Esta narración hace parte y le da el título: ‘Momentos idos’, a la
‘Compilación de narraciones románticas II’
Niñez, juventud y madurez pasaron veloces por su vera. Nunca pudo hacer con ella esa soñada visita placentera.
Cómo imaginarse entonces que,
en esas etapas mágicas, vividas de prisa y sin apreciarlas ni un tantito, como ahora
lo hacía, un poco tarde, lo reconocía, pese a todo fue feliz, ¡muy feliz! Lo hizo
con el vigor y el ímpetu del alcaraván llanero en celo, sin percatarse de la
importancia que cada una de estas tenía. Qué iba a pensar que aquellos
maravillosos días de derroches desbocados, locuras, algarabías y sueños
infundados, poco a poco absorbidos por agobiantes faenas laborales, tan solo en
el recuerdo, ¡cada vez más difuso y esquivo!, quedarían.
Momentos idos, vividos, dolidos,
para el jamás olvido.
Vistos con senil retrospectiva,
los de su infancia algo sufridos en un entorno familiar en las vicisitudes
sociales hundido, tanto o más que los de la adolescencia al percibir que la
nostalgia social al futuro patrio traía refundido. Duros años aquellos los de
la adultez temprana; en algo llevaderos… quizá por la menuda y más que
refregada paga. Esta disimulaba el ceño nacional fruncido, producto de aquel entorno
político, económico y laboral, a propósito, por los de siempre enrarecido. Astuta
minoría que, pese a tenerlo todo, aunque el todo tampoco le satisfacía, a la
atembada mayoría, los sin nada, con amañadas leyes y artimañas, bajo sus
insidiosos caprichos productivos por siempre sumisa tenerla quería… que a la
postre lograría. Incluso, de ser el más feliz y afortunado del mundo al país convencería
y este a los cuatro vientos, al fragor del futbol, fermentos y fandangos por
doquiera lo gritaría.
Un cruento y agorero
invierno se tragó la primavera.
De un momento a otro la adultez tardía, por entre los sueños irresolutos, los proyectos inacabados y los molestos como incomprendidos achaques aparecidos, inexorable le llegaría. A la ventana de su enfriada alcoba se asomaría. Aunque sabía que lo haría, confiesa que en recóndito silencio a toda costa postergarla quería. Al menos hasta ir con ella a París para la más que retardada luna de mil de cuando novios ofrecida. Promesa hasta ahora incumplida que humilla su existencia; pese a todo lo batallado para hacerla efectiva. Aunque ella lo entiende y sabe todo lo que al respecto han luchado para lograrlo, es un tarugo atravesado en su garganta… que ni saliva le deja pasar, no solo de noche, cuando ni dormir tranquilo puede, también de día. Es la más dolorosa de sus promesas incumplidas. Aunque jamás se lo diga o incrimine, en el cada vez más esquivo como femenino fulgor de sus pupilas la lleva esculpida.
Entre arreboles se agazapa y gime un corazón herido.
Sin poder… o querer que tal
amordazado sentimiento lo sepa el mundo enloquecido. Este hace rato vaga con el
freno perdido, en la colectiva tristeza hundido, tras los valores humanos, por
algunos centavos, en subasta al mejor postor vendidos. Enfermos del alma en la
sociedad de la mentira, en donde ni siquiera el afecto de los allegados es del
todo sincero. Creen que suele ser prestado, en tanto haya algún inicuo motivo,
interés, dinero en caja o en cualesquiera otros activos. Que los serán de
aquellos tan pronto el juez sentencie incapacidad legal o accedan al escrito de
defunción para hacerlos efectivos.
Incluso, viejas y secas,
conserva sus hojas la palmera.
La senescencia con el paso
de las horas hace su dolorosa presencia. Aunque ya no se reproduzca, aquel
tronco altivo y áspero no ha muerto, tampoco su esencia, la cual ahora lleva
las heridas del tiempo y la ingratitud en sus entrenudos, corazón y en parte de
lo que le queda de existencia. Todavía siente y le duele, pero jamás lo dice,
que, aunque ayer fue más que un símbolo que generó mercedes y admiración, ahora
en su entorno consideren que en estorbo se convirtió, que incomoda a los que de
su esplendor gozaron y se beneficiaron, por lo que ya es hora de erradicar la estorbosa
datilera... o, al menos, de conseguirle en otra parte, lejos de todos, en un
jardín ajeno, lejano, extraño, una pagada jardinera para que se encargue de sus
chocheras. Maluquezas, todas, producto del avance de la ceguera, amangualada con
la dificultad de entender y captar ligero al sumarse la sordera. Temas tristes
estos, los añejos, que a nadie importarle nada pareciera; porque aún no los
padecen. Ignoran, disimulan, piensan o esperan que, al llegar a viejos, si es
que llegan, tal circunstancia les sea ajena.
Una vida entera… camino al
inexorable frío del olvido.
Pese a todo fue feliz en
cada una de aquellas etapas de su vida, se lo dijo a su amante y compañera
antes de que alguno de los dos a lontananza partiera o de que el frío del
olvido con el infame manto de la amnesia los arropara. Esa vez ella le contestó
que a su lado también lo había sido; incluso, en la más que dura postrera,
aunque en esta tampoco apareció la escondida primavera, ni lograron celebrar en
París la tan ansiada como amorosa y más que esquiva quimera: cenar en aquel
hotel, oteando a lo lejos la metálica y seductora palmera.
Lo que sí parecía inexorable, ahora o pronto, que a otro jardín lejano a los dos juntitos sus allegados llevarían y al cuidado de manos extrañas y alquiladas dejarían. Por lo que, quizá, más rápido les llegaría, inexorable, el postrer y solitario estadio de sus días.
Niñez,
juventud y madurez pasaron veloces por su vera.
Momentos
idos, vividos, dolidos, para el jamás olvido.
Un
cruento y agorero invierno se tragó la primavera.
Entre
arreboles se agazapa y gime un corazón herido.
Incluso,
viejas y secas, conserva sus hojas la palmera.
Una
vida entera… camino al inexorable frío del olvido.
Foto cortesía de Andrea Enciso Díaz, de su álbum personal.