Dibujo de Camilo Quevedo
Esa
tarde solo quería caminar por ahí, por las calles del centro histórico de
aquella ciudad subcontinental. Solo eso y, tal vez, leer en los rostros de los
anónimos transeúntes capitalinos, como es mi involuntaria costumbre, historias
de angustias represadas, pecados guardados, calladas ambiciones, así como
candentes iras sociales por mucho tiempo aguantadas, pero a punto de estallar
ante cualquier inesperado como insulso chispazo. Sí, solo eso quería, nada más.
Sin
embargo, esta historia me topé tras dejar atrás «La Plaza de los Reclamos»;
como la bautizó mi hijo en razón a que cada que por allá vamos, unas tres veces
al año, encontramos manifestaciones y protestas de todo tipo, en especial de
orden social. Bajé por la calle Once y me encaminé hacia el norte por la
carrera Novena. Al irme acercando a la esquina de la Avenida Fundador, la
inusual postura corporal, así como el impróvido y casi azaroso desplazamiento
de una mujer mayor dispararon mi atención.
La
humilde mujer se cruzaba la calle, sin observar, por entre los carros, como
ida, de un andén a otro. Los conductores, cuando no era que pitaban, le
lanzaban improperios tratando de esquivarla para no atropellarla. Las demás personas
la ignoraban, o eludían, sin ponerle mayor atención. Aceleré el paso para
alcanzarla al notar que se aproximaba al cruce de la agitada intercepción vial.
Si se llegaba a pasar sin mirar, lanzándose a la vía, como parecía ser su
resuelta intención, lo más probable sería que algún articulado del angustiante y
contagioso transporte masivo la embistiera y le causara, si no la muerte, al
menos heridas graves.
—Mire…
¡señora! —le grité, acelerando mi paso, al comprobar que, en efecto, pensaba
lanzársele a los dos biarticulados atestados de pasajeros que iban por la vía.
Ni
siquiera los estridentes frenazos de los gigantescos buses, tanto del que subía
como del que bajaba, parecieron inmutarla. Prosiguió rauda hacia la calle en
donde, tan pronto puso un pie, la alcancé a coger de un brazo y la subí al
andén. Estaba impávida y su mirada perdida en la nostalgia social que parecía corroerla.
El bus que subía alcanzó a detenerse por completo luego de la larga y
estruendosa frenada a escaso medio metro de ella. Transeúntes, conductores y
pasajeros, tal vez desilusionados por haber evitado el fatal accidente,
prosiguieron su camino; algunos hasta me lanzaron soberbias miradas, las que
interpreté de rabia por robarles el gratuito espectáculo de la sangre ajena
derramada sobre el pavimento. Todo volvió a la caótica e insolidaria normalidad
citadina. Al no haber muerto, o al menos herido, el nacional como enchipado mórbido
interés también se disipó.
—Señora… por favor —le dije, mientras la
llevaba del brazo hacia el andén, un poco más lejos de la calle, por donde prosiguió
el desfile de articulados que seguían aspirando aire para la combustión y
vomitando oscura muerte legalizada por sus tubos de escape—, permítame que la
acompañe… ¿hacia dónde se dirige?
La humilde
señora, de unos sesenta años, talvez más, seguía en trance. Ni se percató de lo
que acababa de pasar. Sus ásperas y lunarejas manos temblaban. En su ajetreada
faz se reflejaba una zozobra inenarrable. Era objeto de una sumatoria de inexorables
angustias represadas; de esas que con el tiempo se van enconchando en el alma
al no poderlas, o no quererlas compartir con nadie; tal vez porque nadie se las
pueda, o le interesa resolver, en tanto se trate de un sin nada; como al
parecer era su caso entre un ejército de miseria social, cada vez más apeñuscado,
y que aumentaba frenéticamente, a cada instante, en aquella sociedad
subcontinental. Eduviges, que así luego me dijo que era su nombre, cargaba a
cuestas un costalado de calladas y guardadas congojas, de esas que van turbando
la razón sin siquiera percibirse o manifestarse. En ese momento confirmé que ella
también padecía, en estado terminal, del mal que casi a todos nos está matando
lentamente, sin haber lenitivo capaz de contrarrestarlo: ¡nostalgia social!
—Señora
—le insistí al notar que parecía reaccionar—, ¿le provoca tomar un café? Mire, allí
hay una cafetería.
—Disculpe,
señor —me preguntó, algo asombrada y desconcertada—, ¿qué me pasó?, ¿quién es
usted?
Evité
entrar en detalles. ¿Para qué recordarle al ciego que lo es? Solo le dije que
se había distraído. Me le presenté, le insistí en lo del café y aceptó, por lo
que entramos a la cafetería y nos sentamos al fondo del establecimiento,
buscando algo de privacidad. Entonces, me anunció el comienzo de su tremenda historia.
—Señor,
trabajé por algo más de cuarenta años en la casa del doctor Trampilla —me dijo
con voz entrecortada y ojos aguados—, es decir, desde muchacha, cuando me
trajeron del campo.
—Señora…
por casualidad, ese doctor… ¿no es el magistrado…?
—Sí, ¡el
mismo pícaro! El de la pensiones millonarias para él y uno pocos funcionarios
de alto nivel, así como de todos esos escándalos de corrupción en la justicia.
—Sí, sé
de qué personajillo se trata. ¡Es uno de los intocables de este país! Lo
respaldan otros más encumbrados, sagrados e innombrables que él, y a quienes
les trabajó a su favor toda su vida como jurista, tanto fuera como dentro de la
rama Judicial. Sus providencias y gestiones fueron siempre en beneficio de los
políticos más perversos y poderosos, así como de los más ricos aseguradores,
banqueros, comerciantes, industriales y ganaderos, entre otros tantos; y en
contra de los derechos económicos y asistenciales elementales de los
trabajadores y personas más humildes, es decir, de la inmensa mayoría.
—Del
resumen de artimañas que acaba de hacer de ese señor… sí que puedo dar fe
—agregó Eduviges—. Como empleada del servicio en su casa vi desfilar por allá a
todas esas colmilludas alimañas que usted mencionó… además de, muchas veces,
sin proponérmelo, escucharles preparar los sancochos que días después les
servían a la opinión pública para que: «les guste o no, se lo tienen que
tragar, sin mucho que refunfuñar», solía decir el magistrado, mi antiguo patrón.
—Entiendo,
señora, su incomodidad y afectación ante tanto mal obrar de ese abogado, hoy
con una abultada pensión de jubilación como exmagistrado, casi cuarenta veces
la de un trabajador común y corriente —le dije con cautela para no ahondar en
sus dolencias y resentimientos sociales, como pensé al principio—; sin embargo,
creo que el guiso que amarga su tranquilidad se maceró en otro recipiente y con
insumos diferentes… que si a bien tiene compartir conmigo, ¡con un total
desconocido!, puede hacerlo. Quizá comentándomelo la haga sentir mejor.
Ahí fue
cuando la humilde mujer se despachó, sin filtro alguno, con tan inverosímil
historia… que sintetizaré para no excavar más hondo en la nostalgia social que
avanza sin brida peña abajo, «hacia la hecatombe nacional», como lo dijo el ‘prócer’
aquel.
Una vez
Eduviges cumplió los sesenta años, y en sus cuentas, tras supuestamente haber
cotizado para su pensión por más de mil quinientas semanas, le comentó a su
patrón, al exmagistrado Trampilla, que se quería retirar para irse a disfrutar
de su pensión. Este, con la más descarada y desfachatada de las actitudes, le
manifestó que se largara de inmediato de su casa y que jamás volviera, ni
intentara reclamarle nada; de lo contrario, que se atuviera a las consecuencias.
Nuca la afilió, como algún día le manifestó cuando ella le preguntó al respecto,
a ningún régimen de cesantías, de riesgos ni de pensiones.
—Bueno
—la interrumpí—, siendo empleada, cuando usted requirió de servicio médico,
¿cómo hizo?
—Muy
pocas veces lo necesité… para lo de los partos de mis hijos el patrón siempre
se hizo cargo de los gastos, así como los de otras pocas veces, muy contadas,
cuando fui a ver al matasanos. Para una madre soltera y pobre… enfermarse es
una calamidad que hay que evitar a toda costa, o, en últimas, soportar y
disimular, si se quiere seguir trabajando para conseguir lo del sustento; por
lo menos ese fue mi caso.
En
cuanto al mísero y legalizado sueldo básico mensual el marrullero magistrado
fue algo cumplido con ella. No así con los demás emolumentos: vacaciones, primas
y aportes parafiscales de ley para salud y seguridad social. Con estos fue otra
cosa, y por fuera de toda formalidad, legalidad y consideración humanística.
Eduviges, como era obvio, además de la necesidad laboral, confiaba ciegamente
en él. Cuando lo conoció, Trampilla era un juez joven, siete años mayor que
ella. Este poco a poco fue escalando como magistrado en cada uno de los niveles
judiciales. Con aquel salario mínimo Eduviges logró criar a sus hijos hasta
cuando fueron volantones y los ayudó a ubicar laboralmente. Al poco tiempo se casaron
y se fueron de su lado, es decir, de la habitación en la mansión del magistrado.
Desde cuando este la despidió, casi siete años atrás, ella vivía sola, en una
misérrima pieza que pagaba con lo que medio conseguía, mendigaba o sus hijos le
socorrían de lo poco que ganaban. Nunca más pudo lograr trabajo fijo. Sin
sueldo, mucho menos pensión, su situación era terrible, ¡insoportable! Esto la
hacía deambular calle arriba y calle abajo, buscando empleo, ofreciéndose para
lo que fuera. Pero, por su edad y los achaques en progresión, desde luego que
era muy difícil que la ocuparan formal y dignamente. Casi siempre la
rechazaban, como le sucedió ese día cuando la observé deambular dando tumbos por
la Novena, rumbo al norte.
—Estoy
seguro de que si expone su caso en el Ministerio de Trabajo —le dije a título
de asesoría y consuelo—, la van a escuchar y le harán pagar al señor magistrado
lo que usted tiene más que ganado… así aquel tenga todo el poder y las
influencias del mundo, señora.
—Es
probable que así sea, buen señor — me respondió—, como algunas otras personas
me lo han dicho, también.
—Y,
¿entonces?
—Si lo
llego a demandar, Trampilla movería cielo y tierra para salirse de nuevo con la
suya, ¡como siempre!, señor —me dijo—. Sin embargo, el verdadero problema, y por el cual me toca dejar así las cosas, es
porque mis dos hijos, así también sean suyos…
—El
padre de sus hijos, señora… ¡¿es el magistrado Trampilla?!
—Así
es, señor —me confesó—, ahora somos tres los que conocemos el secreto: usted,
él y yo… y espero que me lo guarde, ni siquiera mis hijos lo saben, ni espero
que lo averigüen. Si alguien más, o ellos, se llegan a enterar, o si demando al
sin tantica ese, lo más probable es que los dos se queden sin coloca, como yo.
Me lo advertía seguido cuando a mi pieza iba a búscame; y lo reiteró furibundo
el día que de su casa me sacó... y sé que lo cumpliría. A él no le corre sangre
por las venas, solo ambición, odio y egoísmo social en contra de los más
necesitados, o como era uno de sus dichos: «los sin nada, ni siquiera libre
albedrío», a los que ahora pertenezco.
Dibujo de Camilo Quevedo
El hijo
mayor de Eduviges era el conductor de la esposa del exmagistrado. Su otra hija trabajaba
como auxiliar administrativa en el Bufete de Abogados Trampilla y Asociados, el
de su padre. Únicos y modestos ingresos que aquellas dos familias tenían, y la
anciana lo sabía, por eso al villano magistrado con su silencio protegía.
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