domingo, 1 de diciembre de 2024

Jota, el gato

 


¡Les diré por qué ahora me dicen que valgo un poco más que una vaca normanda preñada!

Para entrar en contexto es preciso que sepan algo de la historia de mi vida, al menos la que recuerdo… o quiero recordar. Todo comenzó cuando el humano ‘me rescató’ de aquel charco al que allá le dicen piscina.

Como solía hacer, ese día fui a tomar algo de agua. De un momento a otro me alzó y llevó hacia un carro que minutos después emprendió viaje hacia la gran y fría ciudad, lejos de donde se quedaron mamá y mis hermanos. Estos, así como yo, sobrevivientes de la camada parida en un monte cercano. A los que no lograron sobrevivir les faltó fuerzas para resistir ese ardoroso clima húmedo, donde, además, era poco lo que mamá lograba conseguir para comer. Por lo que su leche era escaza y no alcanzaba para todos. Entonces, comencé a rebuscarme en los alrededores. Cazaba lo que estaba a mi alcance. Luego, buscaba agua en el charco ese donde me encontró el humano.

—Lo llamaré Jota, el gato —escuché que dijo el cachorro de la pareja que iba en el carro.

El apartamento donde vivían en la ciudad quedaba en un quinto piso, con vistas a un cuadro de prado que separaba a dos edificios similares. Allá me acomodé al buen trato, a la comida procesada y a la protección que me brindaban los tres, quienes, de un momento a otro, y durante un largo periodo, dejaron de salir a la calle. Decidieron hacer ahí todo lo que antes hacían en otras partes. Afuera, al parecer, un virus letal rondaba por doquier. Quien lo adquiriese, cuando no era que se moría, padecía grandes dolamas y demoraba en recuperarse.

Un día percibí el perfume de una gata en la vecindad. Me asomé a la ventana y en un descuido me resbalé y caí al vacío. Paré sobre un pequeño árbol. Fue un golpe bastante fuerte. Me recogió un vecino de los humanos. Poco tiempo después me ubicaron y fueron por mí. Me llevaron al veterinario; exámenes, chequeos, medicamentos y decidieron castrarme ‘para evitarle nuevas caídas’, escuché.

Entre tanto, la pareja dominante apareció con su segunda cría, una niña que en parte se quedó con algo de mis dominios y atenciones. Sin embargo, mientras comida, agua, arenera, minos y cuidados siguiera teniendo, no me importó ni afectó el incremento de la manada.

Cuando el virus amainó los humanos decidieron mudarse fuera de la fría ciudad. Se radicaron, junto con sus dos cachorros y yo, en una casa grande en un pueblo cercano, aún más frío que la urbe donde me castraron. Pronto marqué mi territorio en aquel viejo caserón, incluidos sus tejados más que gastados. Por allá solían llegar otros felinos a disputarme mis dominios. No pasaba noche sin que al menos librara una o dos peleas fieras con los invasores. Por lo tanto, golpes, rasguños, contusiones, heridas y lesiones al siguiente día el humano me atendía y hasta la veterinaria municipal tuvo que interceder en varias oportunidades. En una de esas lides me golpearon el pulmón, el mismo que magullé con mis costillas cuando caí sobre aquel árbol. En ese momento ninguna de esas afectaciones pasó a mayores, ¡al parecer!

De aquel viejo caserón pronto nos fuimos para una casa nueva en un gran lote que compraron los humanos. Quedaba lejos del pueblo, en cuanto a distancia gatuna, en medio de bosques y potreros donde pastan yeguas receptoras, una vaca normanda de nombre Majo, la chiva Paquita, una pareja de perros cazadores, estos son hermanos, así como una gata negra salvaje más joven que yo, de nombre Luna. Esta, al igual que los dos perros, para evitar decendencia y proliferación incontrolada, el humano también la hizo castrar por la veterinaria del pueblo.

Aunque más joven que yo, Luna, al haber nacido por esos lares y ser más experimentada, se convirtió como en mi madre. Me enseñó lo que debía saber y hacer, pero por haber crecido encerrado y con todas las comodidades, jamás desarrollé ni me interesó practicar. Sin embargo, en aquel nuevo y rudo escenario rural, entendí que debía ponerme al día.

Luna es salvaje, tosca y poco cariñosa. Sin embargo, al ser la líder, posición que no me interesa disputarle, me gusta que lo sea y como es. Le aprendí gran parte de lo que era menester, como enfrenar y matar a una falsa coral, cazar y descabezar ratones para llevarlos como ofrenda y compartirles a los humanos, aunque, hasta donde entiendo, poco y nada les gusta que los atendamos de esa manera. Luna sabe dónde y en qué momento hay comida viva y cómo atraparla.  Pese a que, sin falta, mañana y tarde los humanos llenan nuestros platos con alimento procesado.

Esa gata negra patrulla y caza en la noche. Se arruncha en las mañanas y durante casi todo el día en los sofás, poltronas, sillas y camas de los humanos, ahora que, como a mí desde el principio, la dejan entran a la casa grande donde vivimos. Lo que al comienzo le negaban por oler a monte, ser salvaje y tosca en su trato con ellos. Luna poco a poco bajó su prevención. Entonces, les permite una que otra caricia; sobre todo las que le hace la cachorra humana, aunque de vez en cuando la rasguña.

Aprendí a imitar a Luna, porque, fuera del gusto que todo esto me genera, siento que va con lo que soy: ¡un felino!, no obstante, de ser el consentido del humano y jefe de la gran manada de esta casa y, en consecuencia, de su pareja y sus cachorros; estos cada día más grandes y ocupados en sus quehaceres aburridos y estresantes.

Más estresantes y enfermizos desde hace unas cuantas fases de la luna cuando, al parecer, hubo cambios en sus rutinas de subsistencia. Por lo que ahora la humana mayor se la pasa más en casa. Las preocupaciones y discusiones se volvieron frecuentes y sus energías nos impactan a todos: yeguas, vaca, cabra, perros, gallos y gatos. Quizá por eso, quizá, la yegua preferida del humano, a la que le decían La Monja, recién preñada, de un momento a otro algo le pasó y se murió. La enterraron en la mitad del potrero donde pastaba esa vez.

Poco después suerte similar tuvo la costosa cría de la 252. Nació antes de tiempo y se ahogó. Lo enterraron en el potrero donde pastaba aquella yegua torda. Esta, a la semana se la llevaron, nunca supe para dónde.

Los cachorros humanos, casualidad del destino, quizá, en ese periodo, también, de algo cada uno se enfermó y en la ciudad los atendieron a tiempo y los recuperaron.

En este orden de ideas felinas ahora les diré, entonces, el motivo por el cual, tal como escuché cuando me sacaron del hospital y regresé a la casa tras casi tres fases lunares:

—Ahora Jota, el gato, vale un poco más que una vaca normanda preñada.

En compensación con los humanos que velan por nosotros, a los animales con los cuales estos convivan o tengan dependencia y afinidad, nos corresponde, en simbiótica contraprestación vital, protegerlos y, llegado el caso, dar la vida por ellos. Para esto contamos con la más efectiva e ineludible de nuestras capacidades: absorber pasiva y paulatinamente sus energías dañinas, producto de sus desvaríos, preocupaciones que les son de difícil o imposible resolución y enchipadas enfermedades físicas y mentales. Así nos cueste la vida o nuestra estabilidad e integridad física.

Eso hicieron La Monja y la cría de la 252. Estas dos yeguas estaban entradas en años, por lo cual, quizá, sus esencias eran vulnerables. Algo similar les pudo pasar a los dos cachorros humanos que de un momento a otro enfermaron. Pero estos, al estar en pleno crecimiento y ser llevados a tiempo a los especialistas, superaron el impacto y se están recuperando.

Las otras yeguas y Majo, con sus crías en gestación, la cabra, los dos perros cazadores y Luna son jóvenes y tienen la fortaleza de la ruralidad donde han vivido siempre. Absorben y encapsulan en sus hieles las energías que los humanos cercanos, producto de sus fieras tribulaciones, expelen sin siquiera darse cuenta, cual mecanismo de defensa.

Igual hago y sigo haciendo, con mayor razón al ser el consentido del humano líder de esta bonita manada… ¡mi manada! Lo vengo haciendo desde cuando me adoptaron y ahora con mayor énfasis y dedicación, unas cuantas lunas atrás, tras la tribulación de subsistencia que se les presentó sin esperársela. Al estar tan cerca de ellos percibo y absorbo lo que más puedo de aquel humor enrarecido, ¡caustico! que él y su pareja ahora expelen casi a toda hora. Quizá, de no hacerlo así, algo todavía más delicado les hubiese pasado; me lo dicen mis bigotes blancos.

Reconozco que mi esencia y fortaleza lejos están de las de Luna y las de los otros integrantes cuadrúpedos de la gran manada, y menos desde cuando de un momento a otro comencé a respirar con dificultad y dejé de comer. Los humanos me llevaron a la capital para que me punzaran, drenaran el pulmón aquel y controlaran la anemia que me dejó en los meros huesos.

El dinero escaseaba aún más cuando llegó el momento de pagar la elevada cuenta hospitalaria y llevarme de regreso a casa. Por esto el cachorro mayor les pidió a sus padres que vendieran a su Majo, preñada. Dinero con el cual pagaron parte de los costos de mi hospitalización, cirugías y los remedios que me salvación la vida.

En consecuencia, lógica felina, ahora es mayor mi compromiso con mi manada. Aspiraré con devoción y a toda hora sus energías dañinas hasta cuando el medio pulmón que me queda lo permita.

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