Relato literariamente ajustado que me contó Eliberto Gerena, q.e.p.d. Otras situaciones de su vida viajan insertas en algunas novelas por ahí. |
Ahora,
cuando veo y me siento en esta cómoda poltrona, similar a una que tengo en la
sala de mi apartamento en La Colina y a las de otras tantas de varios compañeros
de aquella alborotada muchachada del 78, año aquel cuando nos conocimos, me lleno
de más motivos, me convenzo y enorgullezco de la obra que cada uno de nosotros,
a nuestra manera, de la nada, erigimos a lo largo de estos cuarenta y tantos
años, ¡mi hermano del alma!
Tal
vez por eso, porque en muchas cosas los dos coincidimos, como me acaba de decir
cuando me invitó a sentarme... ¡sí!, ¡esta es la silla del rey!, la del ¡rey
del hogar!
Gracias por invitarme a la solemne
intimidad de su morada. Sé que poco y nada suele hacerlo. Conmigo usted tuvo
esta fina deferencia, quizá porque se lo pedí tras nuestro último como calamitoso
encuentro en el Dispensario reclamando medicamentos para nuestras dolamas
físicas. Porque las del alma solo en algo se mitigan con la amistad cuando es
sincera, con el aprecio desprendido de la familia y hasta con el recuerdo de
las cosas que hicimos con amor, sin dañar a nadie y en función del bien.
Es probable que algunos detalles y
bemoles que ahora le contaré, de los que todavía desconoce de mí, y mientras
sigo disfrutando de estas espectaculares vistas que tiene aquí en su Escondite
Literario Tropical urbano... si es que me lo permiten estas horribles punzadas en
mis estropeados riñones que se deshacen por entre esta incómoda sonda, le
sirvan para escribir algo, como le gusta y de lo cual soy testigo desde por
allá en los ochenta cuando lo acompañé a llevar un manuscrito a esa editorial
en el centro de la ciudad. Desde entonces fue su sueño que le publicaran
algunas de sus obras y yo en parte cómplice de su ilusión, ¿se acuerda?
Sea
como sea, redacte como quiera, lo que a bien considere y cuando sea, cuando lo
haga y lo difunda, esté donde esté lo disfrutaré y sé que algunos de mis amados
familiares y queridos amigos también lo harán y hasta algo bueno de mí
recordarán.
Como
le estaba diciendo, adicional a todo lo que de vez en cuando le he dejado
entrever, a mi manera construí un imperio, así como en parte usted también veo
que hizo lo propio... y lo hicieron otros tantos de nuestros compañeros y
amigos de brega. Todos, eso sí, partimos de la nada, inmersos en la carencia
económica y social que a nuestras madres asolaba... porque a varios de nosotros
fueron nuestras viejas las que nos criaron y dieron el bocado de comida, la
yesca y el tesón para salir adelante. Unas porque eran madres solteras, otras:
viudas o abandonadas por sus respectivas e irresponsables parejas, ¡todas
pobres! o como dice usted: integrantes del inmenso ejército nacional de los sin
nada.
Afugias
económicas que no solo adornaban los hogares de estas madres aguerridas y de
armas tomar frente a la soledad conyugal y orfandad social. Similar carencia
eran las galas de los restantes compañeros de entonces. Casi todos lo que en el
78 llegamos a la academia en Serrezuela teníamos la inculcada esperanza de un
mejor mañana mediante esa esquiva oportunidad que se nos presentó para estudiar
y salir de una vez a trabajar, servirle a la patria y ponerle la trampa al
centavo.
Así
este o aquel tuviera o no papás y mamás responsables o familia formal y organizada,
la constante entre todos nosotros era la precariedad económica. Heredada pobreza
que se nos convirtió en un reto: torcerle pronto el pescuezo y a como diera
lugar. Eso sí, mi hermano: ¡honradamente! Como veo que lo hicimos nosotros y
otros cuantos de nuestros amigos y compañeros de academia y luego de trabajo…
Aunque no a todos nos fue fácil, rápido ni barato. Algunos estamos pagando con
salud la cuenta de cobro que nos pasó la vida y nos robó el vigor. Este, como
lo puede ver, cada día se nos achicopala y esfuma a mordiscos, ¡inexorable!
Le
digo esto, lo de nuestras viejas y hogares precarios, mi hermano del alma,
porque en su momento lo viví, vi y hablé con más de uno de ellos: los Jorge, los
Israel, los Lucho, los Eduardo, el Osito, Eutimio, los Fernando, los Iván, entre
otros tantos.
Pese
a ese difícil comienzo en los ochenta, y aunque algunos se quedaron a la vera
del camino por esta u otra razón o sucumbieron frente al azote de la época, por
demás áspera y una de las más complejas e injustas de la historia patria
nacional, entre esos casi ciento treintaicuatro alborotados muchachones, unos
cuantos, como usted y yo, con las uñas y aprovechando cuanta oportunidad existía,
cuando no era que tales opciones nos las inventábamos o armábamos, construirnos
y consolidamos el más precioso y valioso de los imperios: ¡la familia!
Baluarte
del cual hoy mi por siempre amada y abnegada esposa Luz Mery es su principal
soporte y estandarte... y lo seguirá siendo cuando yo parta a lontananza. Valiente
y gran mujer a quien no solo quiero, admiro, respeto y, como dice nuestro líder
Eduardo, a ella sí que «me le quito el sombrero», sino que le ruego, así sea
tarde, que me perdone lo que haya por perdonarme.
Sí,
lo sé y reconozco. Esa construcción monumental que me llena de orgullo,
patrimonialmente invaluable, con el paso de los años y los sacudones de la vida
dejó entrever fisuras y grietas por aquello del asentamiento del terreno. Sin
embargo, su estructura fundamental sigue siendo sólida y perdurará más allá de
cuando nos hayamos ido a la mar de los olvidos. Como apenas es obvio, entre los
dos seré el primero en partir con la maletica azul aquella que nos dieron en la
escuela y que usábamos en las salidas... ¿la recuerda?
Sí,
me iré primero y tal vez más pronto de lo que dicen los matasanos del hospital.
Mientras tanto, usted, mi hermano del alma, haciendo honor a su palabra y a la
promesa que me acaba de hacer, se tendrá que quedar un rato más para seguir entretejiendo
con el pincel de la transfiguración literaria, no solo algunos aspectos, logros
y pergaminos públicos obtenidos por esto o aquello. También, cuando sea el
momento, según su parecer, para inmortalizar algo de estas confidencias
inéditas, hasta hoy guardadas en algún cajón recóndito del viejo gavetero de mi
vida... ahora depositadas en sus alforjas de escritor hasta cuando sea menester.
Me
alegra y agrada lo que me propone, amigo mío: que lo hará hilvanándolas y
entreverándolas en la colorida colcha de retazos de las historias de nostalgia
social que a diario lo asaltan por doquiera en nuestra maltrecha sociedad del
desaforado consumo y la ambición sin brida. De esa manera, pasado el tiempo y
cuando lo plasme, cualquiera ahí me topará, si se lo propone y escarba entre
candilejas. Para entonces, por siempre viajaré de lector en lector entre sus novelas
de ficción social, relatos subcontinentales, personajes traviesos, hechos y momentos
históricos de la vida nacional y latinoamericana... o mejor sería decir: subcontinental.
Sé
que todo lo que hoy le dejo en el tintero, mi carreto amigo de pupitre, fila y
código E106, lo irá urdiendo poco a poco y solo los juiciosos entre aquellas
páginas mi trasegar con sus escenas novelescas asociarán, a su criterio
acomodarán y de la manera que consideren o sientan en ese momento en sus almas me
juzgarán.
Sí,
entre sus letras en un futuro próximo develarán y sabrán que, aunque no fui
perfecto ni del todo correcto... ¿y quién lo pude ser?, yo también construí un
imperio... no de dinero. Se trata del más caro y bonito de todos, así como
invaluable: ¡mi familia! Los seres por quienes hice lo que hice y volvería a
hacer lo que fuera si se repitiera la historia de mi vida.
Presiento
que por allá, tal vez para finales del 22 o comienzos del 23, antes o después,
¡qué importa!, cuando usted escriba y publique este relato, carreto* amigo mío,
a todos ellos los estaré amando y guiando desde la profundidad de la eternidad y
el estruendo del silencio de esta mirada tranquila con la cual me voy dichoso porque
hice por ellos todo lo que estuvo a mi alcance, además, sin pisar ni pasar
sobre nadie.
*Carreto: Persona de baja estatura.
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