martes, 31 de agosto de 2021

El invasor

 

Luego de un prolongado tiempo sin reunirse, como solían hacerlo al menos una vez al año, aquellos amigos de letras se volvieron a ver, pero a través de la pantalla.... y solo algunos de los que integraban el grupo base. A los demás fue imposible convencerlos para que se conectaran y acudieran a la cita. Estos lo lograron tras por fin entender a puño que, ante las adversas condiciones actuales, y sin saberse a ciencia cierta hasta cuando, los encuentros eran posibles de manera virtual; además de necesitarlos.

Eso sí, cada uno tuvo que valerse de alguien cercano que manejara esos vericuetos tecnológicos, y que estuviera dispuesto a brindar su apoyo durante la hora que programaron. Acordaron hacerlo así: virtual, al menos mientras pasaban los fieros embates del nuevo y reforzado contagio, o bajaba su intensidad y mortalidad. Algunas de las variantes que fueron apareciendo por doquiera, al parecer, no respetaban ni siquiera a los vacunados, así tuvieran el esquema básico completo. Protección que todos los del grupo tenían desde la segunda fase de inoculación inicial que dispuso el Gobierno para los mayores de sesenta años, además, porque cada uno de ellos padecía una o varias comorbilidades.

La algarabía suscitada al ir apareciendo uno a uno en pantalla fue casi infantil. Tampoco faltaron los comentarios subidos de tono, las bromas y hasta las lágrimas. Tenían acordado hablar sin agenda. Que cada uno dijera lo que quisiera, sin moderador, porque nadie le quiso ‘jalar’ a ese asunto. Tampoco, fueron enfáticos, hablarían de literatura, ninguno leería poemas ni apartes de sus obras. «¡Solo chismes!», precisó Tulia, la más veterana, en el grupo de WhatsApp que tenían, una vez aceptaron encontrarse de esa manera.

Regla que cumplieron en la primera media hora larga, durante la cual despotricaron del Gobierno por esto y por aquello, por hacer y no hacer. Criticaron la ambición y posición egocéntrica de las potencias, a quienes culparon de la actual debacle y de tener a la humanidad al borde de la extinción, no solo por lo del virus, sino por la contaminación del planeta a gran escala, residuo de sus patrocinadas guerras comercial y fría que agobiaban al resto del mundo, sobre todo a los de siempre, a los países pobres, que, según Rosendo:

—Los son todos, sacando a la veintena de siempre... y en especial a los siete u ocho poderosos y regentes del repelente club aquel de la ignominia mundial.

Luego, les dieron paso a noticias más cercanas, sobre todo, las de tantos muertos de familiares y conocidos por la acción del virus, que, dijo Tulia:

—Con el que, tal vez, tengamos que acostumbrarnos a convivir por siempre.

—Así como con otras tantas maluquencias asociadas y por llegar, según dicen —complementó Rosa.

Muertes, todas las que contaron, acaecidas en similares circunstancias dramáticas; y tan tristes y lamentables como las propiciadas, en casi mayor número a la del biológico engendro durante aquel lapso, por el imparable conflicto civil y armado no reconocido que desangraba a ese, a su país, el que le declaró la guerra a la paz, luego de haberla pactado tras casi un siglo de muerte.

—Fratricidio arreciado durante la pandemia, y que al resto del mundo parece no importarle un comino, pese a las visitas de entidades humanitarias internacionales, y a la infinidad de informes emitidos por organizaciones instauradas para tomarle el pulso a las imparables aberraciones humanas al interior de los regímenes democráticos, como suelen llamarse semánticamente la mayoría de dictaduras y corruptocracias, tanto de un extremo como del otro, sin faltar los que se dicen ser del centro, en gran parte de estos países subcontinentales —apuntó Rosa, la menor de aquellos escritores desconocidos, entrados en nostalgia social avanzada ante la pusilanimidad integral que también cundía por doquiera, con mayor acentuación en su atembado país, quizá por el perenne y ya consuetudinario fragor de las balas, que cuando no era por la televisión que las trasmitían los noticiarios al servicio de la plagada pauta comercial, cada vez más seguido se  escuchaban en las barriadas y calles cercanas, tanto en ciudades como en labrantías.

—Les propongo que dediquemos el rato que falta para hablar de nosotros, sobre todo, si a bien tienen, de lo bueno o malo que ha sido este lapso de casi dos años para nuestra actividad literaria. Algunas anécdotas que tengamos por ahí —intervino Abigail, promotora del evento, tanto los que hacían cada año, antes de la epidemia, de manera presencial, cada vez en un municipio distinto, como la impulsora de retomarlos virtualmente mientras se componían las cosas, si acaso eso llegase a pasar.

—Me parece interesante lo que propone Abigail —intervino Tulia—. Me imagino que todos tenemos algo para contar. Por lo menos, tengo que desahogarme con ustedes respecto de ese intruso que llegó con esta calamidad interminable.

—Creo saber de qué hablas, Tulia —repuso Alberto—. Tal vez, es el mismo que se hospedó en mi casa y que también tiene jodido a Rosendo, a quien este poco y nada lo deja avanzar en su nueva novela, como hemos hablado por teléfono varias veces.

—Debe ser el mismo camaján que me impide concretar los versos que ahora evitan entrar por mi balcón, desde donde converso con las montañas cuando quiero componer algo —apuntó Rosa.

—No sé si estén hablando del mismo entremetido que me tiene en ascuas desde cuando el Gobierno ordenó la cuarentena nacional y a mi hija le tocó trastear su oficina desde la comodidad infernal de su empresa a la minúscula sala de mi casa. Esto incrementó desorbitadamente los gastos de los servicios públicos y el del mercado, se perdió el silencio y la tranquilidad, por ende, la concentración y la inspiración —intervino Rosendo—, como algo al respecto hablamos con Alberto.

—Por un momento me desorienté —dijo María—, sin embargo, ya capto y creo saber de qué... o de quién están hablando. A mí también, ese invitado obligado me tiene en vilo y ha afectado, no solo mi producción literaria, también mis relaciones familiares.

—Me parece que todos —retomó la palabra Abigail—, de una u otra manera, coincidimos en que al tener que encerrarnos durante tanto tiempo en nuestras casas y vernos obligados a compartir espacios... o el ya no estar a solas durante gran parte del día, como antes, nos afectó en cuanto a la escritura y la convivencia.

—Les confieso que, desde cuando a mi hija le tocó trasladarse a trabajar a la sala de mi casa —retomó la palabra Rosendo—, todo cambió y nos afectó, tanto a mi señora como a mi hija y a mí.

—Cuéntanos, Rosendo —lo animó Miguel, el más parco de todos—, ¿qué pasó?, aunque, por mi experiencia, creo saber la respuesta.

—Mi hija trabaja en una corporación de abogados. Ella vive con nosotros desde la separación de su marido, hace unos años. Antes, todas las mañanas salía para su oficina y regresaba pasadas las ocho o nueve de la noche. Es decir, todo el día estaba por fuera, y en gran parte los fines de semana, los que solía pasar casi siempre con sus amigas. Mi esposa esperaba que yo regresara del gimnasio, al cual solía ir de cinco a ocho de la mañana, todos los días. Cuando llegaba, desayunábamos. Luego, ella también se iba para sus clases y ejercicios en el mismo lugar. Volvía sobre el mediodía para hacer el almuerzo o para salir conmigo a restaurantes cercanos. En las tardes se entretenía tejiendo para los nietos y haciendo otros quehaceres, hasta entrada la noche cuando, juntos, nos íbamos para la cocina a preparar la cena, ver televisión y esperar a nuestra hija. En síntesis, yo tenía más de ocho horas de emancipación en mi estudio para estar a solas y en conversación con el silencio. De esa manera solía toparme a diario con la voz de la inspiración, arrullo literario que solo es posible en la intimidad... ojalá en las mañanas y en las tempranas horas del atardecer, por lo menos en mi caso. ¡Era tan feliz así!, y desde cuando me retiré del trabajo y me dediqué a mis cosas: escribir y leer, hoy por hoy mi máxima satisfacción, además de seguir vivo y haber hecho bien todo lo que hice, sin menoscabar ni pisar a nadie... hasta cuando apareció aquel ruido intrusivo.

Rosendo hizo una pausa en su relato. Parecía consternado... ¡y lo estaba! Sus contertulios virtuales le respetaron su introspección, razón por la cual ninguno musitó palabra. Tal vez porque esa historia, y cada uno así lo asimiló en sus adentros, sin estar terminada; porque no necesitaban escucharla toda, tampoco su final para saber lo que restaba, en lo que terminaría; de alguna u otra manera era la propia, la que todos estaban viviendo... ¡padeciendo! a su manera y circunstancias, y con al menos un resultado común: la estaticidad en su producción literaria.

Ninguno de ellos, sin haberlo comentado, durante ese lapso que llevaba la pandemia que impuso en el hogar el teletrabajo y el estudio en casa, junto con la ruidosa estrechura de la vida familiar confinada, había logrado terminar, ni siquiera avanzar, el proyecto en curso, mucho menos alguno nuevo, precisamente por la irrupción en sus vidas y espacios de aquel inexorable intruso que ahuyentó a sus respectivas musas de sus lugares de acuartelamiento literario, ahora de encerrona social.

Parálisis literaria que les afectada peor que la peor de las maluquencias y dolamas de la tremebunda vejez que les coqueteaba en los huesos y vísceras, más lacerante que las estadísticas trágicas del amordazado conflicto connacional, ahora sumadas con las del contagio incubado, sobre lo cual todos ellos escribían con sentidos versos, unos, y supurantes párrafos de nostalgia social, los otros.

—Hemos escrito, ayer y hoy, y lo seguiremos haciéndolo hasta el fin, de alguna manera, sin importar que nadie nos lea, no solo por ser desconocidos, por no pertenecer al gran cartel de las vitrinas, al no hacerlo para alguno de los amos de la infamia, sino por aquel síndrome del propiciado desgano de lectura, sobre todo en la juventud, condenada esta al oscurantismo que conlleva la maraña tecnológica y la manipulación de la ignorancia dentro de las masas para mantener el poder en pocas manos, en las de siempre, en las de la artera minoría... —reiteró Abigail, como solía decirlo y cantarlo cuando se lo permitían, por lo general en aquellos refundidos encuentros literarios en pueblos apartados de la geografía nacional, al menos una vez al año y antes de desencadenarse la pandemia.

Cuando, al parecer, Rosendo remató su sentida disertación y entró en nueva introspección, los otros integrantes de aquella video conversación comprobaron lo imaginado desde el comienzo: la historia de su contertulio, y desde marzo de 2020 a la fecha, con algunas diferencias muy particulares, era similar a la de cada uno de ellos. Los espacios y libertades que hasta entonces conquistaron y que utilizaban después de viejos para, sobre todo en las mañanas cuando eran más productivos en cuanto al garrapateo de versos y frases errabundas, fueron invadidos por algunos de sus hijos, nietos u otros familiares quienes tuvieron que instalar en la sala, el comedor, las alcobas, las terrazas, los balcones y en cuanto espacio libre había, la parafernalia laboral o de estudio, para cumplir con sus obligaciones que antes hacían en sus empresas o establecimientos educativos.

No solo fue aquella bulliciosa intromisión la que afectó, y de qué manera, a estos escritores poco y nada conocidos en el mercantilizado mundo de las letras. Con esta se les incrementó el gasto doméstico integral en cada una de sus casas, se les disminuyó el ingreso familiar y, lo peor para estos, la inspiración se les volvió esquiva y celosa, porque esta poco aparece cuando hay ruido, menos, cuando el que escribe tiene apretujada compañía y telarañas en su pensamiento.

Tras una lánguida despedida, prometiendo volverse a conectar en un mes, ¡tal vez!, uno a uno fue cerrando el enlace hasta solo quedar conectada Abigail. Tras un suspiro añejo y profundo, y una lágrima que no pudo contener, por lo que esta rodó con prisa a través de las eras de sus mejillas acaricidas por la edad que se empeñaba en anunciarse a toda costa, la poetisa líder apagó su equipo y se hundió en la mar de la soledad interior donde mejor solía sentirse, mientras trataba de encontrar motivos para sobrellevar su compleja vida... y seguir plasmando en versos sus pasiones más que resecas.

Relato disponible en Revista Latina NC

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