Odios guardados
En torno al féretro algunos allegados
acompañaban a los deudos de don Dionisio. Al lado, en una poltrona, doña Blasina,
su viuda, hablaba con una mujer un poco menor que ella. Mientras esperé a
prudente distancia para darle el pésame me fue imposible evitar escuchar parte
de la inusual conversación que aquellas sostuvieron.
—Pero,
me imagino que en ese entonces si lo quería…. ¿o al menos lo hizo después?
—Eso tal vez es lo que cree la gente —respondió
la anciana con un mohín extraño en su arrugada faz—, y hasta nuestros hijos,
nietos y bisnietos; o lo que les hice… o hicimos creer a todos.
—Pero, al fin y al cabo, él se casó con usted,
le cumplió y estuvo a su lado por más de setenta años… hasta morirse de viejo,
como se lo prometió, según dicen por ahí.
—Dionisio sabía que le tocaba casarse conmigo…
era la única manera para que mi papá, cuando nos encontrara, que lo haría tarde
o temprano, no le pegara un tiro por haberme robado con la complicidad del cura
del pueblo.
—No me ha respondido, ¿alguna vez lo quiso?
—Nunca, ¡jamás! —respondió categórica—, lo
sentí en mi pecho desde cuando me di cuenta de la estupidez que hice al irme
con él, a las escondidas… y aunque solo tenía trece años, poco a poco fui descubriendo
que todo lo que me dijo para convencerme eran mentiras; una gran mentira, como
lo fue toda su vida.
—¿Alguna vez se arrepintió de haberse ido con
él?
—La pregunta correcta sería cuándo…
—Entonces, ¿cuándo se arrepintió de haberse ido
con él?
—Desde ese mismo día, cuando me escabullí con
él. Tan pronto me encaramaron en ese camión y me taparon con costales sucios de
papa, comencé a odiarlo; jamás se lo perdoné. En ese momento me arrepentí…
pero, también entendí que no había vuelta atrás; que sería su mujer para toda
la vida.
—¿Alguna vez se lo dijo?
—No era necesario. Él sabía y tenía certeza de
dos cosas...
—Sí —la interrumpió, sin esconder su
curiosidad—, ¿de cuáles?
—Del odio guardado que le tenía, así como de mi
muda promesa de jamás faltarle, dizque porque si lo hacía, como me lo decía, él
de amor se moriría, como al fin lo hizo; y eso que jamás le fallé, menos cuando
llegamos a viejos y con agría compañía nos cobijábamos.
—Dígame una cosa, Blasina, usted cree que Dionisio
la amó, o por lo menos la quiso...
—Estoy segura de que él nunca lo supo con
certeza; quizá lo hizo durante los primeros años… Sin embargo, en los últimos
treinta y tantos, bien después de los cincuenta, comprendimos, sin decírnoslo, que
la mejor colcha para abrigarnos durante el frío del olvido era la que hicimos
con los retazos de nuestros reproches e ironías de toda una vida.
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