñas de la capital.
Sin pensarlo dos veces y con
el gusto ensalivado, producto de la monomanía que suscita la fritanga,
incentivada por el espíritu aventurero, contrario a la mesura, al cuidado y a
la premonición, fuimos a mi casa y saqué, para alardear, una bota de cuero.
Minutos después la motorizada y ruidosa caravana iba a la siga del gastronómico
destino por la Autopista Sur.
Una vez saciados nuestros antojados
paladares y apetitos, compramos la vernácula bebida para hacerles honor a
nuestros ancestros, los Chibchas, dijimos y nos reímos. No satisfechos con
aquel artesanal y fermentado bebedizo, alguien apareció con una botella de
aguardiente. Entonces, con la irreverencia y el reto a la lógica que parecen
caracterizar y gobernar los espíritus de los jóvenes, robándoles la facultad de
pensar bien, buscando, además, causarse daño y desafiar a quien se lo inste
hacer ver o impedir que lo haga, mezclamos en la bota las dos bebidas.
Los fermentos de la chicha con
la que bajamos la fritanga, sin darnos cuenta, les pusieron alas a nuestros
espíritus aventureros. Pronto, alguien propuso seguir el paseo hacia un
corregimiento del siguiente municipio. Además, insistió, que para hacer el
viaje más interesante nos fuéramos por el lado de la Industria Militar, a campo
traviesa, dejando de esa manera la carretera pavimentada.
Hasta ese momento solo obraban en nuestros
cuerpos el colesterol de la picada engullida en uno de los toldos de la plaza
principal y los fermentos de la chicha. La ignita mezcla de licores, el
ancestral y el moderno, seguía su exótica fragua en la bota. Ninguno la había
probado, aún.
Al salir del casco urbano y
coger el carreteable observé que una bandada de aquellas aves negras iba sobre
nosotros. Una de estas, la más grande y vieja, hasta se me hizo parecida a la
guala de aquel guásimo en La Vega.
Las aves agoreras aquellas se nos
insinuaban, cual subcontinental premonición, al sobrevolarnos en triada
formación. Lo hicieron por un buen rato. Además, en tres oportunidades,
comandadas por la guala mayor, descendieron y se posaron, cada vez más cerca,
nunca a menos de cien metros adelante, a un lado del maltrecho camino, como queriéndonos
detener.
Nunca les pregunté a los otros
si también vieron y sintieron lo que yo. Creo que no. La señal de vida, tal
vez, era solo para mí. Reiterada indicación que en esa ocasión tampoco acaté.
De haberlo hecho, quizá, nunca lo sabré, me habría evitado aquel calvario.
Cuando cruzamos por frente de
la guardia de la fábrica militar ninguno de los integrantes de la seguridad nos
dijo nada. Se limitaron a mirarnos y vernos pasar, por lo que seguimos de
largo. Un buen trecho más adelante el paso era imposible. Entonces, decidimos
regresar, pero antes paramos en un sitio plano. Desde ahí volví a ver la
bandada que insistía en volar sobre nosotros y allá, sobre un enorme pino
totalmente seco, en la rama más alta, se posó la guala mayor, con sus enormes
alas abiertas y sus ojos puestos en mí.
Aunque en ese momento alojé
algo extraño en mí interior, lo que me hizo saborear, una vez más, el gusto
amargo de la premonición y avivar una sensación de angustia, tampoco le hice
caso alguno al anuncio más que evidente. Mucho menos les iba a compartir tal
circunstancia a los demás. Pensé que atar lo de mi experiencia de niño
desobediente en La Vega con este suceso, siendo ya un hombre adulto, formado,
no dejaba de ser más que una tontería producto de mi imaginación.
Ya no era el niño que iba a
cumplir siete años. Tenía pleno uso de razón… algo afectado, eso sí, por el
fermento de la chicha en combinación con la euforia y el descontrol que animaban
las pasiones contaminantes de aquel grupo.
Nos bajamos de las motos y
empezamos a repartir el refajo de la bota. Su sabor era a verdolaga quemante,
mientras que su olor tenía un ligero parecido a panela quemada derretida, por
lo que solo libé un sorbo. Sabor y olor que le tomé a la bebida, no sé si fue
por el amargo que tenía en mi alma, provocado por la visión de aquella bandada
de buitres que se negaba a dejarnos, volando en círculos sobre nosotros. Acíbar
en la boca que casi me hace trasbocar cuando vi que la guala mayor se posó,
desafiante, en lo alto del pino seco, sin quitarme, ni por un instante, su
penetrante mirada premonitoria.
Tras unos minutos y una vez
los demás desocuparon la bota, emprendimos desenfrenado y ensordecedor regreso hacia
la ciudad capital.
Unos metros después de pasar raudos
por frente del complejo industrial militar aquel, sentí el traqueteo de los
fusiles, así como el silbido magenta de las ojivas en los oídos. Sinfonía de la
muerte que nos hizo entrar en pánico. El amigo que estaba conduciendo la moto
en la que yo iba aceleró la marcha. Lo mismo hicieron los otros cuatro conductores.
Como las otras motos solo
llevaban dos personas pudieron acelerar al máximo y se perdieron de inmediato
en la distancia. En la nuestra éramos tres, por tal razón se nos dificultaba
movernos con la misma velocidad de aquellas. Tampoco podíamos zigzaguear. Por
fortuna alcanzamos un camión pequeño cargado con cantinas de leche, lo pasamos y
esa fue nuestra trinchera.
Ya a salvo me di cuenta de que el muchacho que
iba sentado en la mitad, entre el conductor y yo, estaba desmayado. Situación
que incrementó mi desespero. Peor, aún, cuando, al intentar moverme para
reanimarlo sentí húmedo mi glúteo izquierdo. Me palpé y supe que estaba herido.
Miré al cielo y vi que aquellas
aves negras, comandadas por la más grande, se quedaron en la distancia.
Aquellos chulos iban volando en sentido contrario al nuestro, rumbo a
lontananza. La líder dejó de mirarme. Sentí su vacío.
Desde entonces y en las
reiteradas veces que las he vuelto a ver, incluso, con solo presentirlas,
reviso bien lo que estoy haciendo o pretendo hacer. En algunas oportunidades me
han sustraído de evidentes situaciones particulares. En otras, quizá, ni me he
percatado de lo que me han salvado o evitado. Eso sí, cuando las ignoro, las
cosas nunca me salen del todo bien.
Al llegar al primer barrio de la capital me
sentí mareado, por lo que obligué a parar al que iba conduciendo. Lo hizo,
preciso, frente a una estación de policía. Ahí comenzó mi calvario.
Sin sentido fui ingresado a la
ambulancia. Durante el desplazamiento los paramédicos me resucitaron y
terminaron llevándome a un hospital público en el centro de la capital. Desde
el inicio del recorrido, durante el ingreso y estadía en ese centro
hospitalario estuve escoltado por efectivos del Departamento de Inteligencia de
la Policía Nacional.
La seguridad de la Industria Militar
reportó que habíamos espiado sus instalaciones y vulnerado su seguridad. Por lo
tanto, sospecharon que éramos integrantes de algún grupo subversivo. Hipótesis
surgida a partir de informaciones de inteligencia militar que tenían sobre una
posible incursión, a darse por esos días, por parte de milicianos urbanos, para
hostigar la seguridad de aquel cantón.
Nunca supe, o quise
profundizar, si alguno de los otros integrantes del paseo motorizado fuera
miembro de alguna organización insurgente. Tampoco, si fue casual o intencional
la decisión de coger camino por esa estratégica y protegida zona militar; además,
la de haber parado en ese lugar desde donde se podía, en efecto, observar con
claridad hacia el interior de la fábrica de municiones, explosivos y armas
militares.
Excepto de mi amigo, el
conductor de la moto, el que pasó por frente de mi casa y me invitó a dar la
vuelta. De él, por la investigación de la que fui objeto por tal percance, supe
que estaba retenido en la Brigada de Inteligencia Militar. Creo que luego se
probó su inocencia.
Como le dije, hermano, ese fue el inicio de mi
calvario. Desde el momento cuando pasamos de ida por frente a la guardia militar
se activó la alarma de inteligencia en la guarnición de la ciudad capital sobre
un posible atentado físico o de espionaje por parte de milicias subversivas.
Situación que dieron por confirmada, minutos después cuando, tras la parada en
el llano y la ingesta del refajo, cruzamos raudos de regreso sin escuchar el supuesto
alto que habrían dado los centinelas, por lo que recibieron la orden de
disparar a discreción.
Cuando mi amigo de infancia y
conductor de la moto finalmente accedió a parar, lo hizo porque me escuchó que
tanto su hermano como yo íbamos heridos y caeríamos si no frenaba de inmediato.
Creo que paró frente a la estación de policía sin darse cuenta. Lo hizo ante el
grito que le pegué, segundos antes de desmayarme y caer al piso, junto con el
otro herido, lo que alertó a los agentes de guardia de la estación que
reaccionaron de inmediato al ver dos cuerpos sangrando tirados en el piso.
Los uniformados estaban avisados
por la alarma del cantón industrial militar, provocada por la supuesta banda de
motociclistas insurgentes que, decía la radiada información: “Tras vulnerar la
seguridad de nuestras instalaciones omitieron la voz de alto, por lo que tuvimos
que disparar, con alta probabilidad de haber herido por lo menos a uno”.
Los agentes llamaron a los
paramédicos para que se encargaran de los dos heridos en franco desangre, además
de detener a mi amigo para interrogarlo. Ante su solicitud le permitieron hacer
una llamada. Lo hizo a su casa. No solo les contó y pidió ayuda para él y su
hermano, sino que les dijo que fueran hasta la mía y pusieran al tanto a mi
familia.
Enterados en mi hogar, mi
hermano mayor fue hasta el hospital para hacerme trasladar a la clínica que me
correspondía. Los agentes que me custodiaban se mostraron
renuentes a tal cambio. Reiteraban que no me dejarían trasladar. Insistían que
al ser yo un integrante de alguna milicia revolucionaria, quien además había
atentado contra la seguridad de un cantón militar, tenía que permanecer en ese
hospital público. Luego de algunas aclaraciones y verificaciones que estos
realizaron fui remitido, en compañía de mi hermano, a la clínica. Allá me
intervinieron los dos impactos de fusil G-3 que recibí.
El primero fue en el glúteo
izquierdo. Esa ojiva se alojó entre un tendón, a milímetros de la vejiga. Me
dijo el médico que, si la hubiera siquiera rozado, mi vida se había esfumado en
cuestión de minutos. El segundo fue en la espalda. Esta ojiva se incrustó entre
una costilla y la columna. De haber tocado la espina dorsal estaría inválido. Par
de inseparables amigas estas que aún permanecen fieles dentro de mi cuerpo. Me
acompañarán hasta el día del adiós.
Por suerte o predisposición la
investigación para aclarar los hechos y coordinar con las autoridades
respectivas fue asesorada por el sargento Cruz, a quien cariñosamente todos le
decíamos Natacha, por sus dotes de buena gente. Nos conocíamos porque él era
uno de mis instructores en la escuela donde adelantaba el curso de Seguridad
en Instalaciones Aeroportuarias.
De no ser por él, tal vez me habría enredado
más de lo que estaba y mi calvario habría terminado en crucifixión.
No
sé por qué razón el ser humano cuando es joven, también de viejo, piensa que, al
desviar las cosas, al decir mentiras, al no hacerle frente a las vainas tal y
como son, resulta mejor, evita las consecuencias del mal obrar o de hacerlas a
escondidas. Se cree, erróneamente, que engañando o embarrándola más es la forma
expedita y efectiva para salirse del problema. ¡Pues no es así!
Esto
me lo hizo entender Natacha.
La vaina fue que al principio me agarré a decir mentiras
sobre los hechos. Las que ni sé por qué carajos las dije, además de ser
inverosímiles, traídas de los cabellos. Manifesté, por ejemplo, que nos
dispararon, sin ningún motivo, desde un carro negro. Que íbamos en sano juicio…
¡Por Dios!
El sargento Cruz, por supuesto, con todos los datos recolectados
por los agentes de inteligencia, así como por las otras autoridades que estaban
investigando los hechos, además, conocedor de primera mano de mi obvia
inocencia en el asunto, frente a la sarta de embustes que comencé a decir en la
primera indagación, me llamó aparte y me pegó el más vehemente y oportuno
rapapolvo que jamás había recibido, ni vuelto a recibir y que espero jamás tenga
que escuchar, menos necesitar. Aunque uno nunca sabe.
Me dijo, entre tantas cosas que hoy recuerdo con agradecimiento
infinito, palabras más, palabras menos:
—Mire, indio hijo de puta, por su bien y la de su familia diga la
verdad para que no lo metan a la cárcel.
Dura, oportuna, contundente e imborrable lección de vida.
Como era obvio, al continuar la diligencia dije tal cual había
pasado todo. Lo único que obvié fue lo de los chulos y la guala mayor aquella.
No me pareció oportuno decírselo ni siquiera a Natacha. Pensé en ese momento
que si me refería a esas apariciones de pronto me harían pasar un buen rato en el
psiquiátrico.
El otro herido, el hermano de mi amigo, alguien me dijo tiempo
después que el impacto le comprometió un pulmón. Sin embargo, al parecer, tras
la cirugía se recuperó.
En
agosto de ese año y una vez Eliberto, Jorge, Eduardo y ciento treintaicuatro
alumnos más partieron hacia Panamá para su última fase de formación en
aviación, los que estudiábamos temas de seguridad nos quedamos en la escuela.
Hasta entonces pasaron cinco meses de investigación relacionada
con el incidente. Embrollo del cual fui absuelto del todo. Lo que me permitió,
en marzo del 80, graduarme y a partir de ese momento ir escalando en el arduo
pero bonito oficio de la seguridad de instalaciones aéreas, hasta alcanzar,
cerca de veinte años después, uno de los más altos escalones de mi profesión,
antes de jubilarme.
De aquella investigación salí absuelto de todo… excepto de dos
cosas. La primera, la cual fue pasajera y que hoy casi nadie recuerda. Ni
siquiera mi compañero Luis Sánchez quien no perdona una, tampoco Iván y creo
que ninguno de aquel bonito grupo de seguridad aeroportuaria. Se trata del
vergonzoso episodio que en la escuela me hicieron pasar los
amigos de las motos a los que llamaron para justificar mi conducta e inocencia
en aquel impase, como requisito para que yo pudiera continuar en el curso, el
cual llegué a ver en peligro. Pensé que no lograría terminarlo por aquel paseo.
Estos
amigos, cuando fueron citados, llegaron, no solo en sus ruidosas y vistosas motos,
sino ataviados con chaquetas y pantalones de cuero, adornados con
sobresalientes remaches de acero reluciente. Las autoridades académicas, luego
de escucharlos y verificar mi versión, además de corroborar mi inocencia en la
situación, me llamaron a parte y me sugirieron que cambiara de amistades para
evitar, en un futuro, que me metieran en problemas.
Con
directivos y profesores el asunto quedó ahí, más no así con los compañeros de
estudio y luego de trabajo. Estos, hasta hace unos diez años, tras retirarme de
la actividad de la seguridad, me seguían levantando por la estrafalaria pinta
de mis amigos motorizados.
La
segunda se relaciona con mis dos amigas, las ojivas, las que aún llevo
incrustadas en mi cuerpo. Como el expresidente Samper, a quien Jorge, el héroe
discreto, le salvó la vida en el aeropuerto El Dorado, tras el atentado en el cual
murió José Antequera.
Por
estas dos amigas inseparables, no solo cada vez que tengo que pasar por algún
arco de seguridad que detecte metales, me toca soportar incomodidades,
vergüenzas, demoras y dar explicaciones, casi inverosímiles, sino que sigo, y
seguiré siendo el blanco perfecto de todo tipo de mofas agudas.
En
especial de aquellos con los que compartí mi formación en la juventud,
experiencia y vida laboral. Ellos, no solo saben las intimidades del caso, sino
que conocen el sitio exacto de la primera, la que traigo incrustada en mi muslo
izquierdo.
Aun
así, los aprecio y estaré siempre atento y contento ante cualquier situación
que lleguen a requerir.
Sobre
todo, a estas alturas del paseo cuando la amistad y los recuerdos de toda una
vida son medicinales. Los mejores remedios para disipar y paliar las penas, los
achaques y los avances de las maluqueras que, inexorables, van conquistando,
día a día, la geografía de nuestras andadas humanidades.
es una mezcla entre realidad y ficción. Fue publicado en Revista Latina Nc el 31-01-2023
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