Lágrimas sobre París
Varias semanas llevaba sin ver a Gertrudis Magola, unos
siete años menor que yo. A ella le incomoda este segundo nombre, como a mí
también el Rosana. Somos compañeras de danzas en el salón cultural del barrio
desde hace unos tres años cuando ingresó al grupo, nos conocimos e hicimos
amigas. Al divisarla a lo lejos, allá, en el centro comercial cercano al cual
solemos ir a tomar tinto, y a poner al día la agenda después de cada rumba, otro
de nuestros mata tiempos preferidos, recordé que la última vez que nos vimos me
dijo que su hijo le pagó un viaje a Europa. Al reconocerme, su rostro desbordó
de contento. De inmediato emprendió veloz carrera hacia mí.
—Hola, Amelia ¡Rosana! —me dijo acentuando a propósito el
bendito Rosana—, ¡qué alegría verla, amiga querida!
—El gusto es mutuo, Gertrudis ¡Magola! —le devolví el
cumplido.
—Usted sabe que odio el ¡Magola! —me reclamó sin perder
la satisfacción que le causó el encuentro.
Sabía que estaba que se reventaba por contarme sobre su viaje.
—Como a mí molestarme el ¡Rosana!, y usted también lo
sabe —le respondí, correspondiéndole el abrazo y el beso que me estampó en la
mejilla.
—Bueno, bueno… mejor te invito a tomar un café, allí, en el
Juan Valdez…
—No que ahí son muy caros…
—Pero no tanto como el que me tocó pagar en la terraza de
la torre Eiffiel… ¡El café más caro que me he tomado en toda mi vida!: ¡15
euros! —me dijo con un guardado sollozo que no pudo contener, o que no quiso
detener por más tiempo en su corazón. Necesitaba desahogarse de algo, presentí.
Mientras nos dirigíamos hacia esa tienda noté que sus
ojos se aguaban. Intenté eludir el tema para evitar el seguro baño de lágrimas
que vendría, como cuando me contó en versión resumida su vida, recién
conocidas. En esa oportunidad, sin poderlo evitar, me dijo, entre gimoteos, que
se tuvo que casar al quedar embarazada, muy joven, antes de los dieciocho, con
un hombre cercano a la familia. Aquel era mucho mayor, quien en el poco tiempo
que vivió con ella le dio muy mala vida. Además, resultó que tenía otra mujer,
con más hijos, y desde mucho antes de seducirla y preñarla.
Cuando ella lo descubrió, el hombre se fue y jamás
volvió. Ni ella lo buscó. Los padres de Gertrudis, pese a todo, jamás la
abandonaron. Siempre la apoyaron, a ella y a su hijo. Sin embargo, desde
entonces, y hasta ahora, en especial su papá, nunca dejó de sobreprotegerla, ni
de enrostrarle su equivocación al haberse dejado engatusar por aquel.
—Ni siquiera ahora que soy una cincuentona mi viejo me
deja tranquila, ¡ni libre! —me confesó esa vez—. Me vigila, sigue tratando y
cuidando el rabo como si fuera una niña… ¡su niña! Me ahuyenta de cualquier manera
a cuanto pretendiente se me acerca, con buenas o malas intenciones, mija. Jamás
puede volver a tener un novio, mucho menos un mozo. ¿Se imagina, amiga?
—Debe ser que su papá en algo se siente culpable por lo
que le pasó, ¿no cree?
—No solo se debe sentir culpable: ¡Es culpable! Aquel era
su mejor amigo… en el que confiaba a ojo cerrado. Por eso, luego lo ubicó y le
hizo darme una pensión, con la cual vivo y me doy mis lujos, con casi todos los
juguetes que una pueda necesitar.
—Me imagino que su carro último modelo, en el que se
pavonea, también salió de la tal pensión…
—Tiene razón, como también la tiene mi padre, en cuanto a
cuidarme, ahora que mencionó lo del carro.
—Ah, sí… ¿y eso por qué?
—Hace poco conocí a un tipo… hasta buena pinta tenía.
¡Muy chusco! Algo mayor que yo. Mi padre nunca supo de él.
—Entonces, ¿qué pasó?
—A menos de ocho días de estarnos viendo, más
precisamente en la segunda cita que tuvimos, el hombre me fue pidiendo el carro
prestado dizque para ir a hacer una vuelta en otra ciudad.
—Carito que le hubiese salido, Gertrudis.
—Con él pensaba romper el ayuno de besos y caricias… y
todo lo demás. Los cuales, desde cuando mi lujo de marido se fue, no volví a
tener, ni a sentir.
—Desde entonces, Gertrudis… ¿nada de nada con nadie?
—Así es, Amelia: ¡Nada de nada! Ni un beso he vuelto a
recibir. Ya no sé a qué saben los labios de un hombre, como tampoco lo que es
sentir el femenino placer de ser excitada…
Mientras nos acomodamos en la mesa, con los dos humosos
cafés en nuestras manos, recordé que esa vez me lo dijo con profundo
sentimiento. Quizá con la misma desazón con la cual ahora tomaba ese primer
sorbo. Pero en esta oportunidad lo hizo para intentar diluir el borbotón de pasiones
que le comenzaban a atarugar la garganta, noté, sin siquiera poderme imaginar
el motivo.
—Amelia, pensé que lo tenía superado… —me dijo.
Yo preferí callar. Intuí que mi mejor y más oportuno
aporte, además de manifestación de solidaridad de género, era quedarme callada
y escucharla. Así, tal vez, ella podría evacuar esa represada pena que la
erosionaba lenta y dolorosamente, tapada con esa jovialidad, parloteo y estridente
risa que la caracterizan, mostrándola como una mujer alegre, feliz, realizada,
¡quien todo lo tiene!
—Necesito decírselo, Amelia… algo cambió en mí desde
cuando subí a la torre Eiffel. Allá casi todos van a celebrar amores,
amistades, pasiones, triunfos y cuanto sentimiento afectivo existe… ¡Yo lo hice sola!
Volvió a callar. Volvió a libar otro sorbo de café. La
secundé. Ahora quien sentía un nudo en la garganta era yo. No sabía qué carajos
hacer, mucho menos qué decirle. Opté por seguirla escuchando. Que era, lo
comprendí en ese momento, lo único que ella necesitaba de mí: ¡que la
escuchara! Al parecer.
—Allá, arriba, entre tantas parejas y grupos de personas
desconocidas, todas alegres, viendo esas espectaculares vistas… esos jardines y
la plaza del Trocadero, los Campos Elíseos, la Concordia, el Arco de Triunfo,
el río Sena… ¡no pude más, mija! Me sentí inmensamente sola y abandonada. ¡Un
abandono represado por más de treinta años!
—Entonces…
—Entonces estallé en estridente llanto y dejé volar mis
lágrimas sobre París. No me importó que la gente me viera. Y a la gente no le
importó, tampoco, que yo estuviera berreando como una magdalena. Pensarían que
lloraba de alegría. Fue cuando encontré un sitio en el cual vendían café… ¡Lo
necesitaba! Tenía que tomar algo para desatar el nudo que atenazaba mi corazón
a punto de reventar, y, así, poder continuar el recorrido.
—Gertrudis, ¿ese fue el café que le costó 15 euros? —fue
lo único que atiné a decir.
—Sí, pero valió la pena la inversión —contestó, volviendo
a sonreír—, me supo a patria y me recompuso. De lo contrario me hubiese perdido
todo lo que me faltaba por ver, recorrer y disfrutar ahí, en París, así como en
el resto de preciosos lugares que visité en Europa, y que le recomiendo que
vaya a conocer con su marido, ya que todavía lo tiene, antes de que sea demasiado
tarde, Amelia, o el frío del invierno les entumezca el alma, ¡y los huesos!
—Y, dígame: ¿qué fue lo que cambió en usted? —le pregunté,
ya que me quedaba la duda.
—Amelia, después del café de los 15 euros repasé aquellas
esplendorosas vistas parisinas. Entonces, entendí que el ayer pasó y nada puedo
hacer por cambiar las cosas, ni es necesario cambiarlas. Y de tercos es
intentarlo o seguir viviendo en la historia. Así mismo, que el mañana viene
después del hoy, del ahora, que es todo lo que en verdad existe y por lo cual
vale la pena vivir a plenitud cada suspiro del día. Entenderlo así, amiga, es
descubrir el secreto de la felicidad, esa que se siente cuando miramos hacia
cualquier lado desde lo alto de la torre Eiffel… Mágico instante aquel cuando es
imposible contener ese inexorable deseo de llorar, ¡de dicha o de tristeza!, ¡no
importa!, en tanto sean sentires humanos. He ahí la sensibilidad, facultad que
nos diferencia de los demás seres del universo, la cual ojalá nadie nunca
perdiera, pues en su reemplazo siempre aflora la bestia que se agazapa en lo
más oscuro de nuestro intelecto… y que tanto daño nos hace.