jueves, 30 de septiembre de 2021

La guala

 


Entonces tendría siete años. En la casa todos me decían Cáscara de Quiña. Apodo que me puso mi abuela materna dizque por lo inquieto, desobediente y burlón que era.

—A todo le saca gracia y cuento el condenado este —solía decirle mi abuela a cuanta persona iba a la casa, o nos encontrábamos en el pueblo—. Es más, si se descuidan —les advertía a las mujeres, sobre todo a las jóvenes—, en un santiamén se agacha entre las naguas y les echa muela.

Ese domingo en la tarde íbamos de regreso para el pueblo luego de habernos refrescado en una quebrada cercana. Aquel carreteable polvoriento, camino al caserío municipal, tenía al lado y lado, además de curva tras curva, debido a la topografía montañosa, monte, chamizos y árboles de todos los tamaños y especies tropicales.

Como siempre que íbamos de paseo a la quebrada, corría, partía en punta para llegar primero. Cosa que a mi madre y abuela no les gustaba; dadas las entorchadas circunstancias sociales y culturales de la época en todo el país, pero con más ardor enchipado entre connacionales por aquellos lares. Ellas, y todos en el pueblo, sabían que debían tener el ojo avizor para evitar que alguien intentase “algo” terrible contra sus hijos. Muy común en ese entonces por allá, y por toda parte, al parecer.

Pero yo era necio, o tal vez no entendía e inadvertía el peligro. Por ende, poco caso hacía de las amonestaciones. Esa vez salí corriendo al llegar a una curva pronunciada del camino; quería desaparecérmeles y esperarlas adelante, pese al grito de la abuela:

—Muchacho, ¡en esa revuelta, al atardecer, se aparece la guala!

Desde luego que hice caso omiso. Seguí veloz carrera y di la vuelta en el recodo, desapareciendo de la vista de todos… Fue cuando, de la copa de un guamo gigantesco, un inmenso y terrorífico pajarraco negro, tal vez de un metro, o más de longitud, con una cabeza de color rojo encendido y sin plumas, al verme desplegó sus alas, como de tres metros de punta a punta, cubriendo el sol y haciendo que su sombra fría me alcanzara.

Me detuve en el acto. O mejor sería decir: quedé petrificado, sin poder dejar de verle esos ojos negros y chispeantes. Su sombra me cubría, sentí frío. Saqué fuerza de donde no la tenía e intenté avanzar. Le demostraría que no le tenía miedo.

Al adivinar mi intención, pues no pude mover un solo músculo, dio una zancada y puso su pezuña derecha a menos de un metro de donde me encontraba. La otra seguía en la copa del árbol. Expelía un insoportable y fétido olor a azufre. Al estar tan cerca, me percaté, o creo que eso fue lo que vi, que era la bruja horrible que mi abuela describía cuando al atardecer de los venados nos contaba historias de terror, sentados en el quicio del ranchito en el que vivíamos.

Solo desperté, según me dijeron, media hora después de haberme recogido y llevado al centro de salud en el pueblo.

—No tiene nada —dijo la enfermera—, sus signos vitales están en buenas condiciones. Tuvo que haber sido algo que comió y lo indigestó.

Jamás a nadie le hablé de aquel premonitorio y terrorífico espanto.

Disponible en Revista Latina NC


1 comentario:

  1. Este relato podría ser el preámbulo de la próxima novela... ¡Tal vez como una novela de espantos!

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