Cómo olvidar, Chaguaní del alma, ese
inconfundible y exquisito sabor a mango maduro… esos de color entre amarillo
amanecer y naranja de arrebol que colgaban, insinuantes y provocativos, de las
ramas sobre la polvorienta carretera; allá, entre los cafetales de Corinto,
camino a Las Sardinas… Fruta tentadora que cogerla, morderla, devorarla y
correr para que Campo Elías Rivera no nos echara los perros era una aventura
imposible de evitar, en ese entonces de lúdica e inquieta niñez, añorada hoy,
cuando el atardecer aminora el paso y ahoga el aliento.
Imborrable quedó en la mente aquel trapiche
tirado por un caballo, arriba de Alto Rico, en El Rincón, hacienda La Britalia.
Seductor balcón que regala al caminante, como en Melgas, Montefrío y en otras
tantas veredas y caminos de la bella e irrepetible infancia, una majestuosa vista
hacia el ensimismado caserío del pueblo y, un poco más allá, hacia las
majestuosas estribaciones de la cordillera Oriental, cerca del bravo río Magdalena.
Fluvial arteria patria esta que la separa de su gemela, la encumbrada Central, celestina
de espectaculares nevados y ventiscas que coquetean con las nubes, la
imaginación y la sensibilidad de los poetas… virtud cada día más escasa y
venida a menos, cual pecado social.
¡Ah, la molienda chaguaniceña!
Solariego oficio, puntal en la vida
económica de ese apacible rincón del mundo, do cuántos añoran llevar, y ahí
concluir, sus cansados pasos errabundos, al arrullo del turpial, el toche, el
cardenal y los azulejos acampados en los guamos, los guásimos y las higueras.
¡Sí, la molienda! Jornada de algarabía que
comienza, luego de aprestar la caña a lomo de mula, cuando, al abrigo de una sencilla
enramada, el trapiche, al paso del rocín, le extrae a ese pasto gigante de espigada
flor y tallo macizo su nectarino jugo que corre a ser convertido, entre unos
fondos brillantes e inmensos calentados con bagazo de la misma caña, en un caldo
hirviente: ¡el melado! Almíbar, del cual, al irse enfriando, antes de volverse
panela en las gavetas, se saca la melcocha para hacer alfandoque. Mágico y afrodisiaco
manjar de la tierra de Cupido, infaltable en las fiestas: la del Soltero, la del
Feo o la del Señor de la Salud. Esta, la del Santo Patrono, sin falta a
celebrarse el 6 de agosto de cada año... ¡y de cada mes!
Se aferra a la piel el reminiscente y placentero
refresco prodigado por los charcos de verde-azul nostalgia esculpidos por el
pincel de la naturaleza, cuando se trocaba el paseo a Las Sardinas, con su icónico
puente gris cemento (ahora de amarillo ilusión) siempre vestido, por el de esa
cantarina quebrada, algo más lejana del pueblo, por la carretera que lleva a Guaduas,
llamada La Vieja. La misma que en su serpenteante recorrido, inconclusa
sinfonía rural, recoge las aguas de todas las cañadas y las vierte al
Magdalena, allá, en Puerto Chaguaní, un cobijo en donde pernocta, agazapado, un
retazo de la vida nacional… de jamás olvido.
Casi palmario, y en etéreos espirales que propaga
la brisa quejumbrosa emanada de Cerrocón en busca de las torres de la iglesia, estas,
visibles desde muy lejos, en Chaguaní, por doquiera, se aspira el aroma del café.
Cuando no es el de su nacarada flor, lo es el de la dulce baya en estado escarlata
al ser cogida de la mata o el de la cereza pergamino al secarse al sol en las
terrazas; mejor, aún, el que hierve en el fogón de leña y se sirve en ancestrales
tazas esmaltadas, con humeantes y crocantes arepas de maíz acompañadas.
El café chaguaniceño es una mimosa y
exquisita bebida para dioses en retozo, se haya recolectado su pepa, con
refrescante guarapo para saciar la sed de la dura jornada, en las plantaciones
de los Saldaña, lo Ramírez, los García, los González, los Rubio, los Rivera, los
Vergara, los Medina, los Nossa, los Mateus, los Ayure, los Santamaría… En
Campoalegre, Nuquía, Llanadas, Platanal, Loma Larga, Pedregal, Loma Gorda, Convenio,
El Placer, La Estrella, Aposentos, La Macarena… o doquiera sea, en tanto en
Chaguaní suceda.
¡Sí, amoroso como los besos es el café de
Chaguaní! En cada sorbo se liba la esencia y pureza de una tierra de arraigo
campesino. Tierra de una gente jovial y noble que la riega y abona a diario con
sus sueños, sus fiestas, su poesía, su trabajo, sus canciones, sus añoranzas y sus
alegrías.
¡Sí!, el tinto chaguaniceño es como ese amor
de imposible olvido, más aún cuando es prohibido, pues ha sido engendrado en cafetales
de escondidas pasiones y furtivos idilios, tan vividos, por la indómita prole de
cupido… aguerridos y laboriosos campesinos cuya máxima esperanza está fincada
en un mejor mañana para sus hijos; así como, que al llegar al portal de la vejez,
no les falte una grata compañía para tomar juntitos, cogidos de la mano, oteando
el sol de los venados, una humosa taza de café o de agüepanela con limón y
sabor a estrellas fugaces y recuerdos idos.
Tan pronto se anuncia el ocaso, cautivante lienzo
rural cundinamarqués, por doquiera en los potreros bufa el ganado. Primer aviso
para estos labriegos: ¡seres irrepetibles! que hicieron de estas gratas y
panches laderas su hogar-empresa. Mugida señal que invita a dejar por ese día la
huerta, el yucal, el platanal, el maizal… sembradíos de autoconsumo,
subsistencia e intercambio dominical. Vespertino aviso de las reses para que no
se olviden de llevarlas al corral, darles sal, agua y su nocturna protección y,
al siguiente amanecer, les ordeñen su tibio, sápido y abundante prodigio
natural.
Son tantos los recuerdos, los momentos, las
historias pueblerinas y los sitios de estas rumorosas labrantías chaguaniceñas…
tantos los fascinantes olores, los mágicos sabores, los indescifrables sentires
e impactantes paisajes… tantos los grandes hombres como las valerosas y
ejemplares mujeres, ¡bellas todas!, que ha parido esta bendita tierra, que describirlos,
que citarlos uno a uno sería imposible; mas no por eso tal grandeza es
imperceptible.
Chaguaní, pueblo de gente como ninguna, de diáfana
luz, de fértil campo, de historia patria, de nostalgia, alegría y pujanza; todo
esto, y mucho más, paisanos y extranjeros han de llevar indeleble en las
alforjas de la mente. ¡Acuarela social de bella geografía humana! que irresistible
es dejar de plasmar en pinceladas, esculturas, versos y frases errabundas…
Aunque, al difundir este guardado secreto se corra el riesgo de que el mundo descubra,
y muchos quieran llegar a la cuna del arcoíris, inmersa entre en estos montes y
quebradas de encanto y fantasía en donde ulula, al cantar el gallo, además del antojoso
olor del cerrero tinto mañanero, libado al compás de una tonada arrabalera, el
de las naranjas al ser abiertas… antojo que hace agua la boca e inspira piropos
para la coqueta guisandera.
¡Esta es, así es la fructuosa tierra del
Varón del Cerro de Oro!, ¡mi Chaguaní del alma!
Bucólico terruño donde nació Apolonia… Policarpa
Salavarrieta, la Pola. Aunque, por un desliz histórico, reconcomio pueblerino,
su cuna se le atribuya a la epónima y siempre ponderada villa vecina, pegada sobre
su costilla occidental. Equivocación reiterada y ampliada por historiadores y
medios. Yerro del que, al parecer, pocos quieren darse por enterados, menos,
intentar corregir. Ni siquiera la mayoría de sus verdaderos paisanos. Tal vez
para no incomodar a nadie.
Algún día, quizá, la historia, las artes
plásticas, la literatura o todas a la vez revelarán que Apolonia vino al mundo,
vio su primer rayo de luz allá, en lo que ahora es un carreteable a Guaduas, en
la vereda La Tabla, en un punto al que le dicen El Hoyón. Allá, donde, desde tiempos
que escapan al recuerdo, alguien hizo una casa y la llamó: ¡La Polonia! Ahí, contaban
los abuelos de los abuelos, con conocimiento de causa, nació esta heroína nacional
cuyas palabras, tan vigentes, ningún colombiano, más “Hoy que la amada patria
se halla herida…”, debiese olvidar; por el contrario, bueno sería rescatar para
entender la razón del artero y particular hábitat político actual… y el venidero,
tal vez: «Viles
soldados, volved las armas contra los enemigos de vuestra patria… ¡Pueblo
indolente! ¡Cuán diversa sería hoy vuestra suerte, si conocieseis el precio de
la libertad! Ved que, aunque mujer y joven, me sobra valor para sufrir la
muerte y mil muertes más. No olvidéis este momento».
Gracias,
Apolonia, paisana, tu luz, legado y sacrificio no han sido en vano. Estos
seguirán siendo el derrotero de una sociedad que reclama a gritos el desarme de
las almas de todos y de cada uno de sus connacionales, el silenciar de los
fusiles y la esquiva paz nacional, negada y atajada por unos pocos, ¡los
mercaderes de la guerra!, quienes con tan inicuo flagelo hinchan, cada vez más,
sus pestilentes alforjas de miseria e ironía.
Chaguaní
y toda Colombia se merecen vivir con bienestar y disfrutar sanamente, sin
atropello alguno, de su inmensurable riqueza natural y humana.
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