Muy cerca
del paraíso, en un rincón del páramo, alguien cuenta historias inverosímiles
sobre seres humanos. Varias mujeres preparan el almuerzo para atender a los
visitantes, algunos, entre estos un niño como de siete años, acaban de pescar y
rematar a palazos una gran trucha que se comerán. Dos hombres, uno más joven (anfitrión)
que el otro (forastero), hablan sobre proyectos para administrar un pueblo, a
pocos kilómetros, a media montaña. Conversan ahí, parados a la orilla del
charco de las truchas, junto a un aliso que hospeda una cautivante orquídea de
pétalos y sépalos de color rojo-mate, con puntas amarillas y labelos de cremosa
tonalidad, dejando entrever en su interior su esencia floral, de sensual
colorido arropada.
Sin quererse
perder nada, pero sin mostrarse demasiado, Guardián sigue atento. Con su agudo
olfato, el que le compensa su montaraz y cachorra timidez, asimila los raros olores,
no solo de los humanos llegados esa mañana, a quienes les percibió uno muy hostigoso
(a ciudad), sino los de su entorno, «su nuevo hogar», como le dijo dos días
antes un campesino sesentón, «parece ser el líder de mi nueva manada», se le
cruzó por la mollera al pequeño canino, «y el padre del que habla de política con
el recién llegado». Se refería el cachorrillo al mismo hombre recio, de canas,
arrugas y callos de campo en las manos que lo trajo de la anterior casa, «un
poco menos grande y cómoda que esta, en donde se quedó mi hermana entre aquel
baúl sin tapa». La cría nacida unos minutos antes que él, y después de los tres
fortachos y bulliciosos mayores. Estos fueron los primeros en ser vendidos por
el labriego nostálgico que los encontró y se los llevó de la improvisada cama
que armó su madre cuando los fue a parir, luego de, por haber quedado preñada,
ser abandonada por sus amos humanos en un solitario charrascal, cerca de ahí, luego
de un largo viaje en una potente camioneta.
Cuando
aquel recio campesino lo trajo, lo mostró a su familia diciendo:
—Este es
Guardián, como lo llamaremos desde hoy. Parece ser un cruce entre pastor alemán
con criollo callejero… la mezcla perfecta para que, cuando crezca, cuide, sobre
todo de noche. O, por lo menos, que con su ladrido ahuyente las comadrejas.
—Se puede
saber, mijo, ¿de dónde lo sacó? —le preguntó su mujer, algunos años menor que
él, también entrada en canas, arrugas y callos de campo; indeleble e inexorable
sello de curtida honestidad paramuna. Virtud cada día más refundida en sociedades
de propiciadas afugias cundidas.
—Este es el
sute de una camada —le respondió su esposo y padre de sus tres hijos—, por lo
que el vecino de la rancha de abajo me lo regaló. Él se los encontró
abandonados entre una mata de monte, y bien enmarañada. Nadie se lo quiso comprar,
ni recibir, tan siquiera regalado. Los tres primeros machos sí los pudo vender;
eran bien fortachos y nada tímidos ni temerosos como este. A nuestro vecino
Cipriano ahora solo le queda una hembra, Aurora, como la puso. A esa tampoco se
la quieren recibir… y él no tiene cómo mantenerla.
—Padre, y
este… ¿Cómo cuánto tiene de nacido? —preguntó el mayor de los tres hijos.
—Y… ¿ya
está vacunado? —también lo interrogó la hija, funcionaria del centro de salud
del pueblo.
—Según don
Cipriano, debe tener casi tres meses. En cuanto a eso de las vacunas, por estas
tierras paramunas son innecesarias. Aquí en el campo, hija, la libertad, el
canto de la brisa y la caricia del aire libre reconfortan el espíritu, además
de curar cualquier cansancio o dolama… son los más efectivos incentivos para alejarle
maluqueras al cuerpo; incluidas las de los perros y los gatos; las que los
afectan y consumen cuando los cautivan en las casas-cárceles de la ciudad,
impidiéndoles que salgan a buscar entre el rastrojo hierbas silvestres para
purgarse y bichos para fortalecer sus vísceras y músculos.
—También el
trabajo de campo sana —complementó su esposa—, el que en labrantías nunca
falta. Por aquí siempre habrá algo qué hacer… y, si no, el que es juicioso:
hombre o animal, se da sus mañas para ocuparse y evitarle a la mente que se
llene con disparates, y de meros poros los huesos.
—La vejez siempre
llega con un costalado de sabiduría, padres —les dijo el hijo intermedio, el
más estudiado de los hermanos, quien estaba dispuesto a, sin dejar por completo
la vida bucólica y productiva de sus viejos, asumir las ariscas lides de la
política municipal. Por esta última razón aquellos invitados fueron a darle
consejos al candidato, junto con su aval y apoyo electoral, además de pescar y
comer trucha.
Guardián,
con algo menos de timidez ante la avalancha invasora de la visita adherente a
la campaña y su hostigosa esencia citadina, se fue mostrando un poco más. Los
fue individualizando por su respectivo olor, sin olvidar el de la naturaleza
prístina, en especial el de los cardos entre los que su madre lo parió, al lado
de una cantarina quebrada de agua fría y cristalina. Allí, ella, Gardenia; como
les dijo a sus cachorros que sus amos en la gran ciudad la llamaban; los
protegió y cuidó, a sus cuatro hermanos y a él, durante las primeras semanas de
vida.
Recordó que
su madre les contó que cuando ella era cachorra, tal vez como lo es él ahora,
en una finca veraniega una niña de siete años de ella se encaprichó, por lo que
sus padres, para calmarle la pataleta, decidieron comprar la cachorrita y
llevarla a su hogar en la gran ciudad. Pero, desde entonces, comenzaron los
problemas. No solo fue por lo de sus necesidades fisiológicas, «las que no me
dejaban hacer sino hasta cuando ellos dijeran y donde me marcaban con
enfermizos olores, cuando no era que me tenía que esperar a la sacada al contaminado
parque cercano, y hasta cuando alguno de los amos mayores por fin tuviera
tiempo, o quisiera», les dijo esa vez. «Mi llegada también les generó a los
amos mayores inconvenientes y rencillas entre ellos, en particular, por los
costos de mi alimento y otros cuidados que yo requería… Problemas entre ellos
que siempre me cobraban con chancleta o correa», les solía decir.
—Y no solo
fue eso —en una helada noche invernal Gardenia le contó a sus cinco montaraces
crías, pegadas a sus pezones—. Al ir creciendo aparecieron nuevas y más
complicaciones y dificultades…
—Fue, otra
vez, ¿por lo del sitio para orinar? —preguntó el cachorro mayor.
—Por eso y
mucho más —respondió Gardenia—. La niña creía que yo era otro de sus juguetes, ¡y
que no sentía!, que nada me dolía… por lo que, cada vez que me golpeaba, pisaba
o intentaba arrancarme las orejas, o la cola, aullaba de dolor. Pero los amos
pensaban que eran tentativas de ataques por parte mía contra la pequeña…
—Entonces,
¿qué pasaba? —intervino la única hembra de la camada.
—Me
castigaban… les cogí tanto miedo, que con solo verlos me les escondía. Después
vino lo de las manchas de sangre en la alfombra; ni me daba cuenta de que era
yo quien las hacía. Solo hasta cuando gritaban y un palo u otros objetos se
estrellaban contra mi lomo, cabeza, patas, o donde fuera. Pocos días después la
patrona me sacó al parque y me dejó suelta, como siempre, mientras ella llamaba,
muy melosa, a… no sé a quién por celular. Pero, no era al amo, le decía otro
nombre. Entonces, un gran perro me montó. Una semana antes de que ustedes
nacieran, la pareja, sin la niña, a ella la dejaron con su abuela, me subió a la
camioneta. Vinieron cerca de aquí y me dejaron amarrada con una cabuya bajo un
árbol. Duré casi tres días para podérmela tragar y quedar libre.
Tras
el largo ayuno y el ingente esfuerzo para zafarse, además de las inclemencias
del paramuno clima, Gardenia sintió que pronto llegarían sus crías. Por lo que
decidió, ya no volver tras el rastro de sus amos, como en un principio lo
consideró, sino buscar un refugio cercano y seguro para ella y la camada en
camino. Se internó entre una gran zarza. Era un casi impenetrable chamizal,
adornado con cardos y espinas de diversas matas de monte. Como pudo se abrió
paso por el costado menos difícil, hasta encontrar una especie de nido hecho
con hojarasca, el cual convirtió en su cama. Ahí parió cinco cachorros.
Cada vez
que entraba o salía del charrascal, pues necesitaba conseguir alimento y agua
para ella y garantizar la lactancia, por más que alargaba su cuerpo, laceraba
su pelaje contra la infinidad de espinas y púas. A veces cazaba perdices, o
roedores, que los había en abundancia; o merodeaba por un rancho vecino en
donde casi siempre encontraba desperdicios comestibles. En este solo habitaba
un hombre, entrado en años, quien solía salir temprano a sus contratas de
jornal en las labrantías circunvecinas, con lo cual se ganaba la vida. Él solía
dejar sobras de su desayuno, y también de la merienda de la noche. De unas y
otras Gardenia daba cuenta, tras lo cual bajaba a la rumorosa quebrada para
saciar su sed con su fresca y trasparente agua, antes de regresarse al nido
para alimentar a sus hambrientas crías, cada día más grandes y voraces, y
contarles cosas de su vida, allá, en el hogar al que la llevaron como mascota
de la engreída niña, un fiel reflejo de sus estresados padres, víctimas de la
avasallante nostalgia social citadina.
Cipriano,
el habitante solitario del rancho aquel, tras la tristeza tomó por amante
compañera a la paramuna naturaleza, razón por la cual vivía solo. Un domingo en
la mañana, después de desayunar y alistarse para ir a misa en el pueblo, pasó
muy cerca del charrascal y escuchó un barrullo que le captó su atención. En ese
momento Gardenia estaba dando cuenta de las migajas de arepa y carne dejadas
por él tras su desayuno allá en el rancho. Con curiosidad y cautela se acercó
hasta donde pudo escuchar mejor, por lo que presto verificó que se trataba de
una camada de perros. Con su machete se abrió paso hasta el nido, sorprendido
por el bonito hallazgo de vida. Al llegar a ellos decidió llevárselos. «Parecen
de raza fina; tal vez me den algunos pesos por cada uno de estos», pensó.
Una vez en
el rancho, entre un viejo baúl sin tapa les armó cama. El mismo que usó veinte
años atrás para huir con sus corotos del abismo del desamor prodigado por
Ofelia Matías. Joven mujer quien nunca llegó a la iglesia en la que se casarían.
Antes de reanudar su viaje hacia el pueblo, pues a lo lejos se escuchó el
segundo repique de las campanas, les desperdigó pan por el piso y les puso agua
en un plato. Tras cerciorarse de que todos los cachorros comieron y bebieron,
los colocó en la improvisada cama y se marchó, raudo. Quería alcanzar a llegar
a oír misa, como todos los domingos; luego saldría y ofertaría sus nuevos
perros entre los habitantes del páramo.
Tal vez una hora después Gardenia llegó a
su guarida tras merodear por las pasturas y las quebradas en busca de aves y
roedores (proteína) para completar su dieta. Sus insaciables comensales cada
día le exigían mayor cantidad de leche a sus pezones. La entrada al nido en el
charrascal ahora tenía un gran boquete y… ¡ninguno de sus cachorros estaba por
ahí! Al no encontrar a su camada en los alrededores aguzó su olfato. Fue cuando
percibió un olor que se le hizo familiar. Correspondía al del hombre del rancho;
el de la mirada triste y los suspiros prolongados, como lo había visto; por lo
que siguió el rastro de ese hilo, mezclado con el de sus cinco cachorros, hasta
llegar al baúl sin tapa en donde los encontró bajo un alero de la vivienda con
vista panorámica hacia los Llanos de Oriente. La misma visual que todas las
tardes aquel solitario hombre degustaba, siendo esta su más grande e
incambiable riqueza, fuera del restaurador silencio, la bucólica soledad y la sanadora
paz que le prodigaban a su herido corazón aquellas frías tierras, tan cerca del
paraíso.
Ella los tenía que rescatar. Tomó por el
cuello al más grande, al mayor, y, con gran esfuerzo, lo sacó del baúl y se
encaminó hacia su guarida, a unos ochocientos metros, o algo más, y loma arriba,
en donde lo dejó. Repitió tres veces el ejercicio, cada vez más cansada y
despacio, bajo un sol canicular, y durante largo rato. Cuando fue por el sute, el
último que le quedaba por rescatar y devolver a su refugio, notó que Cipriano Angarita
había vuelto. Y no solo tenía de nuevo a sus cuatro cachorros, también al
quinto. Además, el baúl sin tapa ahora estaba entre un corral de alambre dulce.
Este le impedía llegar a ellos. Solo los podía oler, oír y ver, a los cinco, que
ese día al anochecer solo serían tres. Los dos mayores consiguieron rápido
nuevo amo, muy cerca, en fincas vecinas. Al tercero se lo llevó otro hacendado,
al día siguiente, a unos cuantos kilómetros de ahí.
Desde entonces, y hasta dos veces por día,
Gardenia iba hasta el rancho de Cipriano, no solo por sus desperdigadas
meriendas, sino a ver, oler e interactuar a escondidas con sus dos cautivas
crías. En algo más tranquila al notar que aquel hombre solitario, agua, comida
y protección sin falta les ofrecía. Tal y como lo comprobaba, así fuera una vez
cada dos días, también con sus tres cachorros mayores. A estos, tras largas
travesías nocturnas iba y los visitaba. Luego de interactuar con cada uno de
ellos se regresaba a su guarida, al chamizal, a dormir y a descansar en paz, tras
comprobar que los mantenían en buenas condiciones, además de haber escuchado,
en cada finca, que, por su porte y raza, al crecer, estos se convertirían en
los fieros cuidanderos de aquellas feraces labrantías.
—Entonces, madre, no entiendo —la
interpeló Guardián esa noche que lo fue a ver a la casa del criadero de truchas
en donde lo adoptaron unas semanas antes—, ¿cuál es la razón por la que se
siente preocupada y compungida, ahora que sabemos que, a Aurora, por fin, se la
llevó una familia?
—Guardián —le respondió Gardenia
entristecida—, porque la gente que la compró y se la llevó para la gran ciudad fue
la misma que me abandonó, amarrada, a punta de dar cría, en estos montes
paramunos… y dizque para regalársela de mascota a su engreída hija.
Disponible, también, en Revista Latina NC
No hay comentarios.:
Publicar un comentario