Retrato de
infancia
Sonriente y
saboreando un café, con la mirada dulce, casi infantil y esa postura jovial,
auténtica que le conocemos por su programa El Rollo de Fili, ahí estaba el
paisano ilustre que durante sus cuarenta años de trabajo fotografió y nos
mostró la otra Colombia con su historia, geografía, cultura e infinidad de
pueblos y personajes como Gabriel García Márquez, Fanny Mike, Plinio Apuleyo
Mendoza, Obregón, Botero, Shakira, Salvo Basilie, Gloria Valencia de Castaño,
presidentes, políticos, empresarios… también, a Donald Trump y a otros tantos
que fueron portada de algunas de las revistas con mayor circulación nacional o que
hacen parte de sus siete libros publicados, fuera de los que están en proceso
de edición y difusión.
—Te entiendo,
Fili, te entiendo…
—¡Era el billar de
Rogelio Pérez Santamaría! —lo interrumpí, sintiendo que mi corazón estaba a punto
de salírseme del pecho—. Quedaba en la esquina nororiental de lo que es hoy el
parque principal del pueblo, diagonal a la todavía inconclusa iglesia.
—Sí, así es,
paisano. Traigo al recuerdo ese lugar porque ahí escuchaba, siendo un niño, entre
otras, esa bendita canción que me ponía, ¡y aún me pone mal…!
—Me imagino que es:
Mamá, ¿dónde están los juguetes? También solía escucharla allá, con los
mismos efectos, Fili. En esto también coincidimos.
—¡Esa, sí!, esa
canción… ¡esa condenada canción! ¡La de los juguetes que nunca llegaron, ni
siquiera ahora de viejo! ¿Qué hicimos mal, mi hermano?
—De pronto nada,
Filiberto. Quizá se trate de deudas del alma, que son hereditarias, tanto las genéticas
como las sociales, que son peores.
—Mira —le expuse—,
las caras de una moneda siempre son antagónicas, antepuestas e inseparables por
el nudillo de la vida. Mientras por un lado brilla el éxito alcanzado en esto o
en aquello, como en los negocios, los deportes, las artes; en su revés suele bullir
un drama sofocante en lo personal, afectivo, familiar, humano, o viceversa. Pero
es en ese delgado nudillo, en el canto de la moneda, en donde está la esencia
de una y otra. Delgado borde sobre el cual esta gira y gira durante las tantas vueltas
de la vida un poco antes de caer y mostrar su anverso, unas veces… o su reverso,
en otras más. Es de ahí, de ese delgado borde, de donde una u otra cara se
alimenta, sin importar cuál de las dos esté expósita en cierto momento. Nudillo
que se forma precisamente allá, en los albores de la vida de cada uno.
Bordecillo del cual ninguna de sus caras se podrá zafar y que, ¡inexorable!, guiará
la moneda en su perenne rodar por la vida, unas veces mostrando esta faz, en otras,
sin aparente explicación lógica, se encaprichará exhibiendo la sollozante
contrafaz.
—Es cierto,
paisano —me dijo mientras le explicaba el tema y su azaroso proceder haciendo
girar varias veces sobre la mesa una moneda de cien pesos—. Ese nudillo se
forma desde la cuna y antes.
—Así es, Fili, en
la cuna, en la niñez, así como en la briosa juventud… pero insisto, más en la
infancia que en las otras etapas de la vida —le enfaticé, que era hacia donde
quería enfilar la conversación.
—Si lo recuerda, mi
hermano —me miró fijo a los ojos y me soltó sin ambages el complemento—, ¡en
nuestra época nadie tuvo niñez! A todos nos tocó ser adultos desde al menos los
cuatro o cinco años. En mi caso, tras cumplir los tres, que es desde cuando
recuerdo que corté cogollo… aquí tengo las cicatrices en mi mano, mire. Por eso
le traje a colación la canción de los regalos.
—Claro, paisano.
Usted me dirá qué necesita que le cuente.
—Nos la robó la
historia del país de entonces cuando ni monedas había para unas morcillas con papas…
por eso salí de Chaguaní, a mis trece años, Rogelio. Tenía la necesidad de
conseguir plata, lo que por allá era imposible y hasta peligroso intentarlo.
—Entiendo, pero me
ubicas a los trece, cuando saliste del pueblo. Me gustaría comenzar el retrato
mucho antes, desde cuando recuerdes. Luego, si te parece, enfatizaremos en lo
de tu partida en busca de tu destino, como te escuché hace rato.
—Me causa piquiña cuando
escucho sobre gente desplazada y la actual situación social… que también es
complicada, por lo que respeto su dolor y me duele igual semejante injusticia
que no debiera ser y castigo merece quien la propicia, se beneficia o ejecuta a
orden y salario. Sin embargo, esta crisis, tal vez, es algo menos difícil,
quizá con un uno que otro disminuido céntimo en relación con la historia que
padecí en la niñez que me robaron, ¡que nos robaron, Rogelio!, por lo que nos tocó
ser adultos como desde los cuatro o antes. Capítulo social que, entiendo, es el
que quiere escuchar, paisano. Aunque usted sabe que ese lapso está impregnado con
la sangre y la ignominia del cruento desplazamiento nacional iniciado a mediados
del siglo pasado y que derivó de adosada manera en el actual. Ese que heredamos
de nuestros padres, nosotros a nuestros hijos, estos a los suyos y a los siguientes.
Como hace rato lo dijo, Rogelio, ¡cuales deudas del alma!
—¿Recuerdas la
dirección de la casa del Quiroga?
—Esa casa queda en
la calle 32 sur con carrera 18, ¿por qué, paisano?
—Bueno, porque en
el 69, por cosas del destino, que es travieso y caprichoso, mi familia y yo
llegamos bajo el estigma del desplazamiento social a ese barrio, a la casa de
una tía… en la carrera 20 con calle 31 C sur, por ahí cerca. Yo solo tenía once
años… Pero estamos haciendo el retrato escrito de tu infancia, no el mío. Por
favor, prosigue. Llegaste a Chaguaní de tres años cumplidos y me dices que
desde entonces sientes que te robaron la niñez y te tocó ser adulto a punta de
brega, hambre y necesidad.
—Vea, pues, mi
hermano, las coincidencias del destino inquieto. Sí, al llegar a esa finca todo
era trabajo y más trabajo, así como incomodidad, cerca de la precariedad.
Recuerdo que a la semana ya iba a jornalear con una rula a los cortes de caña y
durante las moliendas a la sacada del bagazo, corte de bore para las bestias y
otros oficios iguales o más duros, todavía. No era mucho lo que hacía, tampoco
lo que recibía, pero de algo servía para comprar la sal y el pan de cada día.
—La imagen de esa
época dura quedó enfocada y clara para mi próximo relato. ¿Cuándo entras a
estudiar y dónde?
—Por algunas
circunstancias de la violencia que por allá tampoco faltó… con Sangre Negra
merodeando por Melgas, Montefrío, La Polonia y otras veredas, o eso decían
algunos para echarles la culpa de sus crímenes a los del monte, que a veces
pienso que ni siquiera estarían por ahí, hubo épocas que nos fuimos a vivir al
caso urbano, arribita de la iglesia, en el alto y otras veces en otra casa abajo
del palo de mango frente a la esquinera de los Rivera. Allá íbamos a ver
televisión.
—Recuerdo esa
casa… con el paso del tiempo y del barniz sociopolítico que maquilló la región,
la casa de los Rivera quedó abandona hasta que se cayó a pedazos. Hoy solo
queda el lote.
—Eso es verdad, paisano.
Recuerdo, también, antes de contarle lo de mi primaria en la Escuela Urbana de
Varones San Agustín, que para que nos dejaran entrar a ver la televisión le
teníamos que comprar un helado a la dueña de casa.
—Eran de pura
fruta, los probé varias veces… mi abuela y mi madre solían ir de visita a esa
casa, antes de nuestro destierro social en el 69. En ese televisor vi la
llegada de Pablo VI a Bogotá, un año antes. Ahora, por favor, ¿cómo fue lo de
la escuela?
—Mi mamá, como
pudo, me matriculó y se rebuscó lo necesario para que yo ingresara a estudiar cuando
cumplí la edad reglamentaria: ¡los siete! Allá hice hasta quinto… seis años, en
total, porque por razones que no son del caso publicar el segundo me tocó
perderlo para evitar algunos contratiempos.
—Escuché en uno de
tus programas, el que más me gusta porque lo dedicaste a Chaguaní, que no
pudiste ir a recibir el diploma de primaria.
—El profesor
Moscoso nos dijo días antes de la clausura: En la puerta del horno se quema
el pan, a la clausura deben llegar a tiempo, bien vestidos y ojalá con zapatos buenos.
—Entonces, ¡¿qué
pasó?!
—Mire, Rogelio, no
tengo amigos, nunca los he tenido y tal vez nunca los tenga. Sin embargo, ¡pese
a todo!, el único que encajó en esa definición fue mi padre. ¡Fue mi único
amigo!
—¡¿Pese a todo?!
—Sí, porque él fue
mi padre, lo amé y respeté toda la vida. De él aprendí casi todo lo que
necesité. Además, le hago una confidencia, Rogelio…
—Adelante.
—Por su manera de
ser con nosotros, y conmigo en especial, mi padre se convirtió en la causa motivacional
para salir de Chaguaní y emprender la búsqueda de mi progreso en Bogotá, aunque
nunca estuvo de acuerdo, ni se enteró cuando salí de casa para jamás volver.
—¡¿Pese a todo?!
—reiteré.
—En Chaguaní por
todo y en todo él fue una persona… bastante alegre, por usar este adjetivo. Tuvo
muchos amigos y apoyó a medio pueblo. Mientras tanto, mi madre y mis hermanos la
pasábamos no tan bien… de haber querido él lo hubiese evitado. Pero lo entiendo
y le respeto su forma de pensar y ser.
—Volviendo a la
clausura y a la entrega del diploma...
—Años, pero años
después el rector del colegio en el que se convirtió aquella escuela se enteró
que por no tener zapatos buenos para ese día no fui a la clausura y jamás
reclamé el diploma.
—¡Qué historia!
—Rogelio, desde el
cuarto de la pieza donde vivíamos, arriba de la iglesia, escuchaba por el
altavoz que el profesor Moscoso durante la clausura y entrega de diplomas
mencionó tres veces mi nombre para que fuera y lo recibiera, junto con la
libreta de mis calificaciones.
En ese momento, pese a conocer parcialmente esa historia que Fili contó a medias en uno de sus programas, sentado en una de las aulas donde hizo quinto, la misma donde, tal vez por ser de familia pobre o por no asimilar bien eso de las fracciones, ¡nunca lo sabré!, el profesor Flaminio Vásquez, a quien mamá le lavaba la ropa y yo se la llevaba a su casa blanca de la esquina, me reprobó mi primer tercero de primaria en 1967.
Mientras escuchaba
a Fili y le escudriñaba su postura, sentí hormiguear las piernas, así como otro
tarugo en la garganta. El hormigueo me impidió pararme para ir y abrazarlo,
pues volvió a humedecer sus ojos y empañar el cristal de sus gafas traslúcidas.
El tarugo se tragó mis palabras.
—Ese diploma y esa libreta, Rogelio, que recibí tantos años después, ya cuando triunfé en el quisquilloso y para nada fácil oficio de la fotografía digital, en medio de tantos y tantos que, sin decirme nada con palabras, mas no así con su energía y miradas inquisitivas, son los más valiosos galardones de mi vida. Para mí estos valen más que cualesquiera. Por encima de los de muchos reputados señores de este país.
Durante esa mañana
y parte de la tarde, tras varios cafés, Fili me compartió los pormenores de
cómo fue esa lucha tenaz una vez dejó su casa a los 13 años con solo $72 pesos
que ahorró cortando caña en una finca vecina. Capital que aumentó a un poco más
de cien mediante un habilidoso préstamo de treinta pesos más con cargo a su
padre en una tienda del pueblo.
A Fili lo guiaban
las enseñanzas del macho Moro, integrante de la recua de la finca en El
Pedregal que le heredó su abuelo a su padre. Aquel terco semoviente siempre fue
el primero en cada viaje que emprendía. Por más que lo colocaran de último al
inicio de la travesía, se daba sus mañas para llegar de primero al pueblo. Lo
hacía sin pisar ni empujar a nadie. Aprovechaba los laditos y cuando las otras bestias
aminoraban el paso o la cuesta se ponía difícil. De su padre escuchó algún día que
quien quisiera ser alguien en la vida tenía que hacer la diferencia donde quiera
que fuera o estuviera.
—Entonces, Fili, ¿podríamos
decir que eres un hombre agradecido, realizado y feliz?
—Agradecido… ¡Si!
De hecho, la gratitud es mi compañera y ahora le retribuyo a la sociedad lo que
está a mi alcance, como con mis clases gratuitas de fotografía, con las cuales
hasta le he salvado la vida a varias personas que, de no haber sido por esos
cursos, posiblemente se habrían suicidado, como dos de ellos me dijeron.
—En cuanto a lo
realizado y feliz…
—¡No! —respondió
tajante y con la mirada de nuevo ensombrecida.
—¿Puedo saber el
porqué de tu respuesta categórica?
—Paisano, lo que
busca desde cuando se le metió en la cabeza la idea de entrevistarme para
escribir uno de sus relatos lo planteó cuando me habló de las dos caras de la
moneda.
—Entiendo…
—La mayoría de la
gente que me conoce solo mira la cara del Filiberto Pinzón Acosta exitoso en el
mundo de la fotografía digital. Pocos, como usted, se fijan en el reverso de la
moneda, donde está el retazo triste mi vida afectiva… esa parte que sufro en silencio,
Rogelio.
La humedad del alma volvió a presentar sus credenciales en sus apretados ojos que insistían inútilmente en detenerla. De nuevo la mordida de sus dientes y contracción instintiva de su mandíbula buscaban impedir la fuga de lo que en su pecho ardía desde niño.
—¡¿Cuál, si puedo
saber?!
—Un bolero de Héctor
Ulloa, El Chinche: Cinco centavitos de felicidad. Si bien es cierto que he
logrado grandes triunfos laborales, el lado de la moneda más conocida, Rogelio,
le confieso…
—Adelante, te
escucho, Fili —apuré a decirle, dándole tiempo para que se secara las lágrimas
que serpentearon por algunas de las huellas de la edad incipientes en sus
mejillas.
—Solo hasta llegar
a este morro arrevesado se sabe y se comprende lo que pesan los años.
—Muy cierto, Fili,
sobre todo, cuando en el costal cargamos más tristezas que alegrías.
—Mi hermano, desde
cuando tengo memoria mendigué aquí y allá esos más que esquivos Cinco centavitos
de felicidad… los que siempre me negó la vida… y desde pequeño cuando la
sociedad de mi país me robó la niñez, ese tesoro fugaz que jamás volverá. Ahora,
creo, que, si me los encuentro por el camino, tal vez ni los reciba…
—Pero… ¿por qué?
—Porque, ahora
solo quiero…
—¡Sí!
—Rogelio, porque ahora
solo necesito y quiero poder sonreír y ser feliz al menos una vez antes de
morir. ¿Será mucho pedir?
Que, ¿por qué?, amigo lector, donde quiera que se tope su persona, porque de una u otra forma, guardadas cercanías y diferencias propias de nuestras vidas, la suya era como la mía: una fotografía de la Colombia de finales del convulso siglo XX y tres primeras décadas del desequilibrado como incierto XXI.
—Adelante.
—Rogelio Pérez
Santamaría, el del billar y la radiola en la esquina del parque, donde no solo
tú, sino todo el pueblo escuchaba esas canciones y muchas más, ¡era mi padre!
—¡¿Cómo así?! ¡¡No
puede ser!!
—¡Adiós!
—Adiós, paisano…
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