Con su mirada perdida en lontananza, cuando iban adonde la enclaustraron al dejarles de ser útil y volverse «un pereque… además, ¡costoso!», como pensaban sin decirlo, paliaba el dolor de haber sido buena persona y, al llegar a vieja, confiar en todos, sobre todo en ellos: sus hijos.
Entonces, miraba sin ver.
Simulaba ausencia refugiada en su recuerdo infantil.
¡Hubiese querido dejar de escuchar!
—«¡Para qué palabras bonitas y promesas vanas!» —pensó decirles varias veces.
Producto de la dolorosa adversidad de la existencia humana encontró en el silencio, cual felicidad inversa, la excusa para ocultar la nostalgia mortal que horadó su espíritu meses antes de partir.
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