Aquella vez, para mi cumpleaños número diez, mamá me llevó
de nuevo a la casa de mi tía. Tras el pudín, mientras los mayores se quedaron
en la sala, nos fuimos a la alcoba de mi tía a ver televisión... como siempre.
Unos minutos después, bajo la manta, sentí su mano sobre la
mía, me acariciaba con dulzura. Lo sabía hacer, «tal vez por los seis años que
me lleva», pensé acalorada.
Entonces, comencé a sentir hormigueos por todo el cuerpo...
más aún cuando, no solo fue su arrumaco en mi mano, sino que avanzó hacia mi
cara, cuello, pechos en explosiva germinación...
—¡Que bella y tierna eres! —me susurró al oído, haciéndome
explotar algo dentro de mí.
Fue un momento indescriptible, ¡pecaminoso!, tal vez, pero
irrepetible.
Nunca volvió a pasar. Sin embargo, hoy, cincuenta años
después, aunque sus manos jamás volvieron a posarse sobre mí, cada vez que nos
encontramos, sea donde sea, estemos con quienes estemos, el fogonazo de sus
ojos me abrasa e incendia esa pasión esquiva que solo esa vez experimenté.
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